jueves, 6 de abril de 2023

HERENCIA MALDITA

En algún país latinoamericano donde la hombría se mide, entre otras cosas, por la cantidad de alcohol que alguien puede resistir sin emborracharse y, quizá esto es lo más importante, por el número de hijos que puede procrear, independientemente de las mujeres que sirvan para tal fin, un hombre no tan viril como la cultura dominante marcaba, de pronto se encontró con una enorme herencia.


Terencio, quien realmente hacía honor a su nombre –“Tierno”, en latín– llevaba ese nombre porque su padre, un buen católico, tomó del santoral el onomástico: 10 de abril, como aquel mártir de la iglesia del siglo III. El muchacho, heterosexual sin dudas, siempre había sido el tierno de la familia, el “suavecito”, a decir de su padre. Criado en la austera opulencia de un rudo terrateniente de provincia, nunca le faltó nada de niño. Al morir su madre cuando apenas contaba con ocho años, debió compartir la vida familiar con su padre, ocho hermanos y cuatro criadas. Lo que le llamaba poderosamente la atención era que, de continuo, aparecían nuevos hermanos en la lista, y otros salían de la casa para no volver a verlos. Preguntado por esa rareza que Terencio no lograba descifrar, el padre –autoritario, siempre alisándose los ceremoniales bigotes con aire de suficiencia– solo respondió, con su típica voz atronadora: “cuando crezcas lo entenderás”.

Terencio había contado un total de veintitrés niñas y niños que habían pasado por la casona. Él, junto con dos mujeres, eran los únicos que permanecían, mientras los otros estaban un tiempo y se iban. Había una profesora que llegaba cada dos o tres días a impartir clases a la prole, pero eran solo esas dos mujeres y él quienes las recibían en la enorme sala de aquella sólida vivienda. A decir de la enseñante, el jovencito mostraba grandes aptitudes para aprender todas las materias, por lo que la recomendación al padre, repetida infinidad de veces, era que marchara a la ciudad a continuar allá su formación.

Ante tanta insistencia, el muchacho por fin fue enviado a un instituto como pupilo, donde cursó varios años que lo prepararon para su ingreso a la universidad. La relación con su padre fue haciéndose más esporádica, y el continuo contacto con los sacerdotes que atendían el internado le confirió ese aspecto de tierno, casi asexuado, posible santo sin preocupaciones terrenales.

Andando el tiempo, por distintos canales fue llegando a sus oídos un comentario sobre su progenitor que le alteró su pasar: este señorón, muy al estilo feudal haciendo honor al derecho de pernada, tal como se daba en aquellas tierras, herencia de un sufrido pasado colonial que recordaba el medioevo español –ius primae noctis– había procreado una cantidad incontable de hijos. Se decía que alrededor de cincuenta (había quien decía que ochenta). Terencio no terminaba de entender por qué él había sido el único de todos ellos y ellas –al menos, de quienes conocía– que había recibido ese trato especial. Años después, ya graduado de abogado, pudo entreverlo.

Luego de la muerte de su progenitor, la carta que le entregó el notario en aquella pomposa ceremonia, escrita de puño y letra por su padre –no exenta de muchas faltas de ortografía– era corta pero precisa: le dejaba toda su fortuna, una hacienda de más de 50 caballerías, “con todo lo clavado y plantado, indios incluidos”. Terencio no lo podía creer: ¿por qué él? Siempre había pensado que su padre, quien había opacado la figura de su madre de la que casi jamás le había hablado, lo tenía por un bobalicón. El nombre que le había dado, pensaba, lo ratificaba. Él no era ese “macho” poderoso, viril, que andaba haciendo hijos por todos lados, siempre pistola en la cintura y listo para liarse a golpes con quien osara contradecirlo. No, en absoluto: Terencio era todo ternura, suavidad. Le gustaban las mujeres, pero nunca había andado tras de ellas como si fuesen trofeos de caza, tal como hacía su padre. Ni tampoco competía para ver cuántas copas tomaba antes de caer borracho. Él era distinto, y estaba muy orgulloso de eso.

Había tenido noviazgos ocasionales, pasajeros. De momento, ninguna relación seria. Como abogado joven, su situación económica no era precisamente brillante: sobrevivía en forma bastante magra, sin recibir nada de su padre, a quien veía cada vez menos. Él, por lo pronto, era un estoico, muy sobrio en sus gastos. Casi no bebía, jamás había utilizado drogas, nunca visitó un lupanar. Al encontrarse con esta inesperada herencia, su vida se alteró. Un considerable hato ganadero, numerosos cultivos tropicales (azúcar y hule en especial), árboles frutales, más todas las instalaciones de una hacienda hecha a la alta escuela, proporcionaban una renta anual envidiable. Terencio cambió su estilo de vida.

Fue un cambio moderado. Mantuvo a los mismos administradores que habían manejado la heredad durante la vida de su padre. Después de la muerte de él, solo en una ocasión visitó el terreno; la vieja casona, donde se había criado en parte y visto pasar tantos hermanos y hermanas, le traía recuerdos agridulces, más amargos que nada. Por eso prefirió dejar el manejo contable en mano de terceros. Ser un hacendado no era para él; menos ahora, ya hecho a la vida urbana por completo. La renta que mensualmente le llegaba era mucho más que suficiente para cubrir sus gastos. Vivir en la hacienda se le hacía espantoso; el recuerdo de tantos hermanos, o hermanastros más precisamente, que veía desfilar se le tornaba sobrecogedor. Prefería no pensar en eso.

Como parte del cambio que se comenzaba a registrar, decidió darse algunas gustos. O, más precisamente, hacer ciertas cosas que, hasta el momento, no se había permitido. Le resultaban casi chocantes, esnobismos que se le antojaban casi absurdos en algunos casos, pero que debía conocer para saber de qué se trataba. Así, por vez primera en su vida, asistió a una corrida de toros, se hizo lustrar los zapatos por un lustrabotas, viajó en avión y pensó en recibir masajes.

Esto último lo asociaba con algo sibarítico, un lujo extravagante, bizantino, reservado solo para gente ociosa. Esa era su visión, cargada de una férrea moral que trataba de distanciarse de las conductas de su papá, a quien cada vez más consideraba un procaz libertino repulsivo. No podía procesar que alguien engendrara tamaña cantidad de hijos y luego no se hiciera cargo de ellos.

La casa de masajes que visitó no era, como tantas otras, un prostíbulo escondido; era, simplemente, un centro de relajación y terapia quiropráctica. La masajista que lo atendió era una hermosa mujer de más o menos su edad. A Terencio le dio mucha vergüenza quitarse la ropa, pero entendió que no había otra alternativa. En realidad, a eso había ido, a recibir esos masajes para desprenderse de toda contractura.

La sesión le resultó altamente relajante. Le gustó mucho, tanto como la masajista que lo atendió. Por todo ello decidió volver. No solo lo hizo una vez; terminó convirtiéndose en un cliente frecuente. Por fin un día, tomando valor, invitó a salir a la muchacha.

Lo que continuó fue un romance profundo, donde ambos fueron adentrándose cada vez más en la vida del otro. El enamoramiento fue mutuo, muy hondo, y el sexo no tardó mucho en llegar, apasionado, fogoso. Después de unos pocos meses, comenzaron a pensar en casamiento.

La primera duda se le despertó a Terencio cuando le preguntó a Yahaira por su origen, dónde se había criado, quiénes eran sus padres. La joven respondió con total soltura que pasó algún tiempo en la hacienda L., en el departamento de M. Allí vivía con varias empleadas domésticas y varios hermanos y hermanas. De su madre no recordaba nada. Prefirió no preguntar más, y el noviazgo siguió adelante. Si bien ninguno de los dos lo buscó en forma explícita, llegó el embarazo. El amor que se profesaban disipó cualquier duda en Terencio, y la boda se planificó con premura. El joven, aún teniendo la posibilidad de una fiesta fastuosa, prefirió algo mucho más modesto, más íntimo. Yahaira casi no tenía familia, unas hermanas con las que casi no mantenía relación, y él, solo algunos amigos abogados.

Cuando el muchacho, en forma casi casual, llegó a saber el nombre del padre de su prometida, quedó estupefacto. Era la misma persona que su progenitor, el tristemente famoso hacendado don Tiburcio J., ese “promiscuo deleznable” célebre por la cantidad de descendencia que había traído al mundo.

La muchacha tenía un vago recuerdo de aquella época de su vida rural; recordaba, entre una niebla que no dejaba ver bien el pasado, que su mamá nunca había vivido con ella en la hacienda. Solo un tiempo en una aldea cercana, antes de ser instalada de niña con quien le decían que era su padre. Después de su paso por la hacienda Yahaira había ido a parar a una familia de la capital, donde se crió hasta los dieciocho años. A esa edad se independizó y comenzó una suerte de martirio con un casamiento fallido, un rápido paso por un club nocturno donde trabajó como camarera –“¡nunca con clientes!”, se apresuró a aclarar– y luego el curso de masajista, que nunca terminó formalmente, pero que le permitió entrar al spa actual, donde ya hacía un buen tiempo prestaba servicios.

Terencio, muy poco tiempo antes del casamiento, no resistió la duda angustiante que lo taladraba día y noche le preguntó abiertamente a la joven: “¿no había un niño en la casa patronal, siempre con semblante triste, a quien don Tiburcio trataba con especial cuidado?”

“Sí, muy a lo lejos, recuerdo que sí”.

“¿Qué más recuerdas de él?”, inquirió Terencio con fuerza.

“Nada, nada más… Creo que nunca llegué a hablar con él. Se mantenía en la casona, casi no hablaba con nosotras, las niñas”. Yahaira comenzó a sentir que allí había algo grande, pesado. El tono que iba tomando su novio lo dejaba entrever.

Terencio sentía que no podía continuar hablando. El peso de una historia incontable lo paralizaba. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Yahaira trataba de entender qué pasaba, pero el silencio y la distancia del muchacho lo impedían. Finalmente, con un rostro trastocado por la emoción, enrojecido, desencajado, el novio pudo balbucear:

“No creo que sea posible casarnos. Y menos aún, tener ese hijo”.

“¡¿Qué?!”, respondió alterada Yahaira, casi fuera de sí.

“Es que… no podemos. Sería un pecado. Nos iríamos al infierno”. Guardó un silencio sepulcral por algunos instantes. “Ambos somos producto de un pecador irredento, un monstruo sin alma que nos orilló a cometer este acto blasfemo. Pero, por gracia de dios, pudimos descubrir lo injurioso, la mácula imperdonable a la que nos acercamos sin saberlo, y estamos a tiempo de detener todo”.

La muchacha, totalmente desconcertada por estas palabras, no atinaba a saber si estaba escuchando un chiste de mal gusto o un afiebrado delirio de su amado. Detener el casamiento le parecía descabellado, pero más aún le parecía no seguir adelante con el embarazo. No encontraba respuesta a toda esa declaración, fogosa sin dudas, que parecía honesta, pero que no guardaba la más mínima lógica.

Interrogado con vehemencia por Yahaira, en medio de un llanto que se había tornado incontenible, Terencio pudo pronunciar casi tartamudeando:

“Es que somos hermanos”.

El muchacho nunca contó cómo se operó el cambio. Hubo quien dijo que eso era brujería hecha, o mandada a hacer, por Yahaira. Lo cierto es que el niño nació –un varón de siete libras de peso, sano, robusto– y fue bautizado como Fidel, y el matrimonio se consumó. Nunca más Terencio volvió a hablar de ese lazo sanguíneo. La vez que su esposa, andando los años, le comentó sobre la posibilidad de hacer una prueba de ADN para establecer con exactitud si había algún grado de parentesco, el joven la desestimó con fuerza. Tampoco nunca quedó claro cómo fue, quién lo hizo ni el propósito perseguido con esa acción, pero la tumba de don Tiburcio fue profanada y sus restos mortales jamás aparecieron. Terencio hoy encabeza un movimiento por las nuevas masculinidades. La segunda hija se llama Rosa. El devenido hacendado se practicó una vasectomía.