“¿Qué siente un varón cuando tiene que pasar caminando solo ante una pandilla parada en una esquina, todos armados?” Con esas palabras quería dar a entender una dirigente femenina cuál es el sentimiento común de una mujer en su relación cotidiana con los varones fuera de su casa. Seguramente: algo duro.
Ahora bien: si
se quedan en sus casas -como cierta visión moralista podría aconsejarlo: “¿qué hace una buena mujer por la calle?”-
no les va mucho mejor: la violencia hogareña contra el “sexo débil” no baja, y
las emergencias hospitalarias se llenan de mujeres golpeadas. Todo indica que
la cultura dominante permite (¿alienta?) esa violencia, porque si bien se la
condena, no falta también quien piensa que “por algo habrá sido” que una mujer
resulta golpeada, justificando así esa práctica.
La violencia
contra las mujeres sucede en todos los estamentos sociales y a todas las
edades. Es común, está “normalizada”. Nos alarmamos ante la delincuencia
cotidiana, pero en general no tomamos como un delito una golpiza del esposo a
su pareja. Hasta hace muy pocos años era ley constitucional que un violador
quedara libre de responsabilidad penal si la mujer violada (mayor de edad)
aceptaba casarse con él. Si esa es la ley, hoy día derogada, está claro que la
concepción dominante lo acepta. Y aunque ya no existe el instrumento jurídico,
no es infrecuente comprobar que las golpizas hacen parte de lo cotidiano,
siendo una herencia que se transmite de generación en generación.
Por supuesto
que no hay justificación para esa violencia; eso está de más decirlo. Si
sucede, es sólo porque existe una cultura patriarcal que concede todo el poder
a los varones aplastando a las mujeres. ¿Hasta cuándo?
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