Este mito de la democracia parlamentaria actual no es sino eso: mito, ficción, fantasía, burda manipulación.
El orden del mundo no lo decide el
“ciudadano” votando cada cierto tiempo. Eso es patéticamente absurdo. Los
presidentes -todos, de todos los países- son, en definitiva, empleados de los
verdaderos tomadores de decisiones. ¿Quién establece el precio del petróleo, lo
que un país debe producir, el inicio de las guerras, el entretenimiento para
mantener “felices a los esclavos”? La gente, el ciudadano de a pie, la persona
que está leyendo este texto: ¡no! Eso se decide a puertas cerradas entre muy
pocas personas en el mundo. En las sociedades de clase, siempre fue así: el rey
y su séquito, el faraón, el sumo sacerdote, los mandarines, la gente que maneja
el Fondo Monetario Internacional, que a su vez recibe órdenes de los que se
sientan en un lujoso pent house climatizado con enormes jacuzzis, esos lugares
intocables a los que “la plebe” no puede acceder jamás, esos de quienes ni siquiera
conocemos sus nombres. ¡Esos son los que deciden!, y no la “indiada” por medio
de un sufragio. ¿Quiénes son los dueños de la Exxon-Mobil, o de la Coca-Cola
Company, del JPMorgan Chase & Company, de la Pfizer?). ¿Cuándo cambiará
eso? …, no lo sabemos ni lo estamos previendo. Lo que sí está por demás de
claro, como dijo el francés Honoré de Balzac, que “todo
poder es una conspiración permanente.” Las leyes, lo sabemos, no son justas
ni equitativas, y no las deciden las mayorías: “La ley es lo que conviene al
más fuerte”, expresó Trasímaco de Calcedonia en el siglo IV antes de
nuestra era. “Las leyes están hechas para y por los dominadores, y conceden
escasas prerrogativas a los dominados”, dijo Sigmund Freud en 1932.
Por eso, creer en la democracia formal que nos venden como panacea, eso
de “darle poder al soberano”, que “el pueblo manda a través de su voto” es,
como mínimo, un chiste de pésimo gusto.
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