jueves, 31 de marzo de 2022

PARADOJAS

¿ALGUIEN PUEDE EXPLICAR ESTO?

 

Desde el banco donde tengo una cuenta me enviaron una carta. En su membrete, como algo que le llega a todos los cuentahabientes por igual, dice: “Usted no es un cliente. ¡Es un amigo!”. Pero luego me dicen que si no pago lo que debo –me atrasé algunas cuotas en un crédito– me van a rematar la casa. No entiendo: ¿no es que era un amigo?

“ES DELITO ASALTAR UN BANCO, PERO MÁS DELITO ES FUNDARLO”

BERTOLT BRECHT



miércoles, 30 de marzo de 2022

USAC: NECESIDAD DE CAMBIOS PROFUNDOS

¿Se podrá limpiar la universidad pública de tanta corrupción, de tantas roscas infames y de tanta bajeza? Ya son varias décadas de destrucción, hecha deliberadamente desde dentro. ¿Hasta cuándo?

 


martes, 29 de marzo de 2022

IL MORTO CHE PARLA

Les aseguro que todo lo que le cuento es cierto, absolutamente cierto. Claro, ustedes podrán decir que son disparates de un loco. Y tienen razón: todo haría pensar que estas cosas no pueden suceder, que son un invento, una alucinación.

Pero permítanme decirles que no, que no es así. ¿Para qué querría mentir a esta altura de mi vida? Bueno, de mi muerte mejor dicho.

Reconozco que nunca fui un ejemplo de virtudes. Por el contrario, mi vida fue una pura mancha, un muestrario de lo que no se debe hacer. Pero bueno, ya estuvo. Ya viví, y ahora no puedo volver sobre lo vivido. Lo angustiante es que no puedo decir que todo eso me sirve como experiencia para el futuro. ¿Tendré futuro?

Como menor de edad nunca llegué a estar preso. Mi primer ingreso a una cárcel fue a los diecinueve años. Confieso que la primera vez me fue desagradable; casi diría que me avergoncé. Después, con los repetidos ingresos, uno va viendo las cosas de otro modo. Llega un momento incluso en que, al menos en el círculo de hampones donde me fui comenzando a desenvolver, estar preso era una marca de reputación. Cuantos más ingresos tienes, más respetable eres. ¿Qué absurdo, verdad? A propósito: algo que siempre me resultó incomprensible es el hecho de rendir culto a la muerte por parte de los homicidas. ¿Cómo tatuarse una lágrima por muerto a su favor? Eso es una locura.

Yo fui asesino, y lo que menos querría es enorgullecerme de eso. Al contrario: toda mi desgracia -bueno, no sé si desgracia; lo que les voy a contar diría simplemente. Ustedes juzgarán si es desgracia, destino o castigo de dios-, toda mi desgracia, decía, arranca con un homicidio.

Soy franco: yo no quise matar a mi hijo, no quise. Se lo aseguro. Les pido desde lo más profundo de mi alma que me lo crean: yo no quería matar al niño. Y para probarlo vean lo que sucedió después. Caí preso -creo que era la séptima vez- y con una condena larga: veinticinco años. Cuando me fugué, créanme, no era sólo por salir de la prisión: era la vergüenza indecible que sentía por lo que había hecho. ¿Cómo matar a mi propio hijo? Tan mal me sentía que huí del país. Fue así que dejé Italia, y por vueltas de la vida llegué a Perú.

Ustedes se preguntarán por qué lo maté. Yo también me lo pregunto. A mi modo, de verdad, me considero creyente. Jamás en la vida piso una iglesia, pero eso no obstante soy muy respetuoso, temeroso diría, de un ser superior. También soy supersticioso, aunque eso prefiero no contarlo nunca. Ahora, ya de muerto, me voy a permitir decirlo: algo que siempre me dio pavor es escuchar la música de órgano, esa de las iglesias. Creo que por eso, más que nada, es que no visitaba jamás un templo. Me daba miedo, y profundas ganas de llorar, cuando escuchaba la solemnidad de ese instrumento. Pero retomando, entonces: soy creyente, y ante los ojos de algún creador, algún ente superior que juega con nuestras vidas -porque no puede ser de otro modo si uno ve lo que sucede con los mortales- me sentí hondamente avergonzado cuando maté a Piero. El no tenía culpa de nada. Con tres años ¿qué iba a entender?

Vivíamos separados con su madre; pobrecita ella, Laura. Había hecho lo imposible para que yo me corrigiera, para que dejara de delinquir, abandonara las drogas. Les aseguro que no era mala persona. Un poco ingenua quizá, pero de ningún modo mala. En realidad fue muy poco el tiempo que estuvimos juntos, un año quizá. Ahí nació el niño, y a los meses yo me desaparecí.

Reconozco que no fui un padre ejemplar; pocas veces veía a Piero. Menos aún me hacía cargo de su crianza. Con cuentagotas -¡qué canalla que fui!- pasaba algunos centavos para su mantenimiento. Lo cierto es que un día que discutimos con Laura, una discusión fuerte, peor que las que solíamos tener, y drogado como estaba -ya ni recuerdo qué había usado, creo que era coca- quise amedrentarla disparando un tiro al aire. Pero tuve tanta mala suerte que la víctima fue el pequeñito.

¡Qué horrible! Me sentía tan mal que ni siquiera opuse resistencia cuando me detuvo la policía. ¡Era un asesino!, un asesino, y no lo había querido así. No lo podía creer.

Pero, bueno… cosas de la vida. Ahora ya no me podría pasar algo así.

Cuando llegué a Perú apenas si hablaba español. No quiero entrar en detalles, por lo que podría resumirles mis andanzas desde que salí de Italia como terribles. Créanme: francamente terribles. Estuve un tiempo en Albania, y de ahí viajé con una marroquí a México. Ella hablaba algo de español; yo no. Estuvimos juntos un tiempo; luego, cuando nos separamos, pasé las aventuras más indecibles. Pero para no cansarlos con el relato permítanme decirles que hice de todo: fui actor extra en una película en Venezuela, asistente del director técnico de la selección paraguaya de fútbol, guardaespaldas de un ministro en Bolivia. Ya ni recuerdo cómo fue que apareció la oportunidad de ir a trabajar a una estación de estudios ecológicos en el Amazonas peruano.

Fui como asistente; era un paraje perdido en la foresta tropical a tres horas de navegación de Iquitos. Justamente por eso, por ser un lugar desolado donde nadie me conocía, y donde tenía que pasar sólo casi la mayor parte del tiempo, fue que acepté. Era mi expiación.

Bueno, eso creí.

El lugar no era cómodo, aunque tenía todo lo necesario para no pasarla mal. Recuerdo que me familiaricé muy rápido con el manejo de las serpientes. Eso, creo, era lo que más me interesaba. Llegué a cazar varias por semana para el serpentario que teníamos. De verdad que me sentía bien con las viboritas.

En ese lugar estuve un buen tiempo, como tres años. Era una forma de desintoxicarme, de no pensar en lo sucedido. Pero veo que el peso de la historia fue demasiado fuerte; en lo más recóndito de mi persona la culpa seguía carcomiéndome. Tanto, que un día -sin importarme mis serpientes, ni el incomparable silencio sonoro de la selva, ni esos amaneceres sobre el río que ningún renacentista podría haber pintado- decidí quitarme la vida.

Lo cierto es que pensé hacerlo no en el que había pasado a ser mi ámbito natural: el puesto en la jungla, donde me hubiera resultado mucho fácil, sino en la ciudad. Y en una gran ciudad. Decidí hacerlo en Lima.

Con cualquier excusa -ya ni recuerdo qué dije- logré el permiso necesario de mis superiores, y viajé a la capital. Para hacerlo pasar por un accidente y que nadie pudiera pensar en suicidio, busqué ser atropellado por un camión pesado.

Si ustedes me preguntaran ahora por qué toda esa sofisticación, por qué no me pegué un tiro, o me dejé devorar por la selva, por qué no me ahogué en las aguas del Amazonas o me dejé morder por una de mis pupilas venenosas, no lo sabría responder. No dejo de darme cuenta que fue algo raro toda esa historia de irme a Lima y hacerme arrollar. No sé por qué, pero preferí hacerlo así.

¡Qué suerte perra! Logré ser impactado por el bendito camión, pero no morí. Por el contrario: quedé cuadrapléjico.

Eso jamás me lo hubiera esperado. No se imaginan lo horrible que es. No sé cómo sufrí más, si con el dolor moral que llevaba antes, o con esta prisión perpetua que significaba no poder moverse, estar postrado de por vida en una cama, pero lúcido.

Es decir: seguía el dolor moral de antes, pero con el agravante de verme ahora absolutamente impedido.

Solo como estaba, sin ningún contacto familiar, ni amigos, solamente con una precaria relación laboral en un remoto paraje selvático, desconocido total en Lima, fui a parar a un pabellón de desahuciados en el Hospital General. 

No podía mover ningún miembro, y para comer tenían que ayudarme. Ya ni se diga para ir al baño o para ducharme. ¡Qué espantoso! Y ahí empezó el verdadero drama.

Sin explicarme nada, sin consultarme, dado que estaba en total desamparo -físicamente, sin dudas, pero además solo, sin ningún apoyo de nadie, sin que nadie me conociera- pasé a ser conejillo de indias para experimentación.

Mi única manera de expresarme era con la mirada, o llorando - no podía hablar luego del accidente. Era patético, puesto que continuaba estando completamente lúcido, pero sin poder de defenderme.

En realidad nunca entendí bien de qué se trataba todo; a veces escuchaba hablar a la gente cerca de mí -eran médicos, enfermeras-. De ese primer momento tengo grabada la palabra "prueba". Recuerdo que la escuchaba con frecuencia. En realidad ponía muchísima atención a lo que decían. Yo me sentía profundamente lúcido, razonaba bien; pero no alcanzaba a darme cuenta qué pasaba. Sólo escuchaba frases entrecortadas.

Deduzco que estaban experimentando conmigo por las cosas que lograba descifrar. En realidad nunca sentí nada especial: siempre postrado, siempre las mismas rutinas. Y lo que infiero deben haber sido los experimentos, en realidad no me produjeron jamás nada especial, ni bueno ni malo. En verdad llegué a esa conclusión por lo que podía escuchar del personal que me atendía; en cuanto a mi comodidad general, de esa primera fase no tengo nada de que quejarme. Lo peor vino después.

Postrado como estaba no podía tener una cabal idea del tiempo que transcurría. De todos modos calculo que deben haber sido unos tres meses después de mi ingreso al hospital cuando comenzaron a cambiar las cosas. Por lo pronto me trasladaron de cuarto. Me pusieron solo, y fue notorio el mejoramiento de la atención. Repentinamente comencé a ser muy bien tratado. O mejor dicho: comencé a ser foco de mayor interés, que no es lo mismo.

Y fue ahí cuando comencé a escuchar que mis interlocutores hablaban bastante en inglés, lo cual no sucedía en la fase anterior.

Nunca hablé inglés; siempre sentí un profundo rechazo por ese idioma. No tanto por los británicos sino por los americanos. Bueno, los mal llamados americanos: los estadounidenses, en realidad. Su arrogancia, su fanfarronería -peor que la de los franceses- hizo que nunca me interesara por esa lengua. Apenas conocí palabras sueltas. Lo cierto es que en ese nuevo estado en el que me empecé a encontrar, escuchaba bastante hablar en inglés, y recuerdo que alguna de las palabras más utilizadas eran test, death, drug, y Frankestein, que aunque es un nombre propio no inglés, me resultaba por demás de significativo.

¿Había pasado a ser un Frankestein?

Recuerdo muy difusamente la vez que recibí la primera descarga. Yo estaba aterrado por todo el movimiento que veía en la sala. Estaba lúcido como nunca antes, y mantenía los ojos semi cerrados para aparentar. ¿Para aparentar qué?, me pregunto ahora. Pero, bueno… me hacía pasar por dormido, mientras abría un poco el ojo izquierdo, con disimulo, para ver qué estaba sucediendo. Había mucha gente, no sé: diez personas, quizá más.

Sin previo aviso -en realidad nunca me avisaban de nada- me acercaron no sé qué cosa a la cabeza, me pusieron unos cables en los pies y otros en las manos, y de pronto sentí un dolor indecible. Era como que algo se me metía por debajo de la piel y me rasgaba. Quise gritar, pero no podía articular palabra. De inmediato comencé a mover los dedos de pies y manos, los mismos que estaban paralizados desde el momento del accidente.

No lo podía creer. ¿Estaba curado? ¿Y qué iba a venir ahora?

Lo que vino, les aseguro, no fue una curación precisamente.

Repitieron la operación de la descarga varias veces; cada una de las siguientes dolió menos, y gradualmente noté que podía comenzar a mover los miembros. Supongo que fue por eso que me mantenían amarrados brazos y piernas. En forma paulatina fui recuperando fuerza. Pero nunca me dejaron mover.

Jamás se dirigían a mí en forma personal. Ni siquiera usaban mi nombre. Lo entiendo, claro: ni lo deben haber sabido. Incluso en la estación científica en la selva había dado un nombre falso. Con pasaporte italiano me hacía pasar por un tal Marcello Togliatti - el documento lo había conseguido como favor en la embajada de Bolivia. Ahora que caigo en la cuenta, hace años que nadie me llama por mi verdadero nombre: Salvatore Bertrolezzi. Recuerdo que en el hospital se dirigían a mí sólo como "el sujeto".

Pues bien, "el sujeto" les servía, por lo que me iba dando cuenta. Lo sentía en la expresión de sus voces: estaban contentos. Y yo también. Por primera vez en mi vida sentía que servía para algo. Claro que no era una posición envidiable precisamente. ¿Qué diría mi madre si se enterara? ¿Se hubiera sentido orgullosa? Lo cierto es que estaba prestando un servicio a la ciencia, tal como lo hacía cuando juntaba las serpientes venenosas en la selva.

Sí, de verdad que sí: aunque era a un costo algo alto, me sentía bien. Creo que nunca me había sentido tan bien.

Noté un cambio grande cuando me cambiaron la dieta. A partir de ese momento me comenzaron a alimentar mejor. Hubiera querido pedirles chocolate. Por supuesto que con mi jerigonza ininteligible, que era un inaudible murmullo, se los dije, pero por supuesto que no me entendieron. O, si me entendieron, no hicieron lugar a mi pedido. Lo comprendo: a un sujeto de pruebas medio muerto al que se lo hace revivir no se le conceden mayores gracias. Bueno, eso creo…

Les aseguro que al poco tiempo -unos días nomás- de haber comenzado estas pruebas de las descargas, o lo que hayan sido, no importa el nombre técnico, yo me sentía bien, muy bien, ya en condiciones de poder moverme. Quería caminar, quería mover mis brazos, abrazar a quienes me atendían. No entendía aún por qué me seguían manteniendo maniatado.

Luego, tal vez recién ahora, fui cayendo en la cuenta.

En un cierto momento entré en un soponcio prolongado; era grato, les aseguro. Sentía una tibieza general en todo el cuerpo. Sentía -esto era lo que más me llamaba la atención- una fortaleza inusual en mi musculatura, pero no me podía mover. Ya no sé si lo sentía, lo imaginaba, si estaba drogado, si era todo un sueño, pero recuerdo que empecé a tener sensaciones raras. Nunca en mi vida, o en mi muerte, había sentido algo así. Era como si me estuvieran masajeando todo el tiempo, como una suave y delicada electricidad me conmoviera todo el tiempo. Además, veía -sin verlas en realidad- imágenes, o colores, no sabría cómo explicarlo, muy agradables. Sentía incluso, por favor créanmelo, una fragancia hermosa, indescriptible. Era como un cierto olor a pino, a un bosque de pinos; y cuando sentía eso, al mismo tiempo me parecía estar caminando sobre un colchón de hojas secas por algún camino boscoso, como cuando niño en mis montañas del Veneto.

Bueno, todo eso empecé a experimentar, hasta que vino lo peor.

Me sacaron caminando, me hicieron subir a un automóvil -no era una ambulancia, estoy seguro- y me llevaron a un lugar muy raro. Era un gran salón muy iluminado, todo blanco. Me hacía pensar en esas películas de ciencia ficción, de viajes espaciales y del futuro, donde hay máquinas por todos lados, lucecitas de colores y gente vestida de forma muy particular, sin que se pueda saber si son varones o mujeres.

Cuando desperté sentí que no tenía piernas. Luego, diría que unos días después, sentí algo rarísimo en la cabeza. No era dolor precisamente, sino una sensación de pesantez. Era como que no podía pensar lo que yo quería sino que escuchaba una voz -tampoco era una voz, era como una orden que me llegaba- que me indicaba cosas: "mover hacia arriba el brazo izquierdo", "abrir y cerrar dos veces el ojo derecho", "avanzar", "estarse quieto".

No eran alucinaciones, créanme. Nunca tuve alucinaciones, pero sé que no eran eso. Más de una vez vi a los locos -psicóticos creo que se llaman, ¿no?- y esos sí que alucinan: hablan solos, gritan, ven visiones. Lo mío no era patológico, de ninguna manera. O bueno, sí lo era en un sentido; pero por todo lo que sucedió después me doy cuenta que no eran cuentos.

No sé cómo ni por qué, pero ya no comí más. No lo necesitaba. Nunca más sentí hambre. Ni frío. Ni ganas de ir al baño. Una vez, simplemente por probar, quise cagarme encima. Ahora podía manejar un poco mi musculatura (digo un poco porque en realidad eran ellos, los que me daban las órdenes, quienes me manejaban); y probé hacer fuerza con los esfínteres. Pero nada. Para ser sincero: nunca más volví a sentir ganas de evacuar.

Todo eso me llamaba poderosamente la atención: yo seguía pensando un poco, por mi cuenta, pero eso no servía. Terminaba haciendo lo que esa voz, o ese estímulo -no sabría cómo llamarlo- me decía.

Volví a la selva.

Me llamaba la atención la ropa que portaba. Era como lo de las películas de ciencia ficción: color metalizado, casi brillante. Una vez quise tocarme la cara, pero la orden me dijo con tono imperativo y en forma impersonal: "no tocar. Nunca jamás volver a probar tocar la cara".

Tenía algo de aterrador todo esto. Insisto: parecía una película, pero no lo era. Yo sentía ganas de llorar, pero no podía. Y si quería correr para irme de la escena, las piernas permanecían rígidas. No puedo explicar qué sucedía, ni por qué, pero era como que yo ya no era yo. ¿Quién era entonces?

Volví a la selva, como les decía. Pero no era por donde había estado, cerca de Iquitos. Ahora era Colombia, según lo supe por boca de otros soldados. Bueno, dije "otros" soldados porque, yo también, y sin quererlo, era un soldado.

Es difícil de explicar y mucho más aún debe ser difícil de creer: yo no era yo. Yo seguía queriendo pensar como Salvatore Bertrolezzi, pero no podía. Sabía que yo era Salvatore, italiano, convicto de la ley, asesino de mi hijo, mentiroso de profesión. Pero ahora todo eso no contaba. Yo era un ser sobrenatural que solo seguía instrucciones que alguien me daba. Entiendo que debe ser increíble escuchar todo esto, ¿verdad? ¿Quién me daba las órdenes? Pues, bueno… esa voz, o ese impulso que me hacía mover.

Al principio sólo estaba en la selva; era un soldado raro, no combatía. De todos modos supongo que mi rostro debe haber tenido algo sobrehumano, de ahí que no me lo permitían tocar. O quizá no sólo mi rostro sino todo mi aspecto. Lo recuerdo bien porque mis propios compañeros, a quienes yo veía como soldados normales, con traje camuflajeado, con armas convencionales, colombianos todos ellos, también se sorprendían cuando me veían. O mejor dicho: cuando veían mi cara.

Y ni qué decir de los enemigos.

Recuerdo la primera vez que recibí la orden: "quitarle los ojos a ese miserable guerrillero con las manos". Si nunca, nunca jamás ponían un adjetivo, una nota de color en las órdenes que me daban, ¿por qué ahora, cuando se trataba de un guerrillero, era "miserable"?

Eso fue lo que me empezó a hacer pensar que yo ya no sólo no era Salvatore; yo ya no pertenecía al reino de los vivos. Yo ya no era un ser humano.

Lo que más hacía era eso: torturar. Por un lado, yo, Salvatore, sentía repugnancia, miedo, vergüenza de hacer eso. Pero por otro lado, la nueva cosa que había pasado a ser, ésa que sólo se limitaba a cumplir órdenes, seguía mecánicamente las instrucciones, y punto. Fue así que me especializaron en torturas. Varias veces rebané penes de los "miserables guerrilleros" de una dentellada.

Créanme, lo que más espanto me producía era pensar que eso de andar besuqueando un pene era cosa de maricones. ¡Y yo nunca fui maricón, ni de vivo ni de muerto!

Cumplía múltiples funciones. Nunca empuñe un arma de percusión; lo que me hacían utilizar eran granadas. Y además hacía de todo con mis manos, con mi nueva fuerza. Corría entre las balas, arrancaba árboles de cuajo con mi fuerza, transportaba pesos inimaginables - por ejemplo: diez lanzagranadas RPG 7, o municiones para una semana de combate para una docena de ametralladoras pesadas.

En fin: me convirtieron en una máquina rara, espantosa sin dudas -nunca pude verme el rostro- y muy funcional. Además, salía barato: no comía, nunca me enfermaba.

Era una cosa, claro está, porque había dejado de ser un humano. Recuerdo una vez que persiguiendo una columna guerrillera, al vadear un río pisé una mina. Por supuesto la pierna era la derecha- voló en mil pedazos. Curioso: no sentí dolor. De inmediato me detuvieron la hemorragia, y al poco tiempo me evacuaron en un helicóptero. Como si cambiaran una pieza de un vehículo, un chip de una computadora o un botón de una camisa, así me cambiaron mi piernita. Les soy franco: no sentí nada. Pero nada de nada en ningún sentido: ni físico, ni espiritual. Mi cuerpo ya no era mío; me daba lo mismo si me ponían ese repuesto nuevo o no, una pierna, o dos, una manguera, un destornillador o un lanzallamas. Ya estaba muerto.

La historia terminó de un modo previsible. Alguna vez hubo una incursión muy grande de varias columnas en forma simultánea en la región del Caquetá. Eran, según se decía, como no menos de mil quinientos guerrilleros. Nos emboscaron y nos destruyeron a todos, absolutamente a todos. A mí, seguramente al encontrarme tan raro, me machetearon la cara para quitarme esa insólita cosa que llevaba puesta. Fue ahí donde, desoyendo todas las instrucciones, osé tocarme el rostro, y pude sentir un aparato frío, como de metal. Como aquí no hay espejo, todavía sigo sin saber cuál es mi aspecto.

Les agradezco que me hayan permitido expresarme ahora. Yo, se los aseguro, no soy soldado, no pertenezco a las fuerzas armadas colombianas, y menos aún a las de Estados Unidos. Estuve en esta guerra porque circunstancias ajenas a mi voluntad me condujeron hasta este punto. Juro y perjuro que no tengo nada contra ustedes, y les agradezco el buen trato que me han dispensado.

Espero que la letra con que escribí todo esto sea legible; y para terminar querría decirles que me parece entender ahora el por qué ciertas veces se dirigían a mí llamándome soldado cuarenta y ocho. ¿Saben qué significa eso en Italia?: "el muerto que habla".



lunes, 28 de marzo de 2022

DENUNCIA SOBRE NEUROARMAS

Este es un relato de docuficción. No existe la tal carta ni el tal autor o autora. Pero sí existe lo que el texto manifiesta.

 

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CARTA ABIERTA A QUIEN DESEE LEERLA:

 

Sé que al escribir esta carta –que más bien es una denuncia– me puede ir la vida. Pero mi ética no me permite seguir ocultando algo que, a todas luces, es una inmensa tropelía, una injusticia con un descaro inconmensurable, una cosa realmente repugnante. No he de firmarla, pero cualquiera que sepa de la reunión que voy a presentar ahora, podrá colegir rápidamente quién es su autor o autora. Dejo, de todos modos, el anonimato como mi pretendido paraguas cobertor. Si saben quién la escribió, por supuesto que soy persona muerta. Pero eso no me preocupa. Como dicen que dijo Aristóteles en su intercambio con su genial maestro ateniense: “Soy amigo de Platón, pero más aún lo soy de la verdad”.

 

Quiero tener total claridad y transparencia, y si lo que digo aquí sirve para que más de alguien pueda abrir los ojos y reaccionar como debe ser, me alegraría muchísimo. Lo digo abiertamente, sin pelos en la lengua: estamos ante una monstruosidad espantosa, ante la posibilidad de que el gran poder de la primera potencia capitalista del mundo, Estados Unidos de América, nos maneje de una forma brutal, absoluta, pero con la mayor de las sutilezas, a tal punto que no podríamos darnos cuenta de la artera maniobra en juego. ¿Qué quiero decir con esto? Que el grado de sofisticación que se está teniendo en las nuevas guerras que libra el sistema capitalista para defenderse e intentar perpetuarse, nos deja estupefactos. Es de destacarse que quien lo hace en grado sumo, es ese país, de momento líder del capitalismo mundial, con una saña y una sangre fría que asustan.

 

Todo el mundo o, al menos, la pretensión de trabajar sobre la mayor parte de la humanidad que le sea posible, es el objetivo que se traza la gran potencia. ¿Para qué? Para seguir manteniendo su papel de hegemonía planetaria absoluta. Sabemos que a fines del pasado siglo, entre 1980 y el 2000, los geoestrategas de Washington formularon los tristemente célebres Documentos de Santa Fe. Los mismos, esas cuatro piezas sin desperdicio que escribieron esta gente sin escrúpulos, patéticamente conservadora y retrógrada, no tienen color partidario; es lo mismo si quien está en la Casa Blanca es demócrata o republicano –por último, para la política exterior de Estados Unidos eso no importa: todos los presidentes responden por igual al nefasto complejo militar-industrial quien es el que, efectivamente, fija los criterios para la geodominación global–. Esos documentos, como es sabido, tienen como objetivo básico lograr que el siglo XXI siga siendo, al igual que el siglo XX, dominado por el país de los vaqueros. “Por un nuevo siglo americano”, se titulan. Eso lo dice todo.

 

En ese contexto, en su denodada lucha para evitar que aparezca otra potencia que le haga sombra –para el caso China o Rusia–, el proyecto de la clase dirigente de Estados Unidos es hacer todo, absolutamente todo lo posible para seguir manteniendo el liderazgo mundial. Y cuando decimos “todo”, queremos decir exactamente eso. Cualquier cosa está justificada: guerras nucleares limitadas, manipulación del clima y provocación de catástrofes supuestamente naturales, sistemas de espionaje planetario total que terminan con la privacidad de la población, banco de datos de la población mundial para saber cómo piensa cada quien, magnicidios, guerra química y bacteriológica a niveles inimaginables, guerra mediática llevada a cotas esquizofrénicas, centros de tortura con la más alta tecnología, militarización del espacio sideral, sabotajes salvajes, preparación de mercenarios sin la más mínima contención ética, y un largo etcétera que escandaliza. Para todo ello, para seguir manteniendo ese “nuevo siglo americano” –así lo establecen esos documentos sin el más mínimo reparo– está dispuesta a emprender cualquier cosa, más allá de todo límite moral. Me permito decir –pues la experiencia así lo demuestra– que en esto de mantener los privilegios, cualquiera que detenta una cuota de poder, sea cual fuere, actúa siempre de la misma manera: los defiende como fiera enjaulada, con toda la brutalidad y saña posibles. ¿Quién acaso cede gentilmente, con simpatía, con benevolencia, sus privilegios? ¿Los varones ceden amablemente sus privilegios ante las mujeres? Por eso se sigue manteniendo el patriarcado; ya no hay cinturón de castidad, pero el machismo insultante continúa. ¿Los blancos ceden su poder sobre los no-blancos? ¡Ni pensarlo! De ahí el repugnante racismo que sigue marcándonos. ¿Los propietarios ante los desposeídos acaso? Pero razonar sobre estos tópicos nos llevaría por caminos escabrosos, y no es esa mi intención con esta breve misiva. Además, creo que no me dan mis fuerzas intelectuales para hacerlo. Por eso, vuelvo a lo que, más modestamente, quería transmitir.

 

La clase dominante de Estados Unidos, decía, autoproclamada poseedora de un presunto destino manifiesto, se siente dueña y dominadora del planeta. Desde la extinción de la Unión Soviética y la emblemática caída del Muro de Berlín, la dichosa “cortina de hierro”, como oprobiosamente se le conoció, ese grupo de super poderosos, representado por el elenco gobernante que dirige desde la Casa Blanca de Washington –por cierto, varones blancos, ya que estábamos hablando de patriarcado y racismo–, se ha entronizado y ensoberbecido. Como ningún imperio en la historia, se siente omnímodo, intocable, absoluto. Dicho en otros términos: unos dioses. Aunque –y esto es lo importante a destacar– en su fuero íntimo sabe que ni es tan omnímodo ni tan intocable. Nuevas fuerzas han venido surgiendo últimamente en el mundo, las cuales fuerzas le comienzan a disputar esa hegemonía. Como leí por ahí: “El amo tiembla horrorizado ante el esclavo, porque sabe que el esclavo, inexorablemente, en algún momento se rebelará, y el amo tiene así sus días contados”. Es por eso que, para no perder sus privilegios, ese grupo de ensoberbecidos ricachones puede hacer cualquier cosa.

 

Pero el mundo se mueve, cambia, se transforma. La clase dominante de esta gran potencia ya ve venir su ocaso. Si el dólar se ha estado manteniendo por espacio de siete décadas como la divisa obligada de la humanidad a base de desembarco de marines o de bombas inteligentes, hoy por hoy esa supremacía comienza a ponerse en entredicho. Eso la tiene tan, pero tan inquieta. Y lista para accionar.

 

La República Popular China, con un complejo sistema político que, desde Occidente, se nos hace a veces muy difícil entender, eso que se llama “socialismo de mercado” –capitalismo con un Estado comunista que dirige férreamente y planes a un siglo-plazo– en estos últimos años ha pegado un salto cualitativo fabuloso. Ya no es el taller del mundo donde se fabrican juguetitos de mala calidad o chucherías descartables; ahora es una super potencia científico-técnica, con desarrollos que obnubilan. Según revistas especializadas, la investigación científica china ya aventaja a la estadounidense. Un sol artificial producto de la fusión nuclear que generaría energía limpia infinita, la computadora cuántica más rápido del mundo, trenes de alta velocidad que dejan estupefactos, obras de ingeniería tan osadas que ni Le Corbusier hubiera podido imaginar, inteligencia artificial y robótica impresionantes, tecnologías 5G y 6G para las comunicaciones únicas en el mundo, investigación espacial que ya comienza a superar a rusos y estadounidenses, un vehículo interplanetario en viaje hacia Júpiter, misiles hipersónicos que apabullan al Departamento de Estado norteamericano, todo eso marca que este país toma la delantera de la humanidad. Su economía, no basada en el dólar, está marcando el rumbo. Y como van las cosas, lo seguirá marcando cada vez más, desplazando al imperio americano.

 

No cabe dudas que el capitalismo ha dado grandes frutos, resolviendo problemas ancestrales de la humanidad. O resolviéndolos en parte, al menos. Los irlandeses que desembarcaron en la costa este de Estados Unidos hace algunos siglos en el legendario Mayflower, además de matar muchos indígenas norteamericanos y de haber traído cantidades de población negra del África como esclavos a su territorio, definitivamente crecieron. Si bien fueron, desde el inicio, unos reverendos… bueno, ustedes me entienden…, además de eso, desarrollaron un sistema económico que, al menos a un grupo de población en el mundo, le dio resultado. Estados Unidos creció y obtuvo grandes logros científico-técnicos. Eso es innegable. Tanto, que dejó atrás a Europa, y andando el tiempo, llegó a dominar buena parte del globo terráqueo. Para la post guerra del 45 producía una tercera parte del producto global con tecnologías de avanzada, y con una población que es el 2% de la población planetaria total, consumía el 25% de todos los recursos del mundo. Un trabajador yanki podía sentirse opulento, porque realmente lo era comparado con otros trabajadores del mundo.

 

Como es sabido, para después de terminada la Segunda Guerra Mundial –que, en realidad, fue ganada por la Unión Soviética, quien puso 25 millones de muertos y una infraestructura nacional casi aniquilada en su totalidad en el enfrentamiento–, Estados Unidos, que no recibió ni un balazo en su territorio, quedó como líder absoluto del planeta. Con Europa devastada y reconstruida con el infame Plan Marshall –que convirtió al así llamado Viejo Mundo en su rehén–, con un nivel de confort para sus habitantes único en todo el globo y, en aquel entonces, el monopolio del arma nuclear, Estados Unidos se sintió dios. Pero se les fue la mano en su altanería, en su narcisismo hedonista. Empezaron a consumir locamente, más de lo que producían. Recuérdese el derroche monstruoso de las décadas de los 50 y los 60 del siglo pasado, cuando era común que un trabajador estadounidense tuviera un automóvil de 8 o de 12 cilindros, quemando petróleo en forma incontrolada. Vehículo que –eso es el consumismo– cambiaba periódicamente, sin que fuera necesario.

 

Ahí comenzó la decadencia, igual que le pasó al Imperio Romano ensoberbecido por sus grandezas. Sin ningún lugar a dudas Estados Unidos se convirtió en superpotencia, viendo en la Unión Soviética su archirrival, que presentaba otro modelo de sociedad, quizá más austero… ¡o más racional! Norteamérica fue el punto máximo del capitalismo, donde todo es negocio, donde lo más importante es “hacer dinero”, y consecuentemente, consumir. La llamada obsolescencia programada vino a entronizarse: fabricar cosas para que se rompan rápido y haya que renovarlas, así no se detiene nunca el ciclo económico. Pero justamente ese consumo desaforado, ese despilfarro loco, sin límites –todo se compraba por docenas; se usaban una o dos cosas, y el resto se echaba a la basura, todo había que cambiarlo rápido, la sed insaciable por lo nuevo y lo que está de moda se impuso con frenesí enfermizo–, esa forma de comerse el mundo comenzó a pasar factura. Como alguien sabiamente dijo: “comenzaron a cagar más alto que el culo”, y eso es insostenible. Se consume lo que se tiene, si no, se entra en deuda. Exactamente eso pasó en este país: la deuda de cada familia –todo el mundo endeudado con hipotecas y varias tarjetas de crédito–, y las deudas federales, ya sea la fiscal o su deuda externa, se fueron haciendo cada vez más abultadas. En términos técnicos: impagables. Repitamos: consumen más de lo que producen, y eso no es sostenible. Las facturas, tarde o temprano, hay que pagarlas. Y en este caso, ese consumo desaforado y voraz de ese 2% de la población planetaria, ha destruido buena parte del medio ambiente, comiéndose una enorme cantidad de recursos no renovables. Se produjo así una catástrofe medioambiental que afecta a toda la humanidad, siendo que muchísima gente en el mundo jamás consumió ni la milésima parte de lo que consume un ciudadano estadounidense. ¿Saben ustedes cuántos litros diarios de agua consume un Homero Simpson? Más de 100. ¿Y saben cuánto consume un africano sub-sahariano? ¡Solo un litro diario! ¿Quién paga esa factura entonces?

 

¿Cómo se mantuvo Estados Unidos y siguió siendo superpotencia? Como hace el grandote del barrio: en base a bravuconería, aprovechándose que no tiene rival de peso. Con los socialistas de la Unión Soviética, aunque en un primer momento inmediatamente después de terminada la guerra en 1945 hubo hipótesis militares para destruirla con armamento atómico, no se atrevieron. Y rápidamente el primer Estado obrero y campesino del mundo tuvo también sus misiles nucleares, llegando a equipararse, o incluso a superarlo: recordemos la bomba de hidrógeno soviética. Ya sabemos lo que eso significó: una Guerra Fría, con amenazas y bravatas de ambas partes, que se peleó no entre los dos gigantes sino a través de sus países satélites, de sus zonas de influencia. Así, Medio Oriente, África, Centroamérica pusieron los muertos, mientras las dos potencias se amenazaban con armamento cada vez más letal, sin atreverse a disparárselo entre sí. Por supuesto, para el complejo militar-industrial de Estados Unidos, eso era una ganancia fabulosa, estratosférica. Para la URSS, su derrota.

 

La Guerra Fría terminó, y Estados Unidos fue el ganador. Pero antes ya había comenzado el declive. Aunque no lo quiera reconocer, el país hace tiempo que ya viene desacelerándose. Podría decirse que se echó a dormir en sus laureles. Lentamente fue perdiendo la delantera en muchos aspectos. Por ejemplo: un emblema de la industria norteamericana, un símbolo de su hiper desarrollo, la General Motors Company, que fabricaba siete marcas de vehículos y ocupaba a miles y miles de trabajares en el mundo, terminó quebrando, y fue el Estado quien salió a su rescate –por supuesto, con fondos públicos, que pagaron los mismos ciudadanos–. Los vehículos japoneses, menos consumidores de petróleo, más baratos, la hicieron hundir. Sin dudas Estados Unidos sigue siendo una potencia, pero lentamente fue deteniendo su velocidad, su empuje. Vivir endeudado no es buen negocio para nadie. Lo cierto es que en estos últimos años le aparecieron sombras por varios frentes. Aunque caído el Muro de Berlín se alzó como superpotencia unipolar, su dinamismo ya estaba perdido. Su economía, cosa de la que la prensa capitalista prefiere no hablar, se empezó a mantener en muy buena medida gracias a las inyecciones financieras japonesas y chinas. Siguió siendo el hegemón indiscutido, aunque ahí fueron apareciendo China, como ya dijimos, y Rusia, ensombreciendo su futuro. De la mano de un ex agente de la KGB convertido en el nuevo mandatario, el país euroasiático renació política y militarmente. En este último ámbito, desarrolló armamento que hizo palidecer al Pentágono, superándolo en términos de poder de fuego, sacándole algunos años de delantera en el desarrollo del armamento más sofisticado. Gracias a la venta de petróleo y gas, Rusia logró acumular ingentes cantidades de divisas, de las más grandes del mundo. Hoy por hoy, ambos países de este nuevo eje de poder: China y Rusia, son la sombra de Washington. Y en verdad se la están poniendo bien difícil. ¿Se imaginan lo que va a pasarle a la nación americana si se destrona el dólar? Todo indica que hacia ahí vamos. Por eso su clase dominante, que ahora vive en muy buena medida de la especulación financiera y de la fabricación de armas, es decir, de la fabricación de guerras, está algo nerviosa. Nadie quiere perder sus privilegios, ¿verdad?

 

Pero no quiero extraviarme. Vamos a lo concreto, al punto que me hace escribir esta carta. Aunque no voy a revelar mi identidad –los servicios de inteligencia muy probablemente me terminen identificando– he de decir que fui una de las 60 personas convocadas por una Fundación del país del norte –una forma elegante de enmascarar una iniciativa de su gobierno– supuestamente para darnos una capacitación. En realidad, se trató de una forma de introducción –pretendidamente sutil– sobre las nuevas armas que están desarrollando. Como todas y todos los convocados tenemos que ver, de modo directo o indirecto con el tema, la idea fue ponernos al corriente de estos nuevos ingenios, para que nosotras y nosotros nos vayamos familiarizando y, con discreción, propagandizarlos.

 

La susodicha reunión tuvo lugar en un lujoso hotel en alguna isla caribeña, esos lugares de ensueño reservados solo para millonarios. Supongo que quisieron darnos un trato especial, magnífico, para hacernos sentir parte de un todo, de una familia, de un proyecto compartido. Yo, sinceramente, a esta altura de mi vida ya no puedo compartirlo.

 

Cuento en dos palabras por qué. Fui muy pobre en mi infancia en algún país latinoamericano –que, por razones obvias, no he de mencionar–. Con madre viuda a corta edad, sin papá, me tocó hacer de sostén de la casa desde muy pronto, atendiendo a mis dos hermanos y asistiendo a mi mamá, que tuvo demencia senil siendo bastante joven. Tengo facilidad con los idiomas, por lo que llegué a manejar con mucha fluidez inglés y francés, además de español, mi lengua materna. Eso, más mi formación universitaria –estudié con beca completa toda mi carrera y mi maestría en una prestigiosa universidad privada– me permitió llegar a un puesto relacionado con la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, más conocida como USAID, por su sigla en inglés. Sin falsa modestia, puedo decir que soy muy capaz –nunca desaprobé una clase en la universidad, siempre con las mejores notas–. Descollé desde un primer momento en la empresa contratista que trabajaba con fondos de la AID, laborando ahí en mi especialidad –tiene que ver con la comunicación, y perdón si no doy más datos específicos. Espero sepan entenderme. Es por mi seguridad–. Todo el mundo me tomó como alguien afín a los dólares, alguien que se vende por un buen puesto en una de estas parasitarias empresas que se llenan la boca hablando de desarrollo y usan un lenguaje políticamente correcto, mientras son la contracara –la cara amable, se diría– de la nefasta CIA. ¡Sí, sí: de la CIA! Lo digo sin cortapisas, porque en mi trabajo me fue tocando cada vez más verme con oficiales de la Agencia. Hasta ahí les cuento quién soy. Yo no soy de la CIA, no soy estadounidense, ni lo quiero ser, amo a mi patria en la sufrida Latinoamérica, y veo que el dominio de esa clase privilegiada del gran país del norte es infame. Si hasta hace poco, sabiéndolo o no, trabajé para ella, ahora digo basta, ya no más. No puede seguir tolerándose su altanería, su arrogancia y prepotencia. O, dicho más claramente aún, su violencia infinita. No debemos olvidar nunca que fue el único país en la historia que se permitió usar armas atómicas contra población civil no combatiente en Japón, cuando la guerra ya estaba terminada, solo para mostrar al mundo su músculo. ¿Sabían que muchos, cuando no todos, los militares asesinos y torturadores que tenemos en nuestras tierras fueron preparados por estadounidenses? Si pueden, lean un manual de contrainsurgencia de esos que usan en esas clases: van a caer de espaldas.

 

Aclaro rápidamente que, aunque tuve que relacionarme en forma creciente con esta gente, nunca estuve de acuerdo con ellos. Reconozco, no sin vergüenza, que “poderoso caballero es don dinero”, por lo que los sucios y asquerosos billetes verdes me obnubilaron en un primer momento. Para alguien que más de alguna vez se tenía que acostar con el estómago vacío en su niñez y adolescencia y que veía a sus hermanitos descalzos porque no había para zapatos, tener en la mano cada fin de mes cuatro o cinco mil dólares, era una cosa increíble. Eso atrapa, fascina, nubla la mente, debo reconocerlo. No se imaginan ustedes la sensación de triunfo inconmensurable que tuve cuando pude comprarme mi primer teléfono inteligente. Me sentía en la cima. Así me pasé varios años. Como era muy competente en mi trabajo –no me avergüenzo de lo hecho, porque lo mío era puramente técnico, yo no tomaba decisiones políticas– fui escalando posiciones. Y consecuentemente: salario. Pero lo recién sucedido me asqueó de tal manera que decidí renunciar. Y además, me decidió a hacer público todo este disparate. Mas no digamos disparate. Digamos lo que efectivamente es: ¡esta mierda!, ¡esta loca aventura hija de puta de unos millonarios ávidos de poder que se sienten superiores al resto de los mortales!

 

Sin extraviarme en pormenores, entonces, diré que en la susodicha reunión había médicos psiquiatras, psicólogos sociales, comunicadores, diseñadores de campañas publicitarias y propaganda política, ingenieros en informática, más los cinco facilitadores, que eran estadounidenses. Se habló solo en inglés. Todo lo logístico fue de primera: se nos trató como reyes. ¿Qué se buscaba con ese encuentro? Asumiendo que toda persona que estaba allí es directamente un defensor/a del american way of life, la idea era motivarnos para trabajar –tal como dicen los Documentos de Santa Fe– por “un nuevo siglo americano”. En otras palabras: mostrarnos los “progresos” de la ciencia yanki, haciéndonos partícipes de la misma. ¿Y para qué eso? Para que seamos divulgadores y divulgadoras de esas “maravillas”, que permitirán –al poder de Washington, obviamente– manejar las mentes de la humanidad. Eso es lo que están tramando. Yo no quiero ser parte de ese plan, me espanta, me horroriza. Por eso ahora tomo la pluma para denunciarlo.

 

Parece de ciencia ficción lo que estoy relatando, ¿verdad? Una de esas malas películas, viejas películas en blanco y negro, de un científico loco que pergeña alguna criatura extravagante en su laboratorio, un ser terrible y sanguinario que responde solo a la voz de mando de su creador. Pues bien: eso no es ciencia ficción. Si escribo esta carta pública es para hacer saber al mundo que la clase dirigente de Estados Unidos, a través de su gobierno de turno, está preparando ese engendro maquiavélico, monstruoso, patético, con el que piensa asegurar la continuidad de su hegemonía mundial. Me refiero a las llamadas neuroarmas. En otros términos, a eso que se llama “guerra cognitiva”, la guerra de última generación.

 

¿Qué es eso? Dicho rápidamente: armas que sirven para influir directamente sobre la conducta humana a través de la alteración de funciones del sistema nervioso central, manipulado procesos cognitivos y emocionales, influyendo abiertamente sobre ciertas capacidades humanas tales como la percepción, el razonamiento, los valores éticos o la tolerancia al dolor. Ello se deriva de los fenomenales avances en el campo de las neurociencias. La idea de base es poder intervenir directamente en los procesos cerebrales, estableciendo lo que las personas deben pensar y/o sentir. Esas neuroarmas pueden darse bajo la forma de agentes biológicos, o de armas químicas, así como de energía dirigida. Todo ello puede maquillarse, presentándose como mejoras en el campo de la biotecnología, con altruistas fines humanitarios para atender determinadas enfermedades, dizque promoviendo el bienestar general. Se puede hablar así del diseño de dispositivos útiles para expandir o mejorar las capacidades cognitivas y comunicativas de la gente y mejorar la salud y sus capacidades físicas. Dicho así, obviamente, suena bien. ¿Quién podría oponerse? En realidad, más allá de toda esa pomposa parafernalia discursiva, se busca la más repugnante manipulación. Con estas neuroarmas se logrará hacer pensar y/o sentir lo que determinados centros de poder quieren que se piense o se sienta. Por supuesto, de más está decirlo, el guión lo escribe la superpotencia, a su favor, claro está.

 

En este bendito encuentro del que hablo, nos mostraron las posibilidades que las mismas abrirían. Todo indica que sí, efectivamente, se puede manipular a gusto la voluntad de la gente. Si desde hace más de un siglo con un bombardeo de publicidad nos obligan –digamos que sutilmente– a tomar Coca-Cola, sin que entonces se usaran las llamadas neurociencias, ¿qué no lograrán estas acciones basadas en preceptos científicos? Si es posible manipular el pensamiento con inducciones, mucho más lo será con técnicas específicas, desarrolladas y probadas en laboratorios, con impactos tan profundos que no se pueden ver, pero que actúan en forma demoledora a nivel de corteza cerebral. ¿Recuerdan los experimentos de publicidad subliminal de décadas atrás, prohibidos en su momento? Pues bien: esas cosas son juego de niños comparado con lo que ahora se viene. Pavlov, con sus perros de experimentación, moriría de placer al ver estos logros de condicionamiento.

 

Puede parecer novelesco todo lo que aquí expongo, pero aseguro, y doy fe de ello, que esas manipulaciones ya existen. Se nos convocó en la ocasión para mostrarnos esos avances: nanochips que se implantan en el cerebro, manipulación de ondas cerebrales, artificios que parecen sacados de una película de terror, pero que ya se han probado. Y lo peor: ¡son efectivos! Convergen en todo esto distintas disciplinas, que pueden ser interconectadas, como la nanotecnología, la biotecnología, la informática y las llamadas ciencias cognitivas. En ese lujoso hotel, mientras comíamos opíparamente y podíamos disfrutar de una paradisíaca playa privada, con ranchitos modestos no muy lejos de allí donde vive el personal que nos atendía, se mostraron experiencias filmadas, por ejemplo, de soldados manipulados de esta forma, con lo que se logra hacerlos inmunes al miedo y al dolor, carentes de todo sentimiento y traba moral, listos para cumplir cualquier misión. Rambos a la medida de lo que se desee. Es decir: un humano absolutamente robotizado, manipulado, llevado como marioneta. De esa manera, con esto que se llama neuroarmas, esos soldados, esos seres humanos más bien dicho, se convierten en terribles armas letales, más devastadoras que las armas nucleares. Seres manipulados hasta sus entrañas, transformados en autómatas libres de ataduras éticas y sin umbral de dolor ni miedos paralizantes, listos para cumplir cualquier cosa. “Máquinas de matar”, en el más cabal sentido de la palabra, sin asco, sin remordimientos, sin frenos. Y lo mismo se podrá hacer con la población civil: ¡piense esto, no piense tal cosa, sienta esto otro, no sienta tal otra cosa! ¡¡Patético!! ¿verdad?

 

Como todo esto me resultó infame, repugnante, alevoso, sin ser yo precisamente de pensamiento comunista, entiendo es mi deber hoy hacerlo de conocimiento público. Si esta carta sirve de algo, me alegraría mucho. Por favor, divúlguenla.




domingo, 27 de marzo de 2022

¿QUIÉN ES EL CULPABLE DEL DESASTRE ECOLÓGICO?

https://www.youtube.com/watch?v=1sXmhsm_mwc

 

La creciente falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan el planeta, la desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de ozono, el efecto invernadero negativo, los desechos atómicos, las montañas de basura que flotan en los océanos, son problemas de magnitud global a los que ningún habitante de la humanidad en su conjunto puede escapar. Todo ello es un problema político y no solo técnico. Y es en la arena política -las relaciones de poder, las relaciones de fuerza social entre los diferentes grupos, entre las diferentes clases sociales- donde puede encontrar soluciones. Si se consume en forma voraz sin medir las consecuencias, es porque quienes dirigen el mundo -grandes megacapitales globales- idearon esta increíble obsolescencia programada donde hay que botar todo muy rápidamente para seguir consumiendo. La gente común no es irresponsable; solo sigue mansamente los dictados impuestos. ¡Hay que consumir!” es la consigna establecida. Y el consumo no para (ni tampoco las ganancias de los productores). Después, no se sabe qué hacer con la basura.



sábado, 26 de marzo de 2022

¿QUÉ ES LA OTAN?

¿Para qué existe la OTAN?

Rusia invadió Ucrania con el 15% de sus fuerzas militares. El otro 85% lo reserva para una eventual guerra contra la OTAN.

Para seguir siendo la potencia mundial dominante, Estados Unidos debe utilizar la Unión Europea y la OTAN para establecer su hegemonía en Europa”, afirmó el analista político Christian Saint-Etienne.

Estados Unidos y la OTAN esperan seguir suministrando armamento a Ucrania. Se ve que quieren mantenernos lo más posible en un estado de combate”, dijo el canciller ruso Serguéi Lavrov.

 

¿QUÉ ES LA OTAN? EL PRINCIPAL CLIENTE DEL COMPLEJO MILITAR-INDUSTRIAL DE ESTADOS UNIDOS, QUE REPRESENTA LA PRINCIPAL INDUSTRIA DE ESE PAÍS.





viernes, 25 de marzo de 2022

ESTO ES EL CAPITALISMO: ¡UN EXCESO INCONDUCENTE!

El sistema capitalista, con su desarrollo científico-técnico innegable, ayudó a solucionar problemas ancestrales de la humanidad. Pero tiene límites. Si se produce básicamente para obtener ganancias del capital y no pensando en la satisfacción de la gente, se llega a excesos aberrantes. Para ejemplo, esta limusina.

¿CUÁL ES EL SENTIDO DE TENER UN AUTOMÓVIL DE 36 METROS DE LARGO Y CON HELIPUERTO? ¿EXHIBICIÓN ABSURDA DE PODER Y OSTENTACIÓN?



 

jueves, 24 de marzo de 2022

AMOR A LA GUERRA

 Friedrich Engels dijo una vez: ‘La sociedad capitalista se halla ante un dilema: avance al socialismo o regresión a la barbarie.’ … Hemos leído y citado estas palabras con ligereza, sin poder concebir su terrible significado. … Así nos encontramos hoy, tal como lo profetizó Engels hace una generación, ante la terrible opción: o triunfa el imperialismo y provoca la destrucción de toda cultura (…) o triunfa el socialismo, es decir, la lucha consciente del proletariado internacional contra el imperialismo, sus métodos, sus guerras”.

Rosa Luxemburgo

 

I

 

En estos momentos en que nos encontramos ante una nueva guerra –una más, de tantas que se libran cotidianamente, todas ellas quizá sin la repercusión mediática de la de Rusia-Ucrania–, y ante la posibilidad cierta –esperando que ello no suceda– de una escalada que nos lleve a una confrontación global con armamento nuclear, valen algunas reflexiones.

 

La guerra, el enfrentamiento, el conflicto violento no es algo nuevo en la humanidad. Ello se ha expresado de distintas maneras a lo largo de toda la historia: “La guerra es el padre de todas las cosas”, dijo el griego Heráclito; en “El arte de la guerra” el chino Sun Tzu da orientaciones precisas al respecto; en la tradición musulmana, el combate está presente obligatoriamente, expresando El Corán que “se os ha prescrito que combatáis aunque os disguste”; Thomas Hobbes nos habla del homo homini lupus –el hombre lobo para el hombre–; la historia fue vista como altar sacrificial” para Hegel; mientras que Marx pudo decir que “La violencia es la partera de la historia”. “Tambores de guerra” es una expresión de origen africano, hoy día universalizada, en alusión al anuncio sonoro de un próximo evento bélico. Freud, en respuesta a una carta de otro judío como él atemorizado por el avance del nazismo en la década del 30 del pasado siglo: Albert Einstein, en 1932, en un texto imprescindible conocido luego como “El porqué de la guerra”, respondió: “Usted se asombra de que sea tan fácil incitar a los seres humanos a la guerra y supone que existe en los seres humanos un principio activo, un impulso de odio y de destrucción dispuesto a acoger ese tipo de estímulo. Creemos en la existencia de esa predisposición en el ser humano”. A eso Freud lo llamó, en lo que él mismo consideraba su “mitología” conceptual: pulsión de muerte (Todestrieb).

 

Sin ningún lugar a dudas, la noción de conflicto –y su derivado inmediato: la guerra– recorre la cultura humana en toda su historia. Alguien dijo –quizá mordazmente– que la aparición del primer ser humano sobre la faz del planeta, el Homo habilis, hace dos millones y medio de años, estuvo marcada por un hecho ya violento: lo primero que crearon nuestros ancestros fue justamente un arma: una piedra afilada.

 

No alentamos la guerra ni los conflictos; no somos apologistas de la violencia y pretendemos situarnos en un espacio de lectura crítica de la realidad. Pero no podemos menos que reconocer que todo lo anteriormente dicho no puede obviarse: la historia humana se escribe con sangre. Si es cierto que la historia la escriben los que ganan, ello significa que hay una asimétrica relación entre vencedores y vencidos, donde uno pone el guión y otro lo sigue. Dicho de otra forma: hay relaciones de poder entre los humanos, donde se constata siempre –al menos hasta ahora– un diferencial de autoridad. Hay amos y esclavos, para tomar la figura ya clásica de Hegel. Con el agregado –patético, si se quiere– de que el esclavo piensa con la cabeza del amo, “La ideología dominante es siempre la ideología de la clase dominante” (Marx y Engels).

 

El presente escrito no pretende situarse en una posición ingenuamente pacifista, en un llamado a detener la guerra sin entender su dinámica y causas profundas –las luchas de poder que la generan–, porque partimos de la base de reconocer, con amargura quizá pero también con serenidad, que la historia humana se escribe con sangre. Pero también, al mismo tiempo, pretende hacer suya la cita de Rosa Luxemburgo que oficia como epígrafe. Si lo conocido hasta ahora –esta “prehistoria”, como decía Marx– nos muestra este conflicto permanente, escrito a sangre y fuego, el socialismo se abre como la posibilidad, la esperanza de transitar hacia otra historia.

 

La historia humana es ese altar sacrificial, siempre anegado de sangre por cierto, porque el conflicto –¡y no el amor incondicional ni la bondad infinita!– está en nuestra constitución. De todos modos, en el marco de lo dicho por la revolucionaria polaca, y refrendado con otras palabras por el creador del psicoanálisis, creemos firmemente en que, con otro contexto social –el socialismo– se puede concebir un nuevo sujeto. Esa es la esperanza y por ello vale la pena trabajar.

 

Freud vio con esperanzas la revolución rusa de 1917, por considerar que de allí, a partir de una nueva matriz social, podría surgir un nuevo sujeto, probablemente más “liberado” de atávicas ataduras. Hacia el final de su vida, seguramente desesperanzado por ver el avance del nazismo y su disparate eugenésico, con amargura consideró que la pulsión de muerte se saldría con la suya, y el futuro no se vería muy prometedor. Lo dijo, valga la aclaración, sin llegar a conocer la infame ignominia del uso de bombas atómicas. ¿Qué diría hoy sabiendo que ese acrecentado poder de fuego serviría para terminar con toda forma de vida?

 

Hasta ahora, incluidas las primeras experiencias socialistas (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua), hemos conocido un sujeto transido por el poder, por las asimetrías que se asientan en él, por la “pulsión de muerte” podría decirse en una lectura freudiana ortodoxa. Sigamos creyendo, y trabajando, en pos de una sociedad distinta. La historia de la humanidad desde que sabemos que hay clases sociales enfrentadas (hace no más de 10,000 años, cuando con la agricultura aparece un excedente económico), es ese altar sacrificial ensangrentado. Apostemos por la esperanza de algo distinto: el socialismo –revisando críticamente las primeras experiencias habidas en el siglo XX– sigue siendo esa esperanza. Si no: la barbarie (¿holocausto termonuclear sin sobrevivientes?).

 

II

 

Hay conflicto, existe la guerra. Más allá de la invocación al amor y a la paz –que muchas veces, en boca de quienes lo pronuncian, no pasa de altisonante discurso vacío, hipócrita incluso– la realidad nos confronta con una cosa que insiste: nos amamos mucho… pero por algo nos enfrentamos mucho también. Ejemplos al respecto abundan. Cada dos minutos muere una persona en el mundo, sin estar en guerra, por disparo de un arma de fuego. Ese conflicto de base permite/genera que las relaciones humanas terminen siendo relaciones desiguales de poder; para demostrarlo, ahí están las diferencias económico-sociales, el patriarcado, el racismo, el adultocentrismo, la homofobia, toda forma de autoritarismo (que también se encuentra en las izquierdas). Hasta incluso las religiones, más allá de su supuesta prédica amorosa: Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”, como dijera Giordano Bruno –condenado por esto mismo a la hoguera inquisitorial–.

 

Nos amamos mucho…, pero se dan siempre estas discriminaciones, estos inequitativos ejercicios de poder (repitamos: incluso en la gente que se enrola en la izquierda política). Esto de “amarnos incondicionalmente” parece que no nos lleva muy lejos. Para ejemplo: no olvidar que el Vaticano –centro de la Iglesia católica que preconiza el amor entre toda la humanidad– quemó en la hoguera a medio millón de mujeres por considerarlas brujas, “amantes de Satán”, bendijo la invasión europea al territorio americano masacrando población originaria –a la que le introdujo su credo a fuerza de torturas– y apoyó la atrocidad antijudía durante la Segunda Guerra Mundial. Quedarse con la idea de “amor al prójimo”, además de primaria, precaria o inocente, puede llegar a ser peligroso: en nombre del amor se pueden cometer las peores barbaridades.

 

Aunque el actual enfrentamiento europeo se ha robado toda la fanfarria mediática, en el mundo se cursan infinidad de guerras de mediana o baja intensidad de las que la industria comunicacional casi no habla. O no habla. Entre grandes guerras (con más de 10,000 muertes anuales), guerras civiles, tribales y enfrentamientos armados diversos (con hasta 10,000 muertos al año) y pequeños conflictos y escaramuzas, hoy día se pueden contabilizar 65 frentes de combate: Yemen, Arabia Saudita, Palestina, Siria, Birmania, Pakistán, Etiopía, Nigeria, Somalia, Camerún, Colombia, Egipto, Libia, India, Filipinas, Israel, Tailandia, Senegal, México, Chad, por nombrar solo algunos. De la guerra ruso-ucraniana se habla más –se habla hasta la saciedad en este momento– porque allí se juegan otras agendas; concretamente: el posible nuevo orden internacional, la redistribución de áreas de influencia para los grandes poderes globales.

 

En todos estos enfrentamientos hay muertos, heridos, destrucción, dolor, secuelas psicológicas… ¡y también ganancias! Estas últimas, por supuesto, reservadas para muy pequeños grupos, élites superpoderosas: los fabricantes de armamentos en principio y, recientemente, para quienes toman la tarea de reconstruir lo destruido –infame accionar de los grupos de poder: destruir para luego reconstruir–. El negocio es fabuloso. De hecho, la industria bélica es, por lejos, el ámbito humano que mueve los más osados avances científico-técnicos y la mayor cantidad de presupuestos –¡y ganancias!– de todas las actividades humanas.

 

¿Qué es la guerra? Como se ha dicho: “Un lugar donde jóvenes que no se conocen ni se odian se enfrentan a muerte en nombre de viejos que sí se conocen y se odian para, sin sacar ningún beneficio, favorecer los intereses de esos viejos”. El discurso dominante luego envuelve todo esto con una parafernalia heroica, transformando los asesinatos en gloriosas acciones patrióticas. Y los ganadores –esos viejos– se reparten el botín.

 

Las guerras no son expresión de la “enfermedad” psicológica de algunos (nunca falta un “malo de la película”: Hitler, Saddam Hussein, Khadafi, Maduro, Putin, Kim-Jong-un) sino manifestación de luchas de poder. Dicho en otros términos: expresión de luchas de clases sociales en su dinámica universal. Y como hay clases dominantes –hoy día, una oligarquía capitalista global, básicamente nor-atlántica – los “malos” están del otro lado del mundo. Los mandatarios (incluidas esas rémoras feudales que son las casas reales europeas) blancos, rubios y de ojos celestes serían entonces el ejemplo de democracia y defensa de la libertad. Los que no entran en ese selecto club privado serían los “malos”. Toda esa mentira ideológica, ¿no es acaso una forma de monstruosa violencia? “Miente, miente, miente…, algo queda”, enseñó Joseph Goebbels, enseñanza llevada a un grado sumo por la actual corporación mediática: ¿qué es eso sino una forma de manipulación sutilmente violenta “para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”, como decía hace cinco siglos aquel teólogo italiano. Los manuales militares actuales hablan de esto como “guerra psicológica”. “Busca generar un impacto psicológico de magnitud, tal como un shock o una confusión, que afecte la iniciativa, la libertad de acción o los deseos del oponente; requiere una evaluación previa de las vulnerabilidades del oponente y suele basarse en tácticas, armas o tecnologías innovadoras y no tradicionales” (Steven Metz). Evidentemente, hay guerra para rato, con las más diversas modalidades.

 

Es aquí donde se pueden empatar las lecturas que proponen el materialismo histórico y el psicoanálisis. Son abordajes conceptuales distintos, con objetivos diversos, pero ambos liberadores, revolucionarios, subversivos en el más cabal sentido de la palabra, pues ambos subvierten, proponen una ruptura y la construcción de algo nuevo, superando enajenaciones (el sujeto liberado de sus fantasmas inconscientes, la sociedad sin explotadores y explotados). El psicoanálisis muestra lo que somos en esencia los seres humanos: podemos amar, pero también odiar, ser agresivos, diabólicos. El patriarcado y el racismo con el que todas y todos vivimos –y repetimos inadvertidamente– son otras tantas formas de sumisión/supresión del otro. El materialismo histórico muestra cómo la historia humana es una sangrienta sucesión de dominadores, basados en su poderío económico –con su derivación político-militar– sobre las grandes mayorías paupérrimas: amos-esclavos, casta dominante-pueblo raso, nobleza-siervos feudales, capitalistas-asalariados, terratenientes-mozos.

 

Lo anterior lleva a preguntar por qué, cuando la humanidad se tornó sedentaria y con la agricultura y la posterior crianza de animales generó un plus producto, algo más que lo estrictamente necesario para sobrevivir, cuando hubo un excedente de riqueza social, qué hizo que alguien, un grupo, se convirtiera en dominador, y otro grupo –curiosamente mayoritario– quedara dominado.

 

III

 

Todo lo humano está signado por esta tensión originaria, por este conflicto estructural, en todo ámbito. Un paraíso bucólico libre de diferencias, de antinomias, tal “situación pacífica sólo es concebible teóricamente, pues la realidad es complicada por el hecho de que desde un principio la comunidad está formada por elementos de poderío dispar, por hombres y mujeres, hijos y padres (…), por vencedores y vencidos que se convierten en amos y esclavos”, dirá Freud. Léase igualmente: explotadores y explotados, ricos y pobres, Norte desarrollado y Sur empobrecido. Esa es la dialéctica del Amo y del Esclavo que desarrolló Hegel en el capítulo IV de la Fenomenología del Espíritu, y que retomará Marx para conceptualizar la historia como permanente lucha de clases.

 

Se hace claro entonces el porqué de “la violencia como partera de la historia”. Toda esta multiplicidad de contradicciones, todas en compleja concatenación, hacen a la riqueza y complejidad de la experiencia humana. Al menos de la experiencia humana de la que hoy podemos hablar. La historia, las ciencias sociales, la filosofía, el arte dan cuenta de esta realidad. Así, hasta ahora, desde el hacha de piedra hasta el misil nuclear, atravesados siempre por la existencial angustia de la finitud, los seres humanos hemos venido viviendo estos dos millones y medio de años desde que nuestros ancestros descendieron de los árboles.

 

Un presunto paraíso de comunismo primitivo donde hubiera reinado la igualdad –¿quizá también la armonía entre los sujetos?–, donde todas y todos comían lo mismo, se protegían de los embates naturales todos por igual, donde no había diferencias de “dominantes” y “dominados”, no pasa de hipótesis teórica, perdiéndose en la inescrutable nebulosa de los tiempos. Insiste la pregunta: ¿por qué, entonces, de esa comunidad de iguales, cuando se sobrevivía en cavernas, al haber excedente no se siguió repartiendo todo equitativamente? ¿Por qué aparecieron amos y esclavos? ¿Llevamos el afán de poderío en los genes acaso?

 

Me torturaron hasta decir basta. Tenía sangre desde el pelo hasta la punta de los pies. Después de violarme muchas veces, me dejaron amarrada al frío de la noche, y unos hijos de puta cada rato me echaban agua helada encima. Cuando se fueron, le pidieron a un soldadito que me vigilara, y le dieron órdenes estrictas de no atenderme, de no escucharme. Pero este muchacho se condolió, se sacó su chaqueta y me la puso en los hombros. Fue maravilloso”. ¿Buenos o malos? ¿Ángeles o demonios? Pregunta mal formulada: somos una mezcla complicada, confusa, a veces ininteligible. Podemos ser, al mismo tiempo, solidarios y altruistas, y también las peores basuras. Las situaciones límites lo permiten ver, pues afloran allí ambos sentimientos: los más generosos y los más ruines. Así somos.

 

¿Por qué decir todo esto? ¿Cómo nos ayudaría eso en la reflexión? Para evidenciar la dinámica humana en su más profunda dimensión. Apelar al amor como el sentimiento más benévolo, más alto y divino, es ingenuo. El amor es una posibilidad, tanto como el odio. En realidad, marchan bastante juntos, de la mano. Pero no debemos confundirnos: no hay determinantes biológicos en esto. No hay un fatalismo genético del que no podamos escapar.

 

La noción freudiana de una pulsión de muerte, una fuerza autodestructiva, quasi demoníaca, que alberga en todos nosotros, es un concepto complejo. Por supuesto, puede llevar a pensar en un determinismo instintivista. La observación crítica de la experiencia humana, más allá de las altisonantes y no creíbles declaraciones en pro del amor (“poner la otra mejilla si nos abofetean la primera”), nos confronta inexorablemente con estas conductas despiadadas. La violencia cotidiana, y su expresión máxima: la guerra, son una constante. Para ejemplo tragicómico, patético, desolador: los cinco países (Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido) que son miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, aquellos que deberían velar por la paz internacional, son los cinco principales fabricantes de armas del mundo. Como decían sabiamente los romanos del Imperio: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”.

 

No estamos condenados a la agresividad como un sino genético. Inspirado en Freud, Jacques Lacan abre otra perspectiva: La agresividad es la tendencia correlativa de un modo de identificación que llamamos narcisista y que determina la estructura formal del yo del ser humano”. Es decir: la forma en que nos humanizamos, la manera en que pasamos de ser una cría de la especie a un humano integrado a una cultura, conlleva desde el inicio una carga, una marca que nos ubicará como sujetos sexuados, portadores de una ideología, ubicados socialmente, y siempre con la posibilidad de desatar agresión.Eres la cosita más linda del mundo” le dice la madre al hijo; nos lo creemos y ahí empieza el drama humano. “Basta decirle a alguien que no tiene razón, que no es quien cree, mostrarle un punto donde se limita la aseveración de sí, para que surja la agresividad” (Bleichmar). La expectativa es poder crear una nueva matriz donde esa cría humana se humanice de otra forma: no para la competencia sino para la solidaridad. En ese sentido, con la educación en nuevos valores, en una nueva ideología y una nueva práctica social, es que el socialismo continúa siendo una esperanza, porque de allí puede surgir ese mundo menos sanguinario que pensó Marx: “Productores libres asociados” donde regiría la máxima de “De cada quien según su capacidad, a cada quien según su necesidad”.

 

La agresividad no está en los genes; está en la forma en la que nos hacemos humanos, en esta forma en la que entramos en el campo simbólico en el que otro nos construye, creyéndonos de verdad “ser esa cosita fabulosa, la más lindo del mundo”. Ese drama nos acompaña siempre; de ahí que los juegos de poder –¿qué otra cosa son, si no, el patriarcado, el racismo, el autoritarismo, el egoísmo, cualquier forma de vedetismo?– enmarcan nuestras vidas. Si les llamamos “vicios” –de los que la izquierda quisiera desacoplarse– es porque se continúa pensando en un sujeto libre de enajenaciones. Justamente por eso el materialismo histórico y el psicoanálisis son subversivos: porque muestran esa alienación constitutiva, dando los caminos para la emancipación. Que estemos marcados por el poder –dicho de otro modo: por la ilusoria búsqueda de una completud que nunca se podrá obtener, pues el poder nos hace sentir dioses intocables– no significa que no podamos buscar una sociedad más equitativa. Se dirá que en las experiencias socialistas también hay insultantes diferencias de poderío. ¡Por supuesto que sí! La burocracia –no hay que ahorrarse esa crítica– vivió o vive en mayor abundancia que la gente de a pie, pero al menos toda la gente come. En el capitalismo la principal causa de muerte a nivel global sigue siendo el hambre (20,000 personas por día, en un planeta donde sobra un 40% de alimentos para nutrir bien a toda la humanidad).

 

La agresividad que lleva a la guerra no es un destino ineluctable. Valen aquí palabras del Subcomandante Marcos, de la guerrilla zapatista: “Tomamos las armas para construir un mundo donde no sean necesarios los ejércitos”.

 

IV

 

Es imperioso decirlo: los países socialistas, en la corta experiencia habida en el siglo XX, nunca comenzaron una guerra, nunca atacaron a otro. Vivieron en guerra, sin dudas, defendiéndose de todo tipo de ataques. El capitalismo, como sistema dominante –hoy liderado por esa super potencia que es Estados Unidos– está dispuesto a hacer lo imposible por no perder sus privilegios. Entiéndase que esas prebendas son, básicamente, de la pequeña élite dominante, unos cuantos pocos archimillonarios que viajan en aviones privados, deciden las guerras y están a una distancia sideral de la población. De todos modos, dada la forma en que se mueve el sistema, la clase trabajadora y sectores medios de las potencias capitalistas –no más de un 15% de la población planetaria– vive con relativas comodidades, a partir de los indecibles sufrimientos del 85% de población restante: un ciudadano medio de Estados Unidos consume por día más de 100 litros de agua; uno del África sub-sahariana, apenas uno.

 

Hoy por hoy, caída la experiencia soviética y con el paso a mecanismos de mercado en la República Popular China, la propuesta socialista no está en alza en el mundo. Por el contrario, los ideales de transformación social que vienen creciendo desde mediados del siglo XIX cuando aparece el Manifiesto Comunista, corporizados en las primeras revoluciones socialistas a lo largo del siglo XX, tuvieron un fabuloso alto con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración de la Unión Soviética en 1991. El discurso dominante –capitalista hasta los tuétanos, visceralmente anticomunista– se sintió triunfal, y pudo declarar con toda la pompa el fin de las ideologías (léase: de izquierda) y de la historia. La tozuda realidad vino a desdecir esa proclama.

 

Todas las contradicciones, conflictos y desgarramientos que pueblan la dinámica humana siguieron allí, aunque se les quiera barnizar cosméticamente. Aunque comience a darse un discurso feminista contestatario, el patriarcado sigue; y aunque sea delito el racismo, la oprobiosa xenofobia y la discriminación étnica sigue. De las diferencias económicas… no se habla. Y la “a la moda” resolución pacífica de los conflictos, no pasa de pamplina insostenible en lo profundo. Aunque ahora a los trabajadores arteramente se les llame colaboradores, se les sigue explotando. Y las guerras, por supuesto, siguen.

 

Aunque terminó la Guerra Fría que mantuvo al borde del holocausto termonuclear a toda la humanidad por espacio de varias décadas cuando se enfrentaban Estados Unidos y la Unión Soviética, las guerras continúan. Desde terminada la Segunda Guerra Mundial en 1945, con alrededor de 60 millones de muertos, sumados todos los enfrentamientos bélicos habidos desde ese entonces a la fecha, la cantidad de decesos iguala o supera aquella catástrofe. Nuevas y despiadadas guerras, con tecnologías cada vez más mortíferas, con doctrinas militares más inhumanas poniendo en el centro de los combates a la población civil, golpeando siempre en los países pobres del Sur, dejando dolor y desolación a su paso, siguen siendo la constante. Europa, luego de su devastación en aquella guerra, vivió sin combates en su territorio por varias décadas. La infame guerra de Yugoslavia, en los 90 del siglo pasado, demostró que la paz era una quimera en ese continente.

 

Estados Unidos, que arrastra tras de sí a la Unión Europea y a la OTAN, ha hecho de las guerras su más fabuloso negocio. Su complejo militar-industrial (Lockheed Martin, Boeing Company, BAE Systems Inc., Northrop Grumman Corporation, Raytheon Company, General Dynamics Corporation, Honeywell Aerospace, DynCorp International) mueve fortunas astronómicas, y es la que fija la política exterior de la Casa Blanca, independientemente si el presidente de turno es demócrata o republicano. Durante todo el siglo XX y lo que va del XXI no hay guerra en el mundo donde Estados Unidos, directa o indirectamente, no haya participado. Los países de Europa Occidental, otrora el gran centro imperial del mundo, hoy perro faldero de Washington, aunque no con similar intensidad, siguen en ese camino: las guerras son buen negocio.

 

Ahora asistimos a una nueva potencia imperialista, en disputa por el poderío global. Rusia, país capitalista que se alejó de los ideales socialistas a partir de 1991, no hace algo distinto a lo que realiza su archirrival histórico. Si Estados Unidos tiene un patio trasero en Latinoamérica (Doctrina Monroe: “América para los americanos… del Norte”), que resguarda con más de 70 bases militares, la Federación Rusa lo tiene en la antigua zona de influencia soviética: Bielorrusia, Armenia, Kirguistán, Kazajistán, Tajikistán. Se impone allí la llamada Doctrina Brézhnev –también conocida como “doctrina de la soberanía limitada”–, propiciando que “Rusia tiene derecho a intervenir incluso militarmente en asuntos internos de los países de su área de influencia”. El presidente ruso Vladimir Putin, amparándose en la Biblia para justificar la presente invasión, renegó de los valores socialistas, representando a una nueva burguesía surgida de la transformación de antiguos miembros de la Nomenklatura en multimillonarios empresarios. Uno de ellos, de su círculo cercano, pidió “no regresar a 1917”. Sin dudas, consustanciar el cambio, darle forma y mantener la revolución socialista, es una tarea titánica. Rusia, después de décadas de socialismo, puede dar como resultado un Boris Yeltsin, que vende su país al mejor postor, o un Putin, que se declara no-socialista, religioso y homofóbico. Cambiar las cosas en el ámbito humano es tremendamente difícil. Por eso, el socialismo –como camino a la sociedad sin clases: el comunismo– es una tarea titánica, sin dudas, mas no imposible.

 

Hay guerra, y las guerras parecen no desaparecer del horizonte humano. ¿Llevarán a un enfrentamiento nuclear que termine con toda forma de vida en el planeta? Es de esperarse que no, pero de las guerras se sabe cómo empiezan, pero nunca cómo terminan. ¿Hasta dónde escalará lo de Ucrania? Moscú ya usó misiles hipersónicos, por ahora sin carga nuclear. ¿Se llegará a usar armamento atómico? ¿Y después?

 

Sherman Kent, conspicuo miembro de la CIA, dijo que “la guerra no siempre es convencional: en efecto, una gran parte de la guerra, de las remotas y las más próximas, ha sido siempre realizada con armas no convencionales: (…) armas (…) políticas y económicas”, añadiendo que los instrumentos de la guerra económica “consisten en el bloqueo, la congelación de fondos, el ‘boicot’, el embargo y la lista negra, por un lado; los subsidios, los empréstitos, los tratados bilaterales, el trueque y los convenios comerciales por otro”. En la actualidad, el capitalismo super desarrollado mantiene una guerra permanente, despiadada, monstruosa para seguir asegurando los beneficios de una pequeña élite. Por supuesto que hay luchas de clase, pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando”, dijo victorioso Warren Buffett, uno de los millonarios más connotados de Wall Street.

 

En la guerra se apela a todo. Las doctrinas militares contemporáneas, cada vez más perversas, ven en la población civil no-combatiente su objetivo más importante. ¡Que la gente no piense! ¡Pan y circo para todos! (en su versión 2.0, por supuesto). Sucede, sin embargo, que a esos megacapitales estadounidenses y europeos, recientemente les apareció una sombra: China, con su portentoso desarrollo económico, y Rusia, con su avance militar. Todo indica que el mundo está dejando de ser unipolar, con Washington y su dólar marcando el ritmo. Estas dos nuevas potencias intentan abrir otro escenario global. La guerra de Rusia con Ucrania es, en realidad, la guerra de Rusia contra Estados Unidos y su apéndice, la OTAN, por el reparto de las zonas de influencia. China, expectante, apuesta también por el nuevo orden mundial. ¿La nueva guerra de Estados Unidos será contra China? Muy probablemente. Hoy la nación ucraniana –la historia es un “altar sacrificial”, no olvidarlo– es solo el campo de batalla. Los muertos, fundamentalmente ucranianos, una consecuencia de decisiones tomadas en Moscú y en Washington.

 

Para las grandes mayorías planetarias, el pobrerío, quienes seguimos viviendo de nuestros salarios, con ninguna guerra podemos estar bien. Si ahora dos centros de poder se disputan la supremacía o, al menos, zonas de influencia, a los de a pie, a la clase trabajadora mundial, esta guerra nada nos significa. Tal vez, un empeoramiento dado el alza de los precios del petróleo. Quizá la única manera de poner freno real a las guerras es construir el socialismo.

 

El socialismo es una esperanza para lograr un ser humano distinto, quizá no más bueno y bondadoso, sino más solidario. Se pueden crear condiciones para que las relaciones humanas sean menos monstruosas y se salga del “homo homini lupus”. Son relaciones de poder las que construyen al ser humano, por tanto, puede aspirarse a algo más equitativo. Recordemos y enfaticemos esto: ninguna de las experiencias socialistas conocidas inició una guerra…, porque el socialismo no fomenta la rapacidad capitalista. Es, en todo caso, un eslabón hacia el comunismo.

 

La causa del socialismo como liberación de los oprimidos del planeta sigue esperando. El socialismo chino no es, al menos de momento, un referente para los pueblos y clase trabajadora de todo el orbe. Rusia, que abandonó el socialismo, se constituye como poder capitalista con presencia global, pero los problemas eternos del capitalismo no se resuelven. Como dijo Fidel Castro: “Las bombas podrán terminar con los hambrientos, con los enfermos y con los ignorantes, pero no con el hambre, con las enfermedades y con la ignorancia”. Si habrá ahora un nuevo orden internacional, de momento eso para el pobrerío mundial no significa ningún cambio real en términos positivos. Por tanto, el socialismo (ese que se empezó a construir en la Rusia bolchevique de 1917) sigue esperando. Y en ese momento glorioso hay que inspirarse.