Caía la tarde en Lima. Una tarde
común, como tantas otras tardes, sin nada en particular. Tarde gris, templada,
de cualquier día de la semana.
Ovidio, como tantas otras veces, se
dedicaba prolijamente a cerrar la oficina. Meticulosamente revisaba los útiles
de trabajo cuidando que nada quedara fuera de su lugar. Nadie se lo exigía,
pero para él era una obligación hacer esa constatación diaria. Si alguien,
ocasionalmente, dejaba algo olvidado o desacomodado, podía estar seguro que al
día siguiente encontraría enmendado su circunstancial error; y de seguro era
Ovidio el silencioso benefactor, cosa de la que, sin dudas, no se enteraría el
beneficiado.
No tenía nada de particular este
Ovidio; no había nada especial por lo que pudiera ser amado, así como tampoco
nada en particular incitaba a su aborrecimiento. Era, por decirlo de alguna
manera: neutro, gris. ¡Un hombre común!
Ni amado ni odiado. Más bien pasaba
desapercibido. De edad incierta –nadie sabía con exactitud cuántos años tenía–
no parecía ni joven ni viejo. Tenía algunas canas, pero al mismo tiempo era
bastante atlético. Su andar a veces era cansino; pero esto parecía en todo caso
algo más producto de una actitud que de una dificultad concreta. Era indio de
origen.
Para expresarlo con pocas palabras,
resultaba un desconocido entre la pequeña multitud de sus veinte compañeros de
oficina. No rehusaba el diálogo con ellos, pero tampoco era precisamente un
extrovertido. Hablaba lo justo, o menos. Nadie sabía mucho acerca de su vida
personal (en todo caso: no se sabía nada).
De todos modos, pese a esa distancia
que se marcaba entre todos y Ovidio, no había nada especial que lo hiciera un
ser rechazado. Era alguien con el que se podía estar horas, pero si él no
estaba, era igual. Nunca decía nada hiriente, cortante; pero tampoco nunca
decía nada por lo que recordarlo. Jamás una palabra fuera de lugar; tampoco
jamás un chiste, un piropo, un insulto.
Anodino se podría decir; o aburrido,
profunda y soporíferamente aburrido.
No tomaba vacaciones. Era su derecho,
obviamente, pero desde siempre se tenía la impresión que Ovidio jamás salía.
Tampoco faltaba, y jamás llegaba tarde. Podría decirse que esa gris y nada
creativa oficina de la Sección de Registro del Ministerio de Previsión Social
tenía como uno de sus componentes a Ovidio, tanto o más que cualquier mueble o
utensilio que la conformaba.
Claro: Ovidio no era un mueble, pero
en verdad no había una diferencia sustancial entre uno y otro. Había, incluso,
muebles más vistosos, más atractivos que él.
Salió tranquilo, sin pausa. Saludó
al guardián de su sección –un serrano que hablaba un español bastante
atravesado– y se encaminó por la avenida. A esa hora era insoportable el ruido
de los buses, y toda la zona central de la ciudad se tornaba una romería de
gente corriendo frenéticamente hacia sus casas. Ovidio, de todos modos, amaba
esas circunstancias, se sentía cómodo en medio de esa locura urbana.
Confundido en ese mar humano,
decidió caminar. Lo hacía a veces, ocasionalmente. Aquella tarde, sin saber por
qué, sentía que debía hacerlo.
–¿Y qué podría hacer?–, se preguntó.
Hacía ya un tiempo que la idea le rondaba la cabeza. –Algo importante...
¡importante!–
Su sensación era que la vida se le
estaba escapando y jamás se había sentido bien; por eso, casi como una
reparación del tiempo perdido, tenía que buscar algo que lo revitalizara, lo
sacudiera.
–Muchas mujeres, probar drogas....
¡no, para nada! Eso no tiene nada que ver conmigo. Es otra cosa. Algo que me
haga sentir bien, que haga hablar de mí a la gente, demostrarles algo–.
No sabía bien qué era lo que quería,
pero sentía la necesidad de buscarlo. El simple hecho de pensarlo le cambiaba
el humor, lo alegraba.
Toda su vida Ovidio había sido una
persona reservada; sin embargo, últimamente estaba más extraño que de
costumbre.
–Ya tengo treinta y tres años....
¡ja, la edad de Cristo!... bueno, cuando tenía treinta y tres años, porque
antes habrá tenido treinta y dos, y veintiuno, y doce y cuatro. ¡Qué estupidez!
¿Por qué se dirá 'la edad de Cristo'? Pero, en fin, hay tantas estupideces en
este mundo.... Como mi vida, por ejemplo, como todo lo que yo hago. ¿Y qué
puedo hacer para dejar de verme tan estúpido?–
Se deshacía en proyectos; horas y
horas por día pasaba ensimismado, meditando; lo cual no le impedía seguir
cumpliendo acabadamente sus tareas habituales. Sin lugar a dudas era eficiente
en lo que hacía. Pero claro, era muy poco lo que tenía como tarea: su trabajo
consistía en archivar papeles. Jamás se le escapaba un detalle, aunque tanto esfuerzo
no servía de mucho. Jamás nadie consultaba esos aburridos archivos, destinados
casi con seguridad a comida para las ratas.
–Mejor no consultarlo con nadie. Si
le pregunto a un médico, o a un cura, me van a tomar por loco. Y no lo estoy.
Simplemente quiero resolverlo a mi modo. ¿Qué tiene de malo eso?–
Mientras caminaba veía las
innumerables infracciones de tránsito que se cometían, y pensaba que ese podría
ser un buen campo de acción para lo que estaba buscando.
–Por supuesto que no se van a terminar
las infracciones, pero sería una buena manera de hacer algo decente–. Se detuvo
en la Avenida San Martín y vio un patrullero mal estacionado, con tres policías
a bordo. En realidad no estaban haciendo nada en especial, sólo obstaculizando
innecesariamente el tráfico.
–Eso, exactamente eso voy a hacer.
Me compro un vehículo medio viejo, un camioncito usado por ejemplo, y me dedico
a chocar carros mal estacionados. Total... nadie podría enojarse, si están
cometiendo una infracción. ¡Con qué ganas los embestiría! ¡Y hasta después
saldría por los diarios!: "desconocido vehículo justiciero acomete contra
infractores, choca a quienes atraviesan semáforos en rojo o estacionan
indebidamente"–.
Cuando reaccionó se dio cuenta que
hacía casi un cuarto de hora que estaba detenido sobre la acera, sin moverse, y
ya más de uno había advertido su insólita presencia. Algo desconcertado siguió
su marcha.
–Pensándolo bien, mejor no. Es una
idiotez. Sería muy caro: comprarse un carro para andar destrozándolo por
ahí.... ¡por favor, qué estupidez!–
Nunca hablaba de los tres dedos de
la mano izquierda que le faltaban; y mucho menos de las circunstancias en que
los había perdido. Pero tenían una importancia decisiva en la vida de Ovidio.
Originario de Ayacucho, junto con su familia se había trasladado a la capital
siendo muy niño. Sin renegar totalmente de su sangre indígena, el padre era un
deslumbrado por la idea de la cultura moderna, europea. Por eso Ovidio, desde
sus 4 años, recibió clases de violín en el Conservatorio Nacional. Sin haberse
desentendido explícitamente de sus raíces, en realidad no se sentía indígena.
Su vida, monótona y rutinaria, podía ser la de cualquiera, de cualquier parte,
con cualquier origen; no había matices, siempre igual. Lo más relevante era la
angustia que jamás lo abandonaba.
–¡Y no era mal alumno, caray! Pero
este cabrón de Mozart a los cuatro años ya daba conciertos delante del rey. ¿Y
por qué yo....?–
Ninguno de sus compañeros de la
oficina osaba preguntarle cómo había perdido sus dedos. Actualmente eso no le
impedía manejarse perfectamente en su trabajo cotidiano; pero había algo más
que la falta material.
–Quizá una llamada telefónica; no,
una no, sino muchas. Y empezar a crear un clima de preocupación. Alguna vez vi
algo parecido en una película. "Que el gobierno tiene veinticuatro horas
para renunciar, y que si no se atenga a las consecuencias"; o por ejemplo
"que un grupo de fanáticos religiosos armados piensa tomarse la ciudad y
comenzar a poner condiciones".... Pero no, ¡muy complicado! Y muy tonto.
¿De esa manera quién me conocería a mí? Y de repente hasta me descubren.... No,
eso no–.
Una de las pocas satisfacciones de
Ovidio –quizá la única– era escuchar música clásica. Donde estuviera, no le
faltaba su receptor portátil de radio; no muy fidedigno, más bien gangoso: pero
esto no le importaba mucho. Su deleite era estar acompañado de estas melodías,
aunque la calidad técnica del reproductor fuera mediocre.
Esa era una de sus extravagancias
más notorias en el trabajo. Las demás podían pasar como rasgos personales
especiales: excesivamente ordenado, muy pulcro, enfermizamente puntual.
Escuchar todo el día, sin parar, desde que llegaba hasta que se iban todos (recordemos
que él era siempre el último en retirarse) esa música, lo había hecho conocido
como alguien "especial". Cosa que lo tenía orgulloso, aunque jamás lo
dijera: definitivamente su gusto musical no era de un hombre común. –¡Un indio
escuchando música clásica!–
Había llegado a dar un par de
conciertos de relativa calidad, como alumno aventajado de violín. Algún
entendido había vaticinado una posible buena carrera; en algún momento se había
hablado de su traslado a Italia para un perfeccionamiento. Y lo que seguramente
más había marcado a Ovidio: a los trece años comenzó a tomar clases de
dirección orquestal con un conocido maestro alemán radicado en Perú (Otto von
Suchenbach), llegando incluso, bajo su supervisión, a dirigir la Filarmónica
Nacional: el primer movimiento de una sinfonía de Haydn. Incursión exitosa, por
cierto.
Más de una vez recordaba esa noche:
bastante público en el teatro, nerviosismo, sudor frío en la espalda. Pero
también la sensación de suficiencia que le daba ver que varias decenas de
encorbatados maestros lo seguían, lo respetaban a él, un adolescente, que
estaban pendientes de sus movimientos. Y luego – ya había comenzado los ensayos
– la última parte del Oratorio "La Creación", también de Haydn, para
fines de año. Él había sido el único alumno elegido para una obra de esa
magnitud.
–Pero así es la vida. Pasó y pasó,
¡qué se le va a hacer!– A veces trataba de engañarse con ese tipo de fórmulas.
Pero sabía que, hondamente, no había pasado.
Su deseo, lo tenía claro, no era
tanto el virtuosismo en el violín sino la dirección orquestal. Pero el
accidente acabó de una vez con ambas cosas. Además, años después de ocurrido,
todavía se sentía en un estado de conmoción tal que ni siquiera había
contemplado la posibilidad de ver alternativas.
–Si me pusiera hablar de música en
la oficina, seguro que no me lo creerían. ¡Un indio hablando de música clásica!
O en todo caso, a nadie le importaría. Una vez vi en la televisión la historia
de un célebre violonchelista que, venido a menos, termina tocando el contrabajo
en una orquesta en un club nocturno de mala muerte. Era un virtuoso exquisito,
pero si tenía la osadía de querer demostrarlo en esa pocilga, se le reían. Y yo
no quiero que se rían de mí..... Bueno, aunque yo no soy un virtuoso, ¡pequeña
diferencia! Y además, aunque no quiera, se ríen de mí–.
No se le conocían mujeres. En algún
momento Manuelita, la más joven de la oficina –limeña coquetona de aceitunada
piel y ojazos seductores– se sintió atraída por Ovidio; pero rápidamente, ante
la distancia que sintió de parte de él, dejó de lado su intento.
Con los otros varones de la oficina
–que eran mayoría respecto a las empleadas mujeres– jamás hablaba de estos
temas. Podía escuchar relatos de parrandas y averías varias referidas por sus
compañeros, pero no era precisamente laudatorio con esas historias. Escuchaba,
y no más. Respecto de sí mismo, jamás una palabra.
Esa tarde, sin embargo, fue
distinto. Caminaba distraídamente cuando la vio. Inmediatamente sintió que los
dos compartían algo: los dos sufrían. Ella estaba en su silla de ruedas, sola,
con la mirada perdida en lo lejos. Era una de tantas que mendigaban en
cualquier semáforo; la diferencia – no pequeña, por cierto – era su invalidez.
Nunca la había visto antes.
–Una de las pocas cosas que no
engañan, quizá la única: ¡la angustia!–, se dijo. –Y no hay dudas que tiene
ojos de angustiada–.
En esos momentos estaba sola; el
niño que manejaba su silla la había dejado un momento. Inmóvil al lado de un
árbol, con expresión de aburrimiento, ojerosa, su joven rostro era una mezcla
de tristeza, desesperanza, desaliento. Quién sabe por qué, a Ovidio le gustó.
No se atrevía a acercar. Se detuvo a
unos metros; con cualquier excusa la miraba como distraídamente. Fue entonces
cuando volvió el pequeño encargado de transportarla entre los automóviles, y
volvieron a su faena. Esa hora no era de desaprovechar; la calle estaba
atestada de vehículos, y no faltaba nunca algún piadoso que dejaba una moneda.
Cuando retomaron su actividad,
Ovidio vio el cartel: "Me deben transplantar un riñón. Por favor
colabore". La sensación inmediata fue grande. Difícil decir precisamente
qué; una mezcla de terror, angustia, fascinación. Sintió que eso verdaderamente
sí era importante. Lo sedujo.
–A mí nunca me sucede algo así,
realmente profundo. Siempre tan superficial todo.... ¡Pero esto sí vale la
pena; esto no es de mentira! Es como una función de gala con teatro lleno. O se
hace todo bien,.... o el fracaso–.
Pensó en cómo entablar una
conversación; no tenía mucha práctica en esos menesteres, y menos aún con una
joven discapacitada. Finalmente decidió que hablaría como lo haría con
cualquier muchacha sin impedimento. De todos modos, con eso no se tranquilizaba
mucho. –¿Y qué se le dice a una muchacha? –
Ella no era fea. Joven, de no más de
veinte años, tenía una expresión que, más allá de una mueca profunda de dolor,
trasuntaba igualmente un algo de intrigante. Los ojos fundamentalmente. Ojos
vivos, agudos.
–Hola,
me llamo Ovidio– comenzó con desenvoltura, como tratando de no enterarse de lo
que estaba haciendo.
En
principio ella no le prestó mayor atención. Simplemente le devolvió el saludo.
Le habría tendido la mano, maquinalmente, esperando la limosna, como lo hacía
con cualquiera que estaba cerca. No obstante, sin saber claramente por qué, no
lo hizo. Le devolvió el saludo, y no esperó la consabida moneda; al contrario,
esperó que no se la ofreciera. Él era distinto.
Ovidio
no era desagradable físicamente; lo único que no le gustaba de sí mismo era su
mano discapacitada y una leve cojera, también producto del accidente. Por lo
demás, no era alguien que se ocupara especialmente de su aspecto.
–¿Qué
música te gusta?–
Definitivamente,
la joven se sorprendió con la pregunta; le parecía algo relacionado más con un
adolescente. Pero Ovidio no lo era; era sin edad.
–No
sé, toda.... ninguna en especial–.
–¿Escuchaste
alguna vez el Oratorio La Creación, de Haydn?–
–¡¿Qué?!–
–No, nada.... ¿Y por qué estás
pidiendo aquí en la esquina?–
–¿Nos has visto el cartel? No tengo
nadie que me ayude, ni familia, ni el gobierno. Y no tengo mucho tiempo para
esperar, según me dijeron los médicos–.
–¿Y si no te hacen ese transplante?,
preguntó Ovidio con auténtica ingenuidad–.
–Muero–.
Esta última palabra la pronunció
Adela – así se llamaba – con total naturalidad, con aplomo, como si estuviera
hablando de algo doméstico, común, algo que no la inquietara en lo profundo.
A una velocidad vertiginosa, sin que
pudiera evitarlo, a Ovidio se le aparecían pensamientos, sensaciones, ideas,
todo en una mezcla atropellada.
–¿Y qué haría yo en una situación
similar?– La idea del suicidio le era altamente recurrente; casi no pasaba día
en que no estuviera presente. Pero en realidad no era efectivamente la
intención de hacerlo sino el gusto –difícil si hubiese tenido que explicarlo–
de jugar con esa imagen, con esa posibilidad. Hondamente, de todos modos, le
aterraba; se podía permitir –y gozaba haciéndolo– pensar en todo ese campo
confuso, pero concretarlo era algo que no se le pasaba jamás por la cabeza.
–Tomaría un seguro de vida muy alto,
y después me voy manejando por un camino de montaña. Bueno, no tengo carro,
pero eso no importa, consigo uno. Entonces preparo un accidente. Es creíble,
absolutamente. Me desbarranco desde dos mil metros de altura, y ya está. Y
alguien cobraría el seguro, claro–.
Realmente se regodeaba pensando eso,
sabiendo secretamente que nunca lo haría. Incluso fantaseaba la música que iría
escuchando antes del accidente: –Algo impetuoso, heroico. Sinfónico tendría que
ser: Beethoven quizá; pero para no caer en lugares comunes, tal vez mejor algo
de Wagner, o Berlioz incluso. Sí, la Sinfonía Fantástica, la Marcha del Suplicio–.
Cosa inusual para Ovidio y para
Adela: sin saber cómo de pronto se encontraron tomando una cerveza en un
cafetín cercano. El niño –que era hermano de Adela– también fue invitado. No
vivían lejos de ahí; un pequeño cuarto compartido por ellos dos y otra hermana
que trabajaba en una tienda de la vecindad. Habitación fea, vieja, mohosa, de
una casona de varios niveles que alguna vez, muchos años atrás, había sido
residencia de alguna señorial familia limeña.
Ninguno de los dos sabía muy bien
qué decir, pero los dos querían estar juntos, no separarse. Ovidio estuvo
tentado de tomarle la mano, pero no lo hizo. Pensó que sería una ofensa, y que
quizá se rompiese el encanto de la situación.
Pasaron una media hora larga sin
hablarse, sólo mirándose, con el niño haciendo un ruido espantoso al tragar la
magra cena que habían servido. Finalmente decidieron que Ovidio los acompañaría
hasta su habitación. Por primera vez en su vida se encontró empujando una silla
de ruedas; en principio se espantó, pero luego la cosa que no le desagradó
tanto. Llegó a atraerle finalmente.
No quedaron en nada en particular;
sólo la promesa que volverían a verse. Él pasaba muchas veces por esa esquina,
y Adela, según dijo, usualmente allí se ubicaba. No sería difícil un nuevo encuentro.
–Pero.... ¿para qué? ¿Eso sería el
amor?–
Ovidio jamás había estado enamorado;
nunca había tenido una relación de pareja. Sólo algunas –escasas– visitas a
prostitutas. De lo cual no se avergonzaba precisamente, pero de lo que nunca
hablaba.
Volvió caminando a su casa, ya
entrada la noche. Sentía que había encontrado la posibilidad de hacer algo
importante, eso que tan desesperadamente estaba buscando. Iba silbando el
Gloria de la Misa de Coronación de Mozart –potente, triunfal, majestuoso, un
Allegro molto en tonalidad mayor– la música más acorde que encontró en ese
momento para expresar su sentimiento: allegro molto.
Desde esa misma noche comenzó a
concebir la idea. Sí, Adela se lo merecía, sin dudas. Claro que no sería
inmediato; había que hacer bien las cosas.
–Si le regalara algo común, no sé:
Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, ¿quién no conoce eso?, quizá le gustara....
No sé, a lo mejor no lo aprecia, o quizá ni tiene dónde escucharlo.... Pero de
todos modos daría la oportunidad de conectarnos más, de hablarle–.
En la oficina nadie observó cambios
en la conducta de Ovidio. Siguieron sus mismas rutinas, su meticulosidad, su
discreción. Solamente –claro que no se percataron del detalle– el tipo de
música elegida. Ahora eran todas obras orquestales, impetuosas, exaltadas. Así
se sentía él: inundado de allegro molto.
–¿Y por qué no pude, por qué?–
Alguna vez –fue el único signo que
dejó traslucir– algunos compañeros de trabajo lo vieron, mientras escuchaba
alguna música particularmente fogosa, remedar un director de orquesta en plena
tarea de conducción. Sin embargo el hecho fue algo incomprensible ("¿qué
le pasa a Ovidio que agita así las manos?") y no tuvo ulterioridades, más
allá de reafirmar su condición de raro.
Comenzó a pasar todas las tardes por
el lugar donde estaba Adela pidiendo en su silla de ruedas. Y comenzó también a
pensar en ella de un modo desconocido antes en él. Llegó, incluso –todo lo cual
era una novedad inédita en Ovidio– a comprarle flores. Aunque nunca se atrevió
a llevárselas.
Luego de algunos días de encuentros,
que en general daban como resultado una cena compartida en cualquiera de esos
pobres comedores populares del centro, y con cualquier excusa, le pidió su
número de documento.
–¿Y para qué quieres saber
eso?", fue la espontánea respuesta de Adela–.
–Bueno, digamos que.... para hacer
un trámite–.
–¿Qué trámite?–
–Es que... es muy difícil de
explicar. Es una sorpresa que quiero darte–.
–Entonces, ¿yo tendría que hacer
como que no sé nada?–
–Exactamente–.
–¿Pero qué te traes entre manos?–
Inmediatamente Ovidio pensó, sin
decir palabra, en su mano tullida. –¡Qué voy a traerme, si no puedo usarla!–
Una mueca de dolor le llenó la cara.
–¿Qué te pasa? ¿Por qué te pones
así?–
–No, nada, nada.... Pero, entonces:
¿me das tu número de documento?–
Adela optó por no preguntar más,
intuyendo que eso podía ser el inicio de una pelea. Y claramente, no quería
eso. Sin mayor emoción, repitió su número de identificación.
Un miércoles por la mañana llamaron
por teléfono a Ovidio a su oficina. Cosa rarísima, porque jamás nadie lo
llamaba. Era de la compañía de seguros; la voz al otro lado de la línea era
segura, más bien enérgica.
–Usted disculpe la molestia, don
Ovidio, pero queríamos confirmarlo: ¿está seguro que lo desea por esa cantidad?
¿Usted está consciente de lo que va a tener que pagar mensualmente?–
–Sí, ¿por qué me lo pregunta?–
–Es que.... es una cantidad bastante
alta, sabe. Y su ingreso no es precisamente muy, muy.... digamos muy adecuado
para esa prima–.
–¿Entonces no es posible?–
–No, no. No quiero decir eso, don
Ovidio. Solamente queríamos ver si usted está seguro de lo que está haciendo,
¿me entiende?–.
Ovidio se sintió indignado. Casi le
gritó a su interlocutor.
–¡Y cómo se le ocurre preguntarme
eso! ¡Claro que estoy seguro! ¡Seguro como nunca lo había estado en mi vida!–
Al igual que con las flores, tampoco
la edición de Las Cuatro Estaciones (compró la versión más cara, una alemana)
llegó a manos de Adela.
–¿Qué pensará de mi mano inválida?
¿Creería si le dijera que iba a ser director de orquesta sinfónica? ¡No!, mejor
ni mencionarlo. Quizá ni sepa qué significa eso; y además podría romper el
hechizo. Que las cosas vayan adelante, veremos cómo sigue todo–.
No perdió sus rasgos distintivos:
siguió siendo tan meticuloso como siempre, ordenado, puntual. Nadie advirtió
que ahora había comenzado a beber. Era poco, casi insignificante: alguna copa
de pizco por allí. De todos modos, para él eso constituía un cambio sustancial,
y no dejaba de sentirse secretamente orgulloso. Nunca antes lo había hecho.
Eran muchos cambios juntos.
Los encuentros siguieron
sucediéndose. No hablaban gran cosa; habitualmente cenaban juntos, mirándose,
sonriéndose. En algún momento Ovidio se preguntó cómo sería hacer el amor con
una mujer discapacitada.
–¿Podrá? Si se lo propongo ¿se
enojará? Aunque realmente no es eso lo que me interesa, ¡no! ..... ¿Qué
elegiría si me preguntaran ahora, así, repentinamente, qué cosa me interesa? No
lo sé. Dirigir la Filarmónica de Viena, comprarme ese camioncito y dedicarme a
golpear cabrones mal parqueados, morirme…. Quizá ser famoso; o mejor: no ser
tan estúpido. ¿Pero y a quién se le ocurriría concederme ese deseo? ¿A mi hada
madrina?–
Un jueves, gris y con llovizna,
Ovidio pasó como siempre por la consabida esquina, pero Adela no estaba. Se le
ocurrió preguntar a algún mendigo si sabía algo acerca de ella. Nadie le dio
una respuesta convincente, por lo que, sin pensarlo mucho, presuroso fue para
el cuarto de ella. Tampoco allí le supieron indicar nada. Preocupado, se sintió
sin saber qué hacer.
–¿Adónde ir ahora? ¡Por Dios! ¡Miren
si se muere antes!–
Afligido, desconsolado, se sintió
perdido ante la desagradable novedad: Adela no estaba, y tal vez no la volvería
a ver.
–¡¿Pero por qué?! Una vez que me
empezaba a sentir bien... Estoy condenado a que todo me salga mal, ¡todo! Para
todo soy un fracaso. Como indio, como cholo, soy un traidor: Chumpitaz, puro
serrano, y fascinado por los latinazgos y los salones de rubiecitos. Como
director de orquesta: un manco. Me paso el día pensando estupideces que después
nunca me atrevo a hacer. Y ahora que había encontrado alguien por quien vivir,
o por quien morir y servir para algo de una buena vez, ahora desaparece
Adela..... ¿Por qué?–
En estas reflexiones estaba Ovidio
en la puerta de aquel cuartucho, con ojos rojizos de las lágrimas que no podía
evitar, cuando apareció la hermana de Adela. Venía a buscar algo con bastante
urgencia, una ropa olvidada.
–Laura, buen día. Usted perdone que
ande por acá, pero estoy preocupadísimo. ¿Qué fue de Adela?–
–Ah, ¿no lo sabía? Está internada–.
–¿Qué pasó?–
–Hoy al mediodía se descom...
descom.... bueno, cómo se diga: se puso mala, pues. Y la tuvieron que internar.
Está en el Hospital General–.
–¿Y qué han dicho?–
–Pues... que la situación está
delicada. Y si no se consigue ese riñón con urgencia, no hay nada que
hacer–.
Inmediatamente cruzó por la cabeza
de Ovidio, a su pesar incluso, un pasaje del Sanctus del Réquiem de Berlioz
(Gran Misa de los Muertos), obra que había estudiado muy a profundidad en algún
momento.
–Hosanna in excelsis. Pleni sunt
coeli et terra gloria tua. Hosanna in excelsis–.
Majestuoso, monumental: ocho pares
de timbales, cuatro grupos de bronces, coro de sesenta voces y gran orquesta
sinfónica. Adela, o más aún, la situación que Adela representaba para Ovidio,
imponían esa música. No dejaron de asomársele algunas lágrimas, que Laura vio
claramente, y tomó como pertinentes al momento.
En realidad a Ovidio lo emocionaba
el Sanctus, su majestuosidad, su colosal arquitectura. Se cuidó de no agitar
los brazos dejándose llevar por su primer impulso, como le sucedía tantas
veces.
–¿Y ya consiguió algún donante?–,
preguntó con rostro circunspecto.
–No. Es muy difícil eso. Siempre que
aparece alguno, piden cobrar. ¿Y de dónde vamos a sacar tanto nosotros? Lo que
tenemos ahorrado son centavitos–.
–Entiendo–.
Laura entró presurosa en la
habitación, preparó unas ropas dentro de un bolsón, y salió de prisa.
–¿Quiere acompañarme al hospital?
Adela está en cuidados intensivos y dudo que pueda verla. Pero de todos modos
podría ser bueno para ella, ¿no cree?–
–Claro.... pero no puedo ir ahora.
Más tarde voy a llegar–. De pronto quedó mudo; quería seguir hablando, pero no
podía. Laura se percató de la situación, y quiso decir cualquier cosa para
salir del paso. Sin embargo, haciendo un esfuerzo sobrehumano, Ovidio continuó:
–Voy a ver si yo consigo ese riñón–.
Las cosas no estaban saliendo como
él había pensado; por supuesto que ya había establecido proporcionárselo. Pero
las circunstancias que había concebido eran distintas. Ahora todo se
precipitaba, se complicaba. –¿De dónde sacar un riñón en este momento?– Le
parecía digno de película fantasiosa.
–¡Hasta esto me sale mal! ¡Ni
siquiera me puedo morir como yo quiero!–
Bajó las desgastadas escaleras de la
casona, ahora humilde pensión, junto a Laura. Ya en la acera buscó dejarla lo
más rápido posible. Con cualquier excusa emprendió el camino contrario al que
ella debía tomar. Un poco desesperado, de pronto comenzó a cambiar la actitud.
–Bueno, aunque las cosas vengan
difíciles, esto es una prueba, la más importante prueba que me pudiera haber
imaginado. Lástima que es ya casi de noche. Pero de alguna manera me las tengo
que arreglar–.
Y siguió caminando mientras
tarareaba la Obertura de Mendelssohn "La Caverna de Fingal",
misteriosa, lúgubre, y al mismo tiempo de fuerza arrolladora, con trompetas en
forte, sempre crescendo e con moltissima maestosità. Ahora todo era así:
tétrico, trágico (–in do minore, patetico e sostenuto–).
–La vida es tétrica. Mi vida es
tétrica.... Bueno, al menos no soy un hombre común. Aunque nadie se entere de
todo lo que tengo dentro, aunque sea el estúpido que guarda los papeles y
lápices que olvidan los otros, el cholo que jamás dice una palabra, aunque así
me vean, ahora todos se van a quedar con la boca abierta. Si no pude
asombrarlos dirigiendo una orquesta, ahora se van a asombrar de Ovidio, ahora
van a ver que no era un hombre común–.
Difícil decir qué sentía en esos
momentos Ovidio: una mezcla, una combinación rara de sentimientos. Ya se había
olvidado de Adela – quizá nunca se había enterado quién era ella realmente; era
el valor simbólico encarnado en ella lo que lo había atrapado.
Caminó veloz por la noche; ya iba
quedando poca gente por la calle. Marchaba sin saber dónde iba, mientras
pensaba qué hacer. En realidad ya lo tenía decidido desde hacía bastante tiempo
– quizá desde el momento en que la conoció. Pero ahora las cosas imponían otro
ritmo; ahora había que resolver detalles prácticos no pensados antes.
–Nunca nada sale como uno quiere; se
me va la vida peleando contra las circunstancias, siempre problemas,
siempre.... Las diez de la noche; bueno. Vamos a ver si por lo menos esta vez
le gano a la vida–.
Llamó un taxi que pasaba; una vez
arriba del vehículo no se decidía a cambiar de auto. Casualmente abordó el que
podría ser el más viejo y destartalado de toda Lima: un modelo '80, ruidoso,
medio desarmado, que apenas avanzaba, lento y pesado, por las ya silenciosas
calles. –¡Lo que me faltaba!–
Se hizo llevar hasta la Estación
Terminal de Buses; allí, pensó, hay negocios abiertos a toda hora. Compró papel
de carta en la única fotocopiadora que encontró. El mensaje que dejó no era muy
largo; apenas una carilla. Llamaba la atención su dedicatoria: "a Santa
Cecilia". Algún compañero de la oficina luego encontró un principio de
explicación: –¿no es la santa patrona de la música?–
En la carta estaban explicados los
pasos a dar: la beneficiaria del seguro era Adela, de quien figuraban todos sus
datos, incluido el número de documento, que se había terminado por memorizar.
Lo que recibiría era una suma realmente alta: trescientos mil dólares. Eso
alcanzaba para comprar varios riñones. Estaba redactada de tal forma que no se
podía deducir si se había hecho unos minutos antes del accidente, o varios
meses atrás. Se indicaba también que en su casa se encontrarían todos los
papeles debidamente acomodados para presentar a la compañía de seguros.
En la oficina de alquiler de carros
de la Estación de Buses rentó uno, el más económico. Sorprendentemente se
encontró que ese trámite, que había adivinado el más complicado, no le costó
ningún trabajo. En cuestión de minutos se vio tras el volante de un Volkswagen,
limpito, bien lustrado y con olor a menta (lo que le desagradó; no esperaba
ninguna fragancia).
Un niño lustrabotas –casualmente
también llamado Ovidio– contó a la policía que antes de salir con el carro,
Ovidio (Ovidio Chumpitaz, el manco) se hizo lustrar los zapatos.
–Que queden bien lustraditos, ¿sabes?
Tengo una fiesta muy importante–.
Para la ocasión, ninguna otra obra
podría rubricar el éxito monumental de un hombre común como la "Obertura
1812" de Tchaikovsky. Cuando arrancó el carro, lo único que vino a su
imaginación fueron los compases de la coda final (se la sabía de memoria), y
los fue silbando todo el camino: espectacular, única, definitivamente la obra
musical con el final más titánico que se haya escrito jamás, fabulosamente
gigantesca, colosalmente apoteósica, 120 músicos en escena, triple juego de
timbales con cuerdas y muchos bronces en un tutti fortissimo molto vivace ensordecedor,
con salva de cañones reales y campanadas de iglesia. Cuando apretó a fondo el
acelerador pensó en la delirante ovación de aplausos que seguiría al final.