miércoles, 26 de febrero de 2025

JUANA

 

          Cada tanto recordaba su origen: la imagen de la favela de San Pablo le retornaba insistente. Si bien eso había sido mucho tiempo atrás –con seis años había marchado con su familia a vivir en un barrio otorgado por el gobierno, en casa de ladrillos– la historia de su infancia, y la de la violación, era algo que nunca desaparecía. Tampoco podía olvidar la histórica discriminación que sufrían los negros descendientes de esclavos africanos, tal era su caso.

          Había pasado por más de un tratamiento psicológico, y en muy buena medida había logrado procesar todo el espanto de esa pesadilla ya tan lejana. No obstante, ante circunstancias difíciles como la actual, reaparecían los viejos fantasmas.

          Se encontraba en el despacho principal, y sus dos secretarias –una morena, de Sudán, otra rubia, noruega– esperaban ansiosas alguna respuesta. La reunión con la más alta jerarquía había sido por la mañana; habían asistido representantes de todos los lugares donde la institución tenía presencia. Había, por tanto, enviados de los cinco continentes, de más de cien países.

          El encuentro había sido tenso; lo cual era comprensible: era la primera vez que la organización se hallaba en una disyuntiva tan apremiante. Las fuerzas chinas tenían ocupado prácticamente toda Asia, y su poderío misilístico nuclear apuntaba tanto a los Estados Unidos como a Europa. El margen de maniobra era muy pequeño, y el tiempo se agotaba. Pekín había sido categórico en la demanda: la Secretaría General de las Naciones Unidas debía aprobar la invasión de los dos últimos países –Arabia Saudita e Irán– o comenzaría el bombardeo impiadoso sobre las cinco principales ciudades de la costa oeste del país americano, que a su vez había tomado, con apoyo europeo, todo el Africa, incluido el norte islámico.

          Los chinos eran terminantes. Si habían dado un ultimátum, era de creerles. Y de temerles. Sus armas ya no eran como las de principios de siglo; ahora, en el 2045, gracias a una aceleración infernal de su economía y de su desarrollo científico, habían puesto casi de rodillas a Washington. No más de diez misiles intergalácticos con ojiva nuclear múltiple cargados con el nuevo material radioactivo traído de Marte –disparados desde satélites estacionarios– bastaban para terminar en pocos segundos con el país americano. Y disponían de varios cientos. La Organización de Naciones Unidas, tan manoseada por años, había vuelto a tener cierto protagonismo en el panorama internacional; era por eso que se requería su intervención bendiciendo la acción militar. Dado lo complejo del entretejido de los hechos, se había pedido también la participación de la Iglesia Católica, que aún detentaba algunas cuotas de poder. Pero no era fácil tomar una decisión.

          Justamente por eso, porque lo que se decidiera tendría consecuencias planetarias en el largo plazo, la junta de la mañana había sido larga y tensa. Nadie se atrevía a plantear abiertamente una posición belicista; pero todos sabían que la institución apoyaba, no tan en secreto, la toma del continente negro. Por tanto, de no hacer lugar a la petición china se corría el riesgo –muy alto por cierto– de ser también considerada aliada de los yanquis y de los europeos. La respuesta militar por parte de Pekín era, por ello mismo, muy posible. Y las fuerzas armadas de la institución eran muy modestas, absolutamente lejanas de poder dar una batalla con posibilidades de éxito, aunque dispusiera de armamento nuclear.

          Ambas secretarias, en provocativas minifaldas, volvieron a entrar al despacho. El nerviosismo reinaba en el ambiente. María, la pródigamente dotada nórdica de lechosa piel, intentó ser simpática con algún chiste, a modo de distender un tanto la situación. Aunque era su preferida, y en otros momentos había recibido muestras del más enternecedor cariño, ahora obtuvo por toda respuesta un pellizco en la nalga, por debajo de la falda roja. Por cierto el pellizco no pretendía ser tierno; había sido, en todo caso, una descarada agresión física. María no respondió.

          En general no se comportaba así; su actitud dominante era la serenidad. Con sus cuarenta y ocho años bien llevados y una muy buena condición física –hacía dos horas diarias de gimnasia–, aunque era persona pública, internacionalmente pública, lo cual abría la posibilidad de tener más de un detractor, no contaba con enemigos a nivel personal. Afable, siempre con una sonrisa sincera, espontánea, su carisma era proverbialmente conocido. Nadie podía decir que alguna vez se hubiera sentido mal en su presencia. Pese a su condición de persona negra, o justamente o por eso, era un paladín de la lucha antiracial.

          Una vez más, como sucedía en momentos difíciles, se refugiaba en la lectura de Bartolomeo Sacchi –en latín–; su compleja obra "Historia de la vida de los papas" la conocía a la perfección, luego de innumerables recorridos. A partir de ella se había inspirado para pintar La muerte de Juana, patética y bien lograda obra donde se plasmaba el linchamiento y consecuente muerte a que habían sido sometidos en Roma, hacia fines del siglo IX, la papisa Juana y su recién nacido hijo. Ese hecho le parecía impresionante, tanto como su infantil violación; eran de las pocas cosas, quizá las únicas, que retornaban cíclicamente en su discurso. Su pintura –hecha más a título de pasatiempo que con pretensiones estéticas serias– reflejaba un abanico de temas, y ni lo religioso ni lo truculento ocupaban un lugar de privilegio. Le interesaban por igual el amor, la niñez, el sexo o la ecología.

          Desde hacía ya un par de décadas en la Santa Sede se venía dando una serie de cambios para estar acorde a los tiempos; el aumento incontenible de las sectas evangélicas en Latinoamérica y de los grupos fundamentalistas musulmanes en Asia, Africa, América del Norte y Oceanía, así como un agnosticismo creciente en Europa y la fascinación por la robótica, habían llevado a la religión católica a una casi virtual desaparición. De ahí que la alta jerarquía vaticana introdujera osadas transformaciones en su estructura institucional, a fin de mantener con vida una tradición más que doblemente milenaria. No sin resistencias internas, en años recién pasados se había eliminado el celibato, se había aceptado la presencia femenina en el curato –las sacerdotisas, sin embargo, no podían quedar embarazadas–, había terminado por aceptarse la planificación familiar y el aborto como prácticas normales, y se había delineado una estrategia mediática que empalidecía el mercadeo de películas realizado por los hindúes, apelando a las más sutiles –y espantosas– técnicas de penetración psicológica. En esa lógica se había aliado a la Coca-Cola International Company, siendo el joint venture de provecho para ambas instancias: los fabricantes de refrescos eran bendecidos por dios, y tenían asegurada publicidad gratuita en miles de iglesias en toda la faz del planeta. Y el Vaticano, a través de un simpático y sonriente Jesús –en tres versiones: rubio, moreno y oriental– aparecía en millones y millones de envases. Dios toma Coca-Cola decían las etiquetas.

          Ante el pellizco, las dos secretarias optaron por retirarse sin abrir la boca. Sabían que cuando se ponía así era mejor no dirigirle la palabra; si bien su actitud era dulce, a veces podía adoptar un aire terriblemente agresivo. Tal era el caso ahora; y en esas circunstancias era mejor alejarse.

          Pasó hacia la sala contigua al despacho principal; allí tenía instalado su taller de pintura. Trabajar ahí, pintar un poco, cuando la tensión subía tanto como ahora, le hacía sentir bien. Pensó en una nueva versión del suplicio de Juana la papisa; desde mucho tiempo le interesaba hacer algo remedando la pintura primitivista que había visto en Guatemala, en Centroamérica. El cuadro que había producido ahora, dos años atrás, cuando comenzaba su mandato, tenía un aire renacentista con algún destello surrealista. Combinación rara, por cierto; pero que no le incomodaba estilísticamente, y cuya utilización no dejaba de tener cierta aura atractiva.

          Pintar una violación le parecía demasiado funesto; suficiente con haberla padecido. La lapidación de este mítico personaje de la Iglesia Católica le fascinaba. Le parecía arquetípico, símbolo absoluto de la hipocresía del mundo: una institución que por milenios prohibió entre sus filas la presencia de mujeres y cuyos miembros masculinos hacían votos de castidad, mientras que se cansaban de tener hijos ilegítimos o relaciones homosexuales. Una institución patriarcal y verticalista como ninguna otra, donde una mujer pudo llegar a ser su primer dignatario a costa de la transgresión, pero el día que dio a luz fue ajusticiada por una plebe manipulada, asustadiza y profundamente conservadora, producto todo ello de una jerarquía misógina y enfermiza. La figura de esta Juana le parecía un símbolo, si bien no tan evidentemente válido en años anteriores, más que actual hacia mediados del siglo XXI. Juana y la transgresión: nuestro camino había pensado que cabría mejor como título del cuadro. Optó, finalmente, por el otro más convencional.

          Hoy día ya no era prohibida la presencia de la mujer en la estructura del poder eclesial. Había dejado de ser diabólica; aunque ello era producto de un reacomodo forzado. Hondamente sabía que la odiaban.

          La odiaban profundamente por ser mujer, por ser negra, y por su origen de pobre y marginal. A veces, pese a lo traumático de sus primeros tiempos de vida, la enorgullecía venir de una favela. Sin tener muy arraigada una preocupación por lo social, en términos viscerales no se sentía a gusto con los funcionarios que ella llamaba aristocráticos. Es decir, aquellos que no venían de historias de exclusión tan notorias, que estaban acostumbrados desde siempre a pertenecer al círculo de los afortunados, de los integrados al sistema mundial. El solo hecho que se hablara de inviables le parecía una falta de respeto en términos humanos. Un favelado no es viable, rezaba el catecismo económico de la economía de libre mercado; lo cual le parecía horrendo, inadmisible. Ella representaba a los eternamente hechos a un lado, a los inexistentes, a los que no cuentan. Se sentía igual que Juana I: de campesina a papisa, titánico esfuerzo personal mediante. Igual que ella, era una marginal. Sólo con un denodado arrojo había podido llegar a estudiar, venciendo la marginación crónica que la postergaba; su impresionante talento había hecho el resto.

          Era, sin proponérselo de manera consciente, un símbolo de la irreverencia. Iconoclasta visceral, su vida misma era una invitación a la heterodoxia, a la herejía. Repitiendo la mítica historia de Juana la inglesa, también ella había tenido sus benefactoras, gracias a las cuales había accedido al papado. No debía favores, en sentido estricto, porque con ambas había sido amante en su momento, pero nada las unía ahora. Con una de ellas, aunque ya de forma muy tenue, aún se encontraba ocasionalmente; sin embargo eso no traía deudas: eran algunos encuentros inocentes, sólo eso. Ahora su pasión estaba depositada en María, la sensual secretaria políglota con la que mantenía una relación fogosa –oculta, por supuesto.

          Ya entraba la noche y Juana II –tal era el nombre que había adoptado para papisa, no sin discusiones, dado que muchos miembros del consejo cardenalicio no reconocían la existencia de la primera, un milenio atrás– aún no daba una respuesta. María desesperaba; cuando Su Santidad se ponía así de caprichosa, de agresiva, era intratable. De amante ella lo sabía, y lo padecía más de una vez. Las llamadas se sucedían frenéticas, y era ella quien tenía que responder. A su vez, luego, el vocero papal se encargaba de presentar las cosas. Aunque no había mucho para informar en realidad.

          De pronto Juana tuvo una repentina idea –una revelación se hubiera dicho en otros tiempos. Si era ella la elegida por el rey de reyes, el primer motor, el sumo dador de vida y dispensador de favores; si ella ocupaba la silla de San Pedro por designio divino, ¿por qué no aprovechar todo ese poder para intentar algún cambio de verdad?

          A veces, muy en secreto –con María, por lo común luego de hacer el amor, le venían ganas de sincerarse y abrir una crítica feroz contra toda la institución– pensaba que era inadmisible que ellos, la Santa Madre Iglesia, siguieran pensando con criterios de más de dos mil años atrás; que al lado de los fenomenales problemas del mundo todavía fueran tan ciegos. Le parecía abominable que la disposición del papa anterior prohibiera a las sacerdotisas tener hijos. Si no se hubiera hecho la operación de ligadura de trompas cuando andaba por los treinta años, algún tiempo atrás se hubiera atrevido a buscar un embarazo. Aunque entendía que era un riesgo a cierta edad, lo hubiera hecho más con espíritu contestatario, de pura irreverencia. Soñaba, incluso, con adoptar algún niño de su favela de origen. De papisa ¿quién se lo impediría? De todos modos también se daba cuenta que no disponía de todo el poder que hubiera deseado. Se había aceptado la entrada de la mujer en la carrera vaticana más que nada porque los tiempos así lo exigían, pero muy en el fondo sabía que el patriarcado no había terminado.

          Pensó entonces en hacer una jugada política bastante atrevida. Llamó de urgencia a algunos de sus pocos asesores en quienes confiaban. El más cercano era también un brasileño. Se le ocurría que esta era una buena circunstancia para intentar realizar un viejo sueño. Se podía negociar a dos puntas: reconocer la invasión china sobre los dos países del golfo pérsico y mirar para otro lado a cambio del apoyo de Pekín para el traslado del Vaticano a San Pablo, Brasil. Si los jerarcas chinos recibían un reconocimiento de la Santa Sede, lo cual era una virtual bendición y tácita aceptación de su política de expansión, se establecía un equilibrio: ellos en el Asia y Oceanía, los rubios en Africa y Latinoamérica…. y Dios con todos. Este reconocimiento diplomático bajaba las tensiones y daba oxígeno; nadie tenía que buscar entonces demostraciones de fuerza –que, en este caso, podían implicar la muerte de cientos de millones de personas y pérdidas económicas inconmensurables. Occidente perdía terreno, pero evitaba una carnicería, y una muy probable derrota. El Vaticano hacía un juego múltiple, y con nadie quedaba mal; por lo cual, muy justificadamente entonces, podía pedir su recompensa.

          Juana II se sentía pletórica. En realidad no lo había pensado mucho, había sido una respuesta inmediata, casi una inspiración divina; en realidad lo que más le preocupaba era la reacción de la Coca-Cola International Company. Eran ellos, desde hacía algún tiempo, los más feroces defensores de la contención de China. Y no sin motivos: los refrescos producidos en el país oriental le habían quitado ya más de un tercio de mercado a nivel global. Sin embargo la morena papisa era de la opinión que si no puedes contra ellos, pues entonces úneteles. Años de ignominia, transgresión e hipocresía la habían curtido. Todo vale, era su lema. Con eso no hacía sino poner en palabras lo que era su cruda experiencia de vida.

          Los funcionarios con que se reunió eran, si bien no precisamente progresistas, al menos los menos misóginos. No la respetaban tanto a ella –era mujer, y ni qué decir si se hubiera sabido de sus tendencias homosexuales– sino a su investidura. Después de exponer detalladamente sus puntos de vista –lo hizo en italiano; hablaba perfectamente siete idiomas– todos quedaron callados por un buen rato. Nadie se atrevía a tomar la palabra, hasta que un viejo cardenal de origen español lo hizo.

          El plan estaba bien urdido, sin embargo la fuerza de la tradición tenía un peso inimaginable. ¿Cómo trasladar el Vaticano fuera de Roma? ¡Imposible! El polaco Juan Pablo II, a fines del pasado siglo, había inaugurado la tendencia de los pontífices a viajar fuera de la ciudad sagrada; pero trasladar la ciudad sagrada era otra cosa. Herejía, apostasía. Para algunos de los presentes era blasfemo, insoportablemente sacrílego el sólo hecho de pensarlo. Juana vio que, una vez más, estaba sola. Sola y desamparada, como en la favela.

          Incluso su consejero coterráneo no atinó a defender la propuesta. El era bastante conservador; y además, era rubio, de origen austríaco.

          Una vez más también pensó Juana II que mejor ser varón. Con eso nada se arreglaba, pero la ratificaba en su desprecio por el patriarcado.

          Pekín esperó dos días más, y en vista que no recibía señales claras ni del Vaticano ni de las Naciones Unidas, atacó. Nunca se supo con exactitud la cantidad de muertos, pero según cálculos bastante precisos se estimó en alrededor de noventa y tres millones de desintegrados por la fisión termonuclear asistida de los tres misiles caídos.

          La papisa Juana II intentó dimitir, pero no se lo permitieron. Tuvo que soportar a pie firme el desarrollo de la nueva guerra. Finalmente la Santa Sede debió instalarse en otra ciudad, no tanto por la intención de la pontífice, sino debido a la destrucción sufrida en Roma. En la nueva morada –la austral Ushuaia, en Tierra del Fuego, una de las pocas regiones del planeta no contaminada con energía atómica– vivió menos de un año. Nunca quedó claro el motivo de su muerte; algunos dicen que fue apuñalada por su secretaria noruega (fue la versión llamémosle… oficial). Otros, bien informados, dicen que se repitieron los hechos del último papa italiano de la historia, Albino Luciani. De todos modos ninguna autopsia reveló envenenamiento. Algo curioso fue el anónimo descubierto al pie de su lecho de muerte –nunca revelado–, grotescamente burdo, escrito sobre papel negro, con semen: in sempiterna saecula saeculorum. Amen.




domingo, 23 de febrero de 2025

ESTAMOS RETROCEDIENDO

 https://publicogt.com/estamos-retrocediendo-hacia-el-tecnofeudalismo-afianzamiento-del-neonazismo-que-nos-espera/




lunes, 17 de febrero de 2025

jueves, 13 de febrero de 2025

UN OLVIDO QUE SALVÓ AL MUNDO

UN OLVIDO QUE SALVÓ AL MUNDO


En los primeros días de noviembre de 1983, con Ronald Reagan en la presidencia de Estados Unidos, en Moscú había mucha preocupación. Según informes de inteligencia altamente confiables, Washington preparaba un ataque nuclear contra la Unión Soviética.

Las relaciones entre ambas naciones estaban deterioradas y la Casa Blanca había introducido recientemente los misiles Pershing II en Europa, lo que constituía una seria amenaza para la seguridad soviética. Por otro lado, acababa de suceder un incidente militar confuso, donde los soviéticos habían derribado un avión surcoreano que había violado su espacio aéreo, con varios estadounidenses a bordo. Unas pocas semanas después, la OTAN comenzaba los ejercicios militares «Arquero Capaz 83», que incluía una enorme movilización de recursos militares con la simulación de lanzamientos de misiles nucleares coordinados.

La situación estaba al rojo vivo. Los ejercicios militares eran inusualmente provocativos, incluyendo acciones que jamás antes había realizado el Pentágono, con vuelos estadounidenses de bombarderos con armamento nuclear sobre el Polo Norte y presencia de navíos de guerra por zonas de soberanía soviética. Se estaba sobre un barril de pólvora y la más mínima chispa podía hacerlo estallar.

Todo el escenario hizo pensar al Kremlin que se trataba de maniobras previas a un ataque nuclear real, disfrazado tras los ejercicios militares. Por ello, prepararon también sus propias fuerzas atómicas, poniendo en alerta máxima a sus fuerzas aéreas destacadas en Alemania Oriental y Polonia. La guerra (¿el exterminio de la humanidad?) flotaba en el ambiente.

Pasada la medianoche de uno de aquellos aciagos días, en el bunker Serpujov-15, centro de mando desde donde se dirigía la defensa aeroespacial soviética, Stanislav Petrov recibió el informe enviado por un satélite de observación de alerta temprana: un misil balístico intercontinental con carga nuclear había sido disparado desde la base militar de Malmstrom, Montana, en suelo estadounidense y, en alrededor de 20 minutos, impactaría en algún punto de la Unión Soviética.

Su misión era monitorear cualquier posible ataque y avisar en forma urgente a sus superiores, en caso de que se diera alguno, para iniciar inmediatamente el contraataque.

Según los muy estrictos protocolos de seguridad, estaba prácticamente descartado que algún militar soviético bebiera en horas de servicio. Habría que entender, por tanto, que lo hecho por Petrov no se debió en modo alguno al vodka. Lo cierto es que su reacción no fue dar la alarma automática; prefirió esperar un poco. Unos momentos más tarde aparecieron sobre la pantalla de su computadora las trayectorias de otros cuatro misiles más.

Stanislav no se precipitó. Pensó que era muy raro que se iniciara un ataque nuclear con tan poca artillería, disponiendo Estados Unidos de miles de misiles. Lo más probable, además, era que se bombardeara desde submarinos y no desde una base en tierra.

Decidió esperar y no dar la alarma. Sabía que la respuesta de su país era la guerra total: ante los primeros misiles recibidos, el Kremlin respondería con cientos y cientos de armas atómicas (esa era la doctrina militar oficial). La destrucción mutua asegurada», tal como indicaban los manuales de guerra; es decir: el fin de la humanidad, la destrucción completa del planeta Tierra y serios daños para Marte y Júpiter, con consecuencias que llegarían hasta la órbita de Plutón, estaban a unos pocos segundos. Oprimiendo el botón rojo de emergencia, esa elucubración de ciencia ficción pasaría a ser un hecho consumado.

Su pulgar derecho, temblando, sudoroso pese al frío, rozó el botón fatal. Pero no lo oprimió. Rápidamente, con la ayuda de varios técnicos, descubrió que se trataba de una falsa alarma ocasionada por una rarísima conjunción de la Tierra, el sol y la posición particular del satélite de observación.

Para algunos fue un héroe que salvó a la humanidad. Para sus superiores, un insubordinado que no cumplió con su deber. De todos modos, no fue castigado (indirectamente en Moscú también se lo reconoció como un salvador).

Cuando se le preguntó por qué no dio la alarma, se limitó a responder: «La gente no empieza una guerra nuclear con solo cinco misiles». Pero entre amigos, ya con un vaso de vodka en la mano, su respuesta era otra: «¡uy…, me olvidé!».




domingo, 9 de febrero de 2025

viernes, 7 de febrero de 2025

UNA MANO PERDIDA

Con sus 18 años recién cumplidos, Flor de María era la más admirada de su barrio. Las propuestas masculinas le llovían interminables. Ella, sin embargo, se mostraba imperturbable, distante. Su frialdad y lejanía, para muchos de sus admiradores, resaltaban más aún su belleza.

 

Esa negativa a aceptar las propuestas que se le acercaban por montones servían para disparar las más osadas especulaciones; había quien afirmaba categórico que la muchacha estaba por entrar en un convento para ordenarse monja, que era lesbiana, que había nacido asexual. ¿No será extraterrestre de incógnito por estas tierras y nos estará estudiando?, se aventuró a elucubrar alguien. Lo cierto es que cada vez que caminaba por las calles de su colonia, no faltaban interminables gestos de admiración, piropos y cumplidos. Su renegrido pelo negro hasta la cintura y sus ojazos de un penetrante verde no podían dejar impasible a nadie. Los hombres la admiraban; las mujeres la envidiaban.

 

Cuando conoció a Esteban, ambos se trataron con cierta desconfianza. Él no podía creer que una mujer de tanta belleza le hiciera caso. Era su posible primera novia. Su sempiterna timidez lo había alejado hasta entonces de contactos femeninos. Le daba una vergüenza indescriptible decirlo -de hecho, no lo hacía nunca- pero con sus 24 años aún no había tenido nunca un contacto sexo-genital. Para ella el encuentro fue un descubrimiento maravilloso: era la primera vez que un varón no la miraba con ojos concupiscentes y lascivos.

 

Fue Flor de María quien tomó la iniciativa. Coqueteando, usando toda la seducción que podía, fue llevando al joven a su primera relación sexual. Ella, que tampoco sabía nada del asunto -jamás había dado siguiera un beso- advirtió rápidamente que Esteban no era, precisamente, un experto en la materia. Aprenderían juntos.

 

Así fue. Había mucho para aprender y transitar, en todo sentido. Los noviazgos, y el sexo menos aún, eran desconocidos por la pareja. Ninguno de los dos tenía especiales expectativas para sus vidas. Pobres, provenientes de familias trabajadoras habitantes de una barriada popular plagada de carencias, sus sueños no pasaban de constituir una familia sólida, tener varios hijos y poder llegar a poseer, en el mejor de los casos, una vivienda propia. Flor de María ahora estaba desocupada, en búsqueda de trabajo; quizá podía entrar en la maquila textil que había en el sector. Esteban era operario en la fábrica de muebles del barrio. Sus respectivos padres eran trabajadores, siempre con la gran preocupación de ver si llegaban a fin de mes.

 

La primera relación sexual tuvo en los dos jóvenes un valor incalculable, aunque dispar en su significado. Para ella fue un golpe; la buscó, pero al mismo tiempo, le abrió una brecha en su ética, un cuestionamiento difícil de sobrellevar. Católica por tradición familiar -aunque nunca iba a misa-, sabía que la virginidad era un bien que debía atesorar; eso le enseñó su madre. De todos modos, las hormonas pudieron más; y no se arrepentía de lo hecho. Era una combinación compleja: satisfacción y cierto grado de culpa al mismo tiempo. Mezcla no fácil de llevar, pero tolerable, en definitiva. La transgresión siempre tenía ese sabor agridulce de la satisfacción oculta.

 

Para Esteban fue el despertar a un mundo nuevo. Pensó que se iba a enamorar de Flor de María, pero no fue así. Le gustaba enormemente la muchacha; de todos modos, algo sucedió en su interior que le despertó lo que había estado dormido, esperando durante muchos años. Él no lo quería siquiera pensar, pero su castidad la sufría como algo insoportable, una pesada carga. No entendía por qué otros muchachos de su edad podían salir con mujeres con tanta facilidad, y a él se le dificultaba tanto. Nunca se había atrevido a visitar una meretriz; eso lo avergonzaba. La posibilidad de acostarse con Florecita -así la llamaba- lo hizo sentir en las nubes. Era increíble que la joven más bonita del sector se fijara en él. Sin embargo, esa no era la única mujer posible. Comenzó a sentir que deseaba tomarse venganza del tiempo perdido. Ahí estaban las mujeres esperándolo.

 

Ambos jóvenes comenzaron un noviazgo. En principio, en secreto; paulatinamente fue haciéndose público. En sus respectivas casas ya había cierta preocupación, pues ninguno presentaba una pareja. Eso era llamativo en personas de su edad y de esa condición social. Mostrarse ahora en pareja calmó los ánimos de ambas familias.

 

Las relaciones sexuales se comenzaron a repetir con mayor asiduidad. De una de ellas, vino el embarazo. Para los dos fue un balde de agua fría. Por supuesto, no lo esperaban. Reaccionaron como pudieron, con los recursos que tenían a mano.

 

Flor de María, llorando. Esteban, pensando en salir corriendo. El aborto no era opción para ninguno de los dos. Criados en la fe católica -aunque ninguno se la tomara demasiado en serio- su formación ética les indicaba que había que afrontar la situación, y por tanto, hacerse cargo del nuevo ser en camino. Las respectivas familias, a quienes no le sobraban recursos precisamente, se comprometieron a ayudar en la medida de sus posibilidades. Esteban pensó en tomar algún trabajo extra.

 

El joven, que en realidad estaba bastante desorientado por la novedad, no se pudo sentir padre responsable. Entendió que eso era lo que correspondía, pero algo más le hacía ruido. Decidió irse a vivir con Florecita; sin embargo, su interés comenzó a moverse hacia otras cosas. El “tiempo perdido” -como él lo consideraba- no era fácil de recuperar. Se maldecía por lo timorato que había sido por años, perdiéndose algo que ahora le resultaba tan voluptuoso, tan maravilloso. Es por eso que se hizo el firme propósito de buscar cuanta mujer pudiera, en un acto que consideraba casi de resarcimiento, de compensación.

 

Flor de María se sintió ya toda una mujer, una futura madre, esposa fiel y una buena ama de casa. Tomó su embarazo con la mayor seriedad y dedicación. La búsqueda de trabajo quedó pospuesta hasta nuevo aviso.

 

La pareja, siempre en el mismo barrio, se instaló en una habitación en casa de una tía de Esteban, quien solícitamente ofreció el espacio. Con precariedad, pero con lo mínimo indispensable, ahí se acomodaron. No se puede decir que estuvieran en las mejores condiciones, pero con las ayudas familiares, la vida parecía acomodárseles. Al menos, para Flor.

 

Para Esteban empezaba algo nuevo, que él comenzó a sentir como una vorágine, algo que lo arrastraba. Sabía que no era correcto eso que estaba comenzando, pero no podía -ni quería- detenerlo. Una vez más: las hormonas mandan.

 

En realidad, nunca consiguió un segundo trabajo. Sin embargo, para su pareja así era. Esa supuesta ocupación extra era una buena coartada para salir a cualquier hora cualquier día, fundamentalmente los fines de semana. La explicación oficial de Esteban era que ayudaba en una carpintería, y muchas veces había entregas de urgencia que realizar, por lo que lo llamaban en cualquier momento. No había horarios fijos. La explicación era creíble. Flor de María, por lo pronto, la creyó, suponiendo ver en eso la entrega de su padre por el niño que esperaban.

 

Cada vez era menos el tiempo que el muchacho pasaba en la casa con su pareja. Siempre la explicación era que “felizmente había mucho trabajo”. Como Flor no se metía en las finanzas del esposo -así le habían enseñado en su casa: una buena esposa no pregunta eso- nunca sabía con exactitud cuánto dinero disponían.

 

Por su parte Esteban era muy cuidadoso con los gastos. Esas salidas, supuestamente laborales, eran encuentros furtivos con distintas mujeres, muchas, nunca del barrio, muchachas que iba conociendo de diversas maneras. Jamás nada serio, un compromiso que lo amarrara; solo salidas ocasionales para sexo. En poco tiempo -unos escasos meses- encontró haberse desquitado de la sequía de mujeres que lo había acompañado en su adolescencia y primeros años de su vida adulta. Pero la venganza con aire de revancha, aunque ya cumplida, no terminó ahí. Le gustó esa sensación de complacencia magnífica, de satisfacción plena que le daba, no tanto el placer sexual propiamente dicho, sino el saberse que ahora sí podía, que ya no era un tonto. Por años había mantenido el concepto de ser un pusilánime fracasado, cosa que, por supuesto, jamás la manifestaba. Ahora todo había cambiado, y eso no lo podía perder.

 

Gastaba lo mínimo indispensable en esas salidas. Por lo general lograba que la muchacha elegida cargara con la mayor parte del gasto, incluido el motel. Secretamente, Esteban se ufanaba de eso; se sentía haber aprendido muy rápido la lección. Trataba de hacer todo de tal modo de no levantar la más mínima sospecha en Florecita.

 

El embarazo siguió adelante sin complicaciones, y en vísperas de una Nochebuena nació una hermosa niña, también de ojos verdes como la madre. La llamaron María de Jesús, en homenaje a la virgen sacrosanta y a su hijo, el Redentor. Sin decirlo, los dos sabían que ahí había mucha hipocresía. Flor de María sabía -aunque no parecía importarle mucho, en definitiva- que la recién nacida era fruto de un pecado, según le habían enseñado: fornicación. En secreto ella se decía que eso era “el pecado más rico del mundo”; de todos modos, la elección del nombre para su hija sentía que la redimía. Esteban, algo más descarado, como “buen padre” que se decía ampulosamente, se las había ingeniado para comprar una cadenita de oro con una cruz como pendiente, que con ostentación había colgado del cuello de la bebé. También con eso, más riéndose en secreto que otra cosa, sentía expiar culpas.

 

María de Jesús fue la alegría de la madre y de los cuatro abuelos, pero no tanto del padre. Por supuesto, éste demostraba un gran amor por la niña, sabiendo que había mucho de actuación ahí. Se percataba que este vivir fingiendo, no solo le salía con excesiva facilidad, sino que lo hacía sentir tremendamente gozoso, dominador de la situación. En sus andanzas amoroso-sexuales se había topado con alguien que le prometía cambiar la vida.

 

Esteban, según la mirada femenina, era guapo. Alto, fornido, musculoso, con un poblado bigote bien renegrido y mirada pícara, ya había comprobado que concitaba la atención de muchas mujeres. La sensación de revancha lo colmaba. A su modo, quería a su hija, pero en este momento de su vida lo más importante era continuar sintiéndose ese “macho semental”, como gustaba pensarse. Todo esto lo vivía en el más sepulcral silencio, en la más absoluta privacidad. Jamás ni una palabra de todo esto a nadie, ni a sus dos hermanos ni a los pocos amigos que tenía. Era algo por completo personal, y así como había vivido en secreto su horrible angustia por sentirse un fracasado en el amor, de igual modo ahora vivía en solitario su, para él, apoteósico triunfo.

 

En esas vueltas donjuanescas había contactado con una mujer, ya cuarentona, de mucho dinero. Esteban no, pero ella sí, había desarrollado una poderosa corriente de enamoramiento. Él sentía que nunca se había enamorado plenamente; a Florecita la quería, sin dudas. Pero, en todo caso, la admiraba por su belleza, no más que eso. Quizá a María de Jesús la amaba más sinceramente. Sentía que esa era su obra, lo que podía dejar en el mundo. El mundo sentimental, más allá de todas las “conquistas” que iba acumulando -de hecho, llevaba una lista con el nombre de todas- no era lo suyo.

 

Flor se sentía toda una madre. Había comenzado a dedicarse casi en exclusividad a su hija, habiéndose descuidado bastante en su cuidado personal. El sobrepeso ya se dejaba sentir. Con su pareja las relaciones sexuales se iban haciendo más escasas, alejadas en el tiempo. Esa figura descollante de algún tiempo atrás, que tenía fascinado a medio mundo en el barrio, había ido desapareciendo. Esteban buscaba estar lo menos posible en la casa. Su mujer comenzó a resultarle molesta.

 

El nuevo amorío del obrero ahora convertido en seductor, le fue transformando la vida lentamente. Esta mujer, viuda y heredera de una cuantiosa fortuna, sabía que Esteban era su muñeco sexual, su juguete, no más que eso. Pero eso era suficiente para invertir en él algunos buenos pesos. El muchacho, que seguía trabajando en la fábrica de muebles y haciendo supuestos trabajitos extras, comenzó a tener nuevas actitudes que llamaron la atención de Flor de María. Su indumentaria cambió. Los trabajitos extras se multiplicaron, y apenas si estaba en casa con su compañera y su hija.

 

Flor intuyó que había algo raro, algo no dicho que no encajaba con el discurso oficial de su esposo. La relación se tensionó. Al cumplir el año María de Jesús, ya casi no había vida matrimonial entre sus padres. Un día Esteban avisó que se iba a ir de la casa, que ya estaba harto de esa distancia, de las negativas de Flor de María a mantener relaciones sexuales. Para la muchacha, que de algún modo veía venir un desenlace así, la situación se tornó terrible. Ella no tenía ningún ingreso, y el cuarto donde vivían era de un familiar de Esteban. No había ningún vínculo legal entre ellos, por lo que se sintió en la más extrema vulnerabilidad.

 

El joven, finalmente, se fue. Prometió que seguiría pasando algo de dinero para su hija, pero no hubo ningún documento que lo estipulara en términos jurídicos. Flor se sintió desfallecer. Por vergüenza, aunque los tíos le dijeron que permaneciera en esa habitación sin pagar renta hasta que pudiera arreglar su situación, prefirió marcharse con la bebé. No le quedó más alternativa que regresar a casa de sus padres. Toda la familia vivió eso como un fracaso, como una tremenda afrenta.

 

Esteban, en un primer momento, cumplió con la manutención que había prometido para su hija. Luego, paulatinamente, la fue haciendo más escasa y más espaciada. Llegó un momento en que solo pasaba algunos pocos pesos luego de los reiterados ruegos de Flor de María. Sus visitas para ver a la niña casi desparecieron. Así la muchachita llegó a los dos años de vida, con grandes penurias económicas por parte de la madre, pero más aún, con una enorme postración que la invadía.

 

Ante el panorama que se le pintaba, pensó en el suicidio, pero “una buena católica”, se decía, “no puede hacer eso”. Además, el amor inconmensurable por su hija la mantenía con vida, sacando fuerzas de no se sabe dónde. Finalmente consiguió un trabajo.

 

No era lo que más le agradaba, pero la necesidad no se fija en esos detalles: la contrataron para hacer la limpieza en una oficina. De todos modos, aunque el oficio no era de su agrado -pero había un sueldo al menos-, la suerte, ¿la providencia?, la acompañó. Era una organización feminista.

 

Rápidamente fue trabando amistad con las mujeres encargadas de la institución. Les contó su caso, sus indecibles penurias y el estado de abandono en que se encontraba. La reacción de sus empleadoras fue inmediata: comenzaron a indicarle un nuevo camino a transitar. Para Flor era inconcebible todo eso; criada en la tradición de una familia término medio, patriarcal, religiosa, había papeles fijos ya establecidos que se debían cumplir. Las mujeres, así lo enseñaban las “buenas costumbres”, estaban para sufrir. “Sufrir no era lo correcto”, enseñaban su madre, su abuela y sus tías, pero así había sido siempre y no se podía modificar. “Diosito lindo así lo quiere”, se cansaban de repetir.

 

Al escuchar otra versión de las cosas, Flor se sintió renacer. No podía creer que tenía el derecho de protestar, de exigir. Todo eso la hizo sentir una nueva persona.

 

Combinaba el aseo de la oficina con largas charlas con algunas de las mujeres del grupo. Encontró que lo que le sucedía era común a infinidad de mujeres; por ello fue perdiendo la vergüenza de lo sufrido. En todo caso, fue enojándose y saliendo de la profunda tristeza -y resignación- en que estaba sumida. Conocer ideas nuevas le significó toda una revelación.

 

Al poco tiempo habló con Esteban. El muchacho, ya viviendo con su mecenas, con quien concibió una hija, trató de hacerse el desentendido. Dijo que no tenía ninguna obligación para con María de Jesús, porque no le constaba que fuera suya. Eso indignó sobremanera a Flor de María. Le obligó a hacerse una prueba de ADN para contrarrestar su afirmación, cosa que Esteban no aceptó. Nunca se hizo la dichosa prueba.

 

Siguiendo consejo de sus amigas/jefas, buscó la forma de conseguir esa muestra. Se las ingenió de tal manera que pudo obtener un pequeño mechón de cabello de su ex pareja. De ahí en más, abogadas de la institución se encargaron de continuar el proceso.

 

Esteban, cuando fue convocado por un juzgado de familia, entró en pánico. Sabía que su proceder era muy cuestionable; en realidad no tenía justificación válida. El actual sobrepeso de Flor podía ser, en el peor de los casos, una “explicación”, por cierto que muy discutible, para haberla dejado, por preferir otra mujer. Pero no había nada que decir de su desatención intencionada para con su hija.

 

Las abogadas dejaron en evidencia la conducta de abandono del padre, independiente de su estado civil -nunca se habían casado legalmente-. La paternidad obligaba a atender a su hija, de lo que Esteban se había desentendido por completo. La situación, tremendamente traumática para él, lo dejó atormentado. Pasó varios días alcoholizado, sin querer ver a su actual pareja, y mucho menos a su nueva hija. Esta vez, cuando había debido elegir nombre para la bebé, no buscó mostrar su religiosidad como con la hija anterior. Junto con la madre de la creatura la nombraron Clyde Jacqueline, nombre, sin dudas, que significaba un intento de distanciarse de su barrio de origen, donde abundaban las Marías y las Ramonas, las Juanas y las Petronilas.

 

Luego de interminables cavilaciones, decidió volver con Flor de María. Sus enormes ojazos verdes seguían fascinándolo, aunque tuviera algún peso de más. Esta vez, sin embargo, fue la muchacha la que puso un alto. Le dijo que no, que se limitara a pasar el dinero establecido para su hija, pero que ya era demasiado tarde para intentar arreglar las cosas.

 

El golpe para Esteban fue tremendo. En verdad, si sopesaba las dos hijas, a la que realmente amaba era la primera, María de Jesús. La segunda era otra cosa; podía prescindir de ella. También de su madre, aunque le ayudara económicamente. Se encontró en un laberinto del que no sabía cómo salir.

 

Lo pensó infinitas veces, le dio todas las vueltas posibles, pero no hallaba la solución. Pensó en suicidarse, aunque rápidamente desechó el plan. También en algún momento se le cruzó la idea de matar a las dos madres y quedarse con ambas niñas. Sin embargo, casi al instante se rió de tamaña ocurrencia. No podía con una sola… ¿cómo lidiar con dos?, fue su sencillo razonamiento.

 

Finalmente, después de interminables reflexiones, optó por lo que le parecía menos perjudicial: se fue a Estados Unidos como migrante irregular. Ahora trabaja, sin papeles, en una carpintería en Houston.

 

Flor de María, muy bien asesorada por las abogadas de la institución a la que seguía perteneciendo, ahora en calidad de acompañante social y ya no en su papel de personal de limpieza, siguió insistiendo en el asunto: “un padre debe hacerse cargo de lo que engendra. Punto. Y eso no se discute”. Su determinación era total; tanto, que sorprendió a las otras mujeres del grupo. Su paso por varias capacitaciones en derechos humanos le había ido despertando una veta de la que ella misma se sorprendía.

 

Cuando cursaba el tercer año de la carrera de Derecho, vino su segundo embarazo. Su actual pareja -Agustín, músico de profesión- también había quedado deslumbrado por los enormes ojazos verdes, pero más aún, por la desenvoltura de Flor. Ella era la primera sorprendida con ese cambio; no sabía que tenía esas potencialidades. El barrio, la tradición católica y “lo que debe ser una buena mujer” no se lo habían permitido ver hasta entonces. Ahora afloraba todo eso, con una fuerza contenida que parecía cobrarse venganza por el tiempo perdido.

 

El odio que arrastraba por las andanzas de Esteban, pero mucho más aún, por la desatención que él había tenido para con su hija, la exasperaban. A toda costa, quería un escarmiento ejemplar. Su nuevo puesto en la organización feminista le había disparado nuevas ideas, nuevos puntos de vista. Se le hacía absolutamente inadmisible esa conducta desaprensiva por parte de un padre; eso no se podía admitir de ninguna manera.

 

Tal era su encono que buscó todos los medios posibles para llegar a dar con el paradero de Esteban. Después de meses de búsqueda, supo que trabajaba como ayudante en una carpintería en esa ciudad de Texas. Moviendo cielo y tierra, a través del consulado de su país en Houston, tuvo conocimiento que el joven -ya no tan joven- residía sin papeles en Estados Unidos. Era un inmigrante irregular más, uno de tantos que vivía escondiéndose de la Migra para evitar ser deportado. En su meticulosa y detectivesca búsqueda, encontró también su dirección en redes sociales. Envalentonada, Flor de María se comunicó terminante con un mensaje lapidario: o regresaba al país de origen a enmendar el error con su hija, o ella denunciaría ante las autoridades migratorias su condición de ilegal.

 

Esteban no podía creer lo que estaba leyendo. Sin perder tiempo, se comunicó telefónicamente con la mamá de su hija, a quien ahora temía. Tenía a Flor por una mujer de agallas, y aunque durante su relación de pareja sabía que él se había impuesto según los patrones patriarcales dominantes, en el fondo reconocía en Florecita una persona muy íntegra, que lograba siempre lo que se proponía.

 

No regresó al país, al menos no inmediatamente, pero comenzó a enviar con regularidad una buena cantidad de dólares para el mantenimiento de María de Jesús. Después de algunos años, habiendo juntado una cantidad de dinero que le pareció suficiente, entonces sí retornó.

 

Flor de María no quiso recibirlo, y María de Jesús, ya una niña de nueve años con criterio bastante propio, tampoco. Ya se sentía muy a gusto con su nuevo padre, Agustín, quien le estaba enseñando música. De Esteban tenía una vaga idea, transmitida por su madre y acentuada por su padrastro, por lo que la impresión que guardaba de su padre biológico era bastante deplorable.

 

Esteban, ante todas esas adversidades, se quebró. Comenzó a alcoholizarse con frecuencia. En ese estado, ya un consumidor frecuente de aguardiente, consiguió trabajo en una carpintería, siempre en el barrio de su infancia. Alcoholizado como solía estarlo, tuvo un tremendo accidente con una sierra sin fin, perdiendo su mano derecha. Ahora se lo suele ver en un semáforo del centro de la ciudad mendigando. El día que, pasando en su vehículo particular Flor de María y su hija, lo vieron con su mano izquierda suplicante, prefirieron cerrar las ventanillas y seguir de largo.




sábado, 1 de febrero de 2025