martes, 31 de julio de 2018

ESTÁ CIRCULANDO ESTO....



URGENTE ÚLTIMA HORA. CICIG INVESTIGA A CÚPULA DEL MINISTERIO DE GOBERNACIÓN POR EJECUCIONES EXTRAJUDICIALES EN GUATEMALA.

Un Escuadrón dé la Muerte y dé limpieza Social qué ópera desdé lo interno del Ministerio de Gobernación según un cable filtrado a sectores dé la comunidad internacional, y a la CICIG Dónde Salen las ordenes, para asesinar y atentar contra Funcionarios Diplomáticos, Opositores del Gobierno. Empresarios, Activistas, dé Derechos Humanos, Periodistas, Sindicalistas, y líderes campesinos, está estructura. Paralela al Servicio del Crimen organizado está siendo dirigido por el Ministerio de Gobernación en Guatemala. según Revelaron las fuentes denunciantes. La CICIG abrió una investigación contra altos mandos dé la Cúpula del Ministerio dé Gobernación, fuentes consultadas de dicha cartera del Gobierno. negaron dichas acusaciones y Señalamientos aduciendo qué no existe ningún Escuadrón dé la Muerte ni dé ejecuciones extrajudiciales en ése Ministerio. Sin embargo organizaciones Campesinas, y lideres comunitarios, acusan directamente al Gobierno y a la cúpula del Ministerio de Gobernación dé ser él Responsable dé Dichas muertes y atentados en contra dé miembros dé sus organizaciones campesinas. en los últimos Días.... Cómo en los 80. sectores dé la Sociedad civil indicaron qué sé volvió dé nuevo a la violencia y él terror del conflicto armado, y cómo casos de la panel blanca, y él casó Parlacen, una denuncia directa que maneja la CICIG en contra del actual Ministro dé Gobernación Enrique Antonio Debenhar qué fue puesta por él activista Frank Staling Ramazzini Veliz presento un Vídeo. al sufrir un atentado dónde acusa al Ministro Debenhar de haber dado las órdenes para asesinarlo. cuando regresaba dé una manifestación para exigir la Dignificación de la PNC. Según las fuentes de inteligencia indican qué él Gobierno planifica un crimen dé alto impacto qué sirva cómo distractor y cortina de humo para desviar la atención Pública por los casos dé corrupción dentro del estado.


lunes, 30 de julio de 2018

¡ALTO A LA REPRESIÓN!




Fuerzas represivas el día 27/7 secuestraron, torturaron y asesinaron a JUANA RAIMUNDO RIVERA, enfermera ixil miembro de CODECA.



¡¡DEBEMOSE EXIJIR EL ALTO INMEDIATO DE ESTAS ACCIONES TERRORISTAS!!



¡QUE EL GOBIERNO ACLARE ESTOS ASESINATOS, QUE SE SIGUEN DANDO CON TOTAL IMPUNIDAD!

¡¡¡NO DEBEMOS VOLVER A LOS TIEMPOS DE LA GUERRA CONTRAINSURGENTE!!!





domingo, 29 de julio de 2018

NON SONO STATO IO CHE L’HA FATTO. È STATO DIO



UNA DE COW BOY


Eran pocos los aventureros que se atrevían a cruzar ese desierto, casi ninguno. "El desierto de la muerte" solían llamarlo. Se contaban historias escalofriantes sobre la suerte corrida por quienes lo habían intentado, y el misterio que acompañaba todos los relatos empañaba cualquier posibilidad de análisis racional.

Se decía también que había riquezas incalculables; aunque no se sabía bien cuánto podía haber en ello de verídico, dado que nadie que lo intentó había vuelto para contarlo. Y si alguien se había hecho millonario, jamás nadie se enteró.

Las últimas avanzadas del Ejército llegaban hasta unos pocos kilómetros antes de donde comenzaba el desierto. En el Fuerte Rackliff nadie quería hablar en voz alta de lo que se murmuraba subterráneamente.

William Mc Donald, nacido en Boston en el seno de una humilde familia de inmigrantes irlandeses con dieciséis hijos, ya desde muy joven había salido a recorrer el mundo. A principios del 1800, y más aún para un herrero pobre de Boston, "el mundo" significaba el vasto territorio que iba más allá de la costa este de ese pujante país que ya despuntaba como una futura gran potencia: los Estados Unidos de América. Por tanto, cuando el hijo menor de la familia avisó que salía al mundo –avisó que lo hacía, no pidió permiso–, el viejo herrero comprendió que la sed de aventura, y fundamentalmente de riqueza, había penetrado en su descendiente. ¿Y qué otra cosa podía hacer que desearle buena suerte?

Un amanecer muy frío, con un muy elemental equipaje, su revólver Colt 45 y su Winchester bien aceitado, con diecisiete años William dejó su casa paterna. Obviamente, no se dedicó a la herrería.

Después de casi dos años de las más variadas experiencias donde, así como ganó mucho dinero, así también lo perdió sin saber de qué manera, llegando al último poblado anterior al desierto de Mohave –San Death– supo de la historia de las riquezas, y también de los espantos. Esto último no lo alteró, pero sí las historias sobre minas de oro y yacimientos de diamante.
En el Fuerte Rackliff llegó como colonizador, como buscador de fortunas. En ese momento la política de penetración hacia el oeste que impulsaba el gobierno federal permitía y alentaba todo tipo de aventurero que pudiera ser funcional al proyecto expansionista. Mc Donald llegó como uno más de tantos; aunque la diferencia era notoria: en los años que llevaba el destacamento militar en esa zona, jamás había recibido un loco que quisiera aventurarse solo por esas tierras. Todos, soldados y oficiales, sabían de las leyendas. Se hablaba incluso del fantasma de un dirigente indio muerto años atrás cuando osó hacer lo que ahora Mc Donald se proponía: ir en búsqueda de los tesoros que guardaba el desierto. La osadía del Gran Jefe Murciélago Vengador y los pocos hombres que llevó en su expedición fue pagada con una muerte horrenda; su fantasma decapitado, que aparecía las noches ventosas, daba cuenta de ello. Al menos, así decía la tradición. Claro que los oficiales –un poco menos bestias que la tropa, pero sólo un poco: a la hora de matar o violar indias eran iguales– no lo creían totalmente. En todo caso, sonreían cuando escuchaban sobre ello. Los soldados simplemente cambiaban de color. De todos modos, ni unos ni otros se atrevían a internar en el desierto.

"Usted no quiere oír, Mc Donald, pero tiene que escuchar lo que le decimos. ¡Abra sus oídos y escúchenos: mejor ni lo intente! Si se mete en problemas ¿quién de nosotros va a ir en su rescate?"– le advirtió el teniente Bush.

William no se inmutó. Sólo pidió que se le dejara reposar un par de días en el fuerte para, una vez bien preparado, emprender el viaje. Así se hizo.

Habiendo agregado al Colt y al Winchester una buena dotación de comida seca y aguardiente, más un pico y una pala junto a unos cartuchos de explosivo, un amanecer particularmente ventoso se encaminó con dirección oeste.

"De verdad que parece sordo, Mc Donald. Usted no sabe en la que se está metiendo"– fueron las palabras de despedida del teniente Bush. No quiso mirarlo alejar, por lo que después de unos metros de trote corto del joven aventurero, volteó su cara y se internó en el fuerte.

"¡Imbécil este muchacho! Imbécil o sordo"– se dijo.



            Cuando pasaba por la calle, los niños reían y se mofaban de él.

            "Imbécil o sordo"– se decían. Los más osados corrían tras de su figura haciéndole burla, gritándole improperios, remedando tocar el piano o el violín. Pero el maestro Ludwig seguía imperturbable su marcha. En realidad, jamás se enteraba que tras de él corría una docena de rapaces fieras riéndose a costa suya. Su preocupación se dividía entre cómo ponerle música a esa obra de Schiller, y la sordera. Lo primero no lo angustiaba; por el contrario, lo animaba cada vez más.

            "Debe ser algo tan monumental que bien podría tornarse un himno para toda la Europa. ¿Opera sinfónica o sinfonía operística? No sé, poco interesa. Lo importante es que refleje la alegría, la profunda alegría de la vida. Ya me imagino el tema principal, en tonalidad mayor, por supuesto, con ritmo simple y binario: melodía sencilla y alegre, muy alegre. Tiene que ser un Allegro molto, naturalmente"– elucubraba mientras caminaba. La otra preocupación sí lo atormentaba.

De pronto de un carruaje que pasaba cayó un tonel y le pareció escuchar el ruido del golpe; pero no más que eso. Los relinchos del caballo que venía por detrás ya no los sintió.

             ¡Sordo! ¡Sordo! Me estoy quedando sordo y nadie me puede curar. ¡Pero tengo que terminar esta obra ante todo!

            La Viena imperial de las primeras décadas del siglo XIX era considerada en ese entonces el centro del mundo. Alguna vez, años atrás cuando había pasado serios aprietos económicos, llegó a pensar que tal vez el Nuevo Mundo podía ofrecerle buenas posibilidades. Como músico no le sería difícil encontrar un espacio rápidamente. Pero en seguida desechó la idea: Viena lo ofrece todo, aunque nadie me cure mi sordera.



            Cabalgó casi todo un día sin parar, siempre hacia el oeste buscando la caída del sol. La soledad sobrecogedora del paisaje lo dejaba sin palabras. Lo que más le impactó fue el silencio: nunca en su vida había escuchado algo así, escuchar el más completo silencio. La ventisca del amanecer había pasado, y conforme avanzaba el día el cielo se ponía más azul, el sol quemaba más, y el mundo parecía detenerse. En un momento sintió extrañeza. No miedo; en realidad, temerario como era –a sus dieciocho años ya había tenido cuatro duelos, venciendo siempre al primer disparo– jamás sentía miedo. El paisaje y la sensación de desaparición de la vida eran extraños. Habiendo calmado totalmente el viento, con un silencio que nunca habido conocido antes, sintió la finitud.

            Cantó en voz alta, con todas sus fuerzas; quería escuchar algo familiar, algo que no lo impresionara tanto. Pero su voz no le parecía propia.

            "¿Será cierto lo del fantasma del jefe indio? ¡Pamplinas! ¡Cosas de indios!"

            Antes que comenzara a anochecer decidió dejar de avanzar por el desierto que se le abría ante sus ojos. Le daba lo mismo dirigirse hacia cualquier lado; no sabía dónde podían esconderse los tesoros, así que en el lugar donde se había detenido para acampar, ahí comenzaría a cavar al día siguiente. No había más que pobres arbustos para alimentar al caballo; pero eso no lo preocupaba tanto. Encendió una fogata y bebió una buena cantidad de aguardiente, suficiente como para hacerlo dormir toda la noche. O al menos, eso creía William. Pese a lo cansado que estaba y a la cantidad de licor bebida, no podía conciliar el sueño. El silencio comenzó a espantarlo.



            Merced a sus buenos contactos en la corte imperial, le recomendaron al médico más prestigioso de toda la ciudad de Viena, el doctor Flüssig, que también había atendido al Emperador en varias ocasiones. Con pompa un tanto excesiva y evidentemente estudiada, lo recibió dos días después de pedida la cita.

            "¡Es un gusto para mí poder atender a uno de nuestros más grandes músicos! Usted dirá, maestro ¿en qué le puedo ayudar?"

            Van Beethoven no entendió lo que le decía su interlocutor, pero dedujo que lo invitaba a presentar el motivo de su visita. Con voz queda, entrecortada por la angustia que lo embargaba, habló en forma tan débil que el médico debió pedirle que repitiera lo que decía, tocándose el oído para dar a entender que no había escuchado.

            "¿Este también es sordo entonces?"–, se preguntó despavorido. –"¿Y estará en condiciones de ayudarme?"– La cara bonachona del doctor Flüssig lo estimuló a contar nuevamente el problema, aunque sin mayor convicción.

            La segunda vez habló con mayor reciedumbre. Entonces vino una andanada de preguntas por parte del galeno que, viendo que su paciente no podía contestarlas –pues no las escuchaba– optó al momento por escribirlas.

            Se sorprendió sobremanera cuando se enteró que el consultante estaba musicalizando la "Oda a la Alegría". No lo podía creer, no le cuadraba la situación: un sordo desahuciado alabando la alegría. "¡Increíble!, ¡realmente increíble!", se dijo para sí.

            "¿Y por qué decidió ese poema precisamente, maestro?", escribió casi con ingenuidad el doctor.

            "¿Acaso los sordos no tenemos derecho a sentirnos alegres también?" En ese instante quiso retirarse, pero una mínima consideración por las reglas de urbanidad le dijo que sería mejor terminar la entrevista, aunque todo le hacía suponer que no le serviría de nada. Unos minutos después, ya en la diligencia que lo transportaba de nuevo a su casa, rompió la receta.

            ¡Qué imbécil! ¡Como que un sordo no pudiera sentirse alegre! ¡Qué imbécil!  Y si él también es medio sordo…



            Cuando amaneció sintió un gran cansancio; había dormido muy mal. No por las condiciones: de hecho, buena parte de las noches de su vida las había pasado a la intemperie, en las montañas, persiguiendo "buscados por la justicia", durmiendo entre rocas y serpientes. Lo que le había impedido dormir era esa sensación de desasosiego que le iba calando cada vez más hondamente.

            Por la mañana no había nada de viento, y una vez más el silencio absoluto del desierto lo acongojaba. Para romper esa impresión intentó silbar, cantar; incluso disparó un par de tiros con el revólver. El eco llevó el ruido de las explosiones por las tonalidades más increíbles. Seguramente van Beethoven hubiera sentido envidia de esa composición. Para William todo esto era lo más lejano que pudiera imaginarse respecto a la alegría. Amaba la soledad, le fascinaba. De hecho, con sus dieciocho años y su imagen de aventurero mercenario, había decidido nunca en su vida criar hijos. El era un solitario por naturaleza. Pero lo que sentía ahora le empezaba a hacer pensar en las palabras de advertencia del teniente Bush: –"¿por qué no lo escuché?"

            Con un largo trago de aguardiente tomó el valor necesario y comenzó la tarea. Prolijamente buscó el lugar que le parecía más adecuado, colocó los explosivos y tendió unos cien metros de cuerda hasta el detonador en una suerte de pequeña caverna formada por la unión de dos grandes piedras. Allí, debiendo entrar agachado, y supuestamente bien guarnecido de la explosión que iba a tener lugar en lo que esperaba fuera el primer punto donde comenzar la búsqueda de oro, oprimió el detonador.

            El ruido se expandió por todo el desierto. Se encontraba en un amplio valle, y las colinas rocosas que se extendían por todo alrededor funcionaron como monumental caja de resonancia. Algunas piedras pequeñas llegaron hasta su improvisado refugio. Esparcido ya el polvo salió de la cueva y se sorprendió cuando vio a su caballo relinchando despavorido… y no pudiéndolo escuchar.

            Lo había dejado bien amarrado a unos cincuenta metros más atrás de las piedras que eligió para protegerse; el animal se había asustado con la explosión y trataba de liberarse de sus riendas. Con sus patas delanteras desafiantes relinchaba con todas sus fuerzas. Esto lo veía William, pero no podía escucharlo.

            En un primer momento pensó que sería el efecto normal de un gran ruido: una sordera momentánea que pasaría en unos pocos minutos. Pero no fue así.

            Corrió hasta el hoyo que había abierto y comenzó su afanosa búsqueda; al principio ordenadamente, luego casi desesperado, iba arrojando los peñascos esparcidos por la explosión. La sensación fue ambigua: estaba que se moría de la alegría por el tamaño de la pepita de oro encontrada –nunca en su vida había visto algo semejante–, pero al mismo tiempo estaba aterrorizado, pues cantaba a todo pulmón para festejarlo… y no se podía oír.

            "Ya se me va a pasar. Se me tiene que pasar, esto es momentáneo"–. Volvió a disparar al aire para comprobar si escuchaba. Pero el silencio ante el disparo se lo confirmó en forma lapidaria: había quedado sordo.
                                       


            Hacía tiempo que no daba conciertos ni dirigía orquestas. No podía. Se había dedicado por completo a la composición; para esto no era necesario escuchar, bastaba la audición interior. Le hubiera gustado seguir su carrera de intérprete, o incluso de director, con las cuales se sentía muy a gusto. Pero las circunstancias de la vida lo habían obligado a adentrarse en este otro campo.

            Por supuesto que no le desagradaba componer; era una de sus pasiones, sin dudas. Lo que le atormentaba –o al menos le atormentó al inicio de la sordera– era la imposibilidad de presentarse en público. Hablar con la gente no era algo que le inquietara. En realidad, durante toda su vida hasta los primeros síntomas de la hipoacusia, nunca había sido muy sociable. Con la sordera, su actitud huraña se potenció en forma absoluta. Le preocupaba no poder ofrecer conciertos. Lo demás, no contaba.

            En el primer momento de la manifestación de la enfermedad se sintió especialmente angustiado; el mundo se le venía abajo. Luego, en forma bastante rápida, lo fue superando. Se volvió más taciturno que lo que había sido hasta ese entonces, mucho menos conversador –y de hecho ya lo era muy poco–. A lo único que se dedicaba ahora era a componer; y no ante el piano. Componía en cualquier lado, sentado a la mesa, caminando por algún parque, absorto en largos silencios y mirando el cielo.

            Había comenzado con la música para los versos de Schiller considerando, en una primera idea, que ese fuera el inicio de la sinfonía; pero luego decidió dejarlos para el cuarto y último movimiento. Según pensaba, eso le daría más magnificencia al conjunto de la obra. Tres movimientos que van preparando el final, y un final espectacular. Nunca había usado coros para una obra sinfónica, y no era un experto operista. En realidad, no le gustaba cantar. Sí silbar. Y con la sordera sucedía algo tragicómico: como no podía escuchar lo que silbaba, y por supuesto seguía haciéndolo, no podía graduar la intensidad del silbido. Por tanto, siempre silbaba en un fortissimo del que jamás se enteraba. Ese era otro de los motivos que movían a la burla a los niños que le conocían. "El viejo loco y sordo que silba tan recio"; eso pasó a ser van Beethoven.

            Cuando le hablaban, aunque no escuchaba pero igualmente viendo que le dirigían la palabra, prefería no contestar. No le preocupaba en lo más mínimo pasar por un maniático.
            "Ante tanta estupidez de la gente a veces es más alegre no escuchar nada. ¿Me podría permitir decir '¡viva la sordera!' o sería demasiado cáustico?"–. Esa pasó a ser su "filosofía", o su actitud de resignación ante lo inevitable.



            Inmediatamente comprobó que era inevitable: estaba sordo. ¿Qué más podía hacer que resignarse? De todos modos él se había internado en el desierto para hacerse rico; y en sus manos tenía la evidencia que lo había conseguido. Lo demás no importaba.

            Buscó en torno al enorme hoyo dejado por la explosión y el asombro cada vez era mayor: había pepitas que llegaban a una libra de peso. En no más de una hora de trabajo recolectó una increíble cantidad de oro con lo que llenó las dos alforjas del caballo. Para poder llevar lo más posible, las vació completamente, dejando espacio sólo para el oro. Lo único que apartó y guardó en la chaqueta fue una botella de aguardiente. 

            No cabía en sí de la alegría. Empezaba ya a pensar cómo gastaría tanta fortuna, y cómo haría para sobrellevar la sordera. Y así, rebosante de alegría, emprendió el camino de regreso. Esta vez prefirió no cabalgar de prisa. ¿Qué apuro tenía? Lo que le había tomado un día para internarse, ahora lo haría quizá en dos. Le faltaba una noche en el desierto, para lo cual tenía sólo la bebida. Decidió que cazaría algo, si podía; si no, aguantaría un poco de hambre. El Fuerte Rackliff no quedaba muy lejos.

            En verdad, si bien le preocupaba, no lo angustiaba tanto sentirse sordo.

"Con dinero todo es sobrellevable"–, pensaba. Para realizar todo lo que se le iba ocurriendo que haría a partir de la fortuna encontrada, no era imprescindible oír.

"No me voy a dedicar a la música precisamente"–.

Durmió bien, no como la noche anterior. Cuando dormía al aire libre –cosa que le era muy familiar– estaba siempre muy vigilante de cualquier ruido. No fue este el caso en esta última noche en el desierto.

"Quizá la última vez que duermo en el descampado. A partir de ahora: buena cama, buen trago, buenas mujeres. Sí señor."– Esta vez durmió con placidez porque no lo preocupaban cercanías molestas, ni de animales ni de bandidos.

"¿Quién va a ser el loco que se atrevería a internar en este infierno?"                    

A media mañana del viernes 7 de mayo de 1824 William Mc Donald regresaba al Fuerte Racliff ante la sorpresa, y al mismo tiempo la admiración, de oficiales y soldados.

"¿Cómo lo hizo?"– fueron las primeras palabras de todos, que debieron serles transmitidas con gestos al sordo William dado que no sabía leer.

"No fui yo quien lo hizo, fue Dios"–, se limitó a responder Mc Donald con calma glaciar.



            La noche del viernes 7 de mayo de 1824 la Opera de Viena lucía como nunca antes lo había hecho, y como nunca más en la historia volvería a lucir. Se había dado cita ahí lo más rancio de la aristocracia del Imperio, así como embajadores y personajes del mundo político y cultural de toda Europa.

            Unos minutos antes de levantarse el telón van Beethoven entró en pánico y prefirió no salir al proscenio. Fueron necesarias las más increíbles súplicas –por supuesto, no verbalizadas– para que finalmente se decidiera. Tembloroso como nunca antes se había sentido en su dilatada vida sobre los escenarios, debió apelar a un largo trago de cognac para darse el valor suficiente.

            Sorprendiendo a un público que colmaba en su totalidad la sala, van Beethoven salió de espaldas y en ningún momento quiso mira hacia atrás. El silencio previo al inicio del Allegro inicial podía hacer pensar en la soledad absoluta del desierto. La parodia salió muy bien. No era él quien efectivamente dirigía la orquesta –sólo gesticulaba– sino su discípulo Hermann Ziegel, semi oculto al público pero visible a los músicos. Esto nadie lo supo hasta varios días después del estreno.

            La obra sorprendió a todos. Era primera vez que se escuchaba una fuerza expresiva tal, con tanta magnificencia, con un volumen sonoro tan monumental que no podía creerse. Si los tres primeros movimientos impresionaron, el cuarto, con cuarteto de voces solistas y gran coro mixto, dejó definitivamente atónitos a todos. La alegría que transmitía la musicalización del poema de Schiller era euforia, era embriaguez, era la gloria triunfal.

            Alguna dama de la alta sociedad estuvo tentada de bailar esa melodía tan entradora, tan pegadiza aunque, por supuesto, se abstuvo de hacerlo –las buenas costumbres lo desaconsejaban.

            Terminada la Novena Sinfonía los aplausos se prolongaron por espacio de diecisiete minutos. Van Beethoven no quiso darse vuelta y mirar al público sino hasta que la súplica con lágrimas en los ojos de la primera viola –Anna Lautenbacher– lo logró. Van Beethoven estaba bañado, por la transpiración producto de casi una hora de dirección efusiva, y por un llanto incontrolable que se prolongó hasta la sala de recepción.

            Alguien le escribió en un papel: "Maestro, ¿cómo pudo escribir algo así?"

            –En italiano, van Beethoven se limitó a decir: "Non sono stato io che l’ha fatto. È stato Dio" ("No fui yo quien lo hizo, fue Dios").


viernes, 27 de julio de 2018

LAS TORRES GEMELAS FUERON DERRIBADAS POR EL PROPIO GOBIERNO DE ESTADOS UNIDOS





CONFESIONES DE UN AGENTE SECRETO


Mire, doctor: todo lo que le cuento es real. Le pido que me lo crea tal como se lo relato, ¿por qué habría de mentirle?

En realidad, el italiano era mi abuelo paterno; de Calabria. Mi papá ya nació aquí, y yo también, claro. Aunque siempre mantuvimos el idioma; bueno, yo ya no tanto, pero todavía puedo hablar bastante en dialecto siciliano. Y me defiendo aceptablemente en italiano.

Pero, eso no importa. Lo cierto es que yo, desde siempre, estuve en el medio de estas tormentas. ¡Usted no se imagina lo que era vivir en esa familia! Siempre con sonrisitas, pero por detrás una violencia que no tenía nombre…. Así me fui criando, entre mafiosos y armas. Creo que sería tonto decir que me arrepiento. ¡Como si fuera posible arrepentirse de la familia que uno tiene! La familia uno no la busca; le viene. Por eso…. no creo que sea correcto planteárselo así, ¿no le parece, doctor?

Bueno, pero esa fue mi historia, y nada podemos hacer ahora. Me acuerdo cuando era un jovencito –doce o trece años habré tenido– y presencié por primera vez un asesinato. En realidad no tenía nada que ver mi familia en ese caso, pero era por el barrio donde vivíamos. Después ya me fui acostumbrando. Uno se acostumbra a todo, ¿vio, doctor? También a la muerte. No sabría decirle si hoy a mi me gustaría matar a alguien; no lo sé. Pero, al menos, no me asusta pensar en que tengo que volver a hacerlo.

En verdad, cuando hablo de todo esto me agarra un poco de angustia. ¡Sí, de verdad! ¿Por qué no me puedo angustiar yo también, doctor? Claro, usted pensará que porque soy un asesino no me angustio. Mire, le voy a decir que yo tengo más moral que más de uno de esos monstruos para los que trabajo. O que trabajé, mejor dicho; porque ahora que ya no me necesitan, me abandonaron.

Culpa, culpa propiamente dicha.... no, eso no siento. Siento, o más bien: sé, sé racionalmente que todo lo que hice puede ser criticable. Pero mire, al fin y al cabo si uno se pone exquisito y empieza a analizar bien las cosas encuentra que todo es criticable. ¿Cómo se hacen las grandes fortunas? Trabajando, seguro que no. ¿Cómo se hace para volverse famoso? Por lo que yo he visto, vendiendo el alma al diablo. En fin: todo se puede criticar. ¡Mire los comunistas! Se llenan la boca hablando de pueblo, de igualdad, y los dirigentes viven en grandes palacios, con cuentas secretas en los bancos suizos.

Pero nos vamos del tema. Yo le decía, doctor, que no siento una particular culpa por todo lo que hice; en todo caso tengo que confesarle que tengo.... resentimiento. Sí, eso: re-sen-ti-mien-to. Por cómo me trataron, por cómo me usaron. Mire qué cínicos: ahora que paso a ser un estorbo me dejan en un hospital psiquiátrico y me hacen pasar por loco. ¡Y le aseguro que loco no estoy! Eso es lo que me molesta, lo que me encoleriza. Haber participado en acciones secretas.... bueno, en sí mismo eso no tiene nada de malo. Me encoleriza ver cómo se usa a la gente.

Será que uno, conforme se pone más viejo, busca reflexionar un poco más sobre las cosas. No sé, no me quiero hacer el filósofo, pero desde hace un tiempo vengo pensando, cada vez más, en lo terrible que podemos llegar a ser los seres humanos. No sólo que podemos llegar a ser; yo diría, peor aún: que somos. ¿Alguna vez se puso a pensar en eso, doctor? Es para llorar, realmente.

Pero entiendo que a usted no le interesan todas estas disquisiciones. Volviendo a mi caso, entonces, le cuento que a los 16 años ya trabajaba como pusher. Fue mi hermano mayor el que me dio esa responsabilidad; para ese entonces mi papá ya estaba muy enfermo y casi no se ocupaba de los negocios.

De joven a mí no me interesaba la política. Tampoco ahora, para ser franco. A decir verdad, si bien trabajé por años para la CIA, nunca me interesó la política. ¿Vio, doctor, eso que siempre se dice: que la política es sucia, es puro negocio? Bueno, es así. Rotundamente se lo aseguro, yo que estuve más de treinta años ligado a ese mundillo. Es lo peor que se puede concebir, peor que nosotros, los asesinos y mafiosos. Pero, ya ni sé cómo, entré a ese mundillo.

Sucede que la sensación que ahí se tiene es muy agradable. Es como con las drogas: una vez que uno entra ya no quiere salir; no es que no pueda salir. No quiere. Yo conocí don nadies que, una vez llegados a ese ámbito, daban su vida por seguir ahí. A mí, para serle franco, nunca me fascinó. Me gustaba porque me permitía ganar mucho dinero, ¡pero mucho!, sin tener que arriesgar tanto la vida como mis hermanos. Ellos siguieron siempre en el hampa; en el hampa no legal, digamos: drogas, juego, robo de vehículos. Yo, en cambio, hasta tuve pasaporte diplomático. Me acuerdo que estuve en situaciones que, cuando luego lo contaba en familia, no se podía creer: desayunos de trabajo con ministros de los paisuchos pobres, de Latinoamérica casi siempre, veladas de gala con la crema, hasta un par de veces cené con reyes: los de España y los de Suecia. Ah, también me vi algunas veces con reyes africanos; pero esos no son reyes de verdad. A más de uno –me daba risa– los nombramos reyes nosotros, con la Agencia.

Pero, bueno: todo eso no le interesa…. eso creo, ¿no, doctor? Si le interesa puedo contarle con lujo de detalles. De todos modos dejémoslo para después; supongo que tendremos mucho tiempo para conversar. Como le decía: he visto cada cosa en mi trabajo que si las cuento, estoy seguro que quien me escucha no las podría creer.

Claro, yo tenía un puesto muy particular: fui, por más de diez años, encargado de operaciones especiales. Le aseguro que no cualquiera llega a eso, no cualquiera. Y lo obtuve, ¡se lo aseguro, doctor!, por mérito propio. Nunca fui de buscar mucho las recomendaciones. Quizá pude subir tanto en la Agencia por un par de motivos que no todos pueden manejar: mi facilidad para los idiomas, y mi sangre fría.

Sí, no se ría. Las dos cosas ayudan, seguro. ¿Usted cuántos idiomas habla? Claro, me lo imaginaba: como todos los ciudadanos de este país sólo habla inglés. Está bien, no hay por qué buscar ser un erudito; ¡pero mire que somos cerrados los americanos! No pasamos del inglés, la Coca-Cola y el Mc Donald's. En verdad no sé si me considero un simple ciudadano americano. No, creo que no, aunque nací y me crié aquí. Bueno, pero como le decía: por diversos motivos tuve la suerte de aprender algunos idiomas, y nunca me costó. Ya en mi barrio, de chico, donde convivía con gente de todas partes del mundo, chapuceaba español y árabe, además del dialecto de mi familia. En realidad nunca fui buen alumno, para ninguna materia, pero con los idiomas sí era talentoso. Así aprendí también un poco de francés, y hasta algo de chino.

Y la otra cosa que me ayudó a subir, como le decía, es mi sangre fría, mi tranquilidad en los momentos difíciles. Así debe ser un agente encubierto; al menos eso nos repetían hasta el hartazgo en los cursos en la Agencia. Me acuerdo una vez, en Nicaragua, con el sandinismo, cuando tuve que neutralizar…… ¿cómo dice, doctor? Sí: neutralizar es matar. Bueno, cuando tuve que matar a un dirigente comunista de Cuba que estaba apoyando a los sandinistas, y se hospedaba en un hotel lujoso. Así disimulaban, claro. Él era un instructor militar, muy bien preparado, y como sabían que nosotros los veníamos siguiendo, para despistar, haciéndose pasar por diplomático, paraba en un hotel cinco estrellas. Recuerdo que me metí en su cuarto, lo ahogué en la tina del baño, y luego encargué la cena, tranquilamente, haciéndome pasar por él. El problema fue cuando vino la puta que había pedido a la habitación. Ya ni me acuerdo cómo manejé la situación; lo cierto es que hasta hicimos el amor con el cadáver en el baño, cenamos juntos, y luego pude despacharla sin que sospechara nada. Y nadie se enteró del asunto hasta cuando, a la mañana siguiente, después de dormir como un oso, yo ya había dejado el hotel. ¡Eso es sangre fría!

Me imagino que ustedes, psiquiatras y psicólogos, no dirán "sangre fría". Ustedes me llamarían, si no me equivoco, psicópata. Bueno, ¿qué le voy a decir? Si ese es mi nombre científico, bienvenido. Es como las plantas: pobrecitas, ellas no saben qué son. Son plantas nomás, aunque después las llamemos con nombres rarísimos en latín. Nosotros, los que hacemos los trabajos sucios, somos enfermos, pero ¿qué son los que firman los decretos para invadir un país, para bombardear, para dar luz verde a una operación secreta? A esos ningún médico los diagnostica, ¿verdad?

Mire, doctor, le voy a decir algo, y no crea que me estoy enojando con usted: en el mundillo político que maneja este país, y me atrevo a decir aún: entre los empresarios multimillonarios que son los que realmente mandan, usted va a encontrar que está lleno de locos, maniáticos, sedientos de poder, insaciables. Se lo digo con certeza, porque yo trabajé treinta años para ellos.

¿Vio que siempre se dijo que Hitler era un chiflado, que eyaculaba de emoción escuchándose a sí mismo cuando pronunciaba sus discursos? Bueno, mis patrones son más locos todavía. Pero ellos son los que dirigen el mundo ahora, y nadie les va a hacer un diagnóstico de psicopatía, o como se llame eso.

Los locos somos nosotros, las pulguitas, los que hacemos los trabajos sucios. Somos locos cuando caemos en desgracia, como yo ahora; antes era "un glorioso defensor de la patria". ¡Da risa!

¿Cómo fue? Bueno, prepárese a escuchar algo inverosímil, doctor.

¿Se acuerda de Frank Carlucci? El fue Secretario de Defensa con Reagan, y antes, jefe de la CIA. Dado que los dos somos de origen italiano, él, al saber de mí en la Agencia, al saber de mi buena reputación laboral, de mi profesionalidad, me buscó. Para ese entonces –hace ya más de quince años– yo ya era conocido por mi prolijidad para los trabajos. Me tenía mucho aprecio, y tengo que reconocer que no me caía mal. Por lo menos no era un estúpido fanático de la comida rápida, y muchas veces compartíamos buena pasta con algún Chianti italiano. Sabía comer…

Bueno, como nos entendíamos, nació una cierta camaradería que se mantuvo por años. Fue con él, hace ya años, que conocí al que fuera Primer Ministro británico, John Mayor, cuando manejábamos la Guerra del Golfo. Ellos como políticos, yo como operador de la Agencia. Yo era el contacto para diagramar todas las noticias de CNN. ¡Qué manera de mentir! Bueno, así es mi trabajo.

Recuerdo que unos meses antes de la guerra tuve ocasión de conocer en persona a Osama Bin Laden, pero no por cuestiones militares directamente, sino por algo en relación a un embarque de goma arábiga que hacía él para la Coca-Cola. Me acuerdo bien, porque años después me volvería a llamar la atención la coincidencia, ya que todo eso del embarque tenía que ver con una megaempresa, el Grupo Carlyle, a quien también pertenecen Mayor y Carlucci. Y Bin Laden. Bueno, más bien el Grupo Bin Laden, con sede en El Riad, Arabia Saudita, que está muy cerca, aunque usted no me lo crea, doctor, de los republicanos.

Sí, doctor: así como lo escucha. Creo que usted no me cree mucho de lo que le digo. Ahora bien: ¿qué interés tendría yo en engañarlo a usted ahora? Sé que no estoy loco, pero usted, de todas formas, va a tener que certificar que soy un demente, porque grandes poderes se lo van a solicitar. Todo lo que le cuento es la pura y descarnada verdad; pero como eso no conviene a peces gordos, yo tengo que salir de escena. ¿Y qué mejor que internarme en un manicomio?

Sin embargo, ahora que ya empecé a contarlo, quiero decírselo todo, doctor. Usted me cae bastante bien, me parece un buen tipo: es de los que hablan sólo inglés y lleva a sus hijos los domingos a comer a Mc Donald's. Pero, créame: me gusta la manera que tiene de escucharme.

Bueno, este Grupo Carlyle, al menos hasta donde yo sé, es un monstruo valuado en alrededor de catorce mil millones de dólares. Se ocupa de todo un poco: lo forman otros monstruos no menos enormes, como las United Defense Industries, de Virginia, la Raytheon, con sede en Massachussets, y la Bush Energy Oil Company, de Texas. Ah, y también la Enron, esta empresa que acaba de estar en el tapete con motivo de los famosos fraudes, ¿se acuerda, verdad?

Ya ve, doctor: no es para andar jugando toda esta gente. Además, como le dije, están los árabes del Grupo de Bin Laden. Estos, que no son ningunos estúpidos para hacer negocios, son socios de la familia Bush; de hecho el hermano mayor de Osama, que se llamaba Salem –y lo recuerdo porque a mí me tocó supervisar el peritaje que se hizo cuando cayó el avión en que viajaba, y murió, en Houston, en el '93, porque se pensaba que podía ser un atentado– fue el fundador de la Bush Energy Oil, con el viejo Bush, el que fue vicepresidente con el vaquero Reagan, antes de ser presidente y atacar Irak, allá en los '90. No sé exactamente de qué manera, pero esa petrolera es algo así como subsidiaria de la Chevron/Texaco. ¡Todo en grande, muy en grande!

Bueno, ese Grupo Carlyle, come le decía, maneja mucha plata, y mucho poder, pero mucho. Para que vea: fabrican, por medio de la Raytheon, los sistemas de guía para los misiles Tomahawk, los sistemas de posicionamiento global por satélite, y también sistemas integrados de radar para todas las fuerzas armadas del país. Se imagina los dólares que puede mover todo eso, ¿verdad?

Además, la United Defense, otro de sus brazos, fabrica los sistemas de lanzamiento de misiles para la Marina y la Fuerza Aérea. O sea que los misiles Tomahawk, de Raytheon, se lanzan desde plataformas fabricadas por United Defense instalados en cada barco y submarino de la Marina y en la mayoría de los bombarderos B-52, B-1 Lancer y B-2 Spirit de la Aeronáutica.

¿Entiende, verdad? Todo queda en casa. Además el Grupo Bin Laden fue el principal contratista civil para la reconstrucción de Kuwait tras la Guerra del Golfo, y es en la actualidad el contratista de ingeniería civil más grande en Medio Oriente, siendo muy probable –ya no tengo esos datos– que quede como una de las principales empresas encargadas de la reconstrucción de Irak.

Por supuesto que la imagen de Osama es la del demonio tras los atentados del 9/11; pero es parte del espectáculo, doctor, como siempre. Los negocios pueden tolerar –y hasta necesitan– un poco de circo. Eso les da sabor.

Bueno, en realidad esto de Bin Laden, aunque sabemos que puede estar bien montado, no fue algo tan simple de digerir. Y ahí vienen mis problemas.

Los negocios son una cosa, pero jugar con las personas es algo distinto. Y le quiero decir, doctor, que han jugado con la CIA. Yo entiendo y acepto que el jefe es el jefe. Alguien tiene que mandar, ¿no? Y los que no somos jefes tenemos que cumplir las órdenes. Eso es general, no sólo dentro de la disciplina militar. También vale para usted, doctor, que es un buen ciudadano y paga sus impuestos sin hacerle daño a nadie. Mire: los poderosos ordenan, y la mayoría silenciosa cumplimos los mandatos. Claro, cuando uno es agente encubierto de la CIA tiene la sensación que es parte del mecanismo de poder, que las órdenes y el manejo del mundo pasa por las manos de uno. Pero si se pone a pensar un poco ve que es un minúsculo engranaje de una máquina tan compleja, tan enorme, tan despiadada, que termina por asustarse. Lo que se ve, doctor, es que el poder es tan pero tan lejano a nosotros, que mejor ni preguntarse esas cosas, para no terminar llorando, o pegándose un tiro.

En un tiempo yo pensaba que efectivamente todos éramos parte de la cadena, que cada uno de nosotros ponía su granito de arena para la grandeza del país, y que todos gozábamos los beneficios. ¡Qué complicado todo esto!, ¿no le parece? Pero los que ya peinamos canas, si nos detenemos a pensar un poco, podemos ver la otra cara de la moneda: vivimos para tomar Coca-Cola, comer Mc Donald's, y no pensar. Fundamentalmente eso: no pensar. Por supuesto, mientras tengamos la refrigeradora llena y el carro parqueado frente a la casa, ¿quién necesita pensar?

Pero a veces, en los momentos difíciles, es bueno ponerse a pensar. Yo, ahora, estoy pasando un momento muy difícil, como se dará cuenta. Por tanto, he estado reflexionando mucho; estuve pensando cosas que antes jamás en toda mi vida había considerado. Por ejemplo: ¿para qué y para quién trabajé treinta años?

Me entiende, ¿no, doctor? ¿Para quién trabajé toda mi vida? Para un grupo de ricachones que, cuando les servía, me trataban bien, y cuando ya no les interesé, me neutralizan metiéndome en una casa de locos. Es triste, pero es así.

Resulta que en la Agencia teníamos información acerca de los atentados que se venían el once de septiembre; lo sabíamos. Por mis manos pasaron los nombres de varios de los suicidas. Creo que todos lo sabían. Mire, para darle un ejemplo, y siempre hablando de negocios: la firma Morgan, Stanley, Dean, Witter & Compañía, que me imagino debe conocer, ganó 1.2 millones de dólares, y más todavía ganaron los de Merril Lynch –creo que como cinco millones y medio– mediante la ejecución de una herramienta bursátil llamada Put Option con acciones de American Airlines,  dos semanas después de los atentados.

¿No entiende? Bueno, le explico. El Put Option es una opción que cubre riesgos, así de simple. Si uno compra una acción a un dólar y una semana después se la regresa al emisor y la acción vale, digamos, ochenta centavos de dólar, el emisor está obligado a pagarte los dos centavos de diferencia más el dólar que le costó la acción. Este es una herramienta financiera usada por muchas compañías dentro de NASDAQ y la NYSE para agenciarse de capital fresco. Pero aquí viene lo sorprendente: ambas compañías que le mencioné, doctor, estaban localizadas en las torres gemelas –una en cada torre–. Curiosamente ambas habían comparado acciones de American Airlines entre el 6 y el 10 de septiembre mediante Put Options, y ambas se las volvieron a vender a la aerolínea mediante la ejecución del contrato entre el 29 de septiembre y el 10 de octubre, cuando el valor de la acción había caído casi un cuarenta por ciento. Otra cosa llamativa es que el día del atentado, ninguno de los altos ejecutivos de ninguna de las dos compañías se encontraban en sus oficinas a la hora del ataque. Llamativo, demasiado coincidente, ¿verdad?

Bueno, por lo que se ve, había mucha gente que sabía lo que iba a suceder. Yo, varios meses atrás, cuando veía que se venía encima el atentado, hice algo que –ahora me doy cuenta– fue muy osado: al no encontrar todo el eco que esperaba en mis jefes de la Agencia, acudí a Carlucci. Pensaba que, dada la confianza que había y el aprecio que él me tenía, iba a sorprenderse con lo que le contaba, e iba a reaccionar haciendo algo. Pero no sabía lo que me esperaba.

Él, como le dije hace un rato, es un alto ejecutivo del Grupo Carlyle, por lo que sabía, o supongo que sabía, lo que se había tramado. Algún tiempo después me di cuenta de todo; recuerdo que un año atrás, más o menos, había leído un documento de una Fundación que apoya a los republicanos donde decía que necesitamos "algún hecho catastrófico y catalizador, como un nuevo Pearl Harbor". Ya estaba todo planificado, doctor, ¡todo!

¿Que no entiende? Pero si está clarito: un atentado terrible, la imagen de un monstruo asesino como Osama Bin Laden que puede justificar cualquier cosa, una buena campaña mediática, y las circunstancias están preparadas para lo que viene después. Como dijo la Secretaria de Estado, Madeleine Albrigth: "Mc Donald's no puede expandirse sin Mc Douglas, el fabricante de los aviones F-15." Es decir: ya tenemos el nuevo Pearl Harbor para ir a buscar el petróleo de Hussein; y de paso, en la operación, se gastan unos cuantos milloncitos en los equipos que fabrican los amigos. ¿Entiende ahora, doctor?

Mire: en realidad no es ni mejor ni peor que tantas acciones en las que me tocó intervenir. La diferencia, quizá, está en el volumen de dinero que se mueve aquí; pero en lo sustancial no es muy distinto de lo que hice toda mi vida, o de lo que siguen haciendo mis hermanos en el Bronx. El error de cálculo que tuve fue pensar que la Agencia tiene más poder del que tiene. Hasta el momento en que fui a ver a Carlucci pensaba que de verdad importábamos como mecanismo de control, que éramos una policía especializada muy tenida en cuenta. Pero me encontré con que no es así.

Cuando los que mandan de verdad –gente como los del Grupo Carlyle– nos necesitan, nos llaman urgente. Pero nosotros no contamos en la fiesta. Ahora que yo creía que estaba cumpliendo a la perfección mi trabajo de detective, que habíamos descubierto un plan delictivo y lo podíamos detener a tiempo, veo que los delincuentes no son los árabes terroristas, sino mis propios jefes. ¡Me indignó, doctor! Sí, me indignó profundamente. Y no pude contener la cólera. Recuerdo que ya me empecé a desesperar luego de la entrevista con Carlucci; me recibió apenas unos minutos en su oficina, y hasta llegó a decirme que yo estaba exagerando. ¡Se imagina! Alguien que fue director de la Agencia, que conoce a cabalidad el trabajo, que sabe que en estas cosas ninguna exageración es grande…. Ya desde ese momento algo me olió mal, y empecé a adentrarme un poco más en el tema. Cuando tuve más claro de qué se trataba, no pude evitarlo y generé esa entrevista con los periodistas franceses para contarles todo.

Mire, a esta altura de mi vida y habiendo trabajado tres décadas en la CIA, ya no me puedo tomar en serio eso de la defensa de la patria. ¿Qué es la patria, doctor? Se puede defender –como dijo la Albrigth– a Mc Donald's; eso es concreto. Y para eso están los F-15, y todos los arsenales que se le puedan ocurrir. Y para eso estamos nosotros, los asesinos bien preparados de la Agencia, fríos y calculadores. Pero ¿defender la patria? Alguna vez me lo creí en serio, se lo juro. Yo combatí en Vietnam, y me sentía orgulloso de defender la bandera patria. Pero ya estoy viejo, ya mentí mucho en mi vida, ya vi lo que es el poder, y no puedo tomarme en serio todo eso, doctor. Está bien para enseñárselo a los niños en la escuela, pero no a los 57 años de edad.

Además…. no me aguanté que se menospreciara de tal forma nuestro trabajo, mi trabajo. Menos aún por uno de los nuestros, por un tipo que fue jefe de la Agencia. ¡No lo soporté!, y decidí hablar.

Aquí están las consecuencias.






jueves, 26 de julio de 2018

LAS RELIGIONES SON TREMENDAMENTE MACHISTAS. ¡TODAS!






Durante la guerra en Bosnia el Papa Juan Pablo II mandó una carta abierta a las mujeres que habían quedado embarazadas después de ser violadas, en la que les pedía que no se practicaran un aborto y que cambiaran la violación en un “acto de amor” haciendo a ese niño carne de su carne.




miércoles, 25 de julio de 2018

LOS MACHOS NO SON TAN MACHOS….





En la ciudad de Guatemala hace algo más de una década había alrededor de 30 transexuales (travestis, hombres vestidos de mujer) ofreciendo servicios sexuales. Hoy hay más de 300. Sus clientes son siempre, exclusivamente, varones. En otros términos: machos llamados heterosexuales (que quizá también son homofóbicos, se golpean el pecho y van a alguna iglesia).

Si a un “macho como debe ser”, esos que “se cogen” a un travesti (según su decir, claro) se le dice que su relación es homosexual, porque hombre con hombre… es eso: homosexual (del griego homoios = igual, y del latín sexus = sexo), seguramente reaccionará airado. “¡Yo no soy ningún marica!”

¿Qué significa todo esto? Si la oferta de transexuales aumentó un 1.000 % en una década, ello indica que aumentó la demanda. ¿Los varones ahora son más “degenerados”? ¿O, en realidad, nunca los “machos” fueron tan machos?




martes, 24 de julio de 2018

“CASI MUERTO, NO HAY QUE DARSE POR VENCIDO”






Mi amigo Walter Neumann, nacido en Chile como descendiente de una familia nazi fugada al finalizar la Segunda Guerra Mundial –por lo que manejaba un perfecto alemán– obtuvo recientemente su doctorado en musicología en Viena. El tema que investigó fue la obra de Franz Xaver Süssmayr, conocido fundamentalmente por haber sido quien completara el Réquiem o Misa de Muertos que dejara inconcluso su maestro Wolfang A. Mozart.

Llegó a meterse muy a fondo en la vida y obra de este clarinetista y compositor, de quien en realidad poco se sabe, siempre opacado por la grandiosidad del célebre maestro vienés. De sus incansables búsquedas proviene la carta que ahora vamos a hacer pública. En realidad, la misma no es nada misterioso que haya estado guardado por motivos especiales, por seguridad, para resguardar algún comprometedor secreto. No, nada de eso; simplemente, como sucede tantas veces, se traspapeló. Quiso la paciencia metódica de Werner encontrarla por casualidad. Lo interesante es que transmite una faceta del genial compositor austríaco nada conocida para nosotros, pero sin dudas muy familiar para Süssmayr.

La carta está fechada el 20 de diciembre de 1792, algo más de un año después de la muerte de Mozart. Se la dirige a su hermana, contando algunas cosas personales irrelevantes al día de hoy, y fundamentalmente ensalzando la figura de quien fuera su figura rectora, su guía, su modelo. Por cierto, modelo a imitar no sólo en lo musical, como el propio Süssmayr dirá, sino como patrón de vida. Desde ya, en todo momento el discípulo se siente inferior a quien fuera uno de los grandes genios musicales de la historia; en eso ni siquiera pretende competir, y con toda la humildad del caso lo reconocerá en esta y otras cartas. Lo importante ahora –por eso incluimos esta pequeña pieza literaria– es rescatar lo que el mismo Süssmayr intenta poner en alto: que aun muriendo, cuando hay algo que decir, algo que transmitir, pese a todo –ya verán lo que nos dice en la misiva– es posible sobreponerse a las cosas más adversas. Hoy, tal vez, podríamos decirlo con una frase que ya se ha vuelto legendaria: “podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera”.

Querida hermana:

Como te había adelantado, no creo que para Navidad pueda llegar por la casa. Estoy verdaderamente abrumado con el trabajo que acepté. Konstanze, la viuda del Maestro, confía en que podré hacerlo; espero no defraudarla, pero la verdad, querida hermana, a veces me pregunto para qué acepté tamaño reto. Fíjate el tiempo que pasó: ya va más de un año desde que él escribió el primer compás, y aún no hay miras de que yo lo puedo terminar. En verdad se lo habían encargado para completar en un mes. Yo estoy totalmente seguro que si no hubiera sido porque apareció otro encargo del Emperador, lo hubiera terminado en el tiempo previsto. Algo que no acabo de entender es cómo hacía para componer con tanta rapidez. ¡Te aseguro que lo he visto yo con mis propios ojos: en una semana componía una sinfonía! Era increíble: mientras hacía el amor, componía su genial música, le salía con la más total naturalidad. ¡Era un monstruo, un Leviathan!

Pues… ¡eso es ser un genio! No me cabe agregar nada más. Yo, que a duras penas puedo ser un mediocre alumno de composición, me demoro un año –y espero que no sean otros doce meses más todavía– para escribir lo que él hubiera hecho en dos semanas. Como dice el Tuba mirum: Quid sum miser tum dicturus? Quem pratonum rogaturus, cum vix iustus sit securus?, que en mi pobre traducción sería: ¿Qué podré decir yo, desdichado? ¿A qué abogado invocaré, cuando ni los justos están seguros?

Créeme, hermana, que de todos modos no lo envidio: me reconozco en mi mediocridad, que es lo más común para nosotros, los seres humanos comunes, y lo tomo como una referencia. No lo envidio, sino que trato de aprender de él. ¿Acaso piensas que todos los músicos pueden escribir una sinfonía de más de 200 páginas en una semana? ¿Piensas que todos los músicos pueden escuchar una obra y al día siguiente repetirla íntegra, sin dudar, sin equivocarse en una sola nota? No, eso no es lo común: lo normal es lo nuestro, los que con gran dificultad podemos seguir los pasos de un guía genial como el Maestro.

Pero si hay algo que me enseñó, ya no a nivel musical (en eso es una fuente inagotable del que seguirán aprendiendo las generaciones venideras seguramente por varios siglos, no lo dudo), si algo me enseñó para la vida, como norma ética, es a sacar fuerza de flaquezas, a no darse nunca por rendido, a comprometerse en un todo por el todo en las cosas que se hacen.

El Maestro lo decía simpáticamente, guiñando el ojo a veces, pero sé que así lo hacía de verdad: “hay que hacer todo, componer un obra musical o el amor, todo, absolutamente todo, como si fuera la última vez que se hace en la vida, poniendo toda la pasión del mundo en eso. Nada realmente bueno se puede hacer si no es así.”

Créeme, hermanita, que eso fue lo que más aprendí de él. Por supuesto que lo poco, poquísimo de música que aprendí, se lo debo enteramente al Maestro. Pero hay algo que aún valoro más, mucho más: es ese espíritu de esfuerzo y compromiso continuo que tenía, que ponía en todo. Eran esas ganas de hacer todo con la más grande energía, tal como decía, cual si fuese la última vez en la vida.

En estos momentos no la estoy pasando muy bien; se me han juntado varias cosas. Por un lado, este peso que siento como abrumador, esta responsabilidad de terminar algo que, lo sé, me sobrepasa. ¿Tú piensas que remotamente alguien, el día de mañana, se atreva a decir “el Réquiem de Süssmayr”? No, ¡imposible! Aunque no lo haya compuesto en su totalidad el Maestro, será siempre el Réquiem de Mozart. No podría ser de otro modo. Pues bien: eso me atormenta. O más aún: el poder estar a la altura de las circunstancias. Y junto a eso, querida hermanita, una serie de cosas que se me han ido acumulando: las penurias económicas que nunca cesan, mis dolencias en los pulmones, y también el no ser correspondido por la mujer a quien amo, que no es otra que Konstanze…

Pero justamente en momentos difíciles es donde las enseñanzas del Maestro retornan con más fuerza que nunca: “casi muerto, no hay que darse por vencido”.

Te confieso algo, querida hermana: todo lo que yo estoy componiendo de esta fabulosa Misa de Muertos, no es mío. En realidad estoy dándole retoques o inspirándome en cosas ya escritas o esbozadas por él. De hecho, yo no he creado ningún tema nuevo; todo lo que algún día podrás escuchar de cabo a rabo en esta Misa no son sino ideas salidas de la cabeza de Mozart. Yo, con suerte, las he acomodado, desarrollado. Aunque, vamos a lo que te quería decir: me siento abatido por la responsabilidad que pesa ahora sobre mí. Y porque la mujer que amo sé que me es imposible. Es más: así ella misma me declarara su incondicional amor, no sé si me atrevería a ponerle un dedo encima. Lo sentiría como un sacrilegio. ¿Yo con la que fuera mujer de mi Maestro? De todos modos, hay algo que me alienta. Es eso que te decía más arriba: “casi muerto, no hay que darse por vencido”.

El Maestro, en sus últimos días, aún en su lecho de muerte, escupiendo sangre en más de una ocasión, me dictaba sus ideas para el Réquiem, que ya había pasado a ser su propia Misa de Difuntos. Y cuando yo no captaba exactamente la idea, me pedía el violín para hacérmelo escuchar.

Te lo confieso, hermana, porque sé que me sabrás entender: yo no estoy componiendo nada nuevo para el Réquiem, sólo estoy acomodando debidamente las ideas que el Maestro dejó sueltas. Son sus enseñanzas morales las que me hacen seguir adelante: casi muerto, sabiendo que le quedaban días, u horas por delante, con una fuerza que yo no sé de dónde sacaba, peleando con la muerte, o más aún: cantándole con una belleza tan profunda que no se puede creer que eso esté escrito por un mortal a pasos de vérselas cara a cara con Ella, su energía a prueba de todo es la más profunda escuela de moral que se pueda concebir.

¿Tú sabes cómo se puede hacer algo verdaderamente grande? No sintiendo nunca miedo, entregándose por completo a la Musa de la creación, ¡no rindiéndose jamás ante la adversidad! Si Mozart fue el más grande entre los grandes, es porque aun muriéndose no se entregaba. Incluso te cuento algo: ya alguna vez me lo había dicho veladamente, y en su lecho de muerte me lo reafirmó, ampliándome algunos detalles: el Maestro había sido abusado sexualmente de pequeño. Pero eso no era impedimento para que, fiel a lo que siempre me enseñó, se diera por vencido.

Recuerda siempre eso, querida hermana: ni casi muerto hay que darse por vencido. Si no, no se puede hacer nada de valor. Si nos abandonamos, estamos ante la pura rutina, la pura sobrevivencia, la mediocridad. La desgracia no debe turbarnos sino, por el contrario, ayudarnos a cargarnos de mayor energía para enfrentarla. Sé que lo entiendes, aunque te parezca raro. Hasta en los peores momentos, sólo la más absoluta y profunda confianza en que podemos salir adelante, es lo que nos permite sobreponernos. (…)

Verdaderamente increíble, ¿no?