En el Mundial de Fútbol de Qatar las mujeres musulmanas solo pueden mostrarse tapadas de pies a cabeza, pero una extranjera -como la Miss Croacia, que está haciendo furor entre los varones qataríes- puede posar mostrando sus bellezas junto a los jeques. Algo no cuadra allí: machismo para adentro y apertura para afuera. ¿Hipocresía?
miércoles, 7 de diciembre de 2022
sábado, 3 de diciembre de 2022
LA CAÍDA DEL IMPERIO
No hay dudas que Estados Unidos es una gran potencia, en todo sentido. Desde finales de la Segunda Guerra Mundial en 1945 pasó a ser la principal expresión del capitalismo, con un poder global. Su imperialismo se difundió por todo el planeta, y hoy mantiene su hegemonía con alrededor de 800 bases militares esparcidas por todo el globo.
Este país, que sin dudas tuvo un
crecimiento fabuloso en un par de centurias desde los primeros cuáqueros que
llegaban a esa “tierra de promisión” en el siglo XVII, robando territorios a
México y explotando esclavos africanos pasó a ser la economía más grande del
planeta, desbancando a Europa como “metrópoli”. Su arrogancia, que también
creció sin par, lo hizo sentir portador de un supuesto “destino manifiesto”,
nación encargada de llevar la “libertad” y la “democracia” hasta los últimos
confines del planeta. Hipocresía descarada.
¿Qué hacen en cada región del mundo donde sientan sus reales? La clase
dominante de esa potencia se sintió con la capacidad de operar en cualquier parte
del mundo como si fuera su propia casa, robando,
saqueando, masacrando, imponiendo su voluntad.
El modelo de vida que generó el capitalismo más
desarrollado dio como resultado un sujeto y una ética insostenibles. El nuevo
dios pasó a ser el consumo, la adoración de los oropeles, la veneración cuasi
religiosa del “tener”. En su nombre se sacrificaron pueblos enteros –los
originarios de América del Norte en principio, y de otras latitudes luego–, así
como el planeta Tierra. Si toda la humanidad consumiera como lo hace la
población estadounidense, en unos días se acabarían los recursos naturales del
globo terráqueo. En Estados Unidos todo es consumir y botar a la basura,
dejarse llevar por la novedad, buscar con voracidad el poseer cosas. “Lo que
hace grande a este país es la creación de necesidades y deseos, la creación de
la insatisfacción por lo viejo y fuera de moda”, expresó el gerente de la
agencia publicitaria estadounidense BBDO, una de las más grandes del mundo.
Magistral pintura de cómo funciona el capitalismo en su punto máximo de
desarrollo.
La realidad, de todos modos, no perdona, y está
pasándole factura. Como cualquier imperio de la historia, Estados Unidos
creció, llegó a su cenit y termina durmiéndose en los laureles. ¿Qué lo hará
caer? Su deuda externa es técnicamente impagable, y población y gobierno viven
siempre endeudados, consumiendo más y más en un ciclo interminable. Pero
alguien paga ese desenfreno: la clase trabajadora estadounidense y nosotros, el
resto del mundo. Su moneda, el dólar, ya no tiene respaldo real. Los circuitos
financieros tomaron el control y su capitalismo va teniendo menos base real,
porque no se asienta en una producción material. El resguardo son sus fuerzas
armadas (con todas esas bases diseminadas por el mundo asegurando la “libertad”
y la “democracia”), pero eso ahora comienza a ser puesto en entredicho. La
Federación Rusa sacó pecho, y si bien su invasión a Ucrania es tan deplorable
como cualquier intervención militar imperialista (de Estados Unidos o de
Europa), lo que hoy está sucediendo puede abrir un mundo nuevo.
Seguramente el país americano no caerá por los misiles nucleares rusos o
chinos. Eso es prácticamente inconcebible. La guerra entre titanes solo
llevaría al final de todos, no habría ganadores dada la terrible letalidad de
las armas de que hoy se dispone. Nadie quiere ese enfrentamiento, y los
esfuerzos se encaminan decididamente a impedir un conflicto real entre tropas
rusas y las de la OTAN. Serán otros los elementos que obran para su declive.
Ese hiperconsumo desmedido, los problemas sociales acumulados que estallan como
el racismo de supremacismo blanco contra la población no-blanca, polarización
económica extrema como cualquier país tercermundista (ricos exageradamente
ricos y asalariados en lenta caída), guerra civil, consumo infernal de
estupefacientes: todo eso es el caldo de cultivo para lo que estamos viendo, el final del dominio occidental del mundo.
Su cacareada “democracia” es un vil engaño, un maquillaje que oculta una realidad
de explotación inmisericorde.
En los años 60 del pasado siglo apareció la Operación CHAOS, mecanismo encubierto de la CIA para neutralizar toda
protesta juvenil (en aquel entonces, el movimiento hippie, que rehusaba el
consumismo capitalista). De esa cuenta, la explosión masiva de consumo de
drogas pasó a ser un hecho siempre creciente. “Es conveniente para las
mismas estructuras de poder y riqueza que los jóvenes vivan presa de las
adicciones y permanentemente drogados a que se despojen de su social-conformismo
y muestren su inconformidad ciudadana por los cauces de la praxis política y la
organización comunitaria.” (Isaac Enríquez Pérez). La cuestión es que ese
consumo imparable evidencia un malestar de fondo. Shannon Monnat (Universidad de
Siracusa, Nueva York) comentó que “el aumento de los trastornos por consumo
de drogas en los últimos 20 a 30 años es un síntoma de problemas sociales y
económicos mucho mayores (…) Las soluciones para combatir nuestra crisis
de sobredosis de drogas solo serán efectivas si abordan los determinantes
sociales y económicos a largo plazo que están en la base”.
El imperio comienza a resquebrajarse. El capitalismo tarde o
temprano tiene que caer. El socialismo, que no fracasó, sigue siendo una esperanza.
lunes, 24 de octubre de 2022
ES MEJOR NO SABER LO QUE VENDRÁ
J. era un inventor nato. Su padre, sin ninguna formación académica sistemática, también lo había sido tímidamente (había diseñado un dispositivo para evitar fugas en las cañerías, lo que le otorgó una cierta celebridad efímera, y algunos centavos). En esa fuente abrevó J.
Nunca terminó ningún estudio universitario; pasó por
varias carreras –Física, Biología, Ingeniería en Sistemas– pero su espíritu
irreverente, indómito, o indisciplinado si se prefiere, no le permitió
graduarse en nada. De todos modos, sus años de universidad más su afiebrada
pasión por las ciencias naturales lo llevó a ser un experto en innumerables
temas.
Se ganaba la vida muy modestamente como profesor de
escuela secundaria. Allí, lidiando con adolescentes –a quienes despreciaba con
toda su fuerza– enseñaba desde álgebra a zoología, desde astronomía a la tabla
periódica de los elementos. Su cultura, adquirida en lo fundamental como
autodidacta, era vasta. No hablaba de lo que no sabía, pero de lo que sí
conocía, era un libro abierto.
Dada su crónica soltería –nunca se le había conocido
pareja; solo había muy ocasionales visitas a lupanares, y detestaba a los bebés–
su tiempo lo pasaba básicamente estudiando. O diseñando inventos.
Tenía patentados varios ingenios, pero ninguno había
prosperado industrialmente. En secreto masticaba su fracaso con resignación. De
joven había soñado con enriquecerse a base de sus invenciones, pero la cruda
realidad lo abofeteó muchas veces. Quizá demasiadas. “La sal del tiempo me oxidó la cara”, solía repetirse en voz baja,
recordando una frase que lo había impactado largos años atrás. “Y el óxido deteriora, carcome”.
En tiempos recientes se había interesado a profundidad
por asuntos vinculados a realidad virtual. La idea del viaje en el tiempo lo
fascinaba. Cuando vio por vez primera un holograma, quedó estupefacto. Al modo
de un alquimista medieval, buscaba cómo modificar lo dado, lo real, encontrar
la piedra filosofal, el elixir de la vida. “Podemos
cambiar el mundo”, se repetía incesante. “El metaverso es posible; allí podemos vivir plácidamente. Solo se trata
de conocer bien sus claves”. Sin pronunciarlo nunca en voz alta, se sentía
un Dr. Rappaccini, como el personaje del cuento de Hawthorne, pero sin hija.
Desde su precariedad material –vivía en un mísero cuartucho
que jamás aseaba, se bañaba muy poco, comía mal– lo único que le interesaba era
estudiar estos temas apasionantes. Muchas veces olvidaba alimentarse, pero
jamás dejaba de elucubrar cosas, de pensar soluciones a los problemas que se
planteaba. Una de sus obsesiones, entre muchas otras, quizá la más importante, era
resolver el salto de masa, o intervalo másico, en la teoría
supersimétrica N=4 de Yang-Mills. Sus días se iban razonando cosas que a los mortales de a pie no les
inquietaban; o que, simplemente, les parecían delirios.
“¿Es posible
predecir el futuro?”, comenzó a inquietarse. Todas las historias de
profecías, adivinaciones y esotéricas cuestiones por el estilo, lo
hipnotizaban. En su cuarto tenía una imagen de Nostradamus dibujada por él mismo.
De algún modo, este boticario adivino le marcaba su camino: “el porvenir está escrito. La cuestión es
cómo saber leerlo”.
Por más de dos años estuvo devanándose amargamente en
pensamientos sobre la posibilidad de encontrar la fórmula que le permitiera dar
ese paso. Si los onirocríticos de la antigüedad lo hacían, había que bucear en
ellos para encontrar las claves. Tras innumerables experimentos –en los que fue
gastando la pequeña fortuna heredada de su padre, el inventor– sintió haber
logrado su propósito: llegó a poner en funcionamiento un dispositivo
hologramático que permitía sumergirse en las ondas cerebrales tipo gamma,
conectado a un acelerador de partículas que él mismo diseñó, precario pero
funcional, con lo que se podía obtener una precisa teletransportación cuántica.
Gastó sus pequeñas fortunas en ese ingenio, todo realizado en el más absoluto
secreto, ahorrando centavo tras centavo, robándole horas al sueño. Luego de
interminables cálculos que le mostraban que sí era posible, se sintió satisfecho.
Terminada esa primera parte, venía lo más importante: probar que la formulación
teórica daba resultado práctico. En otros términos: que sí, efectivamente, era
posible conocer el futuro.
Cuando con mucha timidez habló de ello a unos amigos
matemáticos, todos catedráticos universitarios, encontró sonrisas benevolentes.
Los profesores, sabedores de las bizarras búsquedas de J., preguntaron con
mucha cautela si esa “invención” era su producto, o eso lo había escuchado de
terceros. Muchos lo tomaban por un absoluto chiflado, un delirante que se hacía
pasar por normal, siempre con una mediocre actuación, fracasando en todo lo que
intentaba. Pero muy inteligente. Nadie quería ser ofensivo, de ahí que primaba
el respeto; mejor aún: un silencio piadoso. O, si se quiere, el temor a decirle
en la cara lo que realmente pensaban. ¿Cómo encarar a un desquiciado para
decirle que es un desquiciado?
Solo algunos pocos de los profesores –uno de ellos
eminente, candidato a Premio Nobel de Matemáticas alguna vez– se interesaron en
el proyecto. En general lo veían delirante, aunque un colega lo consideró con
alguna atención. La sensación del grupo fue de sorpresa: todo sonaba tan loco
que nadie podía tomarlo en serio. De todos modos, las ecuaciones con las que J.
había llegado a formular su hipótesis eran correctas. Nuestro inventor no dijo
que el aparato estuviera listo; solo comentó que había escuchado algo así por
allí, que en otro país estaban adelantando esas ideas. En concreto: ninguno de
los consultados lo anatematizó, pero tampoco nadie lo alentó en el proyecto.
Algunos, escépticos, dijeron que eso jamás podría funcionar.
Ahora había que pasar a las pruebas. Lo ideado por J.
consistía en un aparato que permitía leer –si así pudiera llamársele– el futuro
de una persona, de un individuo en particular. No podía pedirse una premonición
colectiva: ¿qué pasaría en un país completo?, por ejemplo. El invento era más
modesto. Al menos, en esta primera fase, J. se planteaba poder conocer cómo un
sujeto puede saber lo que le sucederá en lo inmediato, en el corto tiempo.
Prefirió no ser él mismo sujeto de experimentación.
No, al menos, en un primer momento. Había que buscar candidatos entonces. La
tarea no era fácil, pero tampoco imposible. Seguramente habría más de alguien
interesado en saber qué le ocurriría en el futuro.
Un joven estudiante suyo, la señora que hacía la
limpieza en la casona donde alquilaba un cuarto y una prostituta con la que
mantenía una extraña relación fueron quienes aceptaron, entre muchas ofertas
que realizó. El experimento consistía en permanecer conectado por espacio de
una hora a los electrodos de la máquina, dejándose llevar plácidamente por los
pensamientos/sentimientos que fluyeran, para luego relatarlos. Al tiempo, se
debería confrontar lo así expresado con la realidad.
A las tres personas elegidas el esquema les resultó
hilarante, casi bufonesco. Como había un pequeño pago por su participación, las
tres cumplieron fielmente con la tarea asignada. En secreto reían, pero ninguna
expresó la más mínima crítica. Unos centavitos extras nunca vienen mal.
Debían recibir un calmante por vía oral para poder
relajarse. Luego, sentarse con toda comodidad en un mullido sillón. El cuarto
estaba a media luz. Los electrodos –como en una mala película de
ciencia-ficción– debían colocarse en distintos puntos de su cuero cabelludo,
con los ojos ocultos por unas estrafalarias gafas negras –que producían risa
más que otra cosa–. J. los citó en tres momentos separados; el experimento
podía durar un par de horas. O, al menos, lo que él consideraba la prueba
decisiva. Luego de entrar en cierto estado de relajación y mantenerse en
sepulcral silencio mientras se desarrollaba la prueba, debían relatar lo que
vieron/sintieron en su estado de semi-ensoñación.
A su vez, J. estaría monitoreando los resultados a
través de una suerte de electro-encefalograma que le daría –según su parecer–
un mapa de lo que “verían” los sujetos en su viaje al futuro. La consigna era
terminante: “Piense en lo que le va a
suceder esta semana. Cierre los ojos. Permanezca relajada/o y luego, al volver
a la vigilia, exprese con toda claridad qué vio de su futuro”.
Para las tres personas elegidas fue toda una sorpresa
saber con exactitud en qué consistía la prueba. La convocatoria que les había
hecho J. era bastante vaga. Solo un comentario amplio, bastante poco
esclarecedor, sobre la mecánica a seguir, con una somera explicación sobre que
allí se les revelaría su porvenir. Por distintas razones, cada una de las tres
personas escogidas aceptó participar.
El joven quería congraciarse con su profesor de
Matemáticas. Las funciones trigonométricas lo tenían atormentado, por lo que
entendió que ayudarlo en esta empresa –“muy loca” para su parecer, de lo cual
no dijo una palabra a nadie– podría ayudarle a aprobar la asignatura. Por otro
lado, no dejaba de entusiasmarle la idea de conocer su futuro. Se decepcionó un
poco cuando supo que solo sería lo que le ocurriría en la semana venidera.
La señora de la limpieza, algo intimidada por este
inquilino a quien veía bastante extravagante, más por miedo que por otra cosa,
decidió participar. Además –lo cual no significaba poco– un pequeño pago como
reconocimiento le venía muy bien, siempre angustiada por sus estrecheces
económicas.
La trabajadora sexual –con quien J. había tenido
varios ocasionales contactos y de la que, en secreto, estaba enamorado– en
buena medida para seguirle el juego, casi para burlarse de su “maniático
cliente”, había decidido colaborar. Quería ver si era tan mediocre en su
rendimiento intelectual como lo era en la cama. Por otro lado, al igual que la
carenciada mujer encargada del aseo de la casa, siempre estaba al borde del
abismo en términos financieros. Esos centavos ganados sin tener que poner su
cuerpo le resultaban una bendición.
Uno a uno, en tres días distintos, los sujetos de
experimentación fueron sometidos a la tan esperada prueba. Poniendo como única
condición, pero por cierto absolutamente inviolable, el que el experimento
tenía que ser un secreto que se llevarían a la tumba –las tres personas reían
para sus adentros con esa chifladura– tanto el joven como ambas mujeres
aceptaron. J. estaba más que convencido que lo que “verían” en sus ensoñaciones
–no se le ocurría otra palabra para definir el estado en que estarían
momentáneamente– él lo podría registrar también tanto en ecuaciones como en una
pantalla que había ideado, de cuarzo líquido con un sistema novedoso de
transformación de impulsos eléctricos cerebrales en imágenes bidimensionales a
color.
La primera en someterse a la prueba fue la empleada
doméstica. U., de 42 años, mujer muy sana, robusta, quien creía fervientemente
en los sueños premonitorios. Repetía siempre haber soñado con la muerte de su
hermana algunos años atrás, y al poco tiempo del sueño, esa muerte se consumó.
En un accidente falleció la pobre mujer, golpeada por un camión que se salió de
control. U. aseguraba que el futuro estaba escrito, y algunos procesos oníricos
lo mostraban. Para la prueba, siguió al milímetro las indicaciones dadas por J.
Por supuesto, no quería reírse ni mostrar ninguna duda respecto al inventor,
pero para su fuero interno toda la parafernalia urdida por el matemático no
pasaba de chifladuras.
Después de más de una hora de un plácido duermevela,
sometida a las preguntas de J. una vez despierta, no podía descifrar nada de lo
acontecido. De todos modos, para no desairar a su empleador, pergeñó algunas
respuestas que podrían satisfacerlo. Dijo –haciendo lo imposible para evitar la
sonrisa pícara que se le escapaba– que había entrevisto mucho dinero para ella.
“Era una cosa difícil de explicar. Tuve
la sensación de que me iba a encontrar con más platita esta semana. No sé…,
dinero caído quizá. O un regalo inesperado”. J. registró puntillosamente
cada palabra dicha por la criada. En las imágenes de su complicada pantalla
creyó ver algo al respecto, aunque no tenía la plena certeza. “Habrá que perfeccionar este ingenio un poco
más”, se limitó a pensar. Las manchas inescrutables que aparecían en la
pantalla podían dar a pensar cualquier cosa. Remedaban los test de
personalidad, que tan “simpáticos” le resultaban a J. U. agregó, un poco a su
pesar, que “también había un accidente.
No sé bien qué era, pero había un muerto”. J. quedó con la duda.
Definitivamente, debía mejorar el aparto. Mostraba cosas, pero aún quedaban
vacíos.
El jovencito –M., su discípulo de 17 años– era un
bandido, un vivaracho travieso que se mofaba de todo el mundo. Seguramente, de
más adulto podría ser un estafador, un político profesional, un fabulador
crónico. Ahora, ya experimentado en estas lides de la mentira y la manipulación
con su corta edad, vio la posibilidad de asegurarse una buena nota en su fatídica
clase de Matemáticas. Luego del experimento, salido de la somnolencia provocada
por el miorelajante, dijo con total seguridad: “Vi clarito cómo aprobaba mi clase con usted, profe”. J. sonreía
triunfal. Su engendro seguramente podía visualizar el futuro. “¿Algo más?”, inquirió el profesor. M.,
siempre lúcido para sus respuestas, muy chispeante inventó rápidamente: “Este…, también había unos policías, o un
juez. Algo así. Castigaban a alguien”.
Con el turno de la sexoservidora la situación fue
distinta. J. quería evitar por todos los medios perder la neutralidad. Se
repetía como un mantra que esta era una prueba científica y no otra cosa. Sin
embargo, no pudo impedir tener una erección. Siempre era así: con solo ver a
E., lúbrica muchachita de 24 años con prominentes pechos, se excitaba. La joven
lo sabía, y quería sacarle provecho al asunto. Con cada gesto, cada palabra,
cada movimiento, sabía que provocaba a J., a quien veía como un “pobre
bobalicón”. Actuó a la perfección su papel de ratita de experimentación. Terminada
la prueba, manifestó que había visto una buena cantidad de dinero en su porvenir,
que alguien que la quería mucho y que era muy inteligente –remarcó mucho esa
condición, alzando la voz– le estaría llenando de dicha con un regalo en
metálico. Agregó luego que también veía manchas de sangre. J. se lamentaba que
las imágenes de la pantalla no fueran lo suficientemente claras como para
distinguir de qué se trataba lo relatado.
Terminadas las tres experiencias J. quedó absorto en
meditaciones. No terminaba de entender con exactitud lo que había pasado, pero
algo le decía que todas las visiones de las tres personas lo tenían a él en el
foco. “Sí, por supuesto. No puede ser de
otro modo. Yo soy parte de sus expectativas actuales”.
Lo dicho por los participantes le permitió afirmar que
todos habían visto algo que estaba en los planes de futuro de J. O, al menos,
estaba como posibilidad. Con su novia de fantasía, la sensual E., hacía tiempo
que venía pensando en sorprenderla con un fabuloso regalo. Había considerado
una buena joya. O, ¿por qué no?, una buena cantidad de efectivo. Eso, pensaba,
la terminaría de enamorar. Su ilusión era sacarla “de ese mundo nauseabundo” y convertirla en su mujer, “una buena señora de su casa que me dé varios
hijos. Odio a los bebés, pero por ella tendría varios, y los criaría gustoso”.
E., por cierto, estaba encantada en ese mundo “nauseabundo” y jamás había
pensado abandonarlo. Muchos menos, tener hijos.
Un par de días después de realizado el experimento, la
joven recibió una importante suma de dinero –eran casi los últimos ahorros de
J.– en una muy exquisita caja decorada, solo con la firma de “Un admirador”. E.
rió doblemente: por la ternura, o inconmensurable estupidez, de su enamorado, y
porque se había salido con la suya. La actuación con los electrodos en la
cabeza había rendido sus frutos.
Era ya casi fin del curso y había que pasar el examen
final. M. temblaba. No tenía la más pálida idea de cómo calcular la tangente y
la secante de un círculo. “El cuadrado de la medida del
segmento tangente es igual al producto de las medidas del segmento secante y su
segmento secante externo”; podía repetir de memoria, pero le resultaba materialmente imposible
calcularlos. Mortificado como
estaba –era la tercera vez que reprobaría ese curso– optó por copiarle a su
compañero. W., el gordito tonto pero super inteligente que siempre obtenía las
mejores notas era, a la vez, un muy buen negociante: vendía exámenes. Por unas
monedas que alcanzaran para una buena merienda realizaba hasta cuatro exámenes
a la vez. M. pagó sin pensarlo dos veces. Terminado el examen, con la mejor
cara de circunstancia entregó el trabajo al profesor J., que lo miraba
circunspecto. Corrigiendo las pruebas, no salía de su asombro al ver tan bien
realizados esos cálculos. Por supuesto, M. aprobó satisfactoriamente la clase.
La modesta U., pensaba J., estaba haciendo una
excelente tarea con su limpieza. De no ser por ella, su mísero cuartucho sería
más invivible de lo que ya era. Se merecía una recompensa. Es por eso que, con
mucho disimulo, dejó una bonita cantidad de contante en sus zapatos de calle,
cuando ella estaba trabajando en el aseo doméstico, utilizando unos zuecos para
la ocasión. La señora se sintió más que reconocida por el obsequio. No dijo
nada a J. de lo encontrado, ni siquiera se molestó en preguntar cómo había
llegado ese dinero ahí. Simplemente lo tomó y, como todos los días, se marchó
sin mayor emoción, saludando por compromiso.
Una semana después de los tres experimentos, las tres
personas sometidas a la prueba se reunieron con J. Las tres, cada una a su modo,
con asombro real o fingido, expresaron que lo visto en su sueño inducido se
había cumplido. Conclusión: habían podido ver su futuro.
El maniático inventor estaba rebosante de júbilo. Su
ingenio había dado resultado, evaluaba. Un “eureka” gigante escapaba de su
ánimo. Las tres personas habían podido ver lo que les sucedería en la semana.
Ahora había que perfeccionar el invento para ir más allá de la semana: había
que leer el porvenir, así como lo había logrado Nostradamus. Su afiebrada
cabeza no paraba de maquinar cosas, de elucubrar las más refinadas –o alocadas–
fantasías.
Antes de dar ese paso, quería probar él mismo en
persona cómo funcionaba su “prodigioso” proyecto. Se sometería también a la
prueba.
En solitario preparó todas las condiciones. Le costó
un poco colocar todos los electrodos en su posición exacta y, a la vez, tomar
el tranquilizante. Logrado todo ello, se adentró. Oscuramente vio escenas
escabrosas. Sintió la guadaña de la muerte; creyó ver un túnel sombrío sin fin,
donde no se percibía la salida. Despertó apesadumbrado. Para paliar esa
sensación de desasosiego, de profundo malestar que lo invadía, pensó en visitar
a su adorada E. El enamoramiento no era de doble vía; la joven tomaba a J. como
un cliente más, solo eso. Además, un cliente bastante particular, con muchas
excentricidades, con gustos extraños. Las relaciones sexuales que mantenían
tenían algo de ridículo; J. exigía cosas extravagantes, como embadurnarse el
cuerpo con crema dental, o tararear una canción de cuna en el momento del
orgasmo. E. le seguía el juego, compadeciéndose para sí de esas locuras,
viéndolo como un “pobre enfermo perdido”.
Al llegar al burdel de mala muerte donde trabajaba la
muchacha, ésta lo recibió exultante, con una fingida sonrisa que le iluminaba
el rostro. Le contó que un enamorado le había regalado una importante cantidad
de dinero en efectivo. Pero además agregó cosas que J. no esperaba. Le dijo,
con apasionamiento, que S., un poderoso empresario de la ciudad –para muchos,
ligado a la narcoactividad– tan rico como avaro, conocido por su megalomanía
–entre otras cosas, había mandado a traer tres tigres de la India para
exhibirlos en el jardín de su casa, y utilizaba una cadena de oro macizo para
llevar a pasear a sus mastines, soliendo encender su habano luego de las
pantagruélicas comilonas que se daba en el más lujoso de los restaurantes con
un billete de alta denominación– le proponía matrimonio, pues estaba cansado de
su odiosa y envejecida mujer. E. lo relataba muy animadamente, ideando fantasías
tan monumentales como las invenciones de J. Por ejemplo, declaraba con una risa
estruendosa que pronto irían de luna de miel a una isla paradisíaca en algún
mar tropical, pues así se lo había prometido S. El vehículo de lujo vendría
después.
J., al escuchar todo eso, quedó mudo; la erección que
siempre lo acompañaba cuando estaba con la joven, desapareció. Prefirió no
tomar los servicios sexuales de E. ese día, y decidió retirarse. Se sentía
derrotado. Caminó sin rumbo fijo durante casi toda la noche por las despobladas
calles de la ciudad. La tenue llovizna que comenzó a caer hacia media noche no
lo inquietó. Un par de días después, U. encontró su cadáver en el desvencijado
cuarto. La policía descubrió que los dos gramos de toxina botulínica ingeridos
habían sido absolutamente letales. Sobre una mesa en medio del desorden
reinante fue encontrada una carta con un texto sombrío: “Mi invento no ha fallado. Se puede predecir el futuro. Yo lo pude ver
con claridad. Esta muerte –no tenía otra salida luego del fracaso sentimental–
lo atestigua de modo elocuente. Por eso, es mejor no saber lo que vendrá”.
Unos días después alguno de los profesores de
Matemáticas, colega y amigo, se dedicaba a desmantelar esa loca máquina que
había sido encontrada en su habitación. Nadie pudo entender de qué se trataba
ese bizarro engendro. Las anotaciones que encontró en una bitácora lo dejaron
sorprendido. Tiempo después, al conocer más datos sobre quienes funcionaron como
sujetos de experimentación, quedó estupefacto.
U., la señora de la limpieza, quedó más que contenta
con el dinero recibido, mientras secretamente se frotaba las manos por su
picardía. Sentía haber engañado a su descalabrado patrón. Pero dos días después
de recibido el regalo, su hijo mayor cayó de un andamio donde trabajaba –era
albañil– y, remedando el cuento de Jacobs sobre el talismán maligno que pasaba
de mano en mano, la pata de mono, el obsequio tuvo un alto precio.
El estudiante M., contentísimo por haber salido airoso
en su examen y por el pago obtenido –de lo que se reía mucho, sintiendo haberse
burlado de ese “imbécil de J.”– un par de días después de la comprobación final
de Matemáticas fue llamado a la dirección de la escuela. W., con una crisis de
conciencia, había denunciado ante las autoridades educativas del
establecimiento que varias pruebas no eran legítimas. Su moralidad no le
permitía continuar con esa farsa, por lo que se vio obligado a denunciar a los
corruptos jóvenes. Inmediatamente M., al igual que los otros estudiantes que
habían comprado los favores del geniecito de la clase, fueron expulsados.
E. se sentía dichosa con lo conseguido. El pobre tonto
de J. había gastado sus últimos ahorros buscando sus favores. Lo que ella consideraba
una actuación maestra en el momento del experimento, le trajo buenos
resultados. Los cuales, sin embargo, duraron poco. S., el acaudalado empresario
de quien había relatado una fantasiosa historia a J., realmente existía. Y sí,
también estaba enamorado de ella, queriéndola convertir en su amante principal,
cosa a la que la joven se resistía. Al saber del dinero que había recibido, el
millonario había mandado a dos de sus secuaces a darle una fenomenal paliza a
esa “desgraciada malagradecida” que no quería aceptar su propuesta. Luego se
condolió del castigo, y le pagó la cirugía plástica para reconstruirle el
rostro.
El amigo de J., al conocer esos detalles un breve tiempo después, quiso recuperar las ecuaciones y el diseño del que parecía un loco, bizarro engendro. Pero ya fue muy tarde: todo había ido a parar a la basura.
viernes, 2 de septiembre de 2022
DIPLOMADO DE PSICOANÁLISIS
En el Colegio de Psicólogos de Guatemala
Informan:
Tel. 22183400
PARA
PSICÓLOGAS/OS GRADUADAS/OS
Inicia:
sábado 17 de septiembre
miércoles, 31 de agosto de 2022
LA ESCUELA DE CIENCIAS PSICOLÓGICAS DE LA UNIVERSIDAD DE SAN CARLOS DE GUATEMALA
Acaba de publicar este libro sobre La Psicología en Guatemala
https://drive.google.com/file/d/1u0lUhdM-__lIkI0OcpbGOB83UYYalSPr/view?usp=sharing
martes, 2 de agosto de 2022
PRESENTACIÓN DE LIBRO
(En Argentina)
En Guatemala: 5 pm (17:00 hs.)
LIBRO
DE 12 RELATOS
FACEBOOK
https://www.facebook.com/
YOUTUBE
https://www.youtube.com/
(El
vino de honor… ¡será virtual!)
miércoles, 27 de julio de 2022
VENDETTA MAFIOSA
El “Pacto de Corruptos” –contubernio entre empresarios, militares y políticos impresentables que, con criterios y prácticas mafiosas/delincuenciales, ha ido adueñándose de todos los espacios del Estado– pasa vendetta.
Como mafia que son, se manejan
con impunidad y descaro, apelando a todo método para conseguir sus fines.
Guatemala vive actualmente bajo un narco-Estado delincuencial, donde el
empresariado local y transnacional sigue haciendo sus negocios, con un gobierno
títere que no garantiza los satisfactores básicos mínimos que establece la
Constitución.
La proclamada institucionalidad
ya ni siquiera sirve como pantalla: palabras como “democracia” y “derechos
humanos” son absolutamente vanas. Si bien no existe una feroz y sangrienta
represión del campo popular como sucedía años atrás durante la guerra civil, la
agresión de la clase dominante sobre la clase trabajadora, las comunidades y
los pueblos continúa. La poca confianza que en algún momento hubo en algunas de
las instituciones del Estado, se perdió completamente debido a la cooptación
que las mafias han logrado de los tres poderes. Aunque no está de más recordar
que la represión selectiva continúa: sistemáticamente son asesinados o
encarcelados líderes comunitarios y sindicalistas que levantan la voz contra
los atropellos de quienes intentan aplastar la protesta popular o negar la
organización comunitaria y sindical, todo con el silencio cómplice del gobierno
y de la prensa.
Si quedaba algún espacio
resguardado de esa corrupción e impunidad, la derecha conservadora se está
encargando de cerrarlo. Se vio recientemente con la fraudulenta elección de
rector de la Universidad de San Carlos, dejando a un lado la supuesta autonomía
universitaria, intentando convertir esa casa de estudios, única universidad
pública del país, en un apéndice más de las mafias dominantes. Lo vemos también
en los continuados esfuerzos por desacreditar, entorpecer e intentar destituir
el funcionamiento del Procurador de Derechos Humanos.
Pero más aún lo vemos con
la repulsiva vendetta que esa derecha
se está tomando contra ciertos operadores de justicia. Una vez que se fue la
Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala -CICIG-, ese Pacto de
Corruptos se sintió dominador absoluto de la escena. Lentamente comenzó la
venganza contra todos aquellos funcionarios probos que habían impulsado
investigaciones contra las mafias. La fiscal general y jefa del Ministerio
Público Thelma Aldana, el jefe de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad del
Ministerio Público Juan Francisco Sandoval, la jueza Erika Aifán, miembros de
la ahora desaparecida CICIG, en estos momentos el juez Miguel Ángel Gálvez,
todas y todos ellos son víctimas de la persecución, aduciéndose cualquier
excusa o invención de casos para buscar enjuiciarlos. En realidad, no es
justicia alguna: es decididamente una vendetta,
venganza política contra quienes “osaron” mandar a la cárcel a empresario,
militares y políticos corruptos.
Todo esto demuestra que
en Guatemala ni siquiera puede cumplirse a cabalidad el cacareado estado de
derecho dentro de los marcos capitalistas. Es decir: estamos viviendo una
virtual dictadura de un grupo delincuencial que se siente dueño y señor del
país. El alto empresariado respira tranquilo con este gobierno, porque le
garantiza la más completa impunidad para continuar explotando y acumulando
capital, y la narco-economía (que representa hasta un 10% del PBI nacional) se
siente segura, intocable, eufórica.
Por todo ello la única
manera de detener estas injusticias que ni siquiera pueden mantener la fachada
de un Estado capitalista medianamente funcional, es la movilización. Hoy, si
bien las condiciones objetivas lo reclaman, no están creadas las condiciones
subjetivas para una masiva movilización popular que detenga estas tropelías. Es
sabido que la corrupción es un efecto del sistema, y no la causa última de las
penurias que sufren las grandes mayorías. De todos modos, denunciar con la
mayor fuerza la corrupción y la impunidad que se han ido enquistando en el
Estado es, hoy por hoy, una tarea vital. Una publicación como la presente que
levanta la voz y denuncia sin pelos en la lengua estas arbitrariedades, es un
instrumento de cambio fenomenal. Hagamos circular estas denuncias.
lunes, 4 de julio de 2022
ORAR ¿NOS SALVA?
Ante los infinitos problemas de la vida, las religiones nos mandan a orar, a suplicarle a un supuesto ser superior que nos dé una ayudita. Pero parece que eso no salva mucho. Según cuenta la tradición cristiana, Jesús de Nazareth vino al mundo a salvarnos hace dos mil años…, pero parece que no nos salvó mucho (siguen presentes las injusticias, las aberraciones, los descalabros, las mentiras, los asesinatos, las redes sociales y sus trolls). El trabajo fecundo logra más que la oración, definitivamente.
domingo, 3 de julio de 2022
PROGRESO, PROGRESO…. MMMM… ¿SERÁ CIERTO?
El mundo progresa. Bueno, sí…., pero de un modo cuestionable. Mientras algunos, con tecnologías deslumbrantes, están buscando agua en Marte, a muchos les falta el agua diaria aquí en la Tierra. Hablamos de metaverso y realidades virtuales, mientras hay gente que no dispone siquiera de energía eléctrica. En algunos países se arrojan los platos de comida medio llenos a la basura y hay obesidad, mientras buena parte de la población mundial pasa hambre. El avión es un medio de transporte fabuloso, mucho más seguro que el automóvil, pero solo el 10% de los habitantes del planeta lo usa.
¿Qué será el progreso entonces? Porque esas infames inequidades no
significan ningún adelanto, ¿verdad?¿O el progreso se da solo con cuentagotas,
solo para algunos?
sábado, 2 de julio de 2022
¿HAY PAÍSES DE PRIMERA Y PAISITOS DE SEGUNDA?
Para la lógica de quienes manejan el mundo: sí. El presidente de uno de estos poderosos países, un rubio que se sigue sintiendo un vaquero “bueno” matando indios “malos”, lo dijo sin tapujo: “paisitos de mierda”.
Ahora bien: ¿con qué criterio establecer el nivel de “mierda”? ¿Será más
“mierda” ser pobre y sub-desarrollado o rico y prepotente, invasor de otros
países y altanero?
viernes, 1 de julio de 2022
LA VENGANZA ES EL PLACER DE LOS DIOSES…
La cámara frigorífica se podía abrir solo desde afuera; desde dentro era imposible. Por eso, cuando entraban trabajadores a buscar los paquetes de carne congelada, lo hacían totalmente arropados y corriendo, permaneciendo dentro escasos segundos. Era obligado que siempre hubiera al menos dos personas fuera, encargados de abrir y cerrar la puerta.
El capataz, Esteban, era visceralmente odiado por todos los
trabajadores. Sus formas de trato eran despiadadas, sanguinarias: siempre
ofendía, maltrataba, no perdonaba el más mínimo error. El resentimiento
profundo contra él crecía día a día. Se decía que había sido militar;
torturador más concretamente, y tenía el alma negra de tantos muertos que
arrastraba. Similares métodos a los del ejército aplicaba en la cámara
frigorífica de esa empresa.
Todo indica que lo prepararon muy al detalle. Ya terminando el último
turno del día, se simuló una pelea entre dos obreros dentro de la cámara, con
10 grados bajo cero de temperatura. Los gritos alertaron a Esteban, quien fusta
en mano entró a ver qué sucedía. Como lo hizo de emergencia, no se colocó
ninguna prenda para protegerse del frío. Tal como estaba, con camisa y solo un
delantal encima, ingresó precipitadamente. El plan salió como se había
concebido.
Ya dentro el capataz, los dos supuestos luchadores corrieron a la
puerta, y entre todos los que allí estaban, la cerraron con fuerza. Los gritos
desesperados del infeliz capataz no fueron escuchados por nadie. Al día
siguiente, cuando se encontró el cuerpo, la hipotermia había hecho su trabajo.
En el informe forense se anotó: “involuntario accidente laboral”. La
dirección de la empresa simplemente contrató un nuevo encargado, y siguió
haciendo sus negocios. Más de alguno de los empleados sonrió triunfal.
jueves, 30 de junio de 2022
FOTOS FAMOSAS DEL SIGLO XXI
https://photolari.com/wp-content/uploads/2017/11/bliss4-900x600.jpg
https://co.marca.com/claro/futbol-internacional/barcelona/2021/08/08/61100705268e3ef53c8b458b.html
https://www.nytimes.com/es/2020/02/17/espanol/mundo/coronavirus-vigilancia-china.html
https://verifica.efe.com/tanques-rusos-ebay/
¿CUÁL ES LA MÁS IMPACTANTE?
miércoles, 29 de junio de 2022
PSICOANÁLISIS Y SALUD MENTAL: NO HAY PARAÍSOS A LA VISTA
Hollywood nos tiene (mal)acostumbrados a presentarnos la vida en términos de paraíso. Expresado de otra manera: desde una visión extremadamente maniquea, vemos allí la consumación más monumental de “buenos” y “malos”, siendo los “buenos” (curiosamente siempre los blancos, rubios y de ojos celestes) quienes llegan al paraíso, mientras los otros (¿no blancos?) vivirían en un infierno. Imagen estereotipada que, a fuerza de repetirse en forma interminable, se nos terminó haciendo familiar. Lo cierto es que, según esta idea nada inocentemente simplista, sí hay paraíso. Según se nos quiere hacer creer, tomar Coca-Cola y consumir hamburguesas de Mc Donald’s pavimentarían el camino hacia ese fabuloso destino.
Pero… ¿hay paraíso? Es
decir: un lugar donde reinara la paz continua, no hubiera sobresaltos,
contradicciones, conflictos de ningún tipo, donde todo fuera abundancia y
bonhomía. La experiencia enseña –a sangre y fuego, habría que agregar– que el
único paraíso posible es el paraíso
perdido. Lugar mítico, utópico, que no puede estar sino en la fantasía:
lugar de la completud, donde nada falta. El psicoanálisis nos enseña –y por eso
es “maldito” para el sentido común– que esa completud resulta un mito
inalcanzable. La completud, lo infinito, la ausencia de limitaciones… es lo que
representan cualquiera de los tres mil dioses que pueblan la historia de esta
ilusión humana. La visión crítica de la realidad nos confronta con lo más
antitético a un paraíso: la vida es
lucha, la historia se escribe con sangre. “La historia es un altar sacrificial”, dirá Hegel.
Suele decirse, como
prejuicio, que el psicoanálisis se despreocupa de los problemas sociales. Como
toda teoría –la física, la química, la matemática– lo “social” está en su
implementación. Los conceptos fundantes de la física nuclear, por ejemplo,
pueden servir para generar electricidad con la que iluminar toda una ciudad, o
para hacerla volar en pedazos con una bomba. Lo importante en términos de
implementación práctica es el proyecto político-social, la ideología en que se
encarna esa praxis que llamamos “ciencia”.
El “compromiso
político-social” está en la forma en que esa teoría, esos conceptos
fundamentales, son implementados por trabajadoras y trabajadores concretos, de
carne y hueso, que articulan esas formulaciones en una praxis determinada, en
un momento histórico preciso. El psicoanálisis es una teoría revolucionaria por
cuanto rompe patrones, permite ver cosas nuevas del sujeto, instaura una
pregunta crítica a la ética. Más aún: porque denuncia ilusiones: la de la completud, la que pretende decirnos
que somos enteramente dueños de nuestras decisiones, la que nos promete un
paraíso.
Qué se pueda hacer con
esta formulación teórica que introdujo ese médico vienés a inicios del siglo
XX, Sigmund Freud, depende del proyecto humano para el que se lo implemente. En
otros términos: las y los psicoanalistas pueden trabajar atendiendo pacientes
en el ámbito de la práctica privada, o fomentando políticas públicas para
beneficio de toda la población. O igualmente, desde su esquema conceptual, se
puede abordar la interpretación de fenómenos históricos, sociales, culturales,
proponiendo nuevas formas de entender mucho de lo humano. Por ejemplo, el tema
del poder: ¿por qué nos fascina? Porque nos libra (ilusoriamente) de la
incompletud.
Sabiendo que el
malestar, dicho de otro modo: el conflicto –la interminable “lucha de
contrarios”, para expresarlo en términos hegelianos, dialécticos– es el motor de lo humano –en lo micro y en lo macro–
quienes ejercen el psicoanálisis tienen mucho que hacer en el ámbito de la “salud
mental”. Desde una posible política pública que no ponga el énfasis en el
manicomio ni en la psicofarmacología, se debe generar una cultura que no niegue
ni tape los conflictos en la esfera psicológica. Es decir: hay que apuntar a hablar
de ellos. Por allí debería ir la cuestión: no estigmatizar los problemas
–comúnmente llamados, quizá en forma incorrecta, “mentales”– sino
permitir que se expresen. “¡Sea positivo!”, “¡Sea resiliente!”, “Todo
depende de su actitud” …. ¿Y si eso no se logra? ¿Y si no puedo con mi
síntoma? Dicho en otros términos: priorizar la palabra, la expresión, dejar que
los conflictos se ventilen.
Esto no significa que
se terminarán las inhibiciones, la angustia, el malestar que conlleva la vida
cotidiana, no terminarán las fantasías, los síntomas, las congojas. ¿Cómo poder
terminar con ello, si eso es el resultado de nuestra condición? La promoción de
la salud mental es abrir los espacios que permitan hablar del malestar. ¿Qué
significa eso? No que podamos llegar a conseguir la felicidad paradisíaca, a
evitar el conflicto, a promover la extinción de los problemas (ningún
medicamento ni acción terapéutica, consejo bienintencionado o libro sagrado lo
podrá lograr nunca). En tanto haya seres humanos habrá diferencias (culturales,
étnicas, de género, etáreas, de puntos de vista), lo cual es ya motivo de
tensión. Pero no de patología. Por lo
que inhibiciones, síntomas y angustias habrá siempre, y no puede dejar de
haber. A lo que habría que agregar delirios, alucinaciones, transgresiones.
Todo ello es el precio de la civilización. En otros términos: no hay ni puede
haber paraíso.
¿Quién dijo
que la revolución socialista nos introduce en un paraíso? ¿Acaso las miserias
humanas (miedos, angustias, egoísmos, mezquindades, envidias, mentiras,
manipulaciones, ruindades, venganzas, fanatismos, soberbias) se terminan con el
socialismo? ¡No, de ninguna manera!… Eso es radicalmente imposible. Pero, en
todo caso, se empieza a construir algo que, al menos, promete un mundo más
justo, donde todos caben, todos comen, se educan, tienen salud, no se endeudan
y existe dignidad, donde nadie vale más porque usa ropa de marca o toma whisky
escocés añejo. Un mundo, como dijo Freud observando la revolución rusa de 1917,
que dé como resultado un sujeto “menos conflictuado” que el actual. ¡El único
paraíso es el paraíso perdido! El socialismo no promete paraísos… ¡promete
justicia, promete equidad!
Hablar de “buenos” y
“malos” es excesivamente simplista. O peligroso. Tal como dice Freud en El malestar en la cultura: “La maldad es la venganza del ser
humano contra la sociedad, por las restricciones que ella impone. Las más desagradables
características del ser humano son generadas por ese ajuste precario a una
civilización complicada. Es el resultado del conflicto entre nuestras pulsiones
y nuestra cultura”.
El psicoanálisis, en
definitiva, aporta su granito de arena para hacer la vida un poco más
llevadera. Pero mientras no se tengan asegurados los satisfactores mínimos, sin
dudas la vida es un infierno.