jueves, 31 de mayo de 2018

LECTURA CRÍTICA DE LAS CLASIFICACIONES PSIQUIÁTRICAS





A partir de presupuestos biológicos centrados en el campo de la enfermedad, es decir: en el proceso mórbido que rompe una normalidad (una homeostasis), se pudo construir una edificación diagnóstica que sanciona quién está “sano”, quién está “en equilibrio”, y quién se sale de esa norma. Y ahí tenemos el nacimiento de la psiquiatría clásica en el siglo XVIII. Las clasificaciones psiquiátricas se basan en una preconcebida –y nada crítica– idea de normalidad. De ahí que cualquier cosa que se aleje del paradigma propuesto como normal puede ser enfermo.

Idea limitada, sin dudas, que merece ser repensada. ¿Qué clasifican las clasificaciones psiquiátricas? O dicho de otro modo: ¿de qué enfermedad nos hablan? La ideología psiquiátrica parte de supuestos, de una determinada normalidad, una homeostasis psíquica podría decirse, que se rompe y que puede ser restaurada. Incluso hay toda una Psicología que aborda el tema con similar ideología. Y ahí tenemos el amplio campo de lo que, quizá provocativamente, podría llamarse “apapachoterapias”: hay una normalidad por un lado, feliz y libre de conflictos, y hay enfermedad en su antípoda. La misión de quien trabaja en el campo siempre complicado de definir de la Salud Mental sería el técnico que restaura la felicidad o el equilibrio perdido. Las clasificaciones psiquiátricas serían el manual para el caso.

Profundizando en la crítica, intentando mostrar la cuota de ideología cuestionable que pueden guardar esas clasificaciones –y por tanto la idea de salud y enfermedad subyacentes–, Néstor Braunstein, psicoanalista argentino radicado en México, citaba un texto de Jorge Luis Borges muy elocuente al respecto. Decía el poeta en su libro Otras Inquisiciones: “En las remotas páginas de cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos está escrito que los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”. La taxonomía psiquiátrica, aquella que mide y decide sobre quién está sano y quién está enfermo en este resbaladizo campo, no pareciera muy distinto. Se clasifica el malestar, podríamos decir; se clasifica el eterno conflicto que nos constituye, siendo que todo eso no es “una enfermedad” en sentido biológico sino nuestra humana condición. ¿Se le puede poner números, valores, niveles al malestar? ¿Nos ayuda a resolverlo esa ilusión métrica? Por cierto, no otra cosa son los tests a que estamos tan acostumbrados los psicólogos, que bien podríamos definirnos como “auxiliares médicos tomadores de tests”.

¿Quién puede estar sano de inhibiciones, síntomas y angustias varias? ¿Quién es más “normal”: el que fuma o el que no fuma? ¿El homosexual declarado, el que lo fustiga, el que lo acepta? ¿Y qué debe hacerse si nuestro hijo o hija nos declara que es homosexual?

El campo de la llamada “enfermedad mental” es, sin lugar a dudas, el ámbito más cuestionable y prejuiciado de todo el ámbito de la salud. “Yo no estoy loco” es la respuesta casi automática que aparece ante la “amenaza” de consultar a un profesional de la Salud Mental. Aterra al sacrosanto supuesto de autosuficiencia y dominio de sí mismo que todos tenemos, la posibilidad de sentir que uno “no es dueño en su propia casa”, como diría Freud. Pero Sigmund Freud, justamente, fundador de la ciencia psicoanalítica, jamás escribió una definición acabada de normalidad. Cuando fue interrogado sobre ello, escuetamente se limitó a mencionar la “capacidad de amar y trabajar” como sus notas distintivas. Por cierto que “lo normal” es problemático; eso remite obligadamente a la finita condición humana, donde los límites aparecen siempre como nuestra matriz fundamental. Muerte y sexualidad son los eternos recordatorios de ello, más allá de la actual ideología de la felicidad comprada en cápsulas que el mundo moderno nos ofrece machaconamente. Y recordemos que existe toda una “ingeniería humana” dedicada a buscar ese estado de no-conflicto. Las terapias que buscan ese paraíso, por cierto, son funcionales a esa búsqueda.

La recientemente aparecida V Edición del DSM, en buena medida “libro sagrado” de la Salud y la Enfermedad Mental, al menos en nuestra región donde la presencia cultural-académico-científica del Gran Hermano es casi total, presenta en forma creciente nuevos “cuadros psicopatológicos”.

 

Ante ello, cerca de 2,000 trabajadores de la Salud Mental de distintas partes del mundo, encabezados por el psiquiatra infantil Sami Timimi, a través de la plataforma Change.org reaccionaron reciamente abriendo una dura crítica contra esta ideología. De esa cuenta dieron a conocer un fuerte comunicado titulado “No más etiquetas diagnósticas”, donde llaman a desconocer las clasificaciones psiquiátricas. “El diagnóstico en salud mental, como cualquier otro enfoque basado en la enfermedad, puede estar contribuyendo a empeorar el pronóstico de las personas diagnosticadas, más que a mejorarlo”, dirán enérgicos en su proclama. “En lugar de empeñarnos en mantener un línea de investigación científica y clínicamente inútil, debemos entender este fracaso como una oportunidad para revisar el paradigma dominante en salud mental y desarrollar otro que se adapte mejor a la evidencia. Es así que proponen un enfoque de “recuperación” o “rehabilitación”, en vez de un modelo de enfermedad y de clasificación diagnóstica.

 

Sin dudas, lo sabemos, el “Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales” de la Asociación Psiquiátrica Estadounidense, más conocido por su sigla inglesa DSM, en cualquiera de sus versiones, pasó a ser palabra sagrada en este campo siempre resbaladizo de las “enfermedades mentales”. Ejemplos sobran. El hoy día tan conocido “trastorno bipolar” hace unos años ni siquiera figuraba en las taxonomías psiquiátricas. Cuando apareció, se calculaba que el 1% de la población lo padecía; en la actualidad esa cifra subió al 10%. Y el trastorno bipolar pediátrico en unos pocos años creció “¡alarmantemente!” Pero… ¿estamos todos tan locos…., o se trata de puras estrategias de mercadeo? Antes de la aparición de los antidepresivos, por ejemplo, en Estados Unidos se consideraba que padecían “depresión” 100 personas por cada millón de habitantes; hoy día, esa cantidad subió a 100 mil por un millón. Es decir: un aumento del 1,000%; por tanto, 10% de su población consume antidepresivos, el doble que en 1996. Repitamos la pregunta: ¿estamos todos locos…., o son muy aceitadas estrategias de mercadeo? ¿Cuál es el modelo de Salud Mental que está a la base de todo esto y posibilita estas acciones?

Necesitamos poner orden en el abigarrado campo del sufrimiento psicológico. La jurisprudencia, por ejemplo, ha imperiosa necesidad de contar con una guía clara que permita decir si alguien está “loco” o no, si alguien es dueño de sus actos y se lo puede condenar por un delito, o no. De ahí que la taxonomía que puede usar, por ejemplo, un perito forense, es imprescindible. Ahora bien: para los psicólogos, ¿hasta qué punto ello es útil? Las clasificaciones psiquiátricas no siempre y necesariamente ayudan en ese cometido de ordenar ese abigarrado y complejísimo campo del sufrimiento psicológico. Quizá pensar en las estructuras de base según el acceso a la Ley planteadas por el psicoanálisis (es decir: neurosis, psicosis y psicopatías, según el procesamiento de la castración) puede resultar más funcional para la práctica psicológica.

Bibliografía

Abolir la esclavitud del diagnóstico por mandato”.

Braunstein, N. (1980) “Psiquiatría, teoría del sujeto, psicoanálisis. Hacia Lacan”. México: Edit. Siglo XXI.

Foucault, M. (1998) “Historia de la locura en la época clásica”. Bogotá: Fondo de Cultura Económica.

Leon-Sanromà, M.; Mínguez, J.; Cerecedo M. J. y Téllez, J. “¿Nos pasamos al DSM-5? Un debate con implicaciones clínicas, sociales y económicas”.


Sandín, B “DSM-5: ¿Cambio de paradigma en la clasificación de los trastornos mentales?” Disponible en http://revistas.uned.es/index.php/RPPC/article/view/12925/11972



lunes, 28 de mayo de 2018

ELECCIONES EN COLOMBIA: ¿SERÁ QUE GUATEMALA LAS DESCONOCE COMO HIZO CON LAS DE VENEZUELA?




Curioso, ¿verdad? Washington trasladó su embajada en Israel a Jerusalén, y Guatemala hizo lo mismo. Washington desconoció al ganador de las elecciones de la semana pasa en Venezuela (Nicolás Maduro) y Guatemala hizo lo mismo. ¿Qué hará ahora con las elecciones de Colombia? Si ganara el candidato de izquierda Gustavo Petro en la segunda vuelta, ¿esperará órdenes?

domingo, 27 de mayo de 2018

UNA LECCIÓN DE ESPERANZA


  

¿SETENTA POR CIENTO? ¡AÑAMEMBUY!



Toribio tenía un mal presentimiento. Él no sabía nada de medicina, pero sus 34 años de vida le habían enseñado que esas cosas eran peligrosas. Sólo una vez había consultado al médico; habitualmente, las pocas veces que se sentía enfermo, iba con una curandera. En los esteros del Iberá, en el medio de la provincia de Corrientes, no abundaban los profesionales precisamente.

Doña Circuncisión, la manosanta del lugar, había sido clara:

–Mirá, chamigo: el gurí está jodido. Yo ya no sé más que hacer, se me terminó la cencia. Si querés, podés llevarlo con un médico. ¿Por qué no probás en Colonia Carlos Pellegrini? Ahí creo que a veces llega un doctorcito de la ciudad–.

Clara y terminante: había que buscar alternativas, porque ella ya no sabía qué hacer.

Toribio, peón en la estancia Santa Cecilia desde toda su vida –ahí había nacido–, conocía muy poco fuera de eso. Ocasionalmente iba al pueblito de Carlos Pellegrini, y sólo dos veces había llegado a la ciudad de Corrientes. Buenos Aires era otro mundo, lejano, inimaginable. Siempre soñaba con ir alguna vez; de hecho tenía una hermana que trabajaba como empleada doméstica en la capital, y por las cosas que ella le había contado en alguna oportunidad, lo deslumbraba lo que se decía de la gran ciudad. De todos modos, su vida era el campo: arriar el ganado, cortar leña, atender las mil y una tareas de la estancia era lo único que conocía. Y por allí, algún domingo, el ritmo de un chamamé. No encontraba motivos para cambiar todo eso.

La enfermedad de su hijo mayor, Anacleto, ahora lo tenía especialmente angustiado. Con su esposa se habían jurado que harían todo, absolutamente todo lo posible para buscar aliviarlo.  La cuestión es que no sabían bien qué hacer. Dado que la curandera había sido taxativa en lo dicho, indicándoles que ya no podía ayudarles más, los caminos no eran muchos. Ir a Buenos Aires, más allá de un buen deseo, era imposible.

Toribio ganaba menos del salario mínimo. Oficialmente, al menos en los libros llevados por los administradores de la estancia, cobraba todas las prestaciones de ley. Pero el capataz, don Fulgencio, siguiendo las instrucciones del "patroncito" –que una vez cada tantos meses llegaba en helicóptero para ir a cazar jabalíes o ciervos de los pantanos, habitualmente con algunos extranjeros–, le había explicado que "ahora las cosas estaban duras, y de momento no se podía pagar más". Habiendo vivido siempre en la estancia y teniendo asegurado desde niño su plato de comida, magro quizá, pero comida al fin, Toribio no veía motivos para no aceptar esas condiciones. Si "¡hasta le daban donde dormir… gratis!", ¿cómo no estar de acuerdo entonces con el salario pagado?

Así había sido también con su padre, y con su abuelo, en aquellas épocas en que se decía que aparecía el Sapo-toro en la laguna del Iberá. Al día de hoy las cosas no habían cambiado mucho: los peones seguían trabajando por no mucho más que por un plato de comida, y el Sapo-toro continuaba presente en las tradiciones populares. Toribio no quería hablar mucho de eso, pero tenía la certeza que los ruidos que escuchó una noche en los esteros, cuando estaba cazando yacarés, eran los del Sapo-toro. Fragmentariamente se lo había contado una vez a su esposa, pero no así a sus hijos menores, el Romualdo y la Tiburcia. Sólo se lo había hecho saber al mayor, el Anacleto, de 14 años, el que ahora estaba enfermo.

Con él, Toribio tenía muy buena relación, mucha confianza. Eran compinches; era de las pocas personas con quien hablaba no en español sino en guaraní, cosa que no hacía siquiera con su esposa. Saber que ahora estaba mal lo ponía muy triste.

Decidieron consultar al médico en Carlos Pellegrini. Con el permiso del caso en la estancia, el lunes se fueron los tres, ambos padres y el muchachito enfermo. Anacleto empeoraba rápidamente. Los tres kilómetros que separaban el casco de la estancia del poblado, que habitualmente recorrían a pie en una media hora, les tomó ahora más del doble de tiempo. A mitad de camino, Anacleto debió detenerse cansado como estaba, y un vómito de sangre presagió que la cosa iba empeorando muy rápidamente.

En el pueblo no encontraron al doctor. El dispensario médico, que funcionaba en un salón multiusos donde también se daban clases de la escuela primaria, se oficiaba misa el día que llegaba el cura y se organizaban parrandas algunos domingos –chamamé, empanadas y vino tinto a discreción– tenía, a veces, una enfermera. Para disgusto de Toribio y su familia, ella les indicó que hacía ya más de tres meses que no llegaba médico, porque no había presupuesto. Lo único que pudo ofrecerles fue tomarle la presión; medirle el peso, no, porque la balanza se había descompuesto y no había con qué mandarla a reparar.

Con sólo ver los signos vitales, la enfermera intuyó el diagnóstico. Pero no quiso alarmar a nadie, por lo que prefirió no decir nada. La palabra cáncer siempre produce escozor. "Que se los diga el doctor cuando venga…, si es que alguna vez vuelve a venir médico por aquí".

Las políticas de achicamiento presupuestario y descentralización que se llevaban adelante desde el ministerio de salud habían vaciado prácticamente los centros de atención como el de Colonia Pellegrini. Con buena suerte quedaba por allí alguna enfermera, la que todavía cobraba su sueldo. No había equipamiento, medicamentos, mantenimiento. Era casi ampuloso hablar de centro de salud en esas condiciones. Para un caso grave como el de Anacleto, la decadencia generalizada del servicio no podía sino apurar un desenlace fatal.

¿Por qué no prueban con un curandero?– preguntó con tristeza la enfermera.  Por aquí abundan–.
Ya fuimos con doña Circuncisión. Y ella nos mandó para acá. Dice que el gurí está jodido, pero que quizá ustedes, chamigo, pueden hacer algo–.

El silencio de la enfermera lo dijo todo. Ella, oriunda de la ciudad de Corrientes, habiendo llegado a trabajar a la zona rural por propia convicción con sus escasos 25 años, veía cómo día a día la salud pública retrocedía. Lo que le habían enseñado en la Escuela de Enfermería en la ciudad, aquí no existía: controles epidemiológicos, atención primaria, vacunación casa por casa, provisión de agua potable para toda la comunidad…, eran todas frases vacías que quedaban en los manuales. La realidad de los esteros del Iberá era otra: desnutrición, enfermedades crónicas, cero planificación familiar…., y el siempre presente mito del Sapo-toro.

¿Y qué se puede hacer entonces, che, doctorcita?– preguntó Toribio con amargura.

Resignarse–.

Toribio salió decepcionado de la consulta. Haciendo un gran esfuerzo –porque ya pesaba bastante– llevó a su hijo en brazos hasta la estancia. En todo el camino ninguno de los tres habló una palabra.

De vuelta en la Santa Cecilia, con Anacleto desmejorado por el esfuerzo, fue llamado por el capataz.

Mirá Toribio– comenzó a decir con aire paternal don Fulgencio. –No es una cosa mía; ya sabés que yo aquí cumplo órdenes. Pero tuviste la mala suerte que justo cuando te fuiste vino el patroncito, y pidió que le hicieras de baqueano porque quería ir a cazar un yaguareté que sabe que anda allá, por el monte. Le tuve que decir que no estabas–. La expresión de Toribio iba tornándose sombría; se veía venir lo peor.

Se enojó mucho, porque dice que sos el único guía con el que le gusta salir. Y ahí nomás agarró el helicóptero con dos invitados que traía, y se fue al carajo–. Hizo una pausa, un largo silencio, para luego agregar: dice que te descontemos el medio día que faltaste al trabajo.

Toribio quedó mudo. No sabía cómo reaccionar, por lo que prefirió acatar con una leve inclinación de cabeza. Siempre con el sombrero en las manos en actitud de respeto, recordó las palabras de su finado padre: "a los de arriba hay que respetar por sobre todas las cosas". Por tanto, acató lo que le indicó el capataz y se retiró pidiendo permiso.

Prefirió no decirle nada a su esposa ni a sus hijos. "Un verdadero hombre sabe aguantar en silencio", se dijo.

Quiso la coincidencia que al día siguiente llegaran por la zona cuatro estudiantes de antropología. Venían de Buenos Aires. Tres varones y una mujer, todos jóvenes. A Toribio le llamó la atención ver una joven en medio de tres varones. Su moral le decía que eso no estaba bien. Pero al mismo tiempo también sabía que en la ciudad pasaban esas cosas, que las mujeres fumaban y no trataban de "usted" a los varones, que manejaban automóviles, que incluso eran jefes de algo a veces. Rápidamente trabó amistad con los estudiantes.

Habían llegado a los esteros del Iberá realizando una investigación sobre el mito del Sapo-toro. En la capital casi no se hablaba de esta leyenda; pero ellos, como estudiosos de las tradiciones populares, querían adentrarse e investigar a fondo la leyenda. Por lo que conocían, hasta inclusive se había llegado a equiparar el animal del relato con el monstruo del lago Ness, en Escocia. Todo estaba envuelto en un fascinante halo de misterio que hacía seductor el mito. Seguramente no existía ningún ser monstruoso en las aguas del Iberá, pero lo importante, lo que buscaban los jóvenes, eran las historias que se habían ido tejiendo en torno al relato mitológico. Por coincidencias fortuitas, Toribio terminó siendo la persona que se transformaría en el informante clave para la investigación.

Pero si a alguien le significó algo nuevo ese encuentro, fue a Toribio.

Muy rápidamente todos, estudiantes y peón de estancia, entraron en confianza. Para las dos partes el otro tenía algo de seductor, de fuente inagotable de información. Toribio, nacido y criado en la Santa Cecilia, una enorme estancia ganadera de más de 3.000 hectáreas, podía pasar horas contando anécdotas de su vida diaria, cosas que para él eran la simpleza de su cotidianeidad (cómo cazar un yacaré, cómo atrapar una serpiente yarará con las manos evitando ser mordido, cómo evitar no caer en un tacurú cuando se cabalga o como cuerear una curiyú para vender el cuero), pero que resultaban historias espectaculares para sus oyentes.

A la inversa, él quedaba extasiado con las descripciones de la vida citadina, con cosas que jamás hubiera soñado que existían, cosas que para él eran tan fabulosas e inimaginables como el Sapo-toro y las tradiciones populares para los jóvenes estudiantes.

Algo que lo dejó impactado de un modo especial fue el enterarse de sus derechos como ser humano, cosa que la vio más increíble que la montaña rusa de la que le hablaron, los aviones o el internet. Se trataba de sus derechos como trabajador: no podía creer que tuvieran que pagarle toda esa "fortuna" por su trabajo, casi el doble de lo que le estaban pagando ahora, un sueldo extra en diciembre sin necesidad de trabajar más, que le pudieran dar vacaciones –jamás se le había ocurrido que algo así le pudiera corresponder como mensú de la estancia– y menos aún: que tuviera el derecho de hacer atender a su hijo enfermo, el Anacleto.

Toribio ya había empezado a hacerse a la idea que el muchachito estaba condenado a morir. Si doña Circuncisión no había podido hacer nada, ella que siempre lo resolvía todo, y en el dispensario no había, ni parecía que fuera a haber más, un médico, entonces, tal como les enseñaba el cura que a veces llegaba por allí a oficiar misa, "había que resignarse porque no era esta vida la importante, sino la que nos espera en el paraíso".

El contacto con los cuatro jóvenes le empezó a hacer ver de un modo radicalmente distinto todas las cosas; en realidad, le abrió un mundo nuevo, insospechado. El odio que le provocó la decisión del "patroncito" descontándole ese medio día de trabajo por la enfermedad de Anacleto fue, sin dudas, el detonante. Sin decirlo explícitamente nunca a nadie, su hijo mayor era lo que más amaba en el mundo. La impotencia de ver que se le iba y que, encima de eso, lo amonestaban por querer atenderlo, lo había sublevado.

"¡Eso es una violación de mis derechos, chamigo!", comenzó a decirse. Su esposa fue la primera en notar el cambio. Sintió miedo, sin poder explicar bien por qué. El cura, sus padres, todos los mayores, toda su cultura le decía que uno no podía rebelarse contra "la autoridad"; pero al mismo tiempo, siguiendo a Toribio, entendía que ahí había algo más, que no había razón real, más allá de esas explicaciones eternas, que justificaran lo que no se podía justificar. "¿Por qué no rebelarse, si era justo?"

Ramiro, el mayor de los estudiantes, quien había cursado hasta cuarto año de medicina antes de cambiarse a antropología, intuyó rápidamente el cuadro de Anacleto. Incluso sus compañeros, más desde el sentido común que desde la ciencia médica, también lo adivinaron: el jovencito presentaba un proceso canceroso. Cuando le hizo a saber a Toribio las posibilidades de cura, éste se alegró como quizá nunca en su vida:

¿Setenta por cierto? ¿Eso quiere decir que de cada diez gurises enfermos de esto, que ya están para finados, siete se pueden curar si se los atiende? ¡Añamembuy, chamigo! ¿Estás seguro, usté? ¿Entonces se me puede curar el Anacleto?–.

Así es Toribio. Así es–.

Sólo es cuestión que tenga el tiempo para ocuparme de él, de poder llevarlo al médico entonces…– La felicidad le volvió al rostro, del que había desaparecido ya hacía un tiempo.

Pero aquí, en la estancia, no me lo van a permitir me imagino–.

Rápidamente el gesto de alegría se le transformó en odio, en el más profundo y amargo rencor, con una expresión que daba miedo. Las interminables charlas con los estudiantes le habían abierto los ojos en muchas cosas. El trato despectivo que había recibido por no permitírsele atender a su hijo cuando se le descontó por su ida al médico potenció todo lo hablado con los jóvenes, mientras lo llenaba de la cólera más reconcentrada. Pero también de lucidez.

¿Por qué él puede tener tiempo para ir a cazar y gastar plata en municiones, mientras uno se tiene que deslomar para pagarle sus gustos? Ah, ¿sabían que a nosotros nos cobran cada tiro que hacemos aquí, no?–.

Los cuatro jóvenes prometieron ayudarlo. Era una cuestión no sólo de ideología, sino de honor. Nunca habían conocido una persona tan noble, tan transparente, tan cabal como Toribio.

No, muchachos. Se equivocan: aquí todos los mensú somos iguales. Si les parezco bondadoso, ahora me atrevo a decir que más bien somos tontos. ¿O ser bueno consiste en agachar la cabeza, en no levantar jamás la voz? ¿Por qué hay que vivir resignados?–.

Mientras Anacleto seguía sin mejorar, su padre empezó una frenética ronda de conversaciones con todos los peones. A su modo, sin muchos recursos conceptuales pero con una fuerza fabulosa que le venía de la vivencia más sufrida, empezó a convencer a sus compañeros de la necesidad de organizarse para defender sus derechos. El ejemplo de su hijo enfermo era su principal argumento. Ante ello, nadie podía dejar de sensibilizarse.

¡Esos son nuestros derechos, chamigo!– explicaba convincente. –Si hasta ahora nos los han negado, es hora de ir despertándonos y de reclamar–.

Algo nuevo comenzó a ocurrir en la Santa Cecilia. La peonada, semi analfabeta o analfabeta total en su conjunto, en muchos casos sabiendo que "política" era dejarse llevar en un camión a votar cada cierta cantidad de años y aprovechar el asadito que se les ofrecía, ¡y no otra cosa!, entró en un estado deliberativo desconocido hasta entonces. Muchos prefirieron quedarse al margen. Hablar de todo esto producía miedo. "La política es pa’ los doctores de la ciudad. ¿Qué vamos a meternos nosotros, menchos correntinos, a esas cosas?", fueron algunas de las reacciones.

Otros, sin embargo, llegaron a entrever lo que Toribio quería expresar: "es hora de ir abriendo los ojos, ¿no?". Las reacciones fueron encontradas. Lo que más abundaba era el miedo. Nunca, en toda su vida de peones, se habían atrevido a pensar contra los "patroncitos". Algo así no entraba en sus vidas, en su cosmovisión. El dueño de la estancia, sin importar quién fuera en concreto, seguía teniendo cierto halo de intocable, de señor feudal. Ahora, por vez primera, algunos se atrevían a abrirse cuestionamientos.

Tenés razón, chamigo. Desde que recuerdo, trabajé como animal en la Santa Cecilia. Y a duras penas si me alcanza para comprar un par de alpargatas. A veces ni para yerba tengo. Así fue también con mi tata, y me parece que también va a ser con mis gurises. ¿Por qué?

La peonada, o buena parte de ella al menos, entró en un estado de movilización que nunca antes se había visto. Hablaban, se preguntaban entre sí, intentaban buscarle respuestas a cosas que anteriormente le parecían absolutamente normales, y que ahora se cuestionaban con candor de niños, pero al mismo tiempo con la profundidad de quien filosofa y siente que va descubriendo las verdades más insondables.

Curioso, ¿verdad?– reflexionaba Edgardo, uno de los estudiantes de antropología, en el viaje de regreso a Buenos Aires, habiendo constatado el revuelo que se había levantado en la estancia. –Santa Cecilia, la patrona de la música. ¡No podía ser de otro modo! Ahora todo el mundo allí empezó a sonar, a hacer ruido ¡Vaya música la que están haciendo!…

Toribio iba quedando como motor de todo ese descontento. Los cuatro jóvenes estudiantes habían prometido ayudarlo, y desde la partida misma de los esteros del Iberá iban pensando en cómo hacer para que Anacleto recibiera la ayuda médica necesaria. Por supuesto, debería salir de la estancia. ¿Quién podría costear esos gastos?

El malestar fue creciendo entre los peones. Los que en principio habían permanecido apáticos, rápidamente fueron tomando partido contra la patronal. El clamor generalizado apuntaba a condenar la medida contra Toribio. La casi totalidad de los trabajadores se solidarizó con él, y a partir de ello, la protesta se profundizó. Hablar de los derechos laborales, cosa hasta el momento tabú de la que nadie tenía idea, empezó a despertar expectativas. ¿Cómo era eso de tener vacaciones, que pagaran el médico si uno se enfermaba, de mandar a los chicos a la escuela y tener asegurados los libros? Cuando se supo que habían despedido a Toribio, la cólera se disparó.

Él era muy respetado entre la peonada; respetado y querido. Los estudiantes no se habían equivocado en su apreciación: era un tipazo como no había muchos. Si bien apenas podía leer con tropezones algún titular de diario –había llegado sólo a tercer grado de primaria– era tremendamente rápido para entender las cosas. Quizá a partir de eso, y de su acendrada hombría –cosa que importaba especialmente en un medio donde el valor de la valentía era fundamental (cazaba serpientes venenosas a mano, montaba como el mejor y decía no tenerle miedo al Sapo-toro), por todo eso, seguramente, era un líder espontáneo. El mismo Toribio no lo sabía, hasta que las circunstancias lo fueron llevando a ese lugar.

Se daba cuenta que tenía mucha facilidad de palabra; a su modo, mezclando términos en guaraní con un español bastante barroco, común en las provincias del interior de Argentina, era muy convincente cuando hablaba. La poca preparación académica no le impedía ser un brillante comunicador, chispeante, agudo.

El dueño de la Santa Cecilia, que pasaba parte de su tiempo haciendo negocios desde su pent house bonaerense y parte en su oficina de Miami, no le dio mayor importancia al asunto cuando le avisaron del “motín” que estaba teniendo lugar en el campo. Acostumbrado como estaba a ordenar y resolver todo con un par de enérgicos gritos, pensó que con cesantear al cabecilla –Toribio– se terminaba todo. Pero se equivocó.

Una fortuita combinación de factores disparó una situación poco común: el hermano de uno de los estudiantes era reportero en un canal de televisión porteño que acaba de salir al aire y buscaba denodadamente captar audiencia. Irse hasta los esteros del Iberá –otro mundo para la población bonaerense– podía prometer captar cierto grado de atención por lo insólito de la nota. La promesa de conseguir algo sobre el Sapo-toro era una buena jugada. Por supuesto sus directivos nunca hubieran creído que cubrir la nota de una protesta campesina, pero más aún, la sensiblería de mostrar cómo moría de cáncer un jovencito por falta de atención en el medio del monte, iba a ser el disparador del rating más alto de la televisión nacional.

Sumado a eso, la azarosa coincidencia del complot orquestado por las principales casas farmacéuticas del país –casi todas multinacionales– en contra del actual Ministro de Salud, quien “osara” hacer declaraciones públicas sobre la necesidad de moderar un poco la rapaz privatización de los servicios de salud, hicieron que el tema sanitario pasara a estar en la cresta de la ola de los medios por varios días. El “caso Anacleto”, como se le conoció, ayudó a disparar una situación inédita en el país.

Las farmacéuticas trabajaban para defenestrar al ministro, pidiendo uno nuevo que "sí se ocupara de la salud" –y que no se opusiera en lo más mínimo a las privatizaciones, por supuesto–. El canal de televisión buscaba una nota impactante que se vendiera mucho –que un jovencito enfermo prometía conceder–; los estudiantes, que ya habían comenzado a movilizar a buena parte de los compañeros de la universidad en Buenos Aires, apuntaban a crear conciencia en la población para denunciar los planes privatizadores, mientras Toribio quería denodadamente que alguien le curara a su hijo. El setenta por ciento de probabilidades de recuperación que le habían dado para Anacleto lo mantenía en un estado de constante frenesí. "¿Setenta por ciento? ¡Añamembuy, chamigo!"

La conjunción de todo eso dio como resultado un cóctel explosivo de proporciones inimaginables. Seguramente la enfermedad del jovencito tocó fibras sensibles de la población. La noticia se transformó en una sensación con velocidad de rayo. Ya no fue sólo el Canal Obelisco quien la cubrió, sino que movió a los otros canales nacionales a movilizarse. Por más de una semana no se habló otra cosa que de esta noticia. Incluso la destitución del Ministro de Salud pasó sin mayor pena ni gloria. El acento estaba puesto en este "pobre jovencito" que, según se presentaba en televisión, podría morir por inoperancia del anterior funcionario.

En la población fue creciendo la indignación. Más allá de la sensiblería con que se presentaron las cosas, la imagen de Toribio y su esposa como padres desconsolados que no encontraban la asistencia necesaria en los servicios públicos, pasaron a ser íconos. La manipulación de los medios de comunicación, que intentaron en todo momento presentar una versión lacrimógena del drama de la enfermedad de Anacleto así como una endulcorada de la movilización que estaba teniendo lugar en la Santa Cecilia, no sólo no convenció a la población, sino que produjo el efecto contrario. "¡No nos traten como estúpidos!", decía una gigantesca manta que apareció frente a la casa de gobierno.

En la estancia la chispa prendió fuego rápidamente. Cosas que parecían inauditas, comenzaron a suceder. Los peones, tradicionalmente vistos como "los más atrasados en términos políticos", según la interpretación de varias de las fuerzas de izquierda, sorprendieron con la claridad y virulencia de sus peticiones. Los cuatro estudiantes de antropología, que de algún modo se sentían indirectos promotores de todo el proceso que se vivía, entendieron que habían dado con un dirigente como había pocos, de magnitud universal.

Toribio, con su modestia habitual, sólo pensaba en la salud de su hijo. Pero ello lo llevaba inexorablemente a profundizar sus análisis y a endurecer sus posturas. El saberse caudillo de todo el movimiento que estaba naciendo lo hacía sentir cada vez más responsable, más comprometido. Aún cesanteado en estrictos términos administrativos, seguía siendo el centro de toda la tormenta y no se iba de la estancia. Nadie, por supuesto, se hubiera atrevido a sacarlo con la fuerza pública.

Lo que le pase al Anacleto depende de toda esta lucha; y esta lucha se alimenta de lo que le pase al Anacleto–.

La protesta de la Santa Cecilia se irradió a otras estancias, y así llegó a la capital provincial. Autoridades de nivel nacional ordenaron que se atendiera de la mejor manera posible al hijo del "líder de la revuelta" –como dijo el ministro del interior– para frenar la cadena de descontento que se venía dando. Se había pensado también en la desaparición física de Toribio con un secuestro, pero en altas esferas se evaluó que eso no era políticamente correcto, que esa "solución" podría traer más problemas que beneficios. La eliminación cruenta –un balazo por ejemplo– disfrazando el hecho con un intento de robo o una riña de borrachos, o un accidente preparado, no eran lo más aconsejable en el momento. La atención clínica del hijo enfermo se vio como la mejor salida.

Toribio captó al momento la farsa mediática que se había orquestado, pero con gran sentido de la oportunidad pudo entrever dos cosas: todo esto era la ocasión para lograr una respuesta de calidad a la enfermedad de Anacleto –que para toda la parafernalia periodística armada y la preocupación de los funcionarios de gobierno era lo que menos importaba– al tiempo que significaba una vía para profundizar los reclamos como trabajadores, ahora ya no sólo los de los peones de la Santa Cecilia sino, envalentonado como se iba sintiendo, reivindicaciones más profundas a nivel nacional.

Su ampliación en la mira de los problemas políticos creció con una velocidad vertiginosa; lo que un mes antes descubría como novedad absoluta en las conversaciones con los estudiantes de antropología, ahora era el punto de partida de razonamientos cada vez más complejos, más radicales. Sin haber leído nunca un texto marxista –marxistas son… ¿los que nacieron en marxo, chamigo? se permitía bromear– hablaba de la lucha de clases como un consumado militante con sólida formación teórica. Lo decía a su modo, con el candor que lo seguía caracterizando:

El mundo se divide en los que viajan en helicóptero y no trabajan, y los que andamos en alpargatas y con nuestro trabajo, chamigo, hacemos que aquellos puedan darse esa vida. En el medio están los que viajan en sulky: con terror de caer hacia la peonada pero siempre mirando para arriba, esperando alguna miga que le deje el patroncito. Por supuesto, a los de abajo nos enseñan toda la vida a resignarnos. Con chamamé nos mantienen, y si protestamos: palo nos cae–.

Existía un Código de Trabajo para el empleado agrícola, por supuesto; pero rara vez, o nunca, se respetaba. Por lo pronto no había organización sindical alguna que pudiera hacer valer esos derechos. La protesta surgida en los esteros del Iberá tomó un carácter nacional. Se empezó a hablar incluso, y Toribio era uno de quienes lo hacía, de reforma agraria.

Así como fulminante fue el crecimiento en su conciencia política, así también lo fue la recuperación de Anacleto. Era un cáncer de garganta pero no estaba muy avanzado cuando se le comenzó a atender. Con quimioterapia se logró detener y controlar; el proceso pudo revertirse en su totalidad.

Entonces, era cierto: tomado a tiempo, siete de cada diez enfermitos se curan, chamigo–.

La movilización generalizada fue una expresión del gran descontento que había en la población. Por miedo, por desidia, por desmotivación, lo cierto es que la gente había perdido la gimnasia de la protesta. Cuidar el mísero puesto de trabajo en una economía cada vez más empantanada era un lujo; levantar la voz, por tanto, había salido de la práctica común de los argentinos. Todo esto que ahora comenzaba a suceder tenía el valor de una primavera, el despertar de un largo sueño.

Toribio no tenía la más mínima aspiración de cargos políticos o de participación institucionalizada; se sentía de la base. No conocía otra cosa, y le costaba concebir una vida que no fuera como la suya. La lucha que había iniciado, que en realidad arrancó siendo por la salud de su hijo, le fue despertando cada vez más la conciencia. Su inquebrantable ética de hombre de trabajo, de curtido peón de campo, no varió nunca. Cuando le propusieron un puesto en el gobierno, simplemente sonrió:

Uno come lo que se gana con su trabajo. Si no, es robo. ¡No hay vuelta de hoja!

Como siempre sucede con estas explosiones populares, no se sabe bien qué pueden disparar, hacia dónde van. En este caso, iniciaron un fuego que se extendió sin parar por toda la república haciendo dimitir al presidente. La fuerza que adquirió posteriormente el movimiento no tuvo parangón. Aquella idea de la que con tibieza se había comenzado a hablar en los albores de la protesta, y que cuando Toribio la escuchó por vez primera ni siquiera entendió, lo de reforma agraria, más tarde fue un hecho.

Hoy día da gusto escucharlo, ya peinando canas y con once nietos, reflexionar sobre estos acontecimientos:

Si algo aprendí de mi Taragüí porá, chamigo, es que lo que jamás se puede perder es la esperanza–.

sábado, 26 de mayo de 2018

viernes, 25 de mayo de 2018

LA HISTORIA DE DAISY





Aburrida de ver siempre lo mismo, Nancy apagó el televisor. No entendía mucho de esas cosas, ni pretendía entender. La repetida, monótona, casi grotesca propaganda sobre la guerra de Vietnam ya la tenía harta.
           
Lo único que le importaba al respecto era que un sobrino –su sobrino preferido: Tom, huérfano desde muy pequeño, criado en parte por ella– estaba prestando servicio en el frente; no era tanto la marcha del conflicto lo que la aquejaba, sino la suerte corrida por el muchacho.
           
Ya obtenida su jubilación como maestra, con sus recién cumplidos sesenta y un años y una soltería bien llevada, la vida le transcurría plácida en aquel pequeño pueblito del condado de New Shipping, en Carolina del Norte. Conocida desde siempre en el vecindario, era querida por todos. Cariñosamente la llamaban la Tía Nancy.
           
Ocurrió un caluroso día de junio de 1971. Nancy era muy afecta a tener mascotas; en aquel entonces tenía una tortuguita: Elsa, con quien pasaba horas hablando; y su primor, su amor incondicional: la perrita Daisy. Esta última hacía ya más de 10 años que era parte indisoluble de su vida; con ella había tenido –ella misma lo aseguraba sin pudor– los momentos más felices de su existencia. Habitualmente dormían juntas.
           
Para esa época Daisy había entrado en celo. Simpática cocker, despertaba las pasiones no sólo de su dueña sino de cantidad de perros de los alrededores. Como ocurría siempre para esas circunstancias, muchos canes se acercaban a merodear por la casa de Nancy a la espera de ser el elegido de la solicitada mascota. Había de todo: algún otro cocker, perros de otras razas, algunos vagabundos. Para todos la atracción se ejercía por igual.
           
La perrita –en lenguaje humano diríamos: haciéndose rogar– no era de tomar una rápida decisión; las filas caninas se engrosaban largamente, siendo muchos los decepcionados al final de la espera. Ese verano, como en ocasiones anteriores, la cantidad de pretendientes era grande.

Nancy no supo cómo, pero en un determinado momento, Daisy apareció encaramada en un árbol frente a su casa. Se supone –es lo que luego se dijo– que, subida al balcón del segundo nivel de la casa, pudo haber saltado, quién sabe por qué, hacia la rama más cercana del árbol. Una vez allí no supo bajar.
           
La angustia de ambas, mascota y ama, fue grande; seguramente mayor la de la última. Para ella su perrita era casi todo –sería excesivo decir todo; su sobrino en Vietnam también contaba bastante–. Si algo le sucedía, podía ser la ruina de su vida. Desesperada, llamó a los bomberos. No tardaron en llegar.
           

El capitán Mc Allison, robusto cincuentón de ojos azules y grueso bigote, enseguida se hizo cargo de la situación. En su vida laboral había asistido a numerosos rescates; algo como lo actual no lo inquietó en absoluto.
           
–Quédese tranquila, señora. En un instante le recuperaremos su mascotita–.
           
La tarea en modo alguno parecía complicada. La sonrisa bonachona del capitán lo acompañaba en todo momento; parecía un buen personaje de cualquier película de vaqueros, de esas que se veían luego de los noticieros sobre Vietnam.
           
–Muchachos– ordenó Mc Allison– ustedes suban al techo, y ustedes dos quédense abajo con la red, por una eventual caída de la perrita–.
           
Las cosas se hicieron como ordenó el jefe. El más joven del grupo fue quien se acercó a Daisy. Todo debería haber resultado fácil, rápido; pero no fue así.
           
El animalito, seguramente espantado por la situación, comenzó a ladrar locamente y a lanzar mordiscos a su salvador. Ante eso, el bombero que se había empinado en el árbol, algo sorprendido por la reacción, optó por retroceder. Se llamaba Tom, igual que el sobrino de Nancy. Eso fue motivo para que la candorosa maestra entablara relación con él; al rato, tanto Tom como sus compañeros, disponían de sendos emparedados y gaseosas, ofrecidos por la gentil señora.
           
¡Ay, pobrecita mi Daisy! ¿Y cómo creen que sería mejor hacer para bajarla, muchachos?–
           
Luego de estos primeros minutos de contacto, y ante el inicial fracaso del rescate, todos, incluida la Tía Nancy, vivían ya un clima de confianza, de familiar camaradería como si se conociesen de toda una vida. Así era nuestra heroína.
           
¿Sabes, Tom, que tengo un sobrino que se llama igual que tu?; incluso se te parece bastante, sólo que él tiene un lunar aquí, cerca del cuello, y para ejemplificarlo se abrió algo el escote de su blusa, indicando el lugar exacto.
           
¡Me da tanta lástima mi pobrecito Tom…! Me refiero a mi sobrino, claro. A ti casi no te conozco. Pero creo que eres un buen muchacho. Creo que Tom, mi sobrino, tiene más o menos tu edad. ¿A ti no te han convocado para el frente?
           
El tono de Nancy invitaba a sentirse en confianza; casi, se diría, llamaba a la intimidad.
           
Bueno, en realidad no todavía, pero… quiero decir: estoy esperando que me recluten.
           
Ah. ¿Y te gustaría ir?, preguntó maternal la mujer.
           
Eso no importa. ¡Hay que servir a la patria!, eso es lo que cuenta. Defenderla de esos malditos chinos.
           
Ay, mi muchachito. ¿Y para qué queremos estar en guerra?
           
La conversación podía extenderse horas; ambos querían hablar, sentían la necesidad de hacerlo, al menos sobre ese tema. Pero la obligación deshizo el clima personal que se iba tejiendo. La voz del capitán Mc Allison resonó potente, casi descortés:
           
¡Terminemos rápido este refrigerio y bajemos a esa perrita de una buena vez!
            Casi de inmediato todos los subalternos tragaron apresuradamente la merienda, y en un instante estuvieron listos para continuar con el rescate. La cuestión es que nadie sabía muy bien qué hacer.
           
Yo creo, capitán, que deberíamos forzarla a saltar, y esperarla abajo con la red.
           
No. Eso es muy peligroso. Es mejor subir hasta donde está ella y recogerla.
           
Pero ya lo intentamos, y no se deja la pobrecita.
           
Modestamente yo diría que lo mejor es esperar a ver qué hace ella solita, y ayudarla.
           
Sí, claro… pero no tenemos todo el día para esperar.
           
¿Y si le mandamos un perro macho como señuelo?
           
O mejor tentarla a que baje con un buen pedazo de carne.
           
Perdónenme, pero la única manera de bajarla es sedándola con un dardo.
           
Todos opinaban, todos tenían algo que agregar; también la Tía Nancy. Mientras eso sucedía, iba anocheciendo, y la perrita Daisy seguía en lo alto del árbol. A este punto comenzó a lloriquear.
           
El barrio completo ya se había movilizado con motivo del acontecimiento. En un condado como aquél nunca sucedía nada especial. La guerra era una extraña noticia de un lejano país; no parecía tocar a los habitantes de New Shipping. Salvo el sobrino de Nancy, nadie en el vecindario tenía familiares directamente implicados.
           
Las voces de solidaridad no tardaron en ir apareciendo.
           
¡Ánimo, Tía Nancy! New Shipping está contigo.
           
Había algo de emocionante en la situación. Los bomberos se sabían centros de la atención de todos, y querían estar a la altura de las circunstancias. Sin decirlo, más de uno estaba conteniendo la respiración para esconder el estómago. El capitán Mc Allison no dejaba de arreglar sus bigotes.
           
Comenzaba ya a oscurecer. No quedó claro quién dio la orden, ni para qué, pero una segunda dotación de servidores públicos llegó a la escena.
           

"¡Ahora sí! Ahora lo van a lograr", fue el clamor generalizado. Se sintió un suspiro de alivio. Mientras tanto el llanto de Daisy comenzaba a hacerse más hondo, teniendo ya algo de insoportable.
           
El segundo grupo recién llegado no traía muchas más ocurrencias que el primer contingente en cuanto a qué hacer; eso sí: traían más equipos. En poco tiempo, ya entrada la noche, relucían varias escaleras de aluminio y potentes reflectores. La admiración de los vecinos iba en aumento.
           
Mientras esto ocurría, la Tía Nancy tuvo la idea de sacar su televisor al jardín delantero de la casa –para que no se haga tan largo el tiempo–, pensó. Justamente en esos momentos estaban dando el noticiero nocturno; la guerra de Vietnam ocupaba buena parte del programa. Ese día no había sido victorioso para los Estados Unidos: muchos caídos, ningún avance en territorio enemigo. Sin embargo, las noticias siempre se presentaban con un toque de heroísmo triunfalista, por lo que los mismos muertos sufridos eran acicate para potenciar la masividad de la "futura y pronta" victoria total. De los vietnamitas, además de dar a conocer el número de bajas que se le había producido, nada se decía. Era obvio que se trataba de un noticiero norteamericano, más concebido como espectáculo colorido y con una cuota de entretenimiento que como boletín informativo objetivo. Nancy no lo terminaba de creer, pero uno de los rostros que aparecían en una toma hubiera jurado que era el de su sobrino Tom.
           
Terminando el noticiero, y mientras los dos cuerpos de bomberos estudiaban la mejor forma de llevar a cabo el rescate, llegó la televisión. Venían de Raleigh, de un canal con bastante audiencia. Sin dudas la noticia de Daisy ya había corrido bastante por allí; si bien no era algo especialmente trascendente, podía interesar.
           
Más reflectores se sumaron a los de los bomberos. Era evidente que el capitán Mc Allison se sentía muy a gusto con la situación. Él mismo, con sutileza, buscó ser entrevistado por los reporteros recién llegados.
             
–Bueno… no va a ser nada fácil el trabajo. Recuerdo vez pasada en la guerra de Corea me encontré en una situación parecida–, comenzó a decir.
           
–¿Rescatando una perrita?–, preguntó perplejo el periodista.
           
–¡No, no! Quiero decir: rescatando uno de nuestros muchachos que había quedado en uno de esos pozos-trampa que ponían estos chinos. O sea: era una situación comparable, usted me entiende, ¿no?–
           
–Claro, claro–.
           
Más que la cobertura de una nota periodística, la escena parecía el relato de una vieja historia heroica contada por un abuelo para su nieto, con la diferencia que había un micrófono y una cámara de televisión por medio.
           

–Fue así, muchacho, que casi sin herramientas, solo, corriendo entre las balas del enemigo, llegué donde estaba Bill, que había quedado atrapado en esa cochina fosa; y como pude, con un esfuerzo sobrehumano, logré rescatarlo–.
           
–¿Piensan que aquí va suceder algo semejante?–, dijo no sin cierta ironía el entrevistador.
           
Alisándose profusamente los bigotes, Mc Allison respondió mirando a la cámara:
           
–Para que sepa el condado, para que sepa el estado de Carolina del Norte, para que sepa el país: el glorioso cuerpo de bomberos de New Shipping jamás ha retrocedido ante ninguna adversidad. ¡Y si este rescate es más complicado de lo que pensábamos, por Dios y nuestros hijos juro que igualmente venceremos!–
           
El tono grandilocuente del capitán no difería mucho del utilizado por el presentador del telenoticiero unos minutos antes. Cambiando los personajes en juego, lo expresado era casi lo mismo. El pastor que sermoneó luego de las noticias no fue muy distinto tampoco.
           
Siguieron los aprestos para lograr el rescate de Daisy, que cada vez lloraba más desconsoladamente. Su dueña, evidenciando ya las secuelas del cansancio y la tensión, no lograba esconder alguna lágrima. Al mismo tiempo, y en una mezcla confusa de sentimientos, se sentía protagonista de una historia que jamás hubiera pensado. De repente junto a su casa apareció un enorme cartel que decía: "Tía Nancy: estamos contigo. ¡Venceremos!"
           

No sabía con exactitud a qué se referían: si al rescate de su mascota, a la guerra de Vietnam o al retorno de su sobrino Tom. Comenzó a sentir una jaqueca aguda.
           
Si bien no habían venido con ese propósito, al ver que la noticia produjo una espontánea y cálida reacción popular, los del canal de Raleigh, previa consulta con sus directivos, decidieron comenzar a cubrir en vivo la escena. Un periodista tuvo la idea de acercar un micrófono hasta la perrita.

La transmisión comenzó a hacerse en cadena, con un presentador en estudios centrales, más las tomas en el vecindario. El efecto no se hizo esperar; la medición de audiencia –tan típica en Estados Unidos– evidenció un éxito inaudito, lo que llevó a transmitir rápidamente el evento para todo el estado.

Los quejidos de Daisy, las lágrimas de su dueña –que fue confianzudamente presentada ante las cámaras sin mayores escrúpulos como la Tía Nancy–, nuevas declaraciones del capitán Mc Allison, evocaciones confusas de Vietnam –que no se sabía por qué aparecían, pero que sin dudas despertaban interés en los televidentes–, comentarios de los vecinos, otros comentarios de los reporteros … todo se sucedía en una vorágine de imágenes deshilvanadas que, por misteriosos motivos de la psicología colectiva, concitaba cada vez más la atención general de los televidentes.

La idea de acercar un micrófono a Daisy fue de un efecto demoledor: casi instantáneamente, luego de salir al aire esos lamentos, se comenzaron a recibir llamadas telefónicas con contenidos de lo más diverso, desde compadecimiento hasta cólera, no faltando quien intentaba dar sugerencias prácticas para solucionar la situación. Hubo, igualmente, quien propuso sacrificar al animal, "para evitarle sufrimientos". Alguien también llamó sugiriendo nombrar a la perrita "símbolo de la resistencia nacional".
           
El cansancio comenzaba a hacerse notar en los bomberos. Era ya medianoche y el calor no cedía. Casi la totalidad de la población de New Shipping se había dado cita en las cercanías de la casa de Nancy para seguir de cerca los acontecimientos. Muchos, al mismo tiempo, los miraban también por la televisión. La Tía Nancy volvió a aparecer en las pantallas:
           
–Esto demuestra lo que podemos ser como gran pueblo, como gran país: un grupo que se une, que se da la mano para sacar adelante mancomunadamente una tarea en nombre del bien común–. Se sabía a sí misma mediocre oradora; en realidad sólo había hablado ante sus alumnos durante sus años de magisterio, pero jamás lo había hecho ante un gran público. Las circunstancias actuales, sin embargo, la envalentonaban. Los reflectores de los canales de televisión –ya no era sólo el de Raleigh; también habían llegado desde Washington– la estimulaban, la portaban más lejos de sus posibilidades. Le hubiera gustado seguir hablando sin límites, fascinada al escucharse, al saberse en esa situación.
           
Quien sufría, mucho, cada vez más, era Daisy. Sus gemidos eran captados por buena parte de la población noctámbula del estado. Había algo de indecible en toda la escena: los mismos periodistas, sin proponérselo, contribuían a profundizar un clima entre melodramático y de barato espectáculo de feria.
           
Mc Allison, acompañado del jefe de la otra brigada de bomberos llegada tiempo atrás: String, tomó finalmente la decisión de atrapar a la perrita con una red, y así bajarla del árbol. Iba siendo ya el amanecer, lo que le pareció una hora propicia para finalizar el rescate. "Buen trabajador, pasando la noche en vilo para cumplir con su deber", pensó. Así tendrían que verlo en la televisión, "era lo menos que se podía concluir de la faena desarrollada", razonaba.
           
Eran ya las seis de la mañana; el calor no se había ido en toda la noche, y ahora nuevamente comenzaba a arreciar. Una vez más aparecía el noticiero en las pantallas. Una vez más, también, la guerra de Vietnam ocupaba el primer lugar entre las noticias. En realidad no había mucha diferencia entre cómo se cubría esto y cómo se había encarado la historia de Daisy: lágrimas, algún capitán arreglándose los bigotes y contando historias heroicas, alguna Tía Nancy con chillona voz maestril dando vibrantes discursos…. Faltaban, eso sí, –elemento que en la transmisión nocturna en vivo había sido fundamental– los quejidos vietnamitas. Por cierto los de Daisy habían resultado conmovedores. ¿Quizá los de algún vietnamita no conmoverían tanto? Mejor no probar.
           
Alrededor de las seis y quince, siendo cubierta en directo, en una acción combinada entre los dos cuerpos de bomberos, se procedió a atrapar con una red a la pequeña perrita que, para ese entonces, estaba ya en situación de absoluto pánico. En la maniobra –"muy arriesgada, por cierto"– la pobre cayó al suelo, con tanta mala suerte que falleció en forma instantánea.
           
Por iniciativa de los vecinos, contándose igualmente con el aval de las autoridades municipales locales, se levantó un monumento recordatorio de la "graciosa, simpática y por siempre conmemorada Daisy" –tal como podía leerse en la placa que la evocaba.
           
Tom, el sobrino de Nancy, también falleció. Tom, el bombero, tiempo después marchó al frente.
           
Nunca se supo bien quién fue el que la propuso ni cómo se arreglaron los pequeños detalles de implementación, pero a partir de la audiencia récord obtenida con los improvisados discursos de la "patriótica Tía Nancy" con ocasión de la transmisión en vivo durante las escenas del fallido rescate de Daisy, su imagen se tornó símbolo: tía de un soldado norteamericano caído, cada semana empezó a aparecer en la televisión hablando del sufrimiento de un familiar, pero más aún: arengando a ganar la batalla "superando el dolor". Meses más tarde recibió de manos de un delegado presidencial una medalla al honor. Claro, había un ligero error: en la dedicatoria decía "a la querida tía Daisy".