Miró por la ventana
hacia el patio del canal y vio que la nieve acumulada era mucha. La temperatura
había bajado más de lo esperado: treinta grados bajo cero. Ese invierno estaba
siendo especialmente inclemente, tanto como lo era él con los invitados a su programa.
Volvió a echar una
mirada sobre los posibles candidatos para la próxima emisión; cada martes por
la noche una muy buena parte de la población moscovita, y también de la Federación
Rusa, esperaba ansiosa el programa que Mijaíl Kozunov había ideado hacía no más
de diez meses, y que en poco tiempo había logrado cautivar la atención de un
público ávido de novedades occidentales.
No era fácil
elegir, cada semana, el personaje más adecuado. Se debía ser muy cuidadoso:
había que transmitir algo triste, que llamara a la compasión, pero al mismo
tiempo con un toque de ligereza. Lo más importante era no establecer ningún
contacto entre lo que se mostraba con la realidad; los personajes debían
parecer ficticios, imaginarios. Algo de humor negro no venía nada mal.
Desahuciados varios, monstruos, mujeres violadas, huérfanos abandonados,
alcohólicos recuperados y otras rarezas de la marginalidad componían esta
galería del terror-humor.
Esta mezcla nada
fácil, presentando una faceta totalmente nueva en relación a la insufrible
pesantez de los programas "oficiales" que Mijaíl producía años atrás,
antes de la caída del régimen socialista cuando era director del departamento
de divulgación del partido en Moscú, había calado hondo en una población
desacostumbrada a reírse de lo que veía por televisión. El problema estaba
ahora en que se había llegado al otro extremo: de una solemnidad forzada se
había ido a una desfachatez perversa. Lo peor de la televisión occidental
estaba ahí, en versión corregida y aumentada.
Mientras encendía
un cigarrillo más –fumaba más de dos paquetes diarios– revisaba las historias
de vida y las fotos que su asistente le había dejado sobre el escritorio. Media
hora atrás había terminado el programa de ese martes –éxito total: había
presentado a un enano que pasó seis años en alguna cárcel de Siberia acusado de
ser agente de un servicio de espionaje extranjero, mutilado de un ojo y
tartamudo, luego rehabilitado– y ya se encontraba ahora, nueve y media de la
noche, trabajando para las semanas próximas. Estaban aseguradas las futuras dos
entregas: una ex monja católica violada por un obispo, ahora lesbiana y
dirigente de una organización pro derechos sexuales, y un pescador del Báltico que
perdió las dos piernas en lucha con un tiburón, ex miembro del Partido
Comunista. No se daba descanso en su tarea; así como se había dedicado con
total entrega a la labor revolucionaria cuando era camarada, años atrás, con el
mismo ahínco, con igual pasión se entregaba ahora a su nuevo perfil. Trabajaba
no menos de doce horas diarias.
Lentamente el
programa había ido evolucionando de una presentación más o menos seria de
personajes insólitos a una mordaz sátira, donde no se escondía mucho la mofa
que se hacía de cada invitado. La audiencia no paraba de crecer, por lo que
Mijaíl, así como los directivos del canal de televisión, privatizado ahora, no
reparaban en cuestiones éticas al momento de seleccionar los candidatos. En los
diez meses de vida del programa ya había cambiado tres veces el nombre, sin
menoscabo de la cantidad de seguidores; arrancó llamándose Vidas insólitas,
pasando a ser, en pocos meses, El show de lo increíble, para terminar ahora con
su actual nombre: Telebasura: el show más inaudito de la televisión.
Mijaíl sabía que lo
que producía era una basura; pero de eso se trataba justamente. –La gente
quiere basura–, reflexionaba. –Tenían todo servido por el Estado y no lo quisieron.
Si prefieren esta mierda… pues démosela–.
Ante sí tenía tres
fotos con sus correspondientes anotaciones: un campesino de mediana edad que
había nacido como siamés y estaba separado ahora de su hermano, quien había
fallecido años atrás de muerte natural. Cojeaba un poco, pero eso no era tan
atractivo. El otro personaje era un adolescente que había llegado a ser campeón
nacional de ajedrez, y dado su talento prometía poder acercarse a un futuro
cetro mundial; pero a los dieciséis años había tenido un brote psicótico, por
lo que se había interrumpido su carrera. Ahora, a veces, jugaba informalmente
en el manicomio donde estaba internado.
–
Interesante–, pensó
Mijaíl –pero está controlado en el hospital, y en esas condiciones no puede
despertar mucho la atención; además, de loco que es, puede decir cualquier cosa,
y no conviene–.
Cuando la vio –era
la tercera historia que revisaba– no pudo evitar derramar la taza de te del
impacto. En el papel escrito por Ana –su asistente y amante– decía:
"Nadezhka, cincuenta y ocho años, mujer. Pasó más de cuarenta años buscando
a su familia, a quien aún no pudo hallar. En la actualidad está ciega".
–¿Mujer? ¡Pero si
tiene cara de hombre! ¡Hasta bigote tiene!–
No podía sacarle
los ojos de encima a esa foto; sin pensarlo mucho, como reacción impulsiva, sin
pensarlo más, la eligió para el programa de tres semanas después.
–¡Esta tiene que
ser, sin dudas! Hasta el nombre va bien: Nadezhka, como la compañera del
camarada Ulianov. Seguro que va a impactar–. Siguió mirando atentamente la foto
sin terminar de saber qué cosa lo atraía tanto. –Pero no puedo creer que sea
mujer. Esa cara, esa cara… yo la conozco–.
No pudo evitar
llamarla a esa hora; la quería como amante, pero más aún la estimaba profesionalmente.
En ambos campos era de lo más competente. Ana, ya dormida –vivía con su hijo
adolescente, que no era de Mijaíl–, desperezándose un poco le comentó que no
tenía mucha más información que la que había dejado escrita. Recordaba, sin
embargo, que los colaboradores que la habían detectado contaron que estaba un
poco loca, y que insistía continuamente en sus hermanitos, que ella sabía que
estaban vivos y que no perdía la esperanza de encontrar. Eran, decía, un hombre
y una mujer, a quienes había dejado de ver décadas atrás. En medio de sus
delirios hablaba también de historias raras, pecaminosas.
Le pareció
perfecto. Una vieja demente, ciega, contando historias escandalosas, con cuyo
nombre se podía jugar socarronamente, en una búsqueda imposible. Era patético,
pero al mismo tiempo se podía presentar como un abnegado aporte social: –el
show más inaudito de la televisión al servicio de la comunidad, buscando
acercar a algún miembro de la familia de una desdichada viejecita…
¡Enternecedor!–, pensó, mientras una sonrisa mefistofélica le deformaba la
cara. –Hay que acompañar el programa con la música apropiada: Erbarme dich,
mein Gott, de la Pasión según San Mateo!– se le ocurrió inmediatamente, la misma
que escuchaba casi a diario desde que había recibido los resultados de la
prueba. También apareció alguna lágrima, pero un nuevo cigarrillo ya lo alejaba
de estas sensaciones.
Hubiera querido
contactar a la candidata esa misma noche, pero por razones obvias –era ya
demasiado tarde– ni siquiera lo intentó. Mañana sería.
El primer
acercamiento fue telefónico. Su voz le pareció muy adecuada: en realidad era de
lo más desagradable, chillona, destemplada. Pero eso podía ser un elemento que
atraía si se sabía manejar convenientemente. Hubo un par de cosas en la
conversación que le quitaron el aliento, pero prefirió pensar que no las había
escuchado, o que habían sido un error.
–Está reloca esta
vieja… ¿De dónde habrá sacado eso? Amores prohibidos… ¡Por favor!–
Fueron más las
dudas que le quedaron que las que se le despejaron. Hizo un listado de preguntas
que quería formularle en el próximo encuentro. Acordaron que Mijaíl iría a su
casa el jueves, ya para preparar todo con vistas al próximo programa. Los
míseros rublos que a cambio recibiría Nadezhka no le vendrían nada mal; hacía
cuatro meses que no cobraba su jubilación.
Ya en el
apartamento de la candidata –junto a Ana y otro asistente: Boris, un inteligente
joven veinteañero– Mijaíl se sintió inusualmente mal. Ni bien la vio tuvo una
impresión desagradable. –¡Es una bruja!– se dijo.
Siempre se manejaba con la más
absoluta suficiencia con sus invitados, con osadía incluso. La forma de mofarse
de ellos era sutil, y jamás alguno le había provocado lo que ahora sentía ante
esta frágil mujer, ciega, mal vestida, casi repugnante en todo su aspecto. Tuvo
miedo.
Ana lo advirtió de
inmediato. Se dio cuenta que no podía tomar la iniciativa en las preguntas; era
la mujer quien manejaba la situación, igual a como lo hacía Mijaíl en los
programas de Telebasura. Por primera vez en la vida veía a su amante perder la
compostura.
Fue Boris quien
condujo el interrogatorio. La historia se mostraba interesante, intrigante:
Nadezhka no era ninguna tonta. Su memoria era impresionante; relataba con lujo
de detalle escenas de su infancia con tal convicción que nadie podía atreverse
a poner en duda lo que decía. Por razones que no terminaban de quedar claras,
cuando era una jovencita su familia se desintegró. Por dos años crió,
prácticamente sola, a su hermano menor, llamado Fiodor; de su hermana menor
–Valeshka– no tuvo más noticias desde alrededor de veinte años atrás.
–Curiosa
coincidencia, ¿verdad?–, dijo en un momento. –Siempre me intrigaron las coincidencias.
Les tengo que confesar algo: hace muchos años, cuando vivía en una granja y ya
había perdido a mi familia, tuve intuiciones, cosas raras, no sé. Sentía que mi
hermano, Fiodor, estaba bien; sabía, sin que nadie me lo hubiera dicho, que le
iba bien en la vida, y que le iba a ir siempre bien, hasta que en algún momento
aparecerían nubarrones en su destino. Nadie me lo creía, decían que era una
bruja. Pero yo estaba segura que así era–.
Mijaíl sintió que
se desmayaba; tuvo que aferrarse muy firme de una silla para no caer. No
obstante el frío que hacía, su cara y sus manos estaban empapadas de sudor.
Nadezhka, con los ojos perdidos en cualquier punto de la habitación, blancos
por sus cataratas, se volteó hacia Mijaíl, casi como si lo estuviera viendo, y
tomándole una mano le preguntó qué le sucedía.
–Nada, nada. Estoy
bien, gracias–.
Luego de este
primer encuentro hubo dos sesiones más; Mijaíl fue sólo a una. Quien tomó un
papel más protagónico entonces fue Ana. Ella, al igual que su amante, tenía
este aire casi perverso para el trato con la gente; fue por eso que pudo
mantener en todo momento una prudente distancia de Nadezhka. Sin embargo
también ella sintió algo inexplicable, algo que no le permitía estar bien. Eso
de "amores prohibidos" dicho por la anciana la inquietaba.
–¡Qué retrógrada
esta bruja! ¿Y qué hay de malo en tener amante? Seguro que la pobre nunca tuvo
pareja en toda su vida, por eso habla así–.
Llegó el martes,
día de la emisión del programa, que por cierto era en vivo. Ese día, por la
mañana, de una manera totalmente casual –debía firmar los contratos de seguro
de salud de todo el personal del programa, y tuvo ante sí los expedientes de
cada uno– Mijaíl descubrió que Ana, en realidad, se llamaba Valeshka.
–¡Telebasuraaaaa:
el show más inaudito de la televisión! les da una vez más la bienvenida–, atacó
Kozunov con estudiado aire de suficiencia, avasallador.
Luego de las
presentaciones de rigor apareció la canosa mujer, sentada en un aparatoso
sillón. La cámara no se cansaba de hacer primeros planos de sus ojos y sus
manos. Cambió la música; de la impertinente balada con que abría el programa
–machacona melodía con trompetas y mucha percusión– pasaron al fragmento de
Bach que había elegido Mijaíl. Las luces mermaron; se creó un clima de
intimidad.
Ana temía que se
volviera a repetir lo de la vez pasada en casa de Nadezhka; intuía problemas.
Sabía que su amante era muy desenvuelto, que manejaba a la perfección las
situaciones más difíciles. Pero en este caso sentía que algo raro pasaba, algo
que se le podía ir de las manos. Mijaíl tenía un modo muy peculiar de dirigir
el programa: dejaba que sus invitados hablaran primero y luego, con frialdad de
torturador, comenzaba a golpear –muy sutilmente siempre– en los puntos más
problemáticos de lo que habían dicho. Se trataba, en cierta forma, de remover
heridas, de dañar. –Eso es lo que quiere el público. De solidaridad, ¡ni
mierda!–, se justificaba.
Invariablemente los
participantes lloraban en algún momento; Mijaíl se consideraba un experto en
lograrlo. En esta ocasión, por el contrario, la vieja parecía un glaciar. Respondía
a cada pregunta con larguísimas explicaciones plagadas de detalles, relatos
minuciosos, historias interminables. Lentamente el conductor iba perdiendo la
paciencia. En un corte comercial le dijo a su entrevistada que tenía que ser
más dramática, no hablar tanto y llorar más.
–¿Y por qué?–,
inquirió con ingenuidad Nadezhka.
–Pues… porque eso
quiere la gente–.
–¿Ah sí? ¿Tan mala
es la gente?–
–Más de lo que
usted piensa, mucho más–, esputó con mirada desafiante Mijaíl.
–Pero yo no quiero
llorar, mi querido. Ya lloré mucho toda mi vida; además, si es para llorar,
mejor me voy–, agregó con ternura.
–¡No, no!, ¡que ya
salimos al aire de nuevo!–, tronó descontrolado.
El nuevo segmento
dejó más descolocado aún al presentador. La mujer fue tomando un rictus
desconocido, inesperado. Su sonrisa –gélida, casi diabólica– era muy parecida a
la que solía mostrar Mijaíl. Repentinamente cambió su tono.
–Ahora me doy
cuenta. Sí, la intuición no me falla. Te acuerdas lo que te decía los otros
días, cuando me entrevistaste en casa, sin cámaras ni luces. Tenía la visión
que a ti te conocía, de mucho tiempo atrás. ¿De verdad, tú no eres originario
de Stepanchikovo?–
–¿Y qué le hace
pensar eso?–
–Tienes el mismo
lunar en la muñeca que tenía mi desaparecido hermanito; lo toqué los otros días
cuando me diste la mano al caerte. Y tienes también el mismo tono de voz–.
–Quizá se equivoca,
mi querida–.
–Por la forma en
que tratas de evadirte, diría que al contrario: veo que estoy cada vez más en
lo cierto–.
–Pero si usted no
ve–.
–No veo con los
ojos, pero veo con el corazón. Sí, tú eres… tú eres Mijaíl Fiodorovich Kozunov,
a quien dejé de ver hace cuarenta años. ¡Mi hermano! En verdad no me alegra reencontrarte,
porque no puedo verte. Pero más aún, porque estás muy mal, porque algo terrible
te está sucediendo, y no quería volver a toparme contigo para sentirte
sufriendo de esta manera–, dijo Nadezhka con la más reposada tranquilidad.
Los asistentes del
canal no se esperaban un programa tan bien montado, un show tan "inaudito"
y sensiblero como el que estaban presenciando. Algunos no pudieron evitar comenzar
a reír. Ana, fuera de cámara, se mordía los labios.
–Sí, así es la
vida, mi pobrecito Mijaíl. Nacemos para sufrir–, continuó hablando la mujer con
un aire maternal. Se compadecía del presentador que, con rostro desencajado, no
pronunciaba palabra. La música de Bach sonaba ininterrumpidamente, grave,
patética: Erbarme dich, mein Gott!
–¿Y qué piensas
hacer ahora?–, lo acribilló de pronto con una pregunta que nadie se esperaba.
–¿Tú qué me aconsejarías?–,
pudo balbucear con voz entrecortada Mijaíl.
–No lo sé.
Resignarte quizá…–
De pronto, ante la
sorpresa de todos los técnicos del canal, prorrumpió en un llanto desconsolado.
Nadie sabía bien qué hacer, si eso era parte del show, o qué sucedía en verdad.
De inaudito, tal como pretendía el título, tenía mucho.
–Dime, Nadezhka:
¿cómo supiste lo del examen?–
Ana estaba pasmada;
hubiera querido intervenir, dar orden de cortar la transmisión, pero no tenía
fuerzas para hacerlo. Al mismo tiempo le parecía fascinante lo que estaba
sucediendo, era el show del absurdo llevado a su expresión más inimaginable.
–Seguro que la audiencia debe estar anonadada– pensó.
–¿Qué examen?–,
dijo con ingenuidad Nadezhka.
–Pues… la prueba de
VIH que acabo de hacerme, el mes pasado–.
–¿Y cómo saliste,
hermanito? ¡No!, no me lo digas. Ya lo intuyo–.
Ahora el llanto de
Mijaíl era imparable. Las llamadas al canal comenzaron a ser imparables
también. Alguien dijo: "es el mejor programa que he visto en mi vida".
Ana no pudo
resistir más y corrió hacia Nadezhka para zamarrearla de un brazo, mientras
miraba con ojos centellantes a su amante.
–¡Tú, hipócrita, no
me habías dicho nada que eras seropositivo! ¡Me lo transmitiste entonces,
miserable, perro! ¡Y tú, vieja bruja: ¿de dónde sacas eso de amores
prohibidos?! ¡¿Qué quieres decir con eso?!– Su rostro era un infierno.
Nadezhka, volteando
la cabeza hacia su iracunda interlocutora, con toda dulzura agregó:
–Entonces… tú eres
Valeshka. ¡Hermana!–
El balazo que se
pegó en el paladar con un revólver calibre veintidós que extrajo de su chaleco
no era de utilería. Recién en ese momento el director de cámaras optó por
cortar la transmisión. Las llamadas no cesaron toda la noche. "El mejor
programa que he visto en mi vida. ¡Felicitaciones!"