jueves, 31 de enero de 2019
miércoles, 30 de enero de 2019
martes, 29 de enero de 2019
lunes, 28 de enero de 2019
sábado, 26 de enero de 2019
LA IMPUNIDAD REINA
Si el hijo
veinteañero va borracho, con un vehículo de la empresa donde trabaja el padre,
armado con un arma que tiene reporte de robo, amedrentando a sus rodeantes, y
se resiste a un arresto policial, ¿merece ser detenido y recibir una
penalización?
Bueno… si es hijo
de un albañil o de una obrera de maquila, seguro que sí. Si es hijo de un
diputado, hasta es probable que los agentes policiales que lo detuvieron puedan
recibir un castigo. Macondo existe.
¿Hasta cuándo la
impunidad?
viernes, 25 de enero de 2019
jueves, 24 de enero de 2019
miércoles, 23 de enero de 2019
lunes, 21 de enero de 2019
EN TORNO A LA VIOLENCIA
Pasaron ya 10 años
de la presentación de este estudio sobre la violencia en Guatemala, y las
cosas, en lo fundamental, no han cambiado.
domingo, 20 de enero de 2019
MENTIRA PIADOSA
Hacía ya ocho años que estaban casados. Ilka y Anasztáz
conformaban una ¿feliz? pareja. Cumplían con casi todos los requisitos para ser
“normales”; solo faltaba tener un hijo.
Él trabajaba como catedrático de tiempo completo (matemática
pura) en la Universidad Corvinus; ella era enfermera jefa en la Sala de
Pediatría del Hospital Buda. Eran muy pequeños cuando la época comunista, por
lo que casi no recordaban nada de eso. La entrada triunfal del capitalismo tras
la retirada de la Unión Soviética, había homogenizado gustos y tendencias; por
eso, ambos se podían sentir ahora “ciudadanos del mundo”, y gustaban de las
mismas cosas que un neoyorkino, un parisino o un habitante de Buenos Aires. Los
dos coincidían en su pasión por los teléfonos celulares. Su máxima aspiración,
además de concebir el añorado hijo, era viajar un día a Estados Unidos.
Ambos habían nacido y crecido en Budapest, ciudad a la que
amaban entrañablemente. Su relación llevaba ya casi dos décadas; se conocieron
en la adolescencia, y desde allí comenzó una historia que se había prolongado
casi sin sobresaltos por años y años.
Anasztáz guardaba cierta cuota de vergüenza, nunca expresada
explícitamente. Según indicaban todos los exámenes, era él quien no tenía la capacidad
de engendrar. El conteo de espermas mostraba que era prácticamente imposible
embarazar a su esposa.
“Si fuéramos
católicos, Ilka”, decía casi con malicia, “podríamos pedirle al Altísimo -que no es un jugador de básquet- que nos
concediera ese milagro, ¿no?” Lo espetaba con amargura, casi con
resignación. Ilka sonreía complaciente sin decir palabra.
Habían pensado en la posibilidad de adoptar. Incluso, dado
que no tenían un mal pasar económico, habían contemplado la idea de aprovechar
el viaje a Estados Unidos para, desde allí, llegarse hasta Centroamérica, y en
alguno de esos banana countries
conseguir un niño. Por lo que se habían informado, en esos países era bastante
sencillo conseguir un niño saltando barreras legales y pagando un buen soborno.
De todos modos, aunque ya no iba quedando mucho tiempo -41
años él, 38 Ilka- querían hacer un último intento con un nuevo tratamiento que
había llegado a Hungría procedente de Alemania. Aún no estaba totalmente
disponible al público, pero ella, por su condición de allegada a la dirección
del hospital, pudo tener acceso a la terapia -una serie de 12 vacunas que se
debían aplicar ambos miembros de la pareja-. Lo probaron.
Pero además de ese tratamiento, Ilka se atrevió a más. Luego
de pensarlo y repensarlo horas y horas (semanas, meses), se decidió a hacer lo
que venía concibiendo desde ya hacía un buen tiempo: hacerse embarazar por otro
hombre, y luego decirle a Anasztáz que el bebé era de él. No creían en
milagros, pero ¿por qué no podía darse uno?
Se justificó una y mil veces: eso no era un engaño. Por el
contrario, si el embarazo resultaba, Anasztáz sería la persona más feliz del
mundo. Convencida entonces de la obra misericordiosa que iba a iniciar, se puso
manos a la obra.
El elegido fue Gellért, gran amigo de la pareja y conocido
de Anasztáz desde la infancia. Él era un arquitecto que también trabajaba como
docente en la universidad. Separado, también de 41 años de edad, era codiciado
por las mujeres de su círculo. Muy guapo -con barba ya canosa y sempiterno
fumador de pipa-, era conocido en el ambiente artístico-intelectual de Budapest
tanto por arquitecto talentoso como por mujeriego incorregible.
“Gellért: tenemos que
hablar”, dijo misteriosa Ilka alguna vez que quedaron solos. El arquitecto
intuyó inmediatamente que ahí había algo importante, que no se trataba de una
simpleza doméstica.
En un pequeño barcito de la calle T. le hizo la propuesta.
Ilka, sin mayores rodeos, fue clara y contundente. Habló, incluso, de firmar un
contrato si él lo deseaba; allí se establecería que Gellért quedaba libre de
toda responsabilidad para con el niño, en caso se diera el nacimiento. Era solo
un semental, así de crudo.
El arquitecto quedó sorprendido. No se atrevió a decir todo
lo que hubiera querido expresar. Desde siempre había sentido algo más que
amistad por Ilka. El hecho de ser la pareja de su más íntimo amigo lo había
refrenado. Nunca se había atrevido siquiera a insinuarle algo; era un amor en secreto.
Sin embargo, jamás dejaba de pensar en ella.
Ahora que era ella quien tomaba la iniciativa, Gellért no lo
podía creer. ¿Era un sueño eso? ¿Un regalo de los dioses? ¿Quizá un chiste
macabro para ponerlo a prueba?
Quedó tan atónito que no pudo responder de inmediato. Viendo
eso, Ilka sacó una hoja de papel donde había escrito un pequeño texto fijando
las condiciones. Tembloroso, Gellért intentó leerlo. Sin llegar al final, dijo
que sí. Con lágrimas en los ojos preguntó: “¿No
es una broma?” La hora y media de apasionado amor que tuvieron casi al
momento de leer la carta, en un motel cercano a la universidad, le demostró que
no.
A partir de allí, los encuentros se sucedieron cada vez con
más intensidad. Nunca en su vida ella había tenido tantas relaciones sexuales;
hubo días de dos o más encuentros para hacer el amor con alguno de “sus”
hombres: a la mañana con su esposo, a la tarde, furtivamente, con Gellért, y a
la noche nuevamente con Anasztáz.
Al poco tiempo, el milagro se produjo: Ilka resultó
embarazada. En realidad, ella misma no sabía de quién era. Lo más probable es
que fuese de Gellért, dadas las circunstancias. Pero no se podía saber si el
método de estimulación germano había sido efectivo. Solo se podría dilucidar el
asunto haciendo una prueba de ADN al nuevo ser. Aunque ¿para qué?, se
preguntaba Ilka. Lo importante era que el objetivo se había logrado.
Gellért, temeroso, avergonzado por lo acontecido, de todos modos
quería seguir la relación. Ilka también. Habían comenzado a enamorarse. Pero no
era eso lo convenido.
“Los contratos son un
simple papel, querida”, expresaba convencido Gellért. “El amor es más que una firma, que un convenio”. Ella quería tanto
como él continuar esa relación escondida, pero no se lo podía permitir. Se
sentía sucia, mentirosa.
Ahora se trataba de lo más difícil: decirle a su pareja que
venía un niño en camino. Eso, en circunstancias normales, no hubiera representado
ningún problema. Pero no era así. Tendría que fingir.
De todos modos, guardaba la secreta esperanza que el
tratamiento hubiera sido efectivo, y no se podía descartar terminantemente que
el hijo fuera de Anasztáz. La duda la carcomía, pero al mismo tiempo le
permitía mantener la compostura. Aunque muy en secreto -secreto que ni a ella
misma quería confesar- todo esto la estimulaba, la llenaba de gozo.
El esposo casi muere de la alegría al saber la noticia. La
sombra de Gellért ni remotamente podía cruzársele. Eso era solo de importancia
para Ilka. Gellért se mantenía inmutable ante el nuevo ser en camino. La
incertidumbre de no saberse a ciencia cierta la paternidad en juego lo liberaba
de culpa. Por otro lado, aun sabiendo claramente que fuera suyo, eso no
alcanzaba para inmutarlo. Los dos hijos que tenía de su primer matrimonio casi
los desconocía. Muy a su pesar les pasaba una pequeña cuota de mantenimiento, y
los veía solo ocasionalmente. La paternidad no era su fuerte precisamente.
El embarazo, pese a la edad de Ilka, se desarrolló con total
normalidad. El alumbramiento fue igualmente normal: madre e hijo salieron muy
bien. A los once meses, Tódor ya daba sus primeros pasos. La alegría en la
pareja no podía ser mayor. Aunque para la madre, siempre quedaba un resto de
insatisfacción; luego de haber mantenido esa maratónica carrera buscando el
embarazo con dos, tres o cuatro relaciones sexuales por día con dos hombres
distintos por espacio de varios meses, ahora había sobrevenido la más completa
abstinencia. Muy esporádicamente, un poco a desgano, se encontraba con Gellért.
El sexo que tenían para esas ocasiones era malo, mecánico, falto de toda
gracia.
La culpa comenzó a apoderarse de Ilka. Veía que la relación
de Anasztáz con su hijo era hermosa, sana, plena. Le daba horror pensar que
alguna vez su marido se enterara, si bien no de la posible paternidad falsa, al
menos sí de la relación que ella había mantenido, o mantenía aún, con su gran
amigo. Eso era una traición. La angustia la devanaba, sin saber qué hacer.
El arquitecto seguía tan enamorado de ella como siempre, y
comenzó a fraguar la idea de proponerle que se separe de Anasztáz, que él se
haría cargo de la crianza de Tódor. Cuando se lo propuso, el niño ya tenía casi
dos años. Ilka rompió en una estridente carcajada, clausurando la conversación
con un aparatoso: “¡Estás loco!”
Un mes después, por motivos de trabajo, tanto Ilka como su
amante coincidieron en un viaje a Debrecen. Aprovecharon un vehículo de la
universidad, donde viajaba un total de 12 personas. Ilka, con consentimiento de
las autoridades universitarias, aprovechó el transporte para ir a esta ciudad a
realizar un trámite de su hospital. Como iban con mucha gente, en ningún
momento hubo nada que pudiera delatar la relación. De hecho, viajaron en
asientos separados.
Al regreso, con mucha lluvia, sobrevino el accidente. Antes
del mismo, ella iba pensando en cómo tomaría fuerzas para contarle la verdad a
su esposo. No quería seguir manteniendo ese secreto eternamente; eso la estaba
matando. Lo mejor sería hacerle una prueba de ADN a Tódor para salir de dudas;
de comprobarse que el padre era Gellért, lo mejor era hacerlo público,
desenmascarar todo. La mentira la estrangulaba. Para Anasztáz podía ser
terrible, pero era mejor que continuar con el ocultamiento. Al menos, eso
cavilaba la enfermera.
En una curva el chofer del microbús perdió el control y se
estrellaron. Cuatro personas murieron; una de ellas fue Ilka. Gellért sufrió
politraumatismos que lo dejaron en coma por dos semanas.
Para Anasztáz fue fatal: perdió al mismo tiempo a su esposa
y prácticamente a su más íntimo amigo, dado que Gellért, saliendo del coma, quedó
parapléjico, sin habla. Como el arquitecto, aun siendo mujeriego y lleno de
admiradoras por todos lados, no tenía verdaderas amistades, fue Anasztáz quien
lo acogió en su casa. Las dos enfermeras que contrató para atenderlo tiempo
completo, las asumió como un reconocimiento merecido a su mejor amigo.
A los cuatro años de edad, Tódor tuvo el accidente. Cayó
desde el segundo piso de la casa, y tuvo fractura de cráneo. Era grave. Entre
tantos exámenes que le realizaron, también estudiaron su ADN. La sorpresa de
los médicos -se atendió en el hospital Buda, donde trabajara la madre- fue que
no coincidía con el de su padre, Anasztáz. O, al menos, el que hasta ese entonces
se consideraba el padre.
El profesor, sin saber exactamente por qué, tuvo la
intuición que Gellért no era externo al asunto. No quería pensarlo, lo
horrorizaba la idea, pero le pareció imprescindible hacerlo. El arquitecto,
siempre postrado en su silla de ruedas y emitiendo solo sonidos guturales que
no podían descifrarse, no se opuso. Al mismo tiempo que Tódor salía de peligro
luego de la operación, la prueba de ADN confirmaba su verdadera ascendencia.
Gellért, que aunque no tenía respuestas motoras podía entender intelectualmente
lo que se le decía, expresó su consternación, o quizá su espanto, con unas
pocas lágrimas que rodaron por su mejilla, cuando escuchó de boca de su amigo
que se había develado el secreto.
Anasztáz pensó en varias opciones: abandonar a Gellért,
dejarlo morir de hambre, torturarlo sistemáticamente. El impacto de lo
descubierto fue tan grande que hasta incluso pensó en abandonar a Tódor, “que no es mi hijo”. Finalmente optó por
lo más bochornoso.
Ahora el arquitecto es llevado todas las mañanas a la
Basílica de San Esteban, donde pasa todo el día, hasta el atardecer, sentado en
su silla de ruedas, con un recipiente donde se recogen las monedas, y un
piadoso cartel colgado de su cuello que dice: “Ayuda para un desdichado mentiroso… e hijo de puta”.
sábado, 19 de enero de 2019
PREGUNTAS DEMOCRÁTICAS
·
¿Cómo se llama el diputado que te
representa?
·
¿Cuántas veces hablaste con él (o
ella) para discutir asuntos de tu interés?
·
¿En cuántos cabildos abiertos de
tu comunidad participaste?
·
¿Cuántas veces te preguntaron
desde tu municipalidad sobre los problemas de tu diario vivir?
·
¿Tenés idea de cómo presentar una
ley en el Congreso? ¿Cómo hacerse escuchar en el parlamento?
·
¿Cuántos barrios precarios
desaparecieron con el gobierno actual? ¿Y con el anterior? ¿Y con el anterior
al anterior?
FUISTE A VOTAR YA
EN ALGUNA, O ALGUNAS, OPORTUNIDADES. ¿EN QUÉ CAMBIÓ TU EXISTENCIA CON ESE VOTO?
¿QUIÉN DECIDE LAS COSAS DE TU VIDA?
¿TODO ESTO ES LA
DEMOCRACIA?
viernes, 18 de enero de 2019
jueves, 17 de enero de 2019
miércoles, 16 de enero de 2019
¿QUÉ ES PRIMERO: LA CORRUPCIÓN O EL CAPITALISMO?
La corrupción es un
efecto del sistema de propiedad privada. El capitalismo es la base, la
corrupción, una de sus consecuencias.
Corrupción hay en
todos lados, no solo en nuestros pobres países latinoamericanos. ¿Por qué
insiste tanto Donald Trump en solicitar los 5,600 millones de dólares para la
construcción del famoso muro? Porque está ligado a empresas constructoras.
Y no olvidar que el
yerno del parásito rey de España está preso ¡por corrupto!, igual que Pérez
Molina en Guatemala.
Cuidado: que los árboles
no nos impidan ver el bosque. El problema es la EXPLOTACIÓN CAPITALISTA. La corrupción
es su derivado.
martes, 15 de enero de 2019
lunes, 14 de enero de 2019
domingo, 13 de enero de 2019
UN PACTO SECRETO
La llama de las
últimas velas estaba por extinguirse. Ya casi no quedaban otras en la casa. Las
penurias económicas iban cada vez más en aumento. Ni velas, ni vino; esas eran
las dos cosas que más necesitaba ahora Jorge Federico: las unas, para iluminar las
partituras mientras componía –gustaba hacerlo por la noche, aprovechando el
silencio general–. El vino servía para ahogar las penas.
Sobre el
clavicordio, además de desordenadas hojas pentagramadas, se encontraba la
notificación del notario: si no pagaba, lo desalojarían. Debía tres meses de
renta de la vieja casona en el 25 de Brool Street donde se había mudado
hacía un par de años. Londres había sido muy generoso con él en algún tiempo;
pero ahora, después de la inversión de la casi totalidad de sus ahorros –unas
cien mil libras– en el último proyecto musical fracasado, las deudas le
atenazaban. No sabía qué hacer.
–Juan Sebastián no será tan conocido allá en Alemania como yo en
Inglaterra, pero vive más tranquilo. Trabajar para la aristocracia o para la
Iglesia –que viene siendo lo mismo– ahorra estas angustias–, reflexionaba amargado
mientras vaciaba su copa. Händel era el primer compositor que había puesto su
creatividad no a disposición de los nobles sino, como empresario independiente,
para el gran público. Unas cuantas óperas –de excelente calidad, sin dudas– lo
habían tornado muy popular en la sociedad londinense dieciochesca. Pero la
nobleza no perdonaba ese desaire: la crítica de sus últimas obras había sido
cruel, durísima. Así, tachándolo de “vulgar”, “prosaico” y “ramplón”, habían logrado
deslegitimarlo. El público, llevado por lo que se comentaba con aire doctoral
desde los “entendidos”, aplaudía o dejaba de aplaudir. En este caso, había
dejado de aplaudir.
De eso modo Händel, glorificado y amado un tiempo atrás, iba
quedando en el olvido. Sus obras, que seguían siendo tan profundas y bellísimas
como siempre, ahora casi no atraían público. Su compañía de óperas había
quebrado, y ahora debía los salarios de sus músicos y cantores. Atormentado,
pensando seriamente en el suicidio como única vía de escape ante tantos
tormentos, aquella noche Jorge Federico se fue a dormir falto de toda
esperanza.
A la mañana siguiente, a primera hora pasó por su casa Charles Jennens, amigo personal del
compositor, acaudalado terrateniente que le había ayudado en más de alguna
ocasión con libretos para sus óperas y oratorios. Pidiendo no se le despertara
a Jorge Federico, había dejado un sobre para que se le entregara cuando éste se
levantara.
Así hizo su criado, el buen Christof.
Solícito, teniéndole ya preparado el desayuno –un magro desayuno, por cierto,
con las pocas cosas que iban quedando en la despensa– entregó el sobre a su amo.
–¿Qué
es esto?– preguntó algo asombrado el maestro.
–Sir
Jennens pasó dejándolo hoy muy temprano. Dijo que ahí encontrará la solución de
sus problemas–.
–¿Qué?
¿Qué significa eso?–, preguntó algo alterado Händel.
–Así
dijo– repitió atemorizado el criado. –Pidió
que así le transmitiera. Literalmente: que ahí estaría la solución de todos sus
males. Así me dijo–.
El asombro de Jorge Federico iba en aumento.
Rápidamente, olvidándose del desayuno, abrió el sobre. Dentro había cientos de páginas y una pequeña
esquela. Leyó con angustia.
–¡La
letra de un oratorio! En inglés… Y me pide que lo musicalice. Bueno, no es mala
idea, pero… –
En principio dudó. Ya eran demasiados
los fracasos acumulados. Además… un oratorio no se compone tan fácilmente,
pensaba. Eso tomaría tiempo, y las deudas no esperaban. La orden de desalojo
podía llegar en cualquier momento. Por otro lado, todo eso lo tenía
desesperado, angustiado. La depresión no lo dejaba avanzar. El vino iba siendo
su refugio, y la música ya la veía como un tormento.
Sin poder hablar
directamente con Charles Jennens, aceptando la
propuesta que le hacía de estrenar la obra en Dublin, Irlanda, se sentó a
componer. Quien patrocinaba la invitación era de confiar: la Charitable Musical Society de Dublin. –Gente
respetable, sin dudas–, se dijo Jorge Federico. No quedaba sino escribirla.
Nunca se pudo explicar qué le pasó. Era
ya para ese entonces un músico consumado, de 56 años de edad, y sabía el
esfuerzo que representaba crear algo, así fuera una pequeña obra. Pero para su
sorpresa, este oratorio salía con una facilidad inconcebible. Sentado ante su clavicordio,
pasaba largas horas por día, sin levantarse siquiera para comer o ir al baño.
Así estuvo tres semanas continuas. Fueron tres semanas de trabajo
ininterrumpido, absorto en la creación, sin bañarse, sin una sola distracción.
El criado Christof hizo saber luego que
en algún momento –fue en el tercer día de haber comenzado a componer– escuchó
hablar al maestro. Para su asombro, no había nadie en la sala donde componía. Christof
pensó que su amo estaba desvariando. Una apoplejía que había sufrido no mucho
tiempo atrás seguramente lo había dejado algo loco, pensaba el buen criado.
Aunque se acercó a la puerta, no pudo entender qué hablaba. Le pareció escuchar
otra voz además de la de Händel, pero no había nadie más en la
habitación. Pensó en algún caso de doble personalidad. Ambas voces
intercambiaban palabras en italiano, lengua que Christof no comprendía.
En tres semanas
el oratorio estuvo terminado. Según lo indicado por Sir
Jennens, marcharon a Irlanda para su estreno. Allí Händel era bastante popular,
por lo que la presentación de una nueva obra de su autoría había concitado gran
atención. Tanta expectación levantó, que hasta en los periódicos se pedía a los
varones asistir sin espada, y a las mujeres sin falda ancha, pudiéndose
aprovechar así más el espacio del teatro. De ese modo, el 12 de abril de 1742,
en horas del mediodía –cosa inusitada para un concierto– se estrenó “El
Mesías”. Era en plena Pascua, pues el oratorio estaba dedicado, básicamente, a
exaltar la resurrección de Jesús, y no el nacimiento, como pasaría años
después, habiendo llegado a ser casi un emblema obligado de la época navideña.
Como cosa
absolutamente inusual para la época, una multitud de 700 personas abarrotó el
Great Music Hall. El éxito fue rotundo, espectacular. Esa primera audición fue
benéfica, otorgándose todo lo recaudado a instituciones de caridad. –El dinero será para los enfermos y para los presos, pues
he sido un enfermo y con esta obra me he curado; y fui un preso, y ella me
liberó–, afirmaría Händel luego del estreno.
Como la
recepción del público fue tan buena, rápidamente se organizaron varias
funciones más. En todos esos casos, ya no benéficas. De ese modo, Jorge Federico
pudo reunir una buena suma con la que saldar todas sus deudas.
Así las cosas,
regresó a Londres y quedó solvente. La fama de la obra comenzó a trascender. De
todos modos, en Inglaterra, siempre mirando con desprecio a Irlanda, se
consideraba del peor gusto, casi blasfemo, montar una obra llamada “El Mesías”
y dedicada a la vida, pasión y muerte del Redentor, en un teatro. Al querer
montarla en la capital del reino, que mostraba un puritanismo exagerado, debió
entonces cambiársele el título de oratorio por el de “drama sagrado”.
Finalmente, “El
Mesías” se presentó en Londres. En la primera audición, en el teatro Covent
Garden, el rey Jorge II hizo lo que Händel ya sabía que sucedería: se puso de
pie al escuchar el Aleluya de la segunda parte –el fragmento más célebre, y
seguramente bonito, de todo el oratorio– confundiéndolo con un himno (de ahí
que, por respeto, se incorporó, pues los himnos se escuchan de pie). Todos los
asistentes, imitando a su monarca, también se pararon. La historia que se tejió
posteriormente fue que, tan encantado de esa pieza resultó el soberano que,
jubiloso, se levantó y aplaudió al terminar el Aleluya, contrariando la
costumbre de aplaudir solo al final de toda la obra (de más de dos horas de
duración). Al conocer todo esto, Jorge Federico sonrió triunfal, con un geste
diabólico dibujado en sus labios.
Unos años antes
de su muerte, su criado Christof hizo revelaciones que, de un modo que no puedo
contar ahora, llegaron hasta mí, y ahora me encargo de difundir. En realidad,
aunque en su momento dijo que no entendía el italiano y por tanto no captaba lo
que hablaba aquella vez su amo con un tercero dentro de la habitación, eso
obedecía al temor de relatar cosas tan terribles. Finalmente, sin embargo, las
numerosas súplicas que se le hicieron permitieron que se atreviera a contarlo. En
realidad hablaba perfectamente la lengua del Dante; de hecho, había prestado
servicio como criado por espacio de dos años en el monasterio de San Benedetto,
en Subiaco, Italia.
El extraño
visitante que había conversado con Händel –al que nadie vio entrar ni salir de
la casa– cuando éste comenzaba a componer “El Mesías”, le había ofrecido un
pacto, que el músico aceptó. Como para el momento de recibir el encargo Jorge
Federico estaba sumamente deprimido, no se había recuperado plenamente de una
apoplejía (hemiplejía) y las deudas no le permitían concentrarse, no se
encontraba en absoluto en condiciones de acometer una obra de tamaña magnificencia.
El vino, por otro lado, estaba comenzando a hacer estragos. Había aceptado, un
poco a regañadientes, solo porque el ofrecimiento le vino de alguien a quien
admiraba –y a quien debía mucho, en todo sentido–, Charles
Jennens. Pero en el momento de sentarse ante el clavicordio la inspiración
no llegaba. En los dos primeros días de trabajo apenas si había podido terminar
la sinfonía introductoria y los primeros compases del Recitativo siguiente. No
sabía qué hacer.
–Te
propongo un buen acuerdo– dijo el extraño visitante.
–¿De
qué se trata?– respondió sorprendido Jorge Federico, algo incrédulo,
incluso temeroso.
–En
tres semanas terminarás el oratorio, que te hará grande, y tu nombre volverá a
brillar–.
–¡Imposible!
Un oratorio tan complejo como este que me piden no se puede terminar en tan
poco tiempo. ¡Absolutamente imposible!–.
–Para
ustedes será imposible. Para mí, no. Además, si te lo ofrezco, es porque sé que
sí es posible–.
–¿Y
qué garantía tengo al respecto?–
–Mi
palabra–, afirmó con energía el visitante.
–¿Qué
gano yo?–, dijo Händel rascándose la cabeza, dubitativo.
–Serás
el compositor de una de las piezas musicales más célebres de la historia. Tu
nombre será venerado per saecula saeculorum–.
Jorge Federico frunció el ceño. No le
desagradaba la idea, pero no creía en tanta amabilidad gratuita. Había ahí
algún gato encerrado. Provocativo, inquirió:
–¿Y
qué pides a cambio de ese favor?–
–Que
en un trozo de la obra, el que te prometo será el más llamativo y con el que
confundiremos a su Majestad, me menciones–.
–¿Que
te mencione? Mmmm… ¿qué debe decir ese trozo?–
–Solo
una verdad: “Rey de Reyes, Señor de Señores, reinará por siempre”, y repetirlo
continuamente–.
Händel sonrió, agregando casi sarcástico:
–No
lo veo un problema. Al contrario: me parece muy bien. Pero… ¿por qué dices que
engañaremos al rey?–
–Lo
que te haré escribir será de tal belleza y solemnidad que Jorge II pensará que
es un himno, y se pondrá de pie durante su ejecución, y luego aplaudirá
rabiosamente dando saltitos. Eso lo hará el hazmerreír de toda la Gran Bretaña,
aunque luego se teja la idea que lo hizo por la emoción que sintió al escuchar
el Aleluya–.
–¿Entonces?–
preguntó Jorge Federico, todavía sin comprender.
–En
algún otro pasaje, que no te revelaré, y al que musicalizarás también con
fastuosidad, con trompetas y timbales a todo dar junto a los coros y la masa
orquestal, la letra, leída de atrás hacia adelante –palíndromo– dirá: “este
cerdo que confunde la música tiene sus días contados. El pueblo reinará”–.
–No
te entiendo–.
–Nos
burlaremos de este cerdo, de este ignorante parásito, tal como son todos los
reyes. Y si sabes buscar entre líneas, en la obra está contada la historia de
cómo caerán todas estas lacras repugnantes en Europa–.
–¿Te
refieres a los monarcas?–
–¡Exacto!
Por eso se te eligió a ti, porque no eres un obsecuente que se acuesta con la
aristocracia. Tú trabajas para la masa, por eso ahora te va tan mal
económicamente–.
–Pero
entonces…– preguntó Händel con asombro, –¿quién reinará por los siglos de los siglos?–.
Chistof no supo precisar si eso fue un
delirio de su amo, una conversación real que mantuvo con alguien, una
ensoñación. Lo cierto es que, mientras componía la obra en cuestión, el hedor a
azufre que salía de la recámara de Jorge Federico era insoportable.
El día que la concluyó, salió exaltado,
y con ojos desorbitados y a los gritos, dijo: –¡He visto al Señor!–.
sábado, 12 de enero de 2019
viernes, 11 de enero de 2019
EL VATICANO Y EL SIDA
Cada día tres mil personas en el mundo contraen el VIH/SIDA; personas
que, inexorablemente, caminarán hacia una muerte anticipada. Estamos, sin lugar
a duda, ante un problema sanitario de enorme envergadura, una pandemia extendida
que aparece como una importantísima causa de mortalidad de la población
planetaria, y que tiende a aumentar.
Tangencialmente podríamos decir que su origen -reciente, por cierto-
queda aún en la nebulosa; se barajan varias hipótesis, llegándose a pensar que
podría ser producto de un experimento con armas bacteriológicas salido de
control, o también, lisa y llanamente, de una estrategia de control
político-militar en sí misma, implementada por los centros de poder mundial y
destinada a eliminar "población sobrante". Más allá de su
génesis real, lo que queda claro es que, efectivamente, -vaya casualidad- donde
mayores estragos produce es en las poblaciones más golpeadas, marginalizadas y
que "sobran" para la lógica del mercado global (los pobres del
continente africano, por ejemplo).
Tanto la tecnología sanitaria como la planificación socioepidemiológica
ya han aportado importantes avances en el ámbito del VIH/SIDA: si bien no
existe aún una cura radical, se sabe bastante de su etiopatogenia, de su evolución
clínica, de sus tratamientos paliativos, de su prevención. Como en todo atinado
y responsable abordaje sanitario, lo más importante es precisamente esto
último: la prevención. Hoy por hoy, la más efectiva que se conoce al respecto
es la utilización de preservativos, que impidiendo el paso del virus, evita el
contagio entre una persona infectada y una sana. Una política pública de salud
responsable debe, como mínimo, promover su uso adecuado y racional.
En cualquier relación humana en que una de las partes hace las veces de
protectora/orientadora/curadora de la otra (padre respecto al hijo, maestro
respecto al alumno, médico respecto al paciente, etc.) existe el compromiso
-dictado no sólo por las normas éticas de convivencia sino también por la jurisprudencia
representada por el Estado- por el que el polo "protector"
debe velar por el "protegido". La tradición y las leyes lo
establecen.
En esta lógica se inscribe igualmente la relación entre pastor de almas
y feligrés, entre sacerdote y creyente. Pero lo curioso (¿alarmante?) es que,
en lo tocante a la prevención del contagio del VIH y la posibilidad de
desarrollar un SIDA, la relación establecida entre iglesia católica y devoto
que busca orientación en ella, nos enfrenta a una situación que, en vez de sano
y prudente consejo, es de invitación a la muerte.
En la doctrina jurídica se habla de "homicidio culposo o
imprudente": es la muerte no premeditada de una persona que se
verifica como consecuencia de una conducta negligente, imprudente o inexperta,
o bien por inobservancia de las leyes, reglamentos, órdenes o disposiciones. Se
comete cuando no se previene una muerte previsible, violando así un deber de
cuidado. Dicho en otros términos: cuando no se actúa atinada y responsablemente
descuidando las propias obligaciones.
El Vaticano, por razones de conservadurismo retrógrado, por
anquilosamiento en su modo de pensar, por un enorme desfase histórico, continúa
viendo la sexualidad como algo "pecaminoso", ligada sólo al
orden de la reproducción biológica. Por tanto, no está en condiciones de
entender -mucho menos de actuar- con tino y responsabilidad en este ámbito. Su
posición enfermizamente reaccionaria al respecto no le permite estar a la
altura de las circunstancias en un tema tan delicado y con aristas tan
complejas como el de la pandemia de VIH/SIDA; de ahí que su machacona
insistencia con respecto al no uso de ningún método de prevención sexual lo
coloca, quiera que no, en la perspectiva de homicidio culposo.
Dada su capacidad de convocatoria, de convencimiento sobre amplias
poblaciones, de penetración cultural; es decir: teniendo en sus manos la enorme
capacidad de actuar con buen tino y responsabilidad atendiendo a su deber de
ser una guía para sus seguidores, la iglesia católica termina condenando al
contagio del VIH -a la muerte en definitiva- con su postura ultra conservadora
en vez de obrar como agente preventivo.
Si dios es puro amor, ¿por qué sus representantes en este sufrido
planeta condenan a la muerte con una conducta negligente, imprudente,
inexperta, cuando el saber científico en el campo del salubrismo -que se ha
mostrado eficaz- recomienda a los cuatro vientos el uso del preservativo como
medida de control de la epidemia? ¿Se podría entonces promover un juicio contra
el Vaticano por homicidio culposo?
jueves, 10 de enero de 2019
HOY NICOLÁS MADURO ASUME UN NUEVO MANDATO PRESIDENCIAL EN VENEZUELA
Si
ganó en elecciones democráticas limpias y transparentes, ¿por qué tanto revuelo
por su asunción? Bueno…. las reservas de petróleo que Estados Unidos se pierde
lo explican todo.
¡Dejen
tranquila a la Revolución Bolivariana!
miércoles, 9 de enero de 2019
MOVILIZACIÓN POPULAR
SI
EL INTENTO DE GOLPE DE ESTADO SE PROFUNDIZA, ¿HABRÁ QUE SALIR A LAS CALLES COMO
EN EL 2015, O COMO ESTÁN HACIENDO AHORA LOS FRANCESES?
Extracto
de un documento que está circulando en estos días:
CONQUE, “ME DUELES GUATEMALA”, ¿NO? ¡PUES MOVÁMONOS, CARAJO!
Las redes sociales son en este momento un hervidero de indignación y un
cruce de dimes y diretes. Al parecer, el aprendiz de dictador, los criminales
que le manipulan y su corte de incondicionales, serviles y vende patrias, se
salieron por el momento con la suya y van por más.
Yo no sé si nos duele el orgullo personal o nos duele la patria; pero lo
que sí sé, es que lo que está ocurriendo, no es otra cosa que el resultado de
nuestra cobardía colectiva, de nuestra maldita cobardía que ha dejado solos a
unos cuantos, desafiando al fantoche de Morales y a sus aliados.
Si realmente nos doliera Guatemala, esta farsa de qué rato habría
terminado, porque Guatemala no es una abstracción romántica, sino son 56 niñas
quemadas y otros cientos tratadas y vendidas, son cientos de miles de pancitas
vacías, son comunidades rurales aisladas. Guatemala es una champita miserable
en un barrio marginal, una escuela sin recursos, un Congreso convertido en
porqueriza, un hospital que huele a desolación y a muerte, un sindicato magisterial
corrupto, es la desnutrición enfundada en harapos y un presidente que come en
nombre de todos los hambrientos, porque representa al pueblo.
Qué ironía… como muchos no conocemos la verdad de la “Guatemala
Profunda”, por eso caemos simplemente en la frase común del “me dueles
Guatemala” y seguimos pagando el diezmo y quemando candelas esperando que los
líderes de las iglesias (más ausentes que nunca) digan algo por nosotros, o que
vengan los futuros candidatos a vernos la cara de pendejos regalando promesas
que NUNCA van a cumplir, mientras otros se llevan en calidad de botín, los
despojos de nuestra mal llamada y mal amada patria.
Así de gallináceos le salimos los hijos a este país, que con tal de que
los “proautoritarismo” no nos llamen parásitos, comunistas, mantenidos, o nos
apunten con el dedo diciendo que lo que queremos es el cargo político de los de
turno, preferimos quedarnos en casita y seguir mirando, por si acaso, el
derecho de nuestra nariz.
¡SI NOS DUELE GUATEMALA, MOVILICÉMONOS, ¡CARAJO! ¿Qué nos cuesta
ponernos de acuerdo para parar el tráfico mañana al medio día y hacer sonar las
bocinas y las cacerolas en todo el país por un par de minutos? Y si hay algún
cura valiente, ¿por qué no hace sonar al mismo tiempo las campanas de su parroquia?
Si usted ya llegó hasta aquí leyéndome, por favor, comparta y póngase de
acuerdo con sus vecinos y contactos en redes para protestar y estar dispuestos
a llenar no una, sino cientos de plazas para demostrar que Guatemala SÍ nos
importa. Y no olvide que si no nos movemos, seremos tan culpables como ellos.
martes, 8 de enero de 2019
¿FRACASÓ EL SOCIALISMO?
Francia, gran potencia capitalista y segunda
economía de Europa, con 65 millones de habitantes, tiene cerca de 9 millones de
pobres, más de 3 millones de desempleados, 2 millones de analfabetos y 200,000
personas sin techo.
Y Alemania, la primera economía de la Unión
Europea, tiene un 20% de su población en estado de pobreza.
¿CÓMO ES ESO DE QUE FRACASÓ EL SOCIALISMO? ¿GANA
EL CAPITALISMO ENTONCES? Mmmm…
difícil de creer ¿no?
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