“Pablito clavó tres clavitos,
tres clavitos clavó Pablito. ¿Cuántos clavitos clavó Pablito?”. Ese endemoniado
trabalenguas, que a cualquiera puede volver loco, era quizá lo único que
realmente podía hacer bien Pablo. Yo se lo escuché pronunciar alguna vez, a una
velocidad que no parecía posible. Él, siempre con su cara de tonto, de “yo no
fui”, sonreía feliz.
En
realidad no puedo decir mucho de este Pablito; lo vi personalmente sólo en un
par de oportunidades, y casi no tuve mayor trato con él. Pero quien sí lo
conoció muy bien es mi primo Felipe. Fue él quien me contó la historia con
todos los detalles. Y con toda sinceridad les digo que mi primo es un tipo
serio, de esos en los que uno puede confiar, por lo que no tendría ningún
motivo para pensar que las cosas no hayan sido así.
El tal
Pablito era uno de esos personajes a quien siempre, siempre, inexorablemente
siempre le pasan las peores cosas. De esos que se atraen las desgracias. Por
ejemplo, si va un grupo de gente caminando por la calle y desde un balcón cae
una maceta, seguro que le va a tocar a él; él y no otro va a recibir el
macetazo en medio de la cabeza. Es notorio eso, ¿no? Me imagino que habrán
visto casos así; una psicóloga amiga me explicaba que a eso se le llama
neurosis de destino. Son esa gente que pareciera que se atraen las desgracias,
a las que siempre le viven pasando cosas malas, accidentes, embrollos.
Bueno,
lo cierto es que Pablito, desde el mismo día en que nació, estuvo signado por
la desgracia. Su parto fue complicado, y a último momento tuvieron que hacerle
cesárea a la madre. Pero con tal mala suerte que se excedieron en la cantidad
de anestesia que le pusieron, afectándole el sistema nervioso, por lo cual la
pobre señora quedó con daños neurológicos irreversibles. Es decir que desde que
Pablito nació, la madre estuvo en sillas de ruedas. Así lo amamantó, me contaba
mi primo. Desde el vamos su vida ya tuvo que ver con las desgracias.
¿Qué no
le pasó de niño? ¡De todo! Tenía dos hermanas mayores, y a ellas, en general,
nunca le sucedían estas cosas. Por ejemplo: a Pablito lo mordió su propio
perro. Eso es raro, ¿no? Que el propio perro te muerda…. ¿Por qué no le sucedía
lo mismo a las hermanas? En fin, se ve que el pobre tipo se atraía todas las
desgracias. Estuvo enyesado como cuatro veces, siempre por caídas de lo más
tontas. Una vez, por ejemplo, se le quebró el dedo pulgar de la mano izquierda
porque una maestra cerró la puerta del aula sin ver que él estaba poniendo la
mano ahí. Quiero decir –repitiendo lo que me contaba mi primo Felipe– que
siempre le sucedían cosas extrañas, que llaman a la risa más que a la
compasión. Y lo curioso es que nunca salía tan mal: se quebraba un brazo, por
ejemplo. O se daba un golpazo fabuloso la vez que se ponía patines, o iba
caminando y lo atropellaba una bicicleta. Pero nunca era algo realmente grave.
Lo extraño era esa “facilidad” para atraerse las desgracias, las cosas
truculentas que a nadie le pasaban, sino sólo a él. ¿Se imaginan que una vez se
agarró una bruta infección en el dentista por culpa de un instrumento sucio?
¿Por qué eso le pasaba sólo a él y no, por ejemplo, a sus hermanas? O el día en
que estaba con su papá –quien se suicidara cuando él tenía 8 años– en un banco
haciendo fila, y entraron ladrones. ¿A que no se imaginan a quien agarraron de
rehén? Por supuesto, ¡a Pablito! Lo tuvieron encañonado como media hora hasta
que en el medio del lío descomunal que se armó cuando la policía intervino, el
maleante que lo retenía por el cuello, pistola en mano, cayó abatido a balazos.
Luego se supo que el arma del malhechor era de juguete.
Bueno,
creo que ya me entienden cómo es este muchacho, ¿verdad? Pero, yendo al grano,
la historia que ahora quería contarles tuvo lugar cuando Pablito ya era mayor
de edad. A los 18 años empezó a trabajar como dependiente en un negocio de
venta de repuestos de automóviles. Él estaba muy contento, aunque hay que
agregar que para esa época fue cuando se agarró un virus –“algo realmente fuera de lo común”, explicó el médico que lo
trataba– que se le instaló en el ojo izquierdo dejándolo estrábico, es decir:
bizco. Pese a esa nueva desgracia, una más de tantas y tantas que ya llevaba en
su larga lista, Pablito no era alguien especialmente triste; mucho menos,
sombrío. A todo le ponía buena cara. Esa era la única manera de soportar, por
ejemplo, al dueño del negocio donde trabaja, quien vivía tratándolo de idiota,
y quien en más de una ocasión le había levantado la mano por errores cometidos
en las ventas.
Lo
cierto es que con su sueldo había ido ahorrando algunos centavitos. Con eso,
más algo con que lo ayudaron sus hermanas –una de ellas madre soltera, cuyo
hijo vivía martirizando al tío Pablo, por cierto– compró un autito. Y digo
“autito” porque efectivamente era eso: no se compró un buen vehículo, sino un
pobre autito con más de 20 años de uso, destartalado, amarrado con alambre por
aquí y por allá, chocado en quién sabe cuántas ocasiones, pero que, como era
japonés –de esos modelos irrompibles, a prueba de terremotos– todavía
funcionaba.
Pablito,
pese a todo, estaba contento. Para él eso tenía sabor a triunfo. Era la primera
vez que lograba algo “grande” en su vida. Bueno…, al menos así lo sentía él.
Obtener
la licencia de conducir no le fue fácil. Chocó dos veces –choques menores–
mientras estaba aprendiendo a manejar, y para tramitar el permiso tuvo que ir
tres veces a hacer su examen, pues se topó con un policía de tránsito
especialmente corrupto que en dos ocasiones le hizo perder la prueba, todo por
no darle la “propina” que le pedía (y que Pablito no daba porque realmente no
tenía).
No
manejaba mal pese al ojo desviado. Lo cierto es que una vez, una noche de
viernes para ser más exacto, atropelló a un borracho que se le atravesó
imprudentemente en una avenida principal. Nuestro héroe realmente no tuvo
culpa; fue una irresponsabilidad del beodo, que intentó pasar en medio de la
calle y no por la esquina utilizando el correspondiente paso peatonal. El
accidente no fue grave. El borrachito ni siquiera tuvo fracturas; sólo unas
cuantas contusiones. La cuestión es que Pablito, como no podía ser de otra
manera fiel a su ya legendaria mala suerte, terminó en la comisaría. Y como el
comisario estaba de pésimo humor esa noche, fue dejado detenido. Pero no sólo
eso; aunque nunca se supo bien el porqué, fue trasladado detenido a la cárcel
de varones.
Todas
las cárceles son un infierno, eso ya es sabido. Algunas lo son más. Ésta, donde
fue trasladado Pablito, era tristemente famosa porque era un infierno…, pero no
tanto para los detenidos sino para los guardiacárceles, y más aún: para los
visitantes. Como ahí estaba lo más granjeado del crimen organizado del país,
por supuesto con todos los privilegios imaginables –buena comida, televisor,
reproductores de música, alcohol, drogas, teléfonos celulares con los que
manejaban los negocios de afuera, armas de fuego, visitas conyugales a
discreción– los presos eran los amos y señores. Los carceleros, en todo caso,
hacían de sirvientes bien pagados por estos “barones del crimen”. Eran
conocidos los casos de violación de mujeres visitantes que tenían lugar dentro
del mismo reclusorio, siempre con la aquiescencia del personal. Incluso en varias
ocasiones los mismos presos habían secuestrado a familiares de detenidos para
cobrarles rescate. El clima general, obviamente, era de lo más hostil, y si no
se hacía parte de ese selecto grupo de la hight
society criminal, las cosas no andaban muy bien. Así que para nuestro
personaje llegar ahí no fue lo más alegre que podría haberle pasado.
Pero
quizá la peor penuria fue lo que sucedió con su expediente. Él se llamaba Pablo
Armando Pérez Pérez. Dos días antes de su detención había caído preso un peligroso
homicida –no hacía parte del club de criminales; era un psicópata, asesino en
serie, que había matado a más de 15 personas, mujeres fundamentalmente– que se
llamaba muy parecido: Pablo Alfonso Pérez Pérez.
El
recibimiento que tuvo Pablito en la prisión fue lo usual; es decir: terrible,
un verdadero infierno. Producto de la violación –seis reos, los de más frondoso
prontuario, todos poderosos dentro del mundo cerrado de esa cárcel– obtuvo una
enfermedad venérea que demoró meses en curarse. Los tres primeros días trabajó
más de 14 horas cada uno, lavando los baños, la cocina y los pasillos del
penal. Como no había instrumentos con qué hacer la limpieza, tuvo que
realizarlo todo a mano.
Lo único
que logró atemperar el sadismo de estos monstruos fue la habilidad de Pablito
para repetir el trabalenguas. Eso, curiosamente, causó simpatía –no digamos
compasión, porque eso sería demasiado en criminales de ese calado– lo cual
sirvió para suavizar el trato. El pobre personaje de nuestra historia pasó de
ser el objeto sexual y esclavo, a bufón. Cada rato le hacían repetir el
trabalenguas, y todos se destornillaban de la risa ante esa rara habilidad.
Pero
decíamos que lo peor de todo fue la suerte corrida no dentro de la cárcel sino
en un juzgado. La jueza que llevaba ambos casos traspapeló los expedientes y
Pablo Armando quedó como Pablo Alfonso. Así que, de buenas a primeras, el bufón
de la cárcel, inocente y bobalicón bizco que no hacía mal a nadie, portador de
esta perra “neurosis de destino” –según me explicó la psicóloga– pasó a ser un
criminal peligroso. Por lo pronto, para sorpresa de los mismos hampones que
habían hecho ya de Pablito su payaso dentro del penal, el “peligroso reo” fue
aislado, dejándoselo en una celda de máxima seguridad, en solitario, con
derecho a disfrutar del aire libre y del sol sólo media hora por día, cuando lo
sacaban al patio de la institución.
Pablito,
siempre con su tonta sonrisa, no terminaba de entender qué estaba pasando. Como
ya estaba acostumbrado a golpe sobre golpe, a que su vida fuera una
interminable sucesión de infortunios, no lo asombraba sobremanera todo lo que
le sucedía. Por eso le parecía algo verdaderamente enorme, importante, casi
triunfal, que pudiera dejar alegre a su interlocutor con una simpleza como la
de repetir el trabalenguas de marras. Ver que no lo agredían, que no sufría
ataques, que podía hacer reír a quien tenía delante y no recibía golpes por
ello, le parecía todo un triunfo de proporciones gigantescas. Por eso
aprovechaba al máximo esa virtud, y siempre, cada vez que tenía oportunidad
–aunque la situación no viniera a cuento–lo repetía a velocidades infernales.
Comprobar que la gente le sonreía ante esa simpleza le sabía a triunfo.
De todos
modos, si bien estaba ya acostumbrado a la infelicidad crónica, en esta ocasión
quedó desconcertado porque no entendía qué pasaba. Era un tipo de sufrimiento
nuevo, desconocido.
Como
todo fue tan repentino: el accidente con su vehículo, la detención, las
violaciones, la reclusión en una celda de aislamiento, la pérdida de contacto
con su familia, toda esa vorágine de infortunios lo dejó descolocado. Recién
empezó a entender el rompecabezas cuando, dos meses después del ingreso a
prisión, fue llevado a declarar al juzgado. Tanta era la mala suerte que lo
acompañaba siempre que cuando iba con los tres guardias al séptimo piso de los
tribunales donde lo esperaba la jueza, se fue la luz, quedado el ascensor
detenido a mitad de camino por espacio de más de dos horas, hasta que los
bomberos debieron utilizar todo su empeño para rescatar a cancerberos y reo.
En
definitiva, cuando pudo tener contacto con la juzgadora, se dio cuenta que había
un gran equívoco en todo lo que estaba sucediendo. Habían confundido su
identidad. Lo dijo, por supuesto. Lo dio con todas sus fuerzas, con vehemencia,
pero ello no logró cambiar nada. Al contrario: pareció una estrategia suya de
dilación, un intento por complicar más las cosas.
Pablito
estaba consternado, según me contó mi primo. Fue la primera vez en su vida –así
se lo hizo saber a Felipe cuando relataba lo sucedido– que verdaderamente se
sintió desconsolado, que percibió la vida como catastrófica, que todo se le
volvía en su contra y no había salida.
Fue por
eso que tomó la decisión.
Apelando
a la relativamente buena relación –si es que a eso se le podría decir “buena”–
que había ido estableciendo con los pesos pesados de la cárcel, claro que a costa
de ser su bufón, y todavía en algunas ocasiones su esclavo sexual, pidió a uno
de ellos, quizá el más terrible –el “Buey”, narcotraficante con más de 30
asesinatos en su haber, poderoso mafioso que dejaba propinas de cien dólares
como mínimo– que intercedieran con los carceleros para que miraran para otro
lado en el momento en que Pablito huyera.
No sin
dificultades, debiendo rebajarse a situaciones que ponían colorado a mi primo
Felipe cuando las relataba, el tal “Buey” accedió al pedido de Pablito.
El
montaje se preparó adecuadamente, como debía ser: Pablito saltaría por una
ventana de un baño a la que se iban a quitar las rejas externas –un guardia era
el encargado de hacerlo– para caer en unas colchonetas en un patio cerrado de
la prisión. Allí habría ropa de civil para que se cambiara y estaría la puerta
abierta para que saliera sin dificultad.
Todo
funcionó como estaba previsto, salvo que Pablito no cayó exactamente sobre la
colchoneta sino sobre el concreto. El dolor terrible que le ocasionó la doble
fractura de tibia no le impidió que, aunque casi a rastras, pudiera salir del
penal. Ya afuera, se las arregló para alejarse sin levantar sospechas.
Le fue
un poco dificultoso hacerse atender en el hospital, pues no tenía documento de
identidad y no pudo explicar dónde trabajaba. De todos modos, lo enyesaron.
La fuga
tuvo lugar un día martes a las siete y media de la mañana. Ese mismo día, media
hora más tarde, la jueza llegó a su despacho con la intención de averiguar bien
ese equívoco que le había empezado a preocupar: ¿por qué Pablo A. Pérez Pérez
insistía tan vehementemente con que había un error en su caso, que no era el
Pablo Pérez con que se lo identificaba? ¿No tendría razón el reo? Tras media de
hora de leer exhaustivamente el expediente –en realidad, nunca lo había hecho
antes– cayó en la cuenta que sí, en verdad, había un error. La orden de
liberación fue transmitida de inmediato, y otra media hora más tarde, a las
ocho y media, estaban buscando a Pablito para avisarle que quedaba libre.
El
problema estuvo en que no se podía ocultar ante el tribunal que el preso se
había fugado. No se podía liberar a un detenido y hacerle firmar la salida si
el detenido no estaba físicamente en la prisión. Aunque hacía una hora que
Pablito ya no estaba en la celda y ahora, a partir de la orden emanada del
juzgado también iba a quedar fuera de esa celda, la forma en que había salido
del penal técnicamente lo convertía en delincuente: era un fugado, un prófugo.
Eso había que castigarlo.
Para la
policía, que cuando quiere ser efectiva lo es, no fue difícil hallar en no más
de dos días a Pablo Armando Pérez Pérez. Y cumpliendo con órdenes estrictas,
como reo prófugo que era, no pudo dejar de detenerlo y llevarlo ante juez
competente. En este caso el juez resultó ser el Dr. M., famoso jurista del
país, uno de los pocos miembros del poder judicial que escapaba a la
mediocridad y corrupción reinantes, magistrado de comprobada rectitud,
incorruptible y severo.
Tan
recto, incorruptible y severo que tomó el caso con la mayor pulcritud; y como
se trataba de un reo fugado, no pudo sino aplicar la sanción correspondiente,
ni más ni menos. Con lo que nuestro héroe fue condenado a dos años de prisión.
Pablito
no lo podía creer. Por primera vez en su vida se sintió tan apesadumbrado que
pensó en el suicidio. No sabía bien contra quién protestar, porque el juez –así
lo entendía– había actuado bien. ¿Despotricar contra el destino? Sí…, pero ¿a
quién presentarle la queja? ¿Quién tenía la culpa de todo esto?
Después
de dieciocho meses –se le redujo la pena por buena conducta–, ya libre, no
encontró mejor forma que ganarse la vida con el trabalenguas. Como el de “Pablito clavó tres clavitos…” era muy
poco –el espectáculo se termina rápido así– desarrolló esa rara virtud de
repetir trabalenguas a toda velocidad, y ahora tiene más de sesenta que anda
repitiendo en el espectáculo que montó, algunos de ellos en otras lenguas
(chino, swahili, quechua, francés), lo que hace más llamativa la habilidad. Se
presenta en teatros de segunda, y alguna que otra vez en shows televisivos, esos de tan mala calidad a la que estamos
acostumbrados y con los que nos pasamos todo el fin de semana sentados como
tontos.
La mala
suerte –“neurosis de destino” le decían, ¿no?– lo siguió acompañando. Algunos
años después tuvo un hijo, pero nació con síndrome de Down. Y por lo que supe
–en realidad se lo contó un amigo a mi primo Felipe, quien a su vez me lo
retransmitió– Pablito sufrió un ataque en la garganta con una navaja en el
metro cuando lo quisieron asaltar, con tan mala suerte que le tocaron las
cuerdas vocales. No murió, pero quedó mudo. Y obviamente un mudo no puede decir
trabalenguas.
Hasta
donde sé, creo que ahora es sicario (para eso no se necesita hablar).