Guatemala está entre los países del mundo donde la diferencia entre su población rica y población pobre es más amplia. Se ha dicho que es el país donde existe la mayor cantidad proporcional de avionetas y helicópteros particulares por persona, mientras que, al mismo tiempo, es el segundo lugar de Latinoamérica -luego de Haití- y quinto en el mundo (UNICEF) en desnutrición infantil. Uno de cada dos niños guatemaltecos está desnutrido. ¿En un país productor neto de alimentos? ¿Cómo es eso posible?
Guatemala no es un país pobre. Por el contrario, tiene enorme cantidad
de recursos naturales, produce muchos y variados alimentos, tiene un importante
hato ganadero, hay abundante agua dulce, muchos minerales en su subsuelo,
incluso petróleo, presenta salida a dos mares. No es pobre, para nada (está entre
las primeras diez economías de Latinoamérica en relación a su producto bruto
interno), pero la riqueza está tremendamente mal repartida creando enormes
masas de pobres. En buena medida (alrededor de un 15% de la renta nacional)
vive de las remesas que envían compatriotas desde Estados Unidos, donde
trabajan en condiciones de suma precariedad, ilegales en muchos casos.
¿Por qué no se puede salir de esta situación de pobreza crónica que condena
al 70% de la población a vivir en condiciones deleznables? Por la forma en que
esa riqueza se reparte; mientras un muy pequeñísimo sector acomodado se queda
con la mayor parte de lo producido, las grandes mayorías sobreviven con migajas.
Si no fuera por esas remesas o por el trabajo de infinidad de niñas y niños que
aportan alrededor del 2% del PBI (lo cual hipoteca su futuro, así como el de la
nación), la pobreza de las grandes mayorías populares sería aún mucho mayor. Esas
injustas condiciones fueron las que encendieron la guerra interna décadas
atrás; pero terminada la guerra luego de 36 años con una cantidad tremenda de
secuelas, nada ha cambiado en lo sustancial. El racismo histórico, más allá de
un cambio bastante cosmético -los pueblos mayas pueden celebrar sus cultos
abiertamente ahora- permanece.
Hace más de un año llegó la pandemia de COVID-19. Como en todas partes
del mundo -con excepción de algunos países socialistas que la pudieron manejar exitosamente:
Cuba, Vietnam, China- la crisis sanitaria golpeó duro. ¿Por qué? No porque la
enfermedad sea realmente algo tan altamente letal; los países socialistas,
aunque de esto no hablen los medios comerciales, pudieron controlarla a partir
de una planificación con un Estado que vela realmente por la salud de la
población. Ahí está la verdadera diferencia.
En Guatemala la presencia del coronavirus vino a hacer más patente lo
que ya se sabe: que estamos ante una sociedad tremendamente desigual, donde la
riqueza producida se reparte muy inequitativamente, y donde el Estado, como
supuesto regulador de la vida social, no vela realmente por los intereses de
las grandes mayorías.
Esto puede verse en que una muy amplia masa de trabajadores no cobra
siquiera el salario mínimo. Salario, por otro lado, que no alcanza para cubrir
las necesidades elementales de sobrevivencia. El salario mínimo representa más
o menos un tercio de la canasta básica. Además, una enorme cantidad de trabajadores
no goza de los beneficios sociales establecidos por ley, no recibe los aportes
patronales para el Seguro Social, no tiene aporte jubilatorio, muchas veces se
retacea el pago del aguinaldo o del Bono 14. Todo lo anterior con el
beneplácito de los gobiernos de turno, lo que evidencia que los mismos no trabajan
para mantener la equidad social sino solo beneficiando a determinados grupos
(léase: el poder económico).
En muchas ocasiones los finqueros de las zonas norte del país, en los
departamentos de Alta y Baja Verapaz, Izabal, Petén, arremeten contra los
pueblos originarios quitándoles sus territorios. Esto se difunde muy poco por
los medios de comunicación masivos, que son empresas comerciales que repiten el
mensaje de los grupos dominantes, en este caso, de los terratenientes de la
zona. Allí no se mencionan los abusos que están cometiendo guardias privados,
muchas veces con la complicidad de fuerzas estatales, contra los campesinos del
lugar, quitándoles tierras para sus negocios, para las plantaciones de palma aceitera,
desviando ríos para sus centrales hidroeléctricas, muchas veces para la
instalación de pistas de aterrizaje o laboratorios para el procesamiento y/o trasiego
de drogas ilegales. A quienes protestan contra esos atropellos, se les calla,
muchas veces con el asesinato.
Evidentemente esta democracia formal que se está viviendo desde hace ya
más de 30 años no está sirviendo para resolver problemas ancestrales. Llegó la
pandemia, y además de la interminable cantidad de muertos que produjo (en Cuba
no fue así), permitió que los grandes capitales de siempre sigan imperturbables
con sus negocios mientras la población sufre. Hospitales colapsados, gente con
hambre agitando banderas blancas, desocupados que perdieron sus trabajos, población
con lo que ahora se llama teletrabajo más explotada que antes y una clase
dirigente que sigue enriqueciéndose, con un estamento político que le facilita
sus negocios: esa es la situación. El COVID-19 pone más al descubierto cómo
funciona realmente el país: grupos dominantes que lo único que buscan es su
enriquecimiento y una gran masa de población resignada, que tiene como única
salida marcharse a Estados Unidos en condiciones de precariedad total. ¿Hasta
cuándo?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario