sábado, 24 de noviembre de 2018

LA LOQUITA





Caía la tarde en aquella ciudad latinoamericana, populosa, enloquecedora, donde se daban cita por igual aspectos super desarrollados de la más majestuosa prosperidad (ostentación de lujos desmedidos, cultura de alto nivel e investigación científica) junto a la más sórdida pobreza y marginación.

El basurero municipal era una muestra elocuente de ello. Junto a desechos de un consumismo voraz, con joyas y una parafernalia de artículos de alto lujo que, por descuidos, iban a parar a las montañas de basura, se daba una vida subterránea: los niños y jóvenes que vivían allí.

Semi ocultos entre los basurales, sucios, harapientos, sombras entre las sombras, había una pléyade de habitantes de las inmundicias. No trabajan como recicladores sino que, ante la mirada benevolente de las autoridades que les dejaban estar, había no menos de 500 personitas que sobrevivían en condiciones infames, comiendo restos, guareciéndose del frío con cartones y papeles, prolongando cada día el martirio que significaba vivir ahí.

Para soportar el hambre y el frío, además del indecible dolor de la exclusión y el abandono, todos consumían solventes a modo de droga. Casi en su totalidad morenitos, de negros ojos y cabellos y achaparrados cuerpos (por la desnutrición crónica), la Loquita llamaba la atención porque era distinta.

Hacía unos meses se había integrado al grupo, y en realidad nadie sabía con exactitud nada de su historia previa. Hablaba muy poco, casi nada. Llamativamente rubia y de ojos verdes, tenía una edad imprecisa, pero se veía que era una adolescente. Muy bonita, la crudeza de esa subsistencia ultrajante la había vuelto un monstruito. Lo que llamaba la atención, de los otros niños y jóvenes así como de los educadores populares de las fundaciones samaritanas que se acercaban al basurero, es que la Loquita, como la habían apodado, hacía honor a su mote. Era casi impenetrable, no hablaba, pero a veces reía sola y gritaba cosas incomprensibles. Tobías, el joven que, además de educador voluntario de calle era estudiante aventajado de guitarra en el Conservatorio Municipal, decía que esos delirios tenían que ver con lo musical.

¡Váyanse de aquí, corcheas de mierda! ¡Pentagrama hijo de puta! ¡Bemoles asquerosos, aléjense!”, gritaba exaltada la jovencita, con la mirada perdida y manos crispadas.

Aquella tarde, uno de los muchachitos del grupo había encontrado entre la basura una guitarra. La trajo a las precarias viviendas de cartón e improvisados plásticos donde se reunían todos los desarrapados, y la dejó allí casi con desdén. Por la noche, alguien la hizo sonar. Más exactamente, la probó, afinándola. El instrumento tenía muy buena sonoridad; para calibrarla, la Loquita –ella era quien la tañía– hizo sonar varios acordes. El Sapo, virtual jefe de la banda –joven de dieciocho años, con la cara oxidada por la sal de esa perra vida que llevaba desde hacía años–, se despertó al escuchar los sones, y la vio.

Al día siguiente no paraban las burlas para con la Loquita. Nadie festejaba que supiera tocar la guitarra sino que, por el contrario, se mofaban de eso como si fuese una enfermedad, una excrecencia, una oprobiosa condición.

Esa mañana visitaron el basurero los educadores de la Fundación Niño Alegre. Entre ellos iba Tobías. El Sapo, junto a otros varones, comentó entre risas e ironías que la Loquita tocaba la guitarra. Nadie lo creyó. Los educadores la interrogaron, ante lo que la jovencita se limitó a escupir al Sapo. Impidiendo una gresca entre todo el grupo, como solía suceder, o que los varoncitos la emprendieran contra la Loquita, la coordinadora de los educadores, Gladys, se refirió con toda dulzura hacia la joven. Le preguntó si era cierto que tocaba la guitarra.

Interpelada, no hizo sino tomar el instrumento en sus manos y acomodarse para interpretar. Ese acto despertó una increíble expectativa, pues cogió el instrumento con las piernas abiertas, alzando la izquierda y haciéndola descansar ante un improvisado banquito. “Posición de concertista”, atinó a decir Tobías. Antes que la joven comenzara a tocar, se acercó al instrumento y, con cara desencajada, preguntó: “¿De dónde sacaron esto? ¡Es una Fleta original! ¡¡No tienen idea de lo que cuesta esto!!

Sin dejar terminar esas palabras, la Loquita comenzó su ejecución. Todos, absolutamente todos, quedaron estupefactos. Interpretó las Variaciones sobre un tema de Mozart, del español Fernando Sor. La sonoridad era espectacular. La situación era inconcebible: una guitarra de concierto de alta calidad tocada con manos maestras junto a las montañas de basura constituían un paisaje dantesco, inenarrable.

La música encanta a las fieras, suele decirse. Probablemente sea cierto, porque el silencio sepulcral que se hizo cuando la Loquita desarrolló la obra, jamás se había logrado en ese grupo de hiperquinéticos jovencitos, siempre bulliciosos, eternamente movedizos, irrefrenablemente gritones.

La obra completa dura casi diez minutos. En ese lapso, nadie, absolutamente nadie profirió una palabra. Todos quedaron hipnotizados. Las dificultades técnicas que ofrece esa partitura son endemoniadamente difíciles, una de las piezas más complicadas de ejecutar de toda la producción guitarrística existente.

¡Por dios! ¡No lo puedo creer!”, dijo Tobías cuando sonó el último acorde (mi mayor, arpegiado, de sexta a la primera cuerda, con una intensidad que parecía una orquesta de cuerdas completa). “Tengo que reconocerlo: la envidio, la envidio sanamente. No puedo creer lo que escuché. Una digitación perfecta, un fraseo impecable. ¡Ni un solo error en toda la obra!, ¡¡ni uno solo!! Majestuosa. Técnica de Abel Carlevaro: ni un solo arrastre se escuchó. ¡Impresionante! Y una expresividad que hace llorar de emoción. Creo que ni mi maestro, mi respetado W., podría sacar esos sonidos. Yo estoy estudiando esta pieza, pero estoy a años luz de esta maravilla…”. Dirigiéndose a la Loquita, con una angustia que no podía esconder, preguntó alterado: “¿De dónde saliste, nena? Ah…, esta debe ser la famosa alumna de W., que desapareció misteriosamente el día que tenía que actuar en el Teatro Nacional, y que algunos dicen que se volvió loca. Seguro que sí. Eras la promesa más grande de la guitarra, ganadora del Premio F. a los jóvenes talentos… ¿De dónde saliste?

Nadie sabía qué decir, cómo continuar la escena. ¿Aplaudir? ¿Felicitarla? ¿Profundizar las preguntas de Tobías? ¿Burlarse? Terminada la ejecución, la Loquita rompió la guitarra con fuerza feroz, golpeándola contra unas piedras. Cuando la detuvieron, el instrumento ya estaba hecho trizas.

Pocos días después, Tobías y otros educadores la visitaban en el Hospital Municipal Dr. C. Nadie podía entender lo sucedido. Con un envase de vidrio la Loquita –que era Gabriela R., coincidiendo con lo que había pensado el educador-músico– se había cercenado su mano izquierda. Las psicosis, sin duda, pueden producir estragos.

viernes, 23 de noviembre de 2018

UN NUEVO BRUNO





Benedetto nació en el seno de una familia campesina sumamente católica, en la comuna de Rive d’Arcano, Udine, en el norte de Italia. Tenía un primo sacerdote, y desde niño, eso le impresionó especialmente marcándole su vida. La elección de su nombre por parte de sus padres ya lo decía todo. De pequeño fue monaguillo por varios años.

Sin que nadie de su familia se lo propusiera explícitamente, todo estaba dado para que Benedetto siguiera la carrera eclesiástica. En efecto, así fue. A los 12 años marchó a Roma para ingresar al Ateneo Pontificio Regina Apostolorum para comenzar su formación sacerdotal. Sus padres estaban exultantes, sumamente satisfechos. Benedetto, mucho más.

Era el mejor seminarista. Él mismo se sorprendía con sus progresos en griego clásico y latín. También con sus estudios de filosofía y teología. Eso de andar preguntándose por las causas últimas –¿o primeras?– le fascinaba. Pero tanto preguntarse comenzó a sembrarle dudas. Cuando leyó por vez primera la frase de Giordano Bruno: “Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”, le repugnó. Él, un candidato a sacerdote, fiel creyente desde que tuvo uso de razón, no podía soportar tamaña blasfemia, semejante apostasía irreverente. Si bien era pacifista, aplaudía su combustión en la hoguera en los lejanos años del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. Y por supuesto, aunque hoy día, fines del Siglo XX, eso se podía ver como inhumana tortura, también avalaba –situándolo en el marco de siglos atrás– que se le clavara un clavo en la lengua previo a su ejecución, porque “proferir esos improperios” solo podía ser obra del diablo. Por tanto, se debía ser terminante con Lucifer, acallarlo de cualquier modo.

Algo, sin embargo, dejó sembrado Bruno en su espíritu, una inquietud que largas charlas con sus maestros y consejeros espirituales no podían silenciar: “¿por qué el iconoclasta teólogo habría dicho «Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla» en el momento de ser conducido a la pira? ¿Por qué, coetáneo con Bruno, Galileo había proferido su famoso «Y sin embargo se mueve», refrendado por las ciencias tiempo después?”. Algo había que no le terminaba de cuadrar. La costumbre de preguntar, de indagar con valentía, se le había hecho carne. Era un cuestionador de oficio.

Los avances en su formación eran notorios. Algún viejo profesor había vaticinado, algo en broma, algo en serio, que con Benedetto se estaba ante un próximo obispo y, ¿por qué no?, ante un próximo papa. El joven seminarista sonreía con benevolencia. Cuando se acercaba su ingreso al oficio sacerdotal, las dudas lo carcomían. El orgasmo que obtenía con cada masturbación –cada vez más frecuentes y compulsivas, por cierto, vividas con mucha culpa en principio, con alegría gozosa luego– fueron su punto de quiebre. Con dolor, pero al mismo tiempo con satisfacción, renunció al sacerdocio.

Sus maestros quedaron atónitos, estupefactos. No podía ser que ese diamante, esa pieza única, desertara. Pero las pasiones terrenales pueden más que las celestiales. Definitivamente Benedetto decidió no volver a su comuna de origen. Permaneció en Roma, y rápidamente ingresó como docente en la Universidad La Sapienza

Pasaron algunos años donde fue catedrático auxiliar en Historia de la Filosofía Antigua y Medieval; su dominio en esas materias le fue revelando rápidamente como uno de los docentes más respetados por el alumnado. Con 30 años, tras varios de celibato durante su época de seminarista, su actual hambre de sexo era insaciable. Pero justamente la falta de vinculación con el tema lo había hecho un tosco, falto de todo tacto. Sus avanzadas con las mujeres eran una mezcla de grosería, tontera e inocencia. La mayoría de alumnas le escapaban, pero nunca faltaba alguna ocasional que –más por conmiseración que por otra cosa– aceptara sus fogosas, y muchas veces ridículas, propuestas.

Pese a esta apasionada (medio payasesca) búsqueda sexual, Benedetto seguía manteniendo valores de buen católico, aquellos que profesaba su familia y que le reforzaron en el seminario. Continuaba pensando que el aborto era un crimen, que masturbarse era pecado (se asumía como pecador), y que las relaciones sexuales contra natura no eran bien vistas por el Sumo Hacedor. Las relaciones sexo-genitales prematrimoniales eran pecaminosas también, pero dado que Dios lo perdona todo si hay arrepentimiento genuino, eso no le causaba mayores problemas (por eso se permitía buscarlas). Unos cuantos Pater noster lo arreglaban todo. Pero una vez casada, la gente debía ser monogámica, porque la unión matrimonial, base de la sacrosanta familia, es intocable. La infidelidad conyugal, expresaba acalorado, era apostasía, blasfemia, pasaporte seguro para el Averno.

Así las cosas, una encantadora alumna de Filosofía, Beatrice, ardiente veinteañera de Sicilia, terminó conquistándolo. Nuestro héroe, por supuesto, se dejó conquistar encantado. Después de los primeros acercamientos, decidieron vivir juntos. Para Benedetto no fue fácil aceptar el concubinato (eso también constituía pecado), pero el amor por la joven discípula pudo más que los principios.

Ambos se amaban con pasión. Después de varios meses de convivencia, siempre con la insistencia de Benedetto de contraer nupcias –“como el Señor lo quiere”–, comenzaron a concebir la idea de tener un hijo. Beatrice era católica por tradición familiar, pero no era una devota practicante. También por insistencia del joven profesor, ella comenzó a vincularse más a la iglesia. Mientras buscaban su vástago, ambos comenzaron a asistir a grupos pastorales. Al poco tiempo, ambos también terminaron integrándose a trabajos de catequesis; su misión consistía, básicamente, en orientación matrimonial con jóvenes parejas. Beatrice no estaba del todo convencida; no le desagradaba hacerlo, pero mantenía dudas. Para Benedetto, por el contrario, esa era la máxima expresión de su devoción, de su aporte a la Santa Madre Iglesia.

Se sentían a gusto, tanto en la pareja como en su trabajo parroquial. Beatrice, andando el tiempo, terminó graduándose, mientras Benedetto profundizaba una promisoria carrera docente. La publicación de su primer libro –“Giordano Bruno: iconoclasta incomprendido”– fue todo un suceso. Se podía leer ahí una velada crítica a la doble moral de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, la que comparaba muy literariamente con el andar de un lobo estepario. Pero mientras escribía esto, seguía profesando la fidelidad del matrimonio monogámico como un bien que dios todopoderoso, infinito y omnisciente creador del cielo y de la tierra, había legado a los hombres. Fue ahí cuando comenzó a cuestionarse por qué “hombres” era sinónimo obligado de “humanidad”. Su crítica, que enlazaba muchas preguntas, ya no pudo detenerse más.

En el seminario había sido testigo –¡y víctima!– de numerosos abusos, de demasiadas tropelías. La gran mayoría, por no decir siempre, ligados al ámbito sexual. Eso le había marcado a fuego para toda la vida en muchos aspectos, pero nunca se había atrevido a contarlo. Ni siquiera a Beatrice. Eran sus secretos mejor guardados.

Aunque, como se sabe, la basura escondida debajo de la alfombra no desaparece: no se ve, pero ahí está, y en cualquier momento puede reaparecer. Con Benedetto, la acumulación de basura se le estaba volviendo demasiado tóxica. No sabía cómo manejarla.

Después de tres años de unión, no habiendo bajado la pasión pero sin que apareciera el anhelado hijo, comenzaron los primeros indicios de decepción, de cansancio. Durante todo ese tiempo jamás discutían. Ahora Benedetto, sin quererlo, pero al mismo tiempo sin poder controlarlo, por primera vez comenzaba a expresar algún reproche en relación a la falta de fecundidad. Decidieron consultar con una especialista en el tema.

Luego de todos los exámenes necesarios, ambos entraron en tratamiento. La doctora que los atendía indicó que los resultados no serían inmediatos, teniendo que esperar quizá un año para lograr el embarazo. Pasó ese tiempo, pero el niño no aparecía.

Benedetto, fiel católico, transmitía con pasión a su amada que en los momentos más aciagos es cuando más tiene que resaltar la fe. Ahora, en esta circunstancia dura, recomendaba con encendido amor a Beatrice que era cuando más creyentes debían mostrarse, y más que nunca entregarse al Altísimo. La joven, comenzando a desesperarse, quería creer que esos ruegos darían resultado. Sus catequesis matrimoniales, desarrolladas con pasión desbordante, les ayudaban en su ejercicio espiritual.

Enseñaban a jóvenes parejas, cada vez con más celo, con más devoción religiosa, que la fidelidad conyugal puede con todo, que el amor a su acompañante de vida, estuvieran o no cristianamente casados –pero mejor si habían recibido el sagrado don del matrimonio– resolvía cuanta adversidad se presentara en la vida. Y, de hecho, se presentaban ellos como fiel ejemplo de esa fe, de ese amor y entrega absoluta a los designios del Creador. Pese a no ser bendecidos aún con la gracia de un nuevo ser, eso que para otros podía ser una desgracia, había que saber interpretarlo como el mensaje divino para que se unieran más como pareja.

Luego de casi dos años de infructuosos tratamientos, comenzaron a contemplar la posibilidad de una adopción. Benedetto propuso un niño africano, “un negrito”. A Beatrice, esencialmente racista como era, si bien lo disimuló con astucia, esa idea la espantó. Fue ahí cuando concibió el proyecto salvador: buscaría hacerse embarazar por otro hombre.

Por supuesto, tendría que ser un blanco (la idea de un hijo negro la horrorizaba). Debía hacerlo con mucho tacto, buscando que el padre biológico quedara absolutamente claro respecto al posible hijo por nacer: no tendría nada que reclamar, y una vez cumplidos los servicios de semental, debía olvidar para siempre lo ocurrido.

Comenzó a incomodarla algo el hecho de predicar una cosa en sus cursos parroquiales y hacer exactamente lo contrario en su cotidianeidad. Pero… “Dios lo perdona todo si hay arrepentimiento de los pecadores”, se convencía rápidamente. Sin mayor culpa, se dio abiertamente a la tarea. Probó con tres distintos hombres. Finalmente, el “milagro” se consumó.

La pareja desbordaba de alegría. Más aún Benedetto, que se repetía a cada instante que la fe lo puede todo, que la “misericordia divina no tiene límites”. Cierta frialdad en Beatrice cuando él expresaba su dicha lo sorprendió un tanto. La sorpresa se tornó en abierta desconfianza el día en que la joven madre tuvo un lapsus linguae con él, llamándolo por otro nombre: Luigi, un amigo común de la pareja. El profundo sonrojamiento de su esposa, allí donde se esperaba una simple sonrisa benevolente ante el equívoco, lo terminó de convencer. “Aquí hay gato encerrado”, concluyó.

Nunca quedó claro cómo hizo Benedetto para llegar a saber que ese vástago no era su hijo biológico, aunque llevara su apellido. Intuitivo como era, esas mínimas señales por parte de su esposa y la exagerada preocupación de Luigi por la salud del niño (había nacido ochomesino), le fueron abriendo esa perspectiva. Con ayuda de algún soborno que tuvo que pagar por allí y las confesiones de alguna enfermera chismosa que nunca falta, llegó a la conclusión temida. La prueba de ADN, hecha en secreto respecto a su pareja, fue demoledora, pues confirmó fehacientemente lo que ya venía intuyendo. Benedetto guardó silencio con Beatrice ante lo descubierto.

Un día cualquiera desapareció de la casa. Tres días después, cuando ya era buscado por la policía ante la angustia de todo el mundo, hizo llegar a su compañera de vida una carta con una sucinta explicación del porqué de su desaparición. Lo pensó infinitas veces; buscó vías alternas, lo consultó con su almohada, y también con su cura confesor, y finalmente optó por esta solución. Había pensado, entre tantas cosas, matar a madre e hijo. Pero Bruno –así lo habían llamado, en honor al teólogo italiano del que Benedetto era casa vez más admirador– no tenía culpa en el asunto, por lo que hubiese sido cruelmente injusto su deceso.

Las clases de Benedetto cada vez eran más impresionantes. Sí, sí: ¡impresionantes!, pues matizaba las agudas críticas a la religión con mordaces chistes sobre sacerdotes y monjas. Se burlaba de la Iglesia Católica, pero más aún, de su hipocresía. Su conocimiento de la Biblia, pero más aún de los grandes teólogos medievales, era proverbial. De ahí que podía citar en latín, y de memoria, los pasajes que le parecían más contundentes. “Vosotras, las mujeres, sois la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las primeras transgresoras de la ley divina”, reproducía por ejemplo de San Agustín, quien antes de ordenarse sacerdote era un noble sibarita que se jactaba de no acostarse dos noches seguidas con la misma mujer. O a Santo Tomás, de quien se mofaba al citar su célebre formulación de “No veo la utilidad que puede tener la mujer para el hombre, con excepción de la función de parir a los hijos”. Sus superiores comenzaban a ponerse nerviosos, pues su apostasía ya iba demasiado lejos.

Su posición había ido evolucionando paulatinamente desde una velada crítica a una abierta y frontal confrontación con la Iglesia. Si las clases magistrales en la universidad eran demoledores ataques con altura académica, los grupos parroquiales con jóvenes próximos a celebrar sus nupcias eran infinitamente más mordaces, más agresivos.

Empezó a proclamar el amor libre, la pareja abierta, atacaba acremente la hipocresía contenida en la monogamia y el amor eterno.

Después de la desaparición temporal, reapareció en forma espectacularmente histriónica. En el patio de la universidad, con la ayuda de varios estudiantes y amigos, remedó la hoguera donde fuera quemado vivo Giordano Bruno en 1600.

Con el torso desnudo y manchado de lo que parecía sangre (era sangre figurada), espetó con fiereza las palabras que el teólogo italiano profiriera a sus verdugos en aquel entonces: “Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla”. Ya en lo que representaba la hoguera, con un megáfono de alta potencia que le acercaron denunció a los cuatro vientos: “Fui engañado por mi cónyuge. Pero la culpa no la tiene ella, en tanto mujer “pecadora”. No existen las mujeres pecadoras. No hay pecado. La culpa la tiene la hipocresía de una unión que es mentirosa, mezquina, imposible. La culpa la tiene la Santa Madre Iglesia por continuar manteniendo tantas mentiras”.

Los médicos del Hospital Psiquiátrico donde lo condujeron amarrado no quisieron internarlo. Dijeron tajantes que este nuevo Bruno… ¡no estaba loco!

sábado, 17 de noviembre de 2018

ÁLVARO ARZÚ ¿MURIÓ?




Las características que rodearon la muerte de Álvaro Arzú dejan muchas dudas. Nunca se vio el momento del presunto paro cardíaco, nunca se vio nada de su funeral, el entierro fue muy misterioso.

Sin caer en visiones oscurantistas, confabulacionistas ni paranoicas, es razonable abrirse estas preguntas. Las investigaciones de la CICIG y el Ministerio Público podían tocarlo (Caso Pandora)…, y casualmente desapareció de la escena (alguien dijo que está de incógnito en España) Como mínimo, su deceso es llamativo.



martes, 13 de noviembre de 2018

PSICOANÁLISIS Y COMUNIDAD




Persiste el prejuicio que Psicoanálisis es una "técnica" cara y dificultosa, solo para la consulta privada, y que no se presta para contextos comunitarios.

¡Craso error! El Psicoanálisis es un articulado cuerpo conceptual que permite investigar y trabajar sobre el sufrimiento humano en distintos contextos. Sirve, ¡y mucho!, para plantearse abordajes comunitarios. Si de lo que se trata es de acompañar al sujeto sufriente ayudando al procesamiento de sus problemas, sin dudas es una teoría que permite trabajar y lograr cambios en cualquier contexto comunitario. 

Para desarrollar todo esto en profundidad, se invita a una charla virtual desde Argentina con la Dra. Cristina Solano, especialista en estas problemáticas, este VIERNES 16 DE NOVIEMBRE, DE 17:30 A 19 hs. en el Aula virtual Nº 1 del edificio B del CUM (Escuela de Psicología / USAC).

Asistencia gratuita. Quien lo necesite, tendrá constancia de participación. 



viernes, 9 de noviembre de 2018

REDUCCIÓN DE PRESUPUESTO EN LA USAC





¿Respuesta a la Universidad por parte del gobierno a partir de la declaración sancarlista de non grato el presidente Jimmy Morales y el vicepresidente Jafeth Cabrera?

¡NO! ¡NO PUEDE SER! EN POLÍTICA JAMÁS SE HACEN ESAS COSAS….



miércoles, 7 de noviembre de 2018

POR ROBAR UN PAN: 5 AÑOS DE CÁRCEL….





Por robar diariamente la vida de millones de seres humanos, por explotar, diezmar pueblos enteros, por lanzar armas atómicas, por destruir el planeta con una odiosa contaminación, por atropellar al otro distinto, por mentir y difamar… ¿Premio Nobel de la Paz? ¿Esa es la “democracia”?

ALGO NO ESTÁ BIEN AHÍ….



lunes, 5 de noviembre de 2018

NOS QUEREMOS MUCHO…




UN PERRITO DE UN HOGAR DE CLASE MEDIA DEL PRIMER MUNDO COME MÁS CARNE ROJA ANUALMENTE QUE UN HABITANTE DEL TERCER MUNDO.

¿Realmente nos queremos mucho?



viernes, 2 de noviembre de 2018

EL NUEVO MENSAJE DE HOLLYWOOD




Hollywood es una de las principales usinas ideológicas del capitalismo. Cada 36 horas pone una nueva película en el mercado. En Occidente, el 85% de los mensajes audiovisuales que se consumen, nace ahí. En cierta forma, lo que la gente piensa/siente y repite, tiene que ver con los modelos que genera esta fabulosa industria.

Décadas atrás, con el auge de un capitalismo industrial, Estados Unidos entronizaba la imagen de “buenos” (acérrimos defensores de la propiedad privada) castigando a “malos” (quien osara enfrentar a esa propiedad). Hoy, con un desaforado capitalismo financiero y guerrerista, el mensaje cambió: se entroniza al “exitoso”, no importando cómo logre su éxito. De ahí que la nueva tendencia es vanagloriar al que “la supo hacer”. “Mate, robe, viole, transgreda, estafe, haga lo que sea… ¡pero conviértase en el Number One!”

¿VIVA LA DESFACHATEZ, EL DESCARO, EL DELITO, SI TODO ESO SIRVE PARA “TRIUNFAR”?