Periodista:
Dicen que usted mató a una persona en México.
Candidato
presidencial: No una. ¡Dos! Si eso hice por defender a mi familia, ¿qué no
haría por defender a mi patria?
Esas
declaraciones sirvieron para que ese candidato ganara las elecciones
presidenciales en el 2000. ¿Cultura de violencia?
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La historia de Guatemala como Estado-nación moderno,
desde la llegada de los conquistadores españoles a la fecha, está marcada
brutalmente por distintas formas de violencia. Los más de cinco siglos
transcurridos desde el contacto de los pueblos mayas con los invasores
españoles terminaron generando una sociedad absolutamente asimétrica. En la
misma, los descendientes de los conquistadores y las clases dominantes
vernáculas que fueron desarrollándose, mantuvieron hasta la fecha enormes y
desiguales beneficios sobre los pueblos originarios. Con el tiempo, esas
irritantes diferencias no sólo no se achicaron, sino que se mantuvieron e
incluso se agrandaron, haciendo del país uno de los más desiguales en el mundo,
donde la renta nacional está más inequitativamente repartida. Esas enormes
asimetrías estructurales se ampararon en un despiadado racismo.
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La matriz de relación político-cultural que se fue
imponiendo para todas las vinculaciones humanas –no sólo las económicas– estuvo
dada por el autoritarismo (una de las tantas formas de la violencia). Así, las
relaciones étnicas, las de género, las generacionales y, en general, las
distintas modalidades de tratamiento entre grupos y/o individuos, están
atravesadas por patrones verticalistas, autoritarios. Violentos, en definitiva.
Quien manda, según esta ya asimilada cultura, tiene derecho de mandar sin
atenuantes; y quien obedece, obedece sin mayores cuestionamientos.
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Esa cultura autoritaria fue dando como resultado una
particular forma de apreciar la vida del otro subestimado. De esa forma, desde
el ejercicio de poderes siempre marcadamente asimétricos, la integridad física
y psicológica del otro subestimado, el otro “inferior”, quedó a merced del
superior, lo cual estableció una matriz de impunidad generalizada: el dominador
puede hacer casi lo que desea con el dominado o, al menos, puede imponerle sus
criterios con total naturalidad, porque la normalidad aceptada es obedecer sin
protestar.
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Estas matrices autoritarias y violentas marcaron también
los rasgos distintivos con que se organizó y se desenvolvió el Estado durante
varios siglos. El Estado, lejos de ser una instancia destinada a armonizar las
relaciones entre los distintos grupos sociales, fue una prolongación del
dominio de las clases dominantes. Durante siglos funcionó con patrones
racistas, excluyentes de las grandes mayorías, capitalino y desinteresado del
interior del país, y sumamente deficiente en su función de llevar servicios y
satisfactores que aseguraran el bien común para la totalidad de la población.
En general el Estado estuvo puesto al servicio y beneficio solo de un
determinado grupo de poder.
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La falta de canales de expresión democrática para las
grandes mayorías, su exclusión histórica y la insatisfacción dominante en las
mismas, pasada la corta experiencia en que se intentó un nuevo modelo de
sociedad entre 1944 y 1954, sumado a la represión violenta de que fue objeto
desde siempre, pero más aún luego de ese período específico de mediados del
siglo pasado, desató reacciones de violencia armada desde grupos populares como
modos de respuesta a una situación que no encontraba espacios políticos.
Terminada oficialmente la guerra interna en 1996, salvo algunos cambios
puntuales bien acotados (por ejemplo: una mayor presencia maya en la agenda nacional,
muy pequeña aún, pero mayor que en años atrás, o una discusión abierta sobre la
crónica violencia de género, igualmente muy pequeña aún, pero mayor que en años
atrás también), las causas estructurales de violencia y exclusión
político-económica persisten.
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Las poblaciones perciben, imaginan y procesan las
violencias según circunstancias históricas concretas. Los imaginarios
colectivos de violencia, por tanto, cambian en el tiempo, se reconfiguran. En
la sociedad guatemalteca ha sido una constante el autoritarismo, el
verticalismo patriarcal y el desprecio del otro diferente (siempre en la óptica
de que quien desprecia es el que detenta una mayor cuota de poder). A través de
los años, ese cambio fue grande, rápido, pero no dejó de presentar matrices
comunes: la violencia no asusta, no conmueve, sino que está enraizada como
hecho cultural. El conflicto armado y la militarización que se vivieron por
casi cuatro décadas potenciaron la violencia a niveles y alarmantes en
prácticamente todos los espacios de la vida nacional.
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La segunda mitad del siglo XX estuvo marcada en muy buena
medida por acontecimientos político-ideológicos que reproducían las matrices
globales con que se movía la sociedad. Durante años Guatemala vivió y sufrió la
Guerra Fría. La confrontación entre dos modos de vida (capitalismo y
socialismo) se tradujo internamente en una lucha que no fue sólo ideológica
sino que tuvo consecuencias materiales espantosas.
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El “combate al comunismo” de la Guerra Fría viene
marcando los diversos espacios públicos de la sociedad desde mediados del siglo
pasado. Durante la época del gobierno revolucionario de Juan José
Arévalo-Jacobo Arbenz, el imaginario de violencia dominante estuvo dado por esa
pugna ideológica: comunismo-anticomunismo, articulada con la Guerra Fría que
dominaba el panorama internacional. De todos modos, la violencia no era la
preocupación dominante en el colectivo, en ninguna de sus expresiones. La lucha
ideológica, que se transformó rápidamente en enfrentamiento político, derivando
luego en acción militar abierta (obviamente, violenta por definición) fue una
constante animada desde los sectores de poder que veían perder sus privilegios.
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Caído el gobierno de Jacobo Arbenz, el imaginario de
violencia que prevaleció estuvo ligado directamente a la militarización de la
sociedad: con acciones militares concretas en la zona rural (el altiplano de
presencia maya), con guerra sucia en la capital y las principales ciudades, con
desaparición forzada de personas y hechos de tortura selectiva. La violencia,
para estas cuatro décadas, estuvo ligada directamente al campo político, y por
extensión: militar. Otras formas de violencia no dejaron marcas significativas
en los imaginarios. La violencia delincuencial no contaba como problema. La
cuestión que marcó el período era cómo sobrevivir en ese mar de tanta
violencia: o evitarla no “metiéndose en nada” o, para quienes tenían algún
nivel de compromiso político, cómo sortear la masividad de esa violencia que no
dejaba alternativas.
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Desde firmada la paz, y de allí en forma creciente hasta
nuestros días, el imaginario social de la violencia liga ésta en forma casi
exclusiva con la delincuencia. Producto de acciones mediáticas que,
deliberadamente o no, ponen la violencia delincuencial como el principal
problema de la sociedad, la población, en su amplia mayoría, identifica
violencia con esta nueva “plaga” que pareciera atacar todo, sin distinciones de
clase, de etnias, de género, etáreas. No es exagerado decir, a modo de síntesis
de este nuevo imaginario, que la percepción generalizada afirma resueltamente
que “la delincuencia nos tiene de rodillas”. Esa violencia vivida como algo sin
límites, omnipresente, mucho más dañina aún que la experimentada en los años de
militarización y conflicto armado abierto, tiene como actores a nuevos
personajes sociales: el crimen organizado, el narcotráfico, las pandillas
juveniles (maras). En alguna medida, la delincuencia se une a pobreza, con lo
que ésta es fácilmente criminalizable.
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En todos los casos, el imaginario de violencia apunta a
que “yo nunca soy el violento” (la violencia nunca se reconoce en primera
persona), pero sí lo son otros grupos: durante la revolución del 44, según el
punto de vista elegido, los violentos son o los “inditos que querían mandar y los comunistas de Arbenz que los
agitaban”, o los sectores conservadores que finalmente desataron la
contrarrevolución con apoyo estadounidense. Durante los años de militarización,
el imaginario dominante de violencia ligaba la misma a la figura del “delincuente subversivo que quería trastocar
los valores de patria, familia, dios y propiedad privada” o, por otro lado,
al Estado contrainsurgente, capaz de cometer cualquier acto, por más ilegal que
fuera. Finalmente, en los años del post-conflicto, años que se van construyendo
para el imaginario social como más violentos aún que los de la guerra interna,
la violencia queda ligada a la delincuencia, y en buena medida a jóvenes
pobres, provenientes de los sectores urbanos más excluidos: las maras. La
violencia delincuencial es masiva, está en todas partes y a cualquiera le puede
tocar. En ese sentido, puede tornar la vida cotidiana una verdadera pesadilla.
En general, como imaginario muy desarrollado, una forma de afrontar todo esto
es la salida punitiva: más armas, más seguridad, más alambradas, más casas
amuralladas, desconfianza, no participación en nada más allá de lo
estrictamente necesario, aprobación de la pena de muerte, asentimiento de los
linchamientos. La sensación dominante es de miedo y parálisis ante la
situación, y ninguna de estas conductas violentas contra el “otro indeseable”
se reconoce como violenta.
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La pandemia de COVID-19 que se ha instalado desde el 2020
no altera sustancialmente nada. En todo caso deja al desnudo –una vez más– la
verdadera dinámica de la sociedad: una minoría que “se salva”, pudiendo ir a
vacunarse fuera del país (a Estados Unidos básicamente) y con acceso a sistemas
privados de salud, con una más que minúscula oligarquía que sigue siendo el
auténtico factor de poder financiando a la clase política que saca leyes a su
medida, junto a sectores de nuevos ricos surgidos en los últimos años de
represión contrainsurgente aunados a negocios de dudosa reputación
(narcoactividad, contrabando, contratistas de Estado), sobre la base de una
extendida masa paupérrima de trabajadores varios, pueblos originarios,
asalariados y sub-asalariados, que continúa teniendo como una de sus pocas
salidas el marchar a Estados Unidos en condición irregular. Pese a esa
pandemia, la delincuencia callejera no ha bajado; disminuyó en el primer año de
confinamiento, habiendo vuelto a subir en el 2021.
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Como conclusión: la
violencia hace parte sustancial de la historia del país, y no se ve cómo
encontrarle reales caminos para su superación.