lunes, 31 de diciembre de 2018

CARTA ABIERTA A OTROS VARONES




Soy un varón como tantos otros. Quiero decir: sin nada en particular que destaque. Un ciudadano común, con iguales derechos y deberes que otros, con penurias y alegrías comunes, con sueños seguramente comunes. No soy multimillonario triunfador, ni artista famoso ni ganador de algún premio Nobel. Contrariamente, me reconozco similar a los que vivimos de un salario, tenemos deudas y no entramos en los récords Guiness.

Como tanto varones comunes fui criado en un ámbito machista; como tantos varones comunes también, digo que no soy machista –del mismo modo que decimos que no somos racistas, o enseñamos a nuestros hijos a no reírse "de la desgracia ajena" (esas cosas que repetimos aunque no sepamos bien por qué)–.

Como tanto varones (¿como todos?) no dejé de visitar alguna vez prostitutas, habiendo empezado a fumar y a beber en épocas adolescentes, cuando se siente la imperiosa necesidad de ser "hombres".

Como tantos varones alguna vez no dejé de orinar en la calle (como travesura, claro); ni de piropear a alguna mujer, ni de protestar airadamente –aunque no supiera bien por qué– ante la presencia de un homosexual.

Como tantos varones (¿como todos?) no cumplí con el mandato bíblico que dice "no codiciarás la mujer de tu prójimo".

Tengo que reconocer: en realidad no me siento ni bien ni mal por todo eso. ¿Culpable? No sabría decirlo.... ¿culpable de qué? En realidad lo que ahora me mueve a escribir esta carta abierta es el interés por compartir preguntas (aclarando que no tengo las respuestas) respecto a todas estas cosas que nos parecen tan naturales: el piropo, la prostitución, la hombría, el poder. Preguntas que, en realidad, no nos hacemos muy a diario, pero que sería bueno no olvidar.

El 99 % de las propiedades del mundo (casas, automóviles, tierras, acciones, industrias, cuentas bancarias) está en manos varoniles. ¿Por qué?

Las mujeres no cobran sueldo por el trabajo doméstico (trabajo que hago siempre, pero que no puedo dejar de reconocer me resulta detestable, y que es más cansador que moler piedra a martillazos). ¿Por qué?

Cuando se separa un matrimonio en general las mujeres se quedan a cargo de la crianza de los niños, y los varones no siempre se hacen cargo de esos gastos. ¿Por qué?

No conozco (quizá los haya) casos de varones golpeados por mujeres; pero la inversa me asusta de sólo pensarlo. Según esas estadísticas que no sé quién confecciona pero que, amén de ser amarillistas, muchas veces son especialmente elocuentes, cada semana, cada día, cada hora sucede una cantidad realmente increíble de agresiones contra mujeres a manos masculinas, quedando muchas veces en la impunidad. ¿Por qué?

En ciertas culturales (había manifestado más arriba que soy de los que digo no ser racista) se da la poligamia, y no es un delito. Un varón puede "tener" varias mujeres, pero lo contrario es impensable. ¿Por qué?

De hecho, ser mujeriego, "puto" (al menos en muchos países así nombrado), puede verse con muy buenos ojos, se aplaude, se envidia. Hasta incluso hay mujeres que, como efecto del machismo reinante, lo glorifican. La inversa: ser puta, es decir, una mujer que puede estar con muchos varones, es considerada la peor y más aberrante conducta. ¿Por qué?

Ser hijo de puto (es decir: hijo de un mujeriego), no trae ninguna consecuencia desagradable. Ser hijo de puta es la peor blasfemia concebida (¿resabios del puritanismo cristiano que ve en el coito un pecado? ¿Terror ante el cuerpo femenino?). ¿Por qué?

El cuerpo femenino sigue considerándose "pecaminoso", "puerta de entrada al Infierno", según dijera un Padre de la Iglesia católica como San Agustín. ¿Por qué?

También en algunos lugares se practica la circuncisión femenina (ablación clitoridiana), a partir de la ¿explicación? que las mujeres no deben gozar sexualmente. Ese sería un privilegio varonil. ¿Por qué?

Como varón común y corriente a veces pienso en todo esto y me da vergüenza. ¿Podemos los varones hacer algo para cambiar esto? Si se trata de "transformar el mundo", si seguimos pensando que ese llamado tiene sentido aún, tenemos muchísimo por hacer. Revisar el machismo puede ser una buena forma de comenzar.


sábado, 29 de diciembre de 2018


¿POR QUÉ MUCHA GENTE DE IZQUIERDA, DE TODAS PARTES DEL MUNDO, SIGUE APOYANDO A DANIEL ORTEGA EN NICARAGUA? ¿SE VE LO QUE UNO QUIERE VER? PERO… ¡ESO NO ES SOCIALISMO! ¿QUÉ SE ESTÁ DEFENDIENDO?


“Comandante Ortega: No olvidamos que los dirigentes soviéticos, usando el lenguaje del marxismo, construyeron una sociedad vertical, con poder autoritario, y ellos fueron de los primeros que se pasaron de campo cuando la caída del Muro era inevitable.”

Extracto de una Carta de Internacionalistas Comunistas dirigida a Daniel Ortega 




viernes, 28 de diciembre de 2018


PASO ADELANTE EN LA CIVILIZACIÓN: EN ISLANDIA SE PROHIBE ENSEÑAR RELIGIÓN A LOS NIÑOS. QUE CADA QUIEN ELIJA SU RELIGIÓN, SI LO DESEA, DESPUÉS DE LOS 21 AÑOS, CUANDO YA ES UN ADULTO Y PUEDE PENSAR.




“Los jihadistas están cometiendo actos de terror. Los sacerdotes católicos se aprovechan de los niños pequeños. Los televangelistas bautistas están sacando dinero de su rebaño. (…) Si la religión fuera una droga, entonces mantendríamos a los niños alejados de ella, ¿no?”. Anna Einarsson, Islandia



jueves, 27 de diciembre de 2018

POBLADORES DE QUICHÉ ABUCHEARON AL PRESIDENTE JIMMY MORALES







“¡Ladrón, corrupto, mentiroso!”, fue lo menos que se le dijo durante un acto en San Andrés Sajcabajá. Su disfraz con una prenda maya no convenció a nadie.

¿De nuevo elecciones el año que viene? ¿De nuevo las mismas mentiras? ¡¡¿Hasta cuándo?!!





miércoles, 26 de diciembre de 2018

RESILIENCIA





“La resiliencia es aceptar tu nueva realidad, incluso si es menos buena que la que tenías antes”.



¿RESIGNACIÓN? ¿POR QUÉ INCLUSO GENTE DE IZQUIERDA HABLA DE “RESILIENCIA”? ¿NO ES HORA DE ABRIR UNA CRÍTICA PROFUNDA DE TANTA SUPERFICIALIDAD EN JUEGO?




jueves, 20 de diciembre de 2018

¿QUIÉN CREÓ EL VIH?




"No tengo idea de quién creó el SIDA (…) pero sé que cosas como esa no vienen de la luna. Es importante decir la verdad a la gente, pero supongo que hay algunas verdades que no deben estar muy al descubierto. (…) Me estoy refiriendo al SIDA. Estoy segura de que la gente sabe de dónde surgió. Y estoy bastante segura de que no surgió de los monos". Wangari Maathai, activista de Kenya.


SECRETOS NO REVELADOS


Durante su infancia tuvo una educación fuertemente católica. Con el paso del tiempo, pero más aún por sus trabajos científicos que lo fueron confrontando en forma creciente con sus creencias llevándole a hondos cuestionamientos teológicos, perdió toda convicción religiosa. Ahora, siendo según él mismo se definía un "agnóstico convencido", las circunstancias lo hacían volver a una búsqueda espiritual.
Con sesenta y dos años de edad y casi cuarenta de trabajo en investigación bioquímica –como empleado federal desde hacía dos décadas– no tenía enemigos personales. Le interesaba poco, o nada, la política partidaria. Más joven votaba por el partido demócrata; ahora, desde por lo menos veinte años, ya no creía en el sistema político de su país. Lo único que verdaderamente le interesaba, lo apasionaba, lo mantenía vivo –además de sus tres hijos y siete nietos– era la exploración científica.
El experimento había comenzado ocho años atrás, a inicios de la década de los setenta. Ni el mismo profesor O'Neil sabía con precisión de qué se trataba. Como en varias ocasiones anteriores, él recibía sólo parte de la información. Por razones de seguridad de Estado no conocía la totalidad del proceso; su función –importantísima, sin dudas– consistía en proveer las pistas básicas para generar nuevos microorganismos. En realidad él sabía que se trataba de aplicaciones militares, pero prefería no enterarse. Al mismo tiempo, el curso de las investigaciones le permitía adentrarse en lo que en verdad le quitaba el sueño: la posibilidad de generar vida artificial, por lo que buscaba –sutiles mecanismos psicológicos mediante– dedicarse a esto, tratando de ignorar qué podía hacerse con parte de los resultados de sus desarrollos.
Había logrado así un aceptable balance que le permitía tranquilidad interior: si se generaban armas letales con sus descubrimientos, no era su responsabilidad. Para él eso era sólo un paso en la búsqueda de la vida artificial. Lo importante era legar al mundo la posibilidad de fabricar vida en un laboratorio, y la magnificencia de tal avance bien valía un uso no adecuado de alguno de sus investigaciones; era "un precio a pagar", razonaba.
Tan convencido estaba de esto que ni siquiera se lo cuestionaba; en realidad la generación de vida artificial lo tenía obsesionado. El programa secreto para el que había sido convocado como director científico general no le inquietaba en especial; era un trabajo más, como otros anteriores. Aunque en verdad no era sólo eso: era, quizá, la misión más delicada que se le había encomendado, y si bien O'Neil no sabía con exactitud de qué se trataba, para la Casa Blanca hacía parte de su estrategia más ambiciosa –y demoníaca, por cierto.
Imbuido como estaba con la manera de llegar a la producción artificial de vida, cuando el Secretario de Estado en persona, junto a prominentes figuras del aparato de seguridad de Washington, lo convocaron, no dimensionó exactamente lo que se le estaba encargando.
–"El enemigo principal, profesor, no son tanto los rusos. Eso me imagino que ya lo habrá usted descubierto. El enemigo que más nos preocupa son los pobres. De ahí puede venir el principal ataque"–. Las palabras del alto funcionario no dejaban lugar a dudas. Lo había dicho con suficiencia, con claridad. Recién años después se percataría de ello O'Neil. Su obsesión por la búsqueda en que estaba empeñado no le permitía apreciar en todo su valor esa declaración.
El encargo era claro: había que buscar un organismo muy cercano a lo que él estaba buscando, un organismo que, prácticamente, tuviera vida propia. En otros términos: se trataba de desarrollar un ser mutante tan especializado que no fuera casi posible encontrarle antídoto; un ser lo suficientemente letal que pudiera matar poblaciones enteras en poco tiempo. Pero lo importante, lo definitorio, era que no debía parecer un arma bacteriológica; se debía presentar como un agente patógeno, un provocador de alguna enfermedad hasta ahora desconocida que aterrorizara, y al mismo tiempo, matara todo lo que se necesitaba. Conseguido ese agente, la psicología militar –léase: manejo de los medios de comunicación masiva– completarían el cuadro.
Al profesor O'Neil le pareció una brillante oportunidad; tenía todos los recursos imaginables a su disposición, protección y carta blanca para trabajar sobre lo que le interesaba. ¿Qué más podía pedir? Sólo era cuestión de paciencia; con esfuerzo –cosa que no le asustaba; estaba acostumbrado a trabajar como nadie y con resultados a largo plazo– podría hacer realidad su sueño.
Los funcionarios políticos, y mucho menos los militares, no se metían nunca en su actividad específica. Cada tanto lo consultaban respecto a cómo iba en su proceso, siempre de un modo correcto, amable. Esa era, al menos, la faceta que el profesor conocía. En verdad era minuciosamente investigado –siempre con la mayor discreción– dado que su trabajo hacía parte vital de la estrategia de dominación global del gobierno de Estados Unidos. O'Neil podía intuirlo, pero jamás se tomaba el trabajo de reflexionar seriamente sobre el asunto. Mientras le dieran la oportunidad de seguir con su proyecto de búsqueda de vida artificial, lo demás no importaba.
La geoestrategia buscada por Washington era, en sustancia, bastante sencilla. "Los pobres se multiplican mucho, demasiado, y hecha la perspectiva de ese crecimiento, en pocas décadas, entrado ya el siglo XXI, serán tantos que su peso en la dinámica del mundo podría hacer peligrar el hiperconsumo estadounidense. Demasiada comida, demasiada agua, excesivo gasto de combustible… La única solución ante esto es limitar su crecimiento."
El profesor Edgard O'Neil era una buena persona; honesta, trabajadora. Sinceramente creía que el hecho de lograr generar vida en forma artificial podría ser un portentoso avance para toda la humanidad. Se resolverían así ancestrales problemas: se daría la posibilidad de producir todos los alimentos necesarios en forma sintética, con lo que el hambre se extinguiría de la faz de la Tierra. Igualmente se estaría ante la posibilidad de producir cuanto medicamento fuese necesario, combatiendo así todas las enfermedades que hasta el momento han atacado al ser humano. "La puerta que se abriría entonces con estos progresos", pensaba el profesor, "sería sencillamente fabulosa".

El proyecto que planeaba la dirigencia de la gran potencia americana era otro. No había ahí consideraciones humanísticas; lo único que contaba eran los intereses sectoriales que por nada del mundo pensaban perder algo de su supremacía. Más allá de existir las posibilidades de mejorar realmente las condiciones de vida de la población mundial, en la estrategia de Washington sólo contaba su posición hegemónica. El fantasma era poder perderla, y todos los esfuerzos iban destinados a impedir que sucediera eso.
Se trataba, entonces, de dos cosmovisiones. La de la gran empresa estadounidense, cuyos intereses eran representados férreamente por su aparato de gobierno –basados sólo en el lucro particular– y la del profesor O'Neil, mucho más humana, racional. Aunque, claro está, los primeros lo sabían y tenían planes concretos al respecto; no así el segundo.
Los experimentos desarrollados por el profesor tomaron cuatro años; luego de ese primer período, todo su equipo (ocho personas) y él habían hecho grandes progresos en la ansiada búsqueda. Para ese entonces consiguieron desarrollar, a través de complicados procesos de ingeniería genética, un microorganismo capaz de mutar casi infinitamente. Faltaba muy poco para que se consiguiera la autogeneración. Temporariamente llamaron "Tomy" al engendro obtenido.
Debieron pasar otros dos años de rigurosas pruebas para que la reciente "mascota" –como la llamaban en el laboratorio– obtuviera carta de ciudadanía. Fue recién entonces cuando O'Neil intuyó que su proyecto era cosa demasiado seria.
Nunca recibió presiones en sentido estricto; en todo caso eran muestras de interés, de grandes expectativas por parte de todos los funcionarios de gobierno que, cada vez más, se le acercaban para conocer cómo iba el proyecto. Eso, más la forma estrictamente secreta con que se manejaba la operación, le dio la pauta que se trataba de algo muy importante. Cuando trató de averiguar más al respecto sólo encontró muros infranqueables. De todos modos intuía que no era una misión más, un nuevo encargo como en ocasiones anteriores.
Los efectos registrados en los animales de prueba donde se inoculara el germen creado lo comenzaron a aterrorizar. Pero más aún lo aterrorizó lo que vio en los seres humanos de prueba. Oficialmente eso no existía –todos debían tenerlo claro; pero eran esos los resultados más convincentes. Se utilizaban indigentes, siempre desaparecidos y por los que nadie reclamaba. Los había blancos también, pero en general eran hispanos y negros. El profesor O'Neil no estaba muy de acuerdo con esas pruebas, aunque trataba de convencerse que era en nombre de un bien superior, por lo que terminaba aceptándolo. Sin embargo, ahora, la situación lo había sobrepasado.
Nadie sabía con certeza cuáles serían las consecuencias que traería el nuevo organismo; lo único que parecía estar claro es que incidía sobre el sistema inmunológico, por lo que los resultados terminaban siendo devastadores. Los cuadros clínicos que el profesor vio en algunos sujetos de prueba lo hicieron llorar, y ante uno, inclusive, no pudo evitar vomitar de la náusea que le produjera –aunque, claro está, todo a escondidas.
En algún momento pensó desistir de todo, renunciar, incluso huir. Lo comentó tímidamente con algún civil del Pentágono con quien había entablado una buena relación personal, pero viendo que la reacción con que podría encontrarse sería terrible, abandonó ese propósito. Se encontró perdido.
Cuando quiso averiguar con mayor detalle en qué consistía el proyecto no encontró eco; Mc Donaldson, el abogado del Departamento de Defensa con quien había ido forjando esa amistad en los últimos años, no pudo o ni quiso aportarle mayores datos. De todos modos, a partir de frases cortas, herméticas, declaraciones mutiladas y oscuras que su amigo fue transmitiéndole, O'Neil pudo comenzar a armar el rompecabezas.
El arma que se buscaba, y de la que él estaba aportando las revelaciones fundamentales, tenía implicancias históricas; con ella no se iba a atacar directamente a enemigos comunistas. Estaba destinada a acabar grandes poblaciones empobrecidas, fundamentalmente africanas, que en los estudios de prospectiva futurológica aparecían como los principales actores de desestabilización del orden mundial. "Menos bocas hambrientas, menos problemas que resolver", era la lógica despiadada. Por cierto que si los gérmenes sobre los que se estaba trabajando actuaban en poblaciones tan empobrecidas, sin mayores posibilidades de reacción por su falta de recursos como las del África, los efectos serían demoledores, catastróficos. En realidad, era exactamente eso lo que se buscaba.

Eso lo comprendió rápidamente el profesor. Cuando quiso tomar distancia, ya era demasiado tarde. El arma estaba construida. O'Neil no había podido lograr sintetizar vida en el laboratorio –ése era su sueño, aunque en el gobierno nadie se lo pedía–, pero había podido aislar un virus mutante del que terminaría tan arrepentido que ni siquiera su vuelta a un catolicismo fanático pudo quitarle la culpa.

Se suicidó antes de tener conocimiento que Tomy, la mascota del laboratorio que tantas horas de sueño le había quitado, en otros términos, que el monstruo creado sin saberlo, sería conocido posteriormente como virus de inmunodeficiencia humana, VIH.


lunes, 17 de diciembre de 2018

¡TELEBASURA: EL SHOW MÁS INAUDITO DE LA TELEVISIÓN!





Miró por la ventana hacia el patio del canal y vio que la nieve acumulada era mucha. La temperatura había bajado más de lo esperado: treinta grados bajo cero. Ese invierno estaba siendo especialmente inclemente, tanto como lo era él con los invitados a su programa.
           
Volvió a echar una mirada sobre los posibles candidatos para la próxima emisión; cada martes por la noche una muy buena parte de la población moscovita, y también de la Federación Rusa, esperaba ansiosa el programa que Mijaíl Kozunov había ideado hacía no más de diez meses, y que en poco tiempo había logrado cautivar la atención de un público ávido de novedades occidentales.
           
No era fácil elegir, cada semana, el personaje más adecuado. Se debía ser muy cuidadoso: había que transmitir algo triste, que llamara a la compasión, pero al mismo tiempo con un toque de ligereza. Lo más importante era no establecer ningún contacto entre lo que se mostraba con la realidad; los personajes debían parecer ficticios, imaginarios. Algo de humor negro no venía nada mal. Desahuciados varios, monstruos, mujeres violadas, huérfanos abandonados, alcohólicos recuperados y otras rarezas de la marginalidad componían esta galería del terror-humor.
           
Esta mezcla nada fácil, presentando una faceta totalmente nueva en relación a la insufrible pesantez de los programas "oficiales" que Mijaíl producía años atrás, antes de la caída del régimen socialista cuando era director del departamento de divulgación del partido en Moscú, había calado hondo en una población desacostumbrada a reírse de lo que veía por televisión. El problema estaba ahora en que se había llegado al otro extremo: de una solemnidad forzada se había ido a una desfachatez perversa. Lo peor de la televisión occidental estaba ahí, en versión corregida y aumentada.
           
Mientras encendía un cigarrillo más –fumaba más de dos paquetes diarios– revisaba las historias de vida y las fotos que su asistente le había dejado sobre el escritorio. Media hora atrás había terminado el programa de ese martes –éxito total: había presentado a un enano que pasó seis años en alguna cárcel de Siberia acusado de ser agente de un servicio de espionaje extranjero, mutilado de un ojo y tartamudo, luego rehabilitado– y ya se encontraba ahora, nueve y media de la noche, trabajando para las semanas próximas. Estaban aseguradas las futuras dos entregas: una ex monja católica violada por un obispo, ahora lesbiana y dirigente de una organización pro derechos sexuales, y un pescador del Báltico que perdió las dos piernas en lucha con un tiburón, ex miembro del Partido Comunista. No se daba descanso en su tarea; así como se había dedicado con total entrega a la labor revolucionaria cuando era camarada, años atrás, con el mismo ahínco, con igual pasión se entregaba ahora a su nuevo perfil. Trabajaba no menos de doce horas diarias.
           
Lentamente el programa había ido evolucionando de una presentación más o menos seria de personajes insólitos a una mordaz sátira, donde no se escondía mucho la mofa que se hacía de cada invitado. La audiencia no paraba de crecer, por lo que Mijaíl, así como los directivos del canal de televisión, privatizado ahora, no reparaban en cuestiones éticas al momento de seleccionar los candidatos. En los diez meses de vida del programa ya había cambiado tres veces el nombre, sin menoscabo de la cantidad de seguidores; arrancó llamándose Vidas insólitas, pasando a ser, en pocos meses, El show de lo increíble, para terminar ahora con su actual nombre: Telebasura: el show más inaudito de la televisión.
           
Mijaíl sabía que lo que producía era una basura; pero de eso se trataba justamente. –La gente quiere basura–, reflexionaba. –Tenían todo servido por el Estado y no lo quisieron. Si prefieren esta mierda… pues démosela–.
           
Ante sí tenía tres fotos con sus correspondientes anotaciones: un campesino de mediana edad que había nacido como siamés y estaba separado ahora de su hermano, quien había fallecido años atrás de muerte natural. Cojeaba un poco, pero eso no era tan atractivo. El otro personaje era un adolescente que había llegado a ser campeón nacional de ajedrez, y dado su talento prometía poder acercarse a un futuro cetro mundial; pero a los dieciséis años había tenido un brote psicótico, por lo que se había interrumpido su carrera. Ahora, a veces, jugaba informalmente en el manicomio donde estaba internado.
           
Interesante–, pensó Mijaíl –pero está controlado en el hospital, y en esas condiciones no puede despertar mucho la atención; además, de loco que es, puede decir cualquier cosa, y no conviene–.
           
Cuando la vio –era la tercera historia que revisaba– no pudo evitar derramar la taza de te del impacto. En el papel escrito por Ana –su asistente y amante– decía: "Nadezhka, cincuenta y ocho años, mujer. Pasó más de cuarenta años buscando a su familia, a quien aún no pudo hallar. En la actualidad está ciega".
           
–¿Mujer? ¡Pero si tiene cara de hombre! ¡Hasta bigote tiene!–
           
No podía sacarle los ojos de encima a esa foto; sin pensarlo mucho, como reacción impulsiva, sin pensarlo más, la eligió para el programa de tres semanas después.
           
–¡Esta tiene que ser, sin dudas! Hasta el nombre va bien: Nadezhka, como la compañera del camarada Ulianov. Seguro que va a impactar–. Siguió mirando atentamente la foto sin terminar de saber qué cosa lo atraía tanto. –Pero no puedo creer que sea mujer. Esa cara, esa cara… yo la conozco–.
           
No pudo evitar llamarla a esa hora; la quería como amante, pero más aún la estimaba profesionalmente. En ambos campos era de lo más competente. Ana, ya dormida –vivía con su hijo adolescente, que no era de Mijaíl–, desperezándose un poco le comentó que no tenía mucha más información que la que había dejado escrita. Recordaba, sin embargo, que los colaboradores que la habían detectado contaron que estaba un poco loca, y que insistía continuamente en sus hermanitos, que ella sabía que estaban vivos y que no perdía la esperanza de encontrar. Eran, decía, un hombre y una mujer, a quienes había dejado de ver décadas atrás. En medio de sus delirios hablaba también de historias raras, pecaminosas.
           
Le pareció perfecto. Una vieja demente, ciega, contando historias escandalosas, con cuyo nombre se podía jugar socarronamente, en una búsqueda imposible. Era patético, pero al mismo tiempo se podía presentar como un abnegado aporte social: –el show más inaudito de la televisión al servicio de la comunidad, buscando acercar a algún miembro de la familia de una desdichada viejecita… ¡Enternecedor!–, pensó, mientras una sonrisa mefistofélica le deformaba la cara. –Hay que acompañar el programa con la música apropiada: Erbarme dich, mein Gott, de la Pasión según San Mateo!– se le ocurrió inmediatamente, la misma que escuchaba casi a diario desde que había recibido los resultados de la prueba. También apareció alguna lágrima, pero un nuevo cigarrillo ya lo alejaba de estas sensaciones.
           
Hubiera querido contactar a la candidata esa misma noche, pero por razones obvias –era ya demasiado tarde– ni siquiera lo intentó. Mañana sería.
           
El primer acercamiento fue telefónico. Su voz le pareció muy adecuada: en realidad era de lo más desagradable, chillona, destemplada. Pero eso podía ser un elemento que atraía si se sabía manejar convenientemente. Hubo un par de cosas en la conversación que le quitaron el aliento, pero prefirió pensar que no las había escuchado, o que habían sido un error.
           
–Está reloca esta vieja… ¿De dónde habrá sacado eso? Amores prohibidos… ¡Por favor!–
           
Fueron más las dudas que le quedaron que las que se le despejaron. Hizo un listado de preguntas que quería formularle en el próximo encuentro. Acordaron que Mijaíl iría a su casa el jueves, ya para preparar todo con vistas al próximo programa. Los míseros rublos que a cambio recibiría Nadezhka no le vendrían nada mal; hacía cuatro meses que no cobraba su jubilación.
           
Ya en el apartamento de la candidata –junto a Ana y otro asistente: Boris, un inteligente joven veinteañero– Mijaíl se sintió inusualmente mal. Ni bien la vio tuvo una impresión desagradable. –¡Es una bruja!– se dijo.
            Siempre se manejaba con la más absoluta suficiencia con sus invitados, con osadía incluso. La forma de mofarse de ellos era sutil, y jamás alguno le había provocado lo que ahora sentía ante esta frágil mujer, ciega, mal vestida, casi repugnante en todo su aspecto. Tuvo miedo.
           
Ana lo advirtió de inmediato. Se dio cuenta que no podía tomar la iniciativa en las preguntas; era la mujer quien manejaba la situación, igual a como lo hacía Mijaíl en los programas de Telebasura. Por primera vez en la vida veía a su amante perder la compostura.
           
Fue Boris quien condujo el interrogatorio. La historia se mostraba interesante, intrigante: Nadezhka no era ninguna tonta. Su memoria era impresionante; relataba con lujo de detalle escenas de su infancia con tal convicción que nadie podía atreverse a poner en duda lo que decía. Por razones que no terminaban de quedar claras, cuando era una jovencita su familia se desintegró. Por dos años crió, prácticamente sola, a su hermano menor, llamado Fiodor; de su hermana menor –Valeshka– no tuvo más noticias desde alrededor de veinte años atrás.

–Curiosa coincidencia, ¿verdad?–, dijo en un momento. –Siempre me intrigaron las coincidencias. Les tengo que confesar algo: hace muchos años, cuando vivía en una granja y ya había perdido a mi familia, tuve intuiciones, cosas raras, no sé. Sentía que mi hermano, Fiodor, estaba bien; sabía, sin que nadie me lo hubiera dicho, que le iba bien en la vida, y que le iba a ir siempre bien, hasta que en algún momento aparecerían nubarrones en su destino. Nadie me lo creía, decían que era una bruja. Pero yo estaba segura que así era–.
Mijaíl sintió que se desmayaba; tuvo que aferrarse muy firme de una silla para no caer. No obstante el frío que hacía, su cara y sus manos estaban empapadas de sudor. Nadezhka, con los ojos perdidos en cualquier punto de la habitación, blancos por sus cataratas, se volteó hacia Mijaíl, casi como si lo estuviera viendo, y tomándole una mano le preguntó qué le sucedía.

–Nada, nada. Estoy bien, gracias–.
           
Luego de este primer encuentro hubo dos sesiones más; Mijaíl fue sólo a una. Quien tomó un papel más protagónico entonces fue Ana. Ella, al igual que su amante, tenía este aire casi perverso para el trato con la gente; fue por eso que pudo mantener en todo momento una prudente distancia de Nadezhka. Sin embargo también ella sintió algo inexplicable, algo que no le permitía estar bien. Eso de "amores prohibidos" dicho por la anciana la inquietaba.
           
–¡Qué retrógrada esta bruja! ¿Y qué hay de malo en tener amante? Seguro que la pobre nunca tuvo pareja en toda su vida, por eso habla así–.
Llegó el martes, día de la emisión del programa, que por cierto era en vivo. Ese día, por la mañana, de una manera totalmente casual –debía firmar los contratos de seguro de salud de todo el personal del programa, y tuvo ante sí los expedientes de cada uno– Mijaíl descubrió que Ana, en realidad, se llamaba Valeshka.
           
–¡Telebasuraaaaa: el show más inaudito de la televisión! les da una vez más la bienvenida–, atacó Kozunov con estudiado aire de suficiencia, avasallador.
           
Luego de las presentaciones de rigor apareció la canosa mujer, sentada en un aparatoso sillón. La cámara no se cansaba de hacer primeros planos de sus ojos y sus manos. Cambió la música; de la impertinente balada con que abría el programa –machacona melodía con trompetas y mucha percusión– pasaron al fragmento de Bach que había elegido Mijaíl. Las luces mermaron; se creó un clima de intimidad.
           
Ana temía que se volviera a repetir lo de la vez pasada en casa de Nadezhka; intuía problemas. Sabía que su amante era muy desenvuelto, que manejaba a la perfección las situaciones más difíciles. Pero en este caso sentía que algo raro pasaba, algo que se le podía ir de las manos. Mijaíl tenía un modo muy peculiar de dirigir el programa: dejaba que sus invitados hablaran primero y luego, con frialdad de torturador, comenzaba a golpear –muy sutilmente siempre– en los puntos más problemáticos de lo que habían dicho. Se trataba, en cierta forma, de remover heridas, de dañar. –Eso es lo que quiere el público. De solidaridad, ¡ni mierda!–, se justificaba.
           
Invariablemente los participantes lloraban en algún momento; Mijaíl se consideraba un experto en lograrlo. En esta ocasión, por el contrario, la vieja parecía un glaciar. Respondía a cada pregunta con larguísimas explicaciones plagadas de detalles, relatos minuciosos, historias interminables. Lentamente el conductor iba perdiendo la paciencia. En un corte comercial le dijo a su entrevistada que tenía que ser más dramática, no hablar tanto y llorar más.
           
–¿Y por qué?–, inquirió con ingenuidad Nadezhka.
           
–Pues… porque eso quiere la gente–.
           
–¿Ah sí? ¿Tan mala es la gente?–
           
–Más de lo que usted piensa, mucho más–, esputó con mirada desafiante Mijaíl.
           
–Pero yo no quiero llorar, mi querido. Ya lloré mucho toda mi vida; además, si es para llorar, mejor me voy–, agregó con ternura.
           
–¡No, no!, ¡que ya salimos al aire de nuevo!–, tronó descontrolado.
           
El nuevo segmento dejó más descolocado aún al presentador. La mujer fue tomando un rictus desconocido, inesperado. Su sonrisa –gélida, casi diabólica– era muy parecida a la que solía mostrar Mijaíl. Repentinamente cambió su tono.
           
–Ahora me doy cuenta. Sí, la intuición no me falla. Te acuerdas lo que te decía los otros días, cuando me entrevistaste en casa, sin cámaras ni luces. Tenía la visión que a ti te conocía, de mucho tiempo atrás. ¿De verdad, tú no eres originario de Stepanchikovo?–
           
–¿Y qué le hace pensar eso?–
           
–Tienes el mismo lunar en la muñeca que tenía mi desaparecido hermanito; lo toqué los otros días cuando me diste la mano al caerte. Y tienes también el mismo tono de voz–.
           
–Quizá se equivoca, mi querida–.
           
–Por la forma en que tratas de evadirte, diría que al contrario: veo que estoy cada vez más en lo cierto–.
           
–Pero si usted no ve–.
           
–No veo con los ojos, pero veo con el corazón. Sí, tú eres… tú eres Mijaíl Fiodorovich Kozunov, a quien dejé de ver hace cuarenta años. ¡Mi hermano! En verdad no me alegra reencontrarte, porque no puedo verte. Pero más aún, porque estás muy mal, porque algo terrible te está sucediendo, y no quería volver a toparme contigo para sentirte sufriendo de esta manera–, dijo Nadezhka con la más reposada tranquilidad.
           
Los asistentes del canal no se esperaban un programa tan bien montado, un show tan "inaudito" y sensiblero como el que estaban presenciando. Algunos no pudieron evitar comenzar a reír. Ana, fuera de cámara, se mordía los labios.

–Sí, así es la vida, mi pobrecito Mijaíl. Nacemos para sufrir–, continuó hablando la mujer con un aire maternal. Se compadecía del presentador que, con rostro desencajado, no pronunciaba palabra. La música de Bach sonaba ininterrumpidamente, grave, patética: Erbarme dich, mein Gott!
           
–¿Y qué piensas hacer ahora?–, lo acribilló de pronto con una pregunta que nadie se esperaba.
           
–¿Tú qué me aconsejarías?–, pudo balbucear con voz entrecortada Mijaíl.
           
–No lo sé. Resignarte quizá…–
           
De pronto, ante la sorpresa de todos los técnicos del canal, prorrumpió en un llanto desconsolado. Nadie sabía bien qué hacer, si eso era parte del show, o qué sucedía en verdad. De inaudito, tal como pretendía el título, tenía mucho.
           
–Dime, Nadezhka: ¿cómo supiste lo del examen?–
           
Ana estaba pasmada; hubiera querido intervenir, dar orden de cortar la transmisión, pero no tenía fuerzas para hacerlo. Al mismo tiempo le parecía fascinante lo que estaba sucediendo, era el show del absurdo llevado a su expresión más inimaginable. –Seguro que la audiencia debe estar anonadada– pensó.
           
–¿Qué examen?–, dijo con ingenuidad Nadezhka.
           
–Pues… la prueba de VIH que acabo de hacerme, el mes pasado–.
           
–¿Y cómo saliste, hermanito? ¡No!, no me lo digas. Ya lo intuyo–.
           
Ahora el llanto de Mijaíl era imparable. Las llamadas al canal comenzaron a ser imparables también. Alguien dijo: "es el mejor programa que he visto en mi vida".
           
Ana no pudo resistir más y corrió hacia Nadezhka para zamarrearla de un brazo, mientras miraba con ojos centellantes a su amante.
           
–¡Tú, hipócrita, no me habías dicho nada que eras seropositivo! ¡Me lo transmitiste entonces, miserable, perro! ¡Y tú, vieja bruja: ¿de dónde sacas eso de amores prohibidos?! ¡¿Qué quieres decir con eso?!– Su rostro era un infierno.
           
Nadezhka, volteando la cabeza hacia su iracunda interlocutora, con toda dulzura agregó:
           
–Entonces… tú eres Valeshka. ¡Hermana!–
           
El balazo que se pegó en el paladar con un revólver calibre veintidós que extrajo de su chaleco no era de utilería. Recién en ese momento el director de cámaras optó por cortar la transmisión. Las llamadas no cesaron toda la noche. "El mejor programa que he visto en mi vida. ¡Felicitaciones!"