Muertos diarios en el mundo por COVID-19: 3,500
Muertos diarios en el mundo por falta de alimentos: 24,000
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La decapitación de un profesor en Francia a manos de un musulmán (¡hecho absolutamente condenable, sin dudas!) fue noticia mundial.
La muerte de un millón y medio de musulmanes
luego de la invasión de Estados Unidos a Irak, más allá de un cierto
escandalete en la prisión Abu Ghraib, pasó “tranquilamente”.
¿POR QUÉ NOS QUIEREN SEGUIR HACIENDO CREER QUE
LAS POTENCIAS CAPITALISTAS SON DEMOCRÁTICAS Y DEFENSORAS DE DERECHOS HUMANOS? (Francia,
por ejemplo, cuarta potencia nuclear y uno de los grandes fabricantes de armas
del mundo, aún tiene ¡¡COLONIAS!! en pleno siglo XXI) -https://es.wikipedia.org/wiki/Francia_de_ultramar-
¿HASTA CUÁNDO EL PATRIARCADO?
Ser varón, ser un macho, es sinónimo de “hombría”. Esta condición, a su vez, se define por características consideradas positivas inherentes a la masculinidad (energía, fortaleza, coraje, honorabilidad, honradez), es decir, aquellas propias de un “caballero”, con lo que el círculo vicioso se cierra en sí mismo: ser varón es ser fuerte y honrado, ser valeroso. ¿Puede una mujer participar de las propiedades de la hombría? ¿Y un varón homosexual? Seguramente no. Nadie dirá que las mujeres son naturalmente no-honradas, pero no hay dudas que en Occidente el peso de la misoginia sigue aún presente (los herejes eran habitualmente brujas, mujeres); y en culturas no occidentales incluso es legal la violencia masculina sobre el colectivo femenino. En cuanto a la homosexualidad, mientras en muchas partes del mundo ello es considerado delito aún hoy día, en el mundo occidental hasta no hace muchos años hacía parte del listado de psicopatologías oficiales.
Los modelos culturales con los que se han construido todas las sociedades hasta la fecha se centran en la hegemonía varonil. El poder, la propiedad, el saber, en definitiva: las “cosas importantes”, son masculinas, son varoniles. “El mundo de la mujer es la casa; la casa del hombre es el mundo”, reza el refrán. Las sociedades machistas han considerado siempre la fuerza como un valor en sí mismo: entre esas “cosas importantes” que hacen al desarrollo humano y que definen a la hombría, está la fuerza. O si se quiere decir de otro modo: la violencia. Virilidad es sinónimo de fuerza.
“La violencia es la partera de la historia”; al menos hasta ahora, eso es innegable, y todas nuestras matrices culturales siguen haciendo de ella el destino mismo de lo humano. La guerra ha sido y continúa siendo una de las actividades más importantes en la dinámica social. Por cierto: cosa de varones, de machos (aunque recientemente quien dirigía las torturas en Irak fuera una mujer, una generala, que sin dudas “los tenía bien puestos”). Es evidente, entonces, que la virilidad, aunque la ejerza una mujer, es cosa de hombres.
Nada es eterno, felizmente (todos los dioses inmortales… al final desaparecieron), y esos patrones patriarcales comienzan a ser cuestionados. Pero solos no han de caer, por lo que necesitan un importante esfuerzo para seguir siendo puestos en dudas y modificados. Buena parte de ese esfuerzo, además, debe venir desde los varones. El machismo es un problema social, de todas y todos, por lo que no son solo las mujeres las que tienen ante sí un desafío. Son las sociedades en su conjunto las que deben cambiar. Buenísimo que las mujeres hayan tomado la iniciativa en este cambio, pero para transformar y superar el machismo somos los varones quienes también debemos cambiar, quizá los que más que nadie debemos cambiar.
La violencia no es un “cuerpo extraño” que nos ataca; es algo presente siempre en lo humano, instalada en nuestra cotidianeidad.
Hay que articularla con otros dos conceptos:
conflicto y poder. El conflicto es el motor de lo humano. Todo lo que abordemos
no es quietud y tranquilidad sino perpetuo movimiento. Las relaciones humanas
son eso: movimiento, choque entre disparidades. La observación del mundo nos
enseña que hay diferencias: hombres/mujeres, viejos/jóvenes, ricos/pobres,
poderosos/desposeídos. Eso no es natural, biológico ni mandato divino.
Lo humano no es instinto animal: es producto social.
Nadie nace violento. La violencia no se explica biológicamente; es un fenómeno
multicausal donde la dimensión socio-histórica prevalece ante la genética. El
conflicto y las relaciones de poder son lo que mueve nuestro mundo. El amor se
complementa con el odio. Eso no es instintivo; es producto de la forma en que
nos “hacemos seres humanos”. Si es una construcción, cambia históricamente.
Hay que desechar la idea de la violencia 1) como
algo innato, y 2) como enfermedad. Todas y todos, sin saberlo, ejercemos
violencia.
La violencia no es solo física. Esa es la visión
estereotipada, tradicional. Hay numerosas formas de violencia. También el
machismo patriarcal, el racismo, el adultocentrismo, cualquier forma de
autoritarismo, la impunidad, el desprecio del otro diferente. Violencia es la
manifestación de una asimetría basada en una diferencia injustificable, la
expresión de las injusticias en juego en las relaciones humanas. Siguiendo esa
línea, debe desconectarse la asimilación de violencia con delincuencia.
Violencia no es solo delincuencia. Ese es el repetido discurso de los medios de
comunicación, con una agenda interesada; pero así se excluyen otras formas de
violencia, tanto o más dañinas que la delincuencia. Ampliemos esa visión y
preguntemos: ¿por qué hay delincuencia? Eso no lo explica ningún instinto
innato: es algo social.
No identificar violencia con pobreza. La forma
extrema de la violencia, la guerra, no la declaran los pobres; ellos son los
que ponen el cuerpo; la manejan (aprovechándola) los poderosos. Violencia hay
en todos lados, no solo en la pobreza.
Guatemala tiene una larga historia de violencia. No
nace en estos últimos años, cuando aparece el actual demonio: “la delincuencia
que nos tiene de rodillas”, las “maras”. La violencia es connatural a nuestra
historia, con abusos de poder y asimetrías sociales que marcan los siglos.
Racismo, machismo, exclusión de grandes mayorías, desprecio por la vida: todo
tiene una historia, presente hoy día en cada acto de violencia. El marero que
hoy aparece como “malo de la película” no se explica por ningún instinto
maligno: es una expresión social de esa historia de violencias.
En Guatemala muere más gente de hambre que por
hechos criminales. ¿Eso no es una forma de violencia?
¿Cómo enfrentar la violencia? Con más violencia: no.
La experiencia lo muestra: la violencia engendra más violencia. Oponer el amor
a la violencia, más allá de buenas intenciones, no sirve. En nombre del amor
(lo que han hecho algunas religiones, por ejemplo) se pueden cometer los peores
hechos de violencia. Nadie está obligado a amar a otro, pero sí a respetarlo.
La única barrera que se le puede oponer a la violencia es la ley. En otros
términos: fijar normas sociales que regulen la vida.
La ley nos aleja del caos, de la violencia. Respetar
normas sociales permite vivir en una sociedad. Las leyes no siempre son justas
(la propiedad privada es ley; ¿es justa?), pero no se puede vivir sin leyes,
sin normativas que ordenan la vida. Las leyes, muchas veces, justifican y
normalizan injusticias. Construir un mundo menos violento es construir un mundo
con mayor justicia. Quizá la violencia no se pueda terminar. Siempre habrá
hechos de violencia “locos”: el asesino en serie, el violador, conductas que se
explican psicopatológicamente. Pero la violencia a la que hoy asistimos:
hambre, racismo, machismo, guerra, impunidad, exclusión, delincuencia, tiene
que ver, ante todo, con las injusticias. Prevenir la violencia es achicarle el
espacio a las injusticias.
En Estados Unidos, que se llena la boca hablando de altisonantes palabras como “libertad”, “democracia”, “derechos humanos” y otras preciosuras por el estilo, entre 1877 y 1950 se produjeron 4,500 LINCHAMIENTOS DE PERSONAS AFRODESCENDIENTES (uno por semana en promedio) por la sencilla razón de ser… ¡negras!. Y hoy día el racismo repugnante continúa, pese a haber tenido un presidente negro.
¿CHISTE DE MAL GUSTO AQUELLAS PALABRAS?
El mundo actual
¿Se puede pensar en un mundo no-capitalista en
la actualidad? ¿Siguen siendo válidos los sueños de una "patria de la Humanidad" sin injusticias sociales? Eso era –o
sigue siendo– el ideario comunista que recorrió todo el siglo XX. Pero hoy
día hablar de comunismo no está muy "de moda"; es más, a cualquiera
que se precie de defenderlo, el discurso dominante con mucha facilidad puede
tildarlo de anacrónico, desfasado, dinosaurio de tiempos idos. Quizá, jugando
con los versos de Rafael de León, podría decírsele: ¿comunismo? "¡Pamplinas! ¡Figuraciones que se inventan los chavales! Después la vida
se impone: tanto tienes, tanto vales".
Aunque la caída del Muro de Berlín en 1989 –y
con esa caída, la puesta entre paréntesis de los sueños de transformación del
mundo– ha abierto una serie de interrogantes aún por responderse respecto al
socialismo real, el título del presente escrito necesita hoy de imperiosos desarrollos
y replanteamientos, quizá más imperiosos y urgentes que años atrás.
Desde el surgimiento del pensamiento
anticapitalista en los albores de la gran industria europea, allá por mediados
del siglo XIX, e igualmente después de la puesta en marcha de las primeras experiencias
socialistas en el siglo XX, con la Rusia bolchevique, con la República Popular
China, estaba bastante claro qué significaba ser comunista. Hoy, ya entrado el
siglo XXI y con toda el agua corrida bajo el puente, la revisión crítica se
impone. Definitivamente, hoy parece no estar tan claro.
Las verdades que inaugura el Manifiesto
Comunista en 1848 siguen siendo válidas aún hoy; y sin duda, en tanto verdades
universales, lo serán por siempre dado que develan estructuras de la naturaleza
social misma: la explotación a partir de la apropiación del trabajo ajeno, la
lucha de clases como motor de la historia, la violencia en tanto "partera
de la historia", las revoluciones sociales como momento de superación
de fases de desarrollo que signan el devenir humano. Todas estas verdades son
expresión de un saber objetivo, neutro, científico en el sentido moderno de la
palabra –los conceptos científicos no tienen color político–. Otra cosa es el
llamado a la práctica que esas formulaciones teóricas posibilitan, es decir: la
acción política; y para el caso, la revolución.
Dicho rápidamente: el comunismo como expresión
teórica y como práctica política no ha muerto porque la realidad que le dio
origen –la explotación de clase, las distintas formas de opresión de unos seres
humanos sobre otros seres humanos (de clase, de género, étnica)– no ha
desaparecido. En tanto persistan las inequidades y las diversas formas de
explotación humana, el comunismo en tanto aspiración justiciera, seguirá
vigente.
Con la desaparición del campo socialista de
Europa del Este hacia la década de los 90 del pasado siglo, la vorágine
triunfalista del capitalismo ganador de la Guerra Fría arrastró al mundo a una
suerte de aturdimiento intelectual, presentando el descrédito del comunismo
como la demostración de su inviabilidad. Tan grande fue el golpe que, por algún
momento, el grito triunfal del supuesto "fin de la historia y las ideologías" nos dejó sin palabras: ¡el
comunismo no es posible! "¡Pamplinas! ¡Figuraciones que se inventan
los chavales! Después la vida se impone: tanto tienes, tanto vales". La prédica neoliberal hizo mella: "No hay alternativa", como dijera Margaret Tatcher. Y
pudimos llegar a creerlo por un momento.
Hoy, a varias décadas de la caída del Muro de
Berlín, con una Unión Soviética desaparecida y transformada en un país
capitalista ganado por mafias rapaces, con una República Popular China que ha
tomado caminos que abren inquietantes interrogantes sobre lo que significa
socialismo (¿socialismo de mercado?, ¿un socialismo que premia la acumulación
individual de riqueza?), con una Cuba que se va abriendo cada vez más a la
inversión capitalista, con una Revolución Bolivariana en Venezuela que nunca
terminó de definir qué es el nuevo socialismo del siglo XXI y con un talante
planetario donde decirse de izquierda conlleva una carga casi despectiva, vale
la pena –más bien: es imprescindible– plantearse la pregunta: ¿qué significa en
la actualidad ser comunista? ¿Dónde quedaron las ideas de cambio revolucionario
que nos movían años atrás? ¿Acaso desaparecieron?
¿Qué
significa en la actualidad ser comunista? Pregunta
tremendamente necesaria, más aún en este momento, en medio de una pandemia que
reconfigura el orden capitalista mundial, pero que no termina con él como
algunos quizá ingenuamente creyeron, sino que lo renueva, potenciándolo, con un
campo popular cada vez más controlado y manipulado y con fuerzas conservadoras
que se muestran más dominadoras que nunca.
Continúan las injusticias, por tanto continúan las
protestas
Las injusticias, la explotación, la
apropiación del trabajo ajeno, la lucha de clases, todo ello sigue siendo la
esencia de las relaciones sociales. La promesa de "felicidad" que trae el desbocado consumismo capitalista no
es más que eso: vil promesa. Más aún: caída la experiencia soviética, el
capitalismo ganador ha avasallado conquistas de los trabajadores conseguidas
con sangre durante décadas de lucha, entronizando un modelo neoliberal (neologismo
por decir capitalismo salvaje y ultra explotador) que retrotrae peligrosamente
la historia. Capitalismo triunfante, por otro lado, que se alza unilateral,
insolente, con una potencia militar hegemónica –Estados Unidos de América–
dispuesta a todo, con una posición provocativa que puede llevar al mundo a un
holocausto nuclear, y que no ofrece –ni lo pretende, pero además, no podría
lograrlo– soluciones reales a los problemas crónicos de la humanidad. Capitalismo
triunfante sobre las primeras experiencias socialistas habidas pero que, pese a
un descomunal desarrollo científico-técnico, no consigue remediar los males
humanos de la pobreza, de la escasez, de la desprotección (ya no digamos de la
felicidad, de la plenitud humana). Si todo esto continúa, –y tal como van las cosas,
pareciera que tiende a aumentar– el comunismo, en tanto expresión de reacción
ante tanta injusticia, lejos de desaparecer tiene más razón de ser que nunca.
Pero curiosamente, se le ha demonizado a tal punto que no parece posible hablar
de él.
Las vías de construcción de los primeros
socialismos, por innumerables y complejas causas, quedaron dañadas. Pero de
ningún modo ello autoriza a decir que las injusticias desaparecieron, y menos
aún que las expresiones de búsqueda de mayor armonía y equidad social se
hundieron igualmente. Murió el socialismo que conocimos en sus primeras
expresiones, el estalinismo, el partido único verticalista y su dogmatismo de
manual. Ello, sin embargo, de ningún modo autoriza a decir que murieron las
luchas por la justicia. Como dijera el brasileño Frei Betto: "El escándalo de
Hoy por hoy, aunque el discurso hegemónico ha
llevado los valores del capitalismo triunfal a un endiosamiento nunca antes
visto en otros modelos sociales, globalizándolo absolutamente, la protesta de
los excluidos sigue estando. Pasados los primeros años del aturdimiento post Guerra
Fría, vuelve a hacerse notar. Dicho así, entonces, el comunismo como fermento
de cambio, como idea transformadora de la realidad no ha desaparecido y está
muy lejos de desaparecer, porque las injusticias continúan siendo la esencia
cotidiana de la vida de los seres humanos. ¿Pero por qué este rechazo en
decirnos claramente, con todas las letras, "comunistas"? ¿Pasó a ser
el comunismo una "pamplina de chavales"?
Las injusticias y las protestas continúan.
Aunque la voz triunfal del capitalismo se levantó sobre la emblemática caída
del Muro de Berlín proclamando que "la historia terminó", cual altaneramente lo pudo
formular un heraldo del neoliberalismo como Francis Fukuyama cuando las piedras
de esa caída aún levantaban polvo, a cada paso la experiencia nos demuestra que
ello no es así: ¡la historia no ha terminado! Para prueba, ahí están los
movimientos que desde hace tiempo recorren Latinoamérica, protestas y reivindicaciones
campesinas contra el nuevo extractivismo que desangra la región; ahí está la
reacción de distintos pueblos del mundo protestando contra las políticas
fondomonetaristas, los europeos diciendo "no" a una constitución
política ultraliberal centrada en el gran capital que intenta desconocer
conquistas populares históricas desmontando los estados de bienestar; ahí está
la resistencia iraquí; ahí está el pueblo palestino alzándose contra el
genocidio del Estado de Israel, o la Primavera árabe –luego cooptada por la
maquinaria contrainsurgente que sigue trabajando continuamente– o el espontáneo
movimiento estudiantil de México "Yo
soy 132", como expresiones
de un descontento que sigue siendo el motor de la historia. Alzamientos
populares que en el año 2019 incendiaron buena parte del mundo, terminando en
todos los casos con abierta represión por parte de los Estados capitalistas,
pero que silenciados por meses a partir de la pandemia de COVID-19, quieren
volver, pues las causas que los encendieron, permanecen inalterables.
Protestas a las que debe sumársele un
amplísimo abanico de fuerzas contestatarias, progresistas, propulsoras también
de cambios sociales: ahí está la reivindicación del género femenino ganando
espacio día a día; ahí están todas las luchas antirracistas a partir de las
reivindicaciones étnicas; ahí está una conciencia ecológica que va ganando
terreno en todo el mundo para ponerle freno a la voracidad consumista y a la
depredación planetaria realizada en nombre del lucro privado; ahí está un
sinnúmero de voces que se alzan contra diversas formas de discriminación y/o
opresión –sexual, cultural, contra la guerra, por derechos específicos–. ¿Son
comunistas todas estas expresiones?
Sin dudas nadie se atreve a llamarlas así hoy
día. Lo cual nos lleva a las siguientes reflexiones: a) la prédica anticomunista
que la Humanidad vivió por años durante prácticamente todo el siglo XX ha
tornado al comunismo un siniestro monstruo innombrable, y b) hay que redefinir,
hoy por hoy, qué significa ser comunista.
¿Qué significa hoy el "comunismo"?
Sobre la primera consideración recién
mencionada no es necesario explayarnos demasiado; archisabido es que si un
fantasma comenzaba a recorrer Europa a mediados del siglo XIX, otro fantasma
que recorrió el mundo con una fuerza inusitada durante el XX se encargó de
satanizar con ribetes increíbles todo lo que sonara a "crítico", a
"contestatario", haciendo del término comunismo sinónimo inmediato del mal, de terror, de fatalidad
deplorable, diabólica y pérfida, presentificación en la Tierra del peor y más
deleznable de los infiernos ("se
come a los niños", "te secuestra tu hijo y lo lleva a un campo de
adoctrinamiento marxista en Cuba", "te pone a vivir a la fuerza otra
familia dentro de tu casa"). La incesante prédica, aunque
irracional, por cierto dio resultado.
Pero más allá de esta consecuencia producto de
una despiadada política desinformativa del capitalismo, ¿por qué hoy día es tan
difícil reconocerse comunista? Ello lleva a la otra consideración que
mencionábamos: ¿se puede, efectivamente, seguir siendo comunista hoy día? ¿Qué
significa ser comunista en la actualidad?
El comunismo, en tanto formulación conceptual
en buena medida recogida en esa brillante creación intelectual que fue su Manifiesto
publicado por Marx y Engels a mediados del siglo XIX, se mueve en el ámbito de
lo sociopolítico, sea como lectura crítica, sea como guía para la acción
práctica. El meollo toral de todo su andamiaje pasa por la lucha de clases
sociales, motor último de la historia humana. Si contra algo luchan los
comunistas, buscando su superación justamente, es contra la injusticia social,
contra la explotación del hombre por el hombre. En tal sentido, comunismo es
sinónimo de "búsqueda de la igualdad". Siendo así, entonces, el
comunismo no está muerto: la igualdad social entre los seres humanos sigue
siendo una agenda pendiente (el 1% de la población mundial detenta la mitad de
toda la riqueza humana; mientras en muchos países hay obesidad, en la mayoría
hay hambre). Por tanto, la búsqueda de equidad continúa siendo una aspiración
comunista en el sentido más cabal del término. Otra cuestión –que no tocaremos
acá– es el tipo de medios a utilizarse para la concreción de la tarea: guerra
popular prolongada, lucha armada de una vanguardia, partido de cuadros, partido
de masas, fuerte movimiento sindical clasista, organización comunitaria,
asambleas populares, incidencia parlamentaria, elecciones presidenciales en el
ámbito de la democracia representativa, una combinación de todo eso. Hoy día
¿habrá que pensar en los hackers como una
nueva modalidad de lucha?
Seguramente por miedo, por efecto de la
monumental propaganda anticomunista desplegada en décadas pasadas, por
cuestionables experiencias que nos dejó el socialismo real (el Gulag,
lamentablemente, no fue un invento de la CIA: era una monstruosa realidad
comparable a cualquier campo de concentración nazi o de una dictadura latinoamericana),
o por una sumatoria de todas estas causas, hoy día la tendencia no es usar el
término "comunista"; por el contrario, en muchos casos quienes portaban
ese nombre se lo han sacado de encima: de "comunistas" a
"socialdemócratas". La "moda" anda por otro lado (¿se
impusieron las ONG’s?, ¿lo "políticamente correcto"?).
Pero más allá de "modas", el estado
de inequidad que dio nacimiento a un pensamiento comunista un siglo y medio
atrás aún sigue vigente. Por tanto, con las adecuaciones del caso, sigue
también vigente lo forjado para enfrentarlo por esos dos gigantes que fueron
Marx y Engels. A quienes seguimos creyendo que es necesario buscar un mundo más
justo, más solidario, más equitativo, ¿nos da miedo llamarnos hoy comunistas?
¿Nos avergüenza el estalinismo, las "dictaduras del proletariado" que
tuvieron lugar en el socialismo real? (más dictaduras que otra cosa). ¿Realmente
logró mellarnos la propaganda capitalista con su inacabable cantinela
anticomunista? Pero ¿ganamos algo cambiándonos el nombre?
Sin dudas lo que propone el Manifiesto
Comunista de 1848, aunque sigue siendo válido en su núcleo, necesita
adecuaciones. Más de un siglo y medio no es poco, y muchas cosas, por diversos
motivos, no fueron consideradas en aquel entonces. El comunismo, la teoría del
materialismo histórico legada por los clásicos, se ocupó de la lucha de clases,
pero dejó fuera otras opresiones: no puso particular énfasis en la explotación
del género masculino sobre el femenino ni consideró la temática de las discriminaciones
étnicas. Si bien consideró el tema del colonialismo, no consideró como tema de
importancia capital la división del planeta en un Norte dominante y un Sur
dominado, que se articula al mismo tiempo con la explotación de clase
(problemáticas todas que Marx, en desarrollos posteriores, ya en su madurez,
consideró con más profundidad).
Tal como se dijo anteriormente, en la
actualidad asistimos a un sinnúmero de fuerzas progresistas que, sin decirse
comunistas, abren una crítica sobre los poderes constituidos, sobre el
ejercicio de esos poderes, sobre las distintas formas de opresión vigentes.
Fuerzas, en definitiva, que buscan también un mundo más justo, más solidario,
más equitativo. Fuerzas que, sin llamarse comunistas en sentido estricto, son
definitivamente comunistas en su proyecto, en tanto entendemos que
comunismo es la búsqueda de "otro mundo posible", ese mundo más
justo, más solidario, más equitativo. Comunismo, por tanto, como proceso
emancipatorio.
Y esto, elípticamente, ayuda a plantear la cuestión
inaugural: ser comunista –aunque hoy día asuste, incomode o fastidie el
término, aunque esté "pasado de moda" llamarse así, aunque su uso fuerce
un debate en torno a qué entender por revolución y cómo lograr la justicia–,
ser comunista, entonces, no es una "pamplina",
pasajera "figuración de chaval".
Es luchar por un mundo más justo, más solidario, más equitativo. Esa lucha, por
tanto, no se agota con una nueva organización económico-social, con una nueva
relación de fuerzas en torno a las clases sociales; necesita también de cambios
en la relación de poderes entre los géneros, en la consideración del otro
distinto, en el respeto a la diversidad, en una nueva visión de la relación del
ser humano con su entorno natural.
Después del aturdimiento de la caída del Muro –que
provocó mucho ruido, sin dudas– ya va siendo hora de dos cosas: 1) quitarnos el
miedo, el estigma de usar la palabra "comunismo", y 2) sobre la base
de las lecciones aprendidas en el siglo XX, abrir un serio debate no sobre cómo
nos designaremos (¿no nos gusta "comunista"?, ¿es mejor decirse
"de izquierda"?, ¿queda más elegante "revolucionario"?, ¿y
qué tal "luchadores por la justicia"?) sino sobre cómo lograr
efectivamente ese mundo más justo, más solidario, más equitativo. Todo ello
para lograr lo más importante: ¿cómo hacer concretamente para pasar a la acción,
para transformar estos discursos en práctica revolucionaria efectiva.
Comunismo: algo más que una pose
Planteémonos entonces la pregunta con esta
otra forma: ¿qué significa ser revolucionario? Esta es, quizá, la pregunta más
difícil de responder de todo el ideario socialista. En un sentido, dar la
respuesta desde las consignas es bastante simple: quien cumple con ciertas
indicaciones de manual puede ser
considerado un revolucionario. En esa línea, está claro que es "revolucionario"
aquel que sigue ciertos principios políticos y éticos que tienen que ver con la
igualdad, la solidaridad, la búsqueda de la justicia. Pero sabemos que la
realidad es mucho más compleja, y un carnet de afiliado a algún partido de
izquierda o el uso de cualquier ícono cultural considerado revolucionario
(una camisa con el rostro del Che Guevara, la audición de ciertos músicos –Alí
Primera, Mercedes Sosa o Silvio Rodríguez–, la lectura de ciertos autores –García
Márquez, Bertolt Brecht– o alguna determinada manera de vestir: calzado Nike
no, pero sandalias de cuero sí, etc.), nada de eso es garantía de algo. Además –es
una cruda realidad que nos tiene que llevar a revisar autocráticamente todo esto–
no es inusual encontrar infinidad de prácticas nada revolucionarias en el seno
de las organizaciones proclamadas revolucionarias (los revolucionarios…
¿dejamos de ser machistas o racistas, por ejemplo?, ¿autoritarios?, ¿egoístas?...
¿hasta qué punto es posible desembarazarse de todo ello?). Pareciera que todos
los seres humanos estamos cortados por la misma tijera, y las disputas por el poder,
el sentirse más que otro, el protagonismo, la exclusión en infinidad de formas,
la mentira, la corrupción, no se extinguen con la pertenencia a una
organización de izquierda (esos "errores" del socialismo estalinista
que mencionábamos –más que "errores", declaradas teratologías– lo
dejan entrever con patetismo). No podrían llamarse "desviaciones" porque
ello supondría un camino recto del que no hay que salirse (léase: ortodoxia). Y
la experiencia muestra que, a veces –muchas veces– nos salimos. Todo lo cual
complejiza el debate. ¿Un comunista debe ser ortodoxo o heterodoxo?
Quizá en un sentido habría que comenzar por
decir, para darle visos de realidad a lo que se quiere transmitir, que nadie, a
nivel individual, es en sí mismo un revolucionario.
Nadie lo es, y para que nos quedemos tranquilos, nadie puede serlo en esencia.
Las revoluciones (que son siempre muy complejos procesos con diversas aristas:
políticas, sociales, económicas, culturales) van más allá de los individuos,
nos trascienden. Los seres humanos individuales, en todo caso, podemos estar
más o menos a la altura de las circunstancias, y actuar más o menos acorde con
un clima revolucionario, pero tal vez es imposible decir quién, cuándo y cómo
comienza a ser "revolucionario".
¿Quién es un verdadero revolucionario? Así
formulada, la pregunta no deja de tener una pesada carga moralista, casi
religiosa, que prácticamente no ofrece salida. ¿Habrá que ser un iniciado en
los principios de la revolución para llegar a ser un verdadero revolucionario?
¿Hay que cumplir a cabalidad ciertas normas que garantizan que uno se "gradúa"
de revolucionario? ¿Dónde está escrito ese decálogo? ¿Si uno no toma Coca-Cola
pero escucha Michael Jackson o Shakira es medianamente revolucionario…, pero si
no toma Coca-Cola y además escucha a Pablo Milanés, es absolutamente un revolucionario?
Puede parecer caricaturesco, o infantil, pero sabemos que estos valores, esta
forma de entender el mundo, muchas veces así funcionan en el campo de la
izquierda. Pero los manuales no sirven.
En buena medida el ámbito de lo que entendemos
por revolucionario se ha ido forjando de esta manera, como un abierto desafío –casi
rebelde en muchos casos– a los valores consagrados de la sociedad capitalista.
Si lo "normal" es tomar Coca-Cola sin abrir crítica, lo
revolucionario sería no tomarla. De eso se trata una revolución: de romper los
moldes, de cambiar todo, de poner en marcha algo nuevo. Lo cual, como todo
proceso nuevo, no está libre de exageraciones, abusos, excentricidades. Mi
cambio personal, válido sin dudas, no es la revolución. Eso nunca hay que perderlo
de vista. Las revoluciones son procesos colectivos, masivos; si no, no son
revoluciones.
Ahí radica justamente el problema: ¿hasta
dónde, cómo, de qué manera se da ese cambio? Revolución socialista es, en
definitiva, el proyecto de un grandioso cambio en la civilización. Se trata de
la puerta de entrada a una sociedad donde es abolida la propiedad privada y,
por tanto, las clases sociales. Lo cual abre un mundo de valores totalmente
novedoso: se terminarían las jerarquías, ya nadie sería superior a nadie, nadie
miraría desde arriba a otro. Pero sabemos que eso es, hoy por hoy al menos, una
hermosa petición de principios, y no más.
No queremos decir que todo ese ideario sea
como las estrellas: "inalcanzables, aunque marquen el camino". La
utopía social, en tanto búsqueda de lo que no está en ningún lugar concreto
pero que impulsa a continuar seguir buscándolo, es la más noble de las ideas de
cambio, es la energía inacabable que hace que las sociedades estén en perpetuo
movimiento, en mejoramiento, en avance. Y es innegable que la aspiración de la
revolución socialista –que en el pasado siglo apenas dio sus primeros y
balbuceantes pasos– es el afianzamiento de ese espíritu revolucionario,
trasformador, rebelde, productivamente irrespetuoso. Espíritu que, para
autoafirmarse, necesita de ciertos íconos culturales: de ahí que hay una "manera
de vestir" revolucionaria, una pose revolucionaria, un folclore
revolucionario. Aunque, claro está –y como en toda construcción humana– no
faltan los excesos absurdos, los planteamientos más formales que cargados de
contenido, los fanatismos incluso. O, si se quiere, las tonteras. Consideremos
esta paradoja: Lenin vestía con camisas de seda, y alguna vez interrogado de
por qué lo hacía, su respuesta fue "yo lucho para que todos puedan usar camisas
de seda".
¿Está alguien autorizado por "más"
revolucionario a determinar quién cumple más a cabalidad con el perfil de
luchador social? ¿Se puede "medir" lo revolucionario de una persona? Aunque
quizá ingenuas, esas preguntas ahí están.
Revolucionarios y ética
En todo esto arrastramos en las izquierdas un
prejuicio moralista, quizá muy difícil de desechar, pero que debe ser
considerado: las revoluciones implican monumentales transformaciones en las
relaciones económico-sociales y políticas, mientras que las transformaciones
subjetivas (ideológico-culturales) son infinitamente más lentas, dificultosas,
tortuosas. "Los pueblos no son revolucionarios; pero a
veces se ponen revolucionarios",
rezaba una pintada callejera de la Guerra Civil Española. ¿Cómo se hace para
ser revolucionario? ¿En qué momento se empieza? Hay ahí un límite infranqueable
que ningún manual puede superar, pues no existe receta. Aunque pareciera –ahí
está el prejuicio ¿o ilusión?– que un decálogo para la acción sí pudiera dar el
camino. Obviamente, eso tranquiliza: siempre son bienvenidos los libros sagrados.
¿Pero qué diría ese decálogo: se debe o no usar camisas de seda? ¿Tomar
Coca-Cola? Complejo, sin dudas. Definitivamente: un imposible.
Esto no significa, sin embargo, que no sea
posible el cambio. La historia de la Humanidad es una interminable sucesión de
cambios, un movimiento perpetuo. Si no fuera posible el cambio, las sociedades
humanas jamás hubieran evolucionado, y justamente la historia es una permanente
sucesión de cambios, de mejoramientos en la situación cotidiana (aún hay patriarcado,
pero el cinturón de castidad ya no se usa. Hoy día tenemos "esclavitud asalariada", pero no
se puede vender a nadie como esclavo en sentido estricto, pues eso es un delito).
De todos modos, los cambios profundos en la subjetividad son más lentos,
muchísimo más lentos de lo que pretenderíamos (el patriarcado aún permanece…,
¡incluso a veces en la izquierda!). Valga decirlo con este ejemplo: en el
momento de la anexión de Austria por las tropas nazis cuando comienza la
Segunda Guerra Mundial, Sigmund Freud, judío, padre del psicoanálisis, por ser
un prestigioso personaje de fama mundial fue perdonado y no marchó a los campos
de concentración. Aunque sí fue condenado al destierro. En el momento de
abordar el avión que lo trasladaría a Londres donde poco tiempo después
moriría, dijo con ácida mordacidad: "En la Edad Media me hubieran quemado a mí;
hoy día queman mis libros. No hay dudas que como especie hemos progresado".
Los cambios revolucionarios, o más simplemente:
los cambios culturales en las grandes masas humanas, son procesos lentísimos.
Rusia, después de décadas de construcción socialista, desintegrada la Unión
Soviética, presenta aún guerras étnico-religiosas. ¿Sería para pensar que el
socialismo es entonces inviable, o es que lo dicho por Einstein parece más que
exacto?: "es más fácil desintegrar
un átomo que un prejuicio". A mucha gente de la izquierda española ya
de alguna edad le siguen gustando las corridas de toros, condenable rémora
medieval que fomenta la cultura machista y violenta. Obviamente la revolución
es más que la toma del poder político. Por lo que eso plantea la pregunta: ¿qué
es ser un revolucionario? ¿Se lo puede ser de verdad a nivel individual, o las
revoluciones son grandes momentos de hecatombe social a las que podemos
sumarnos y alentar, procesos colectivos que arrastran
a las subjetividades? ¿Un revolucionario "de verdad" qué debe hacer
en relación a las corridas de toros? Más aún: ¿hay revolucionarios "de verdad"?
¿Quién los designa?
Las primeras experiencias socialistas del
siglo XX deben ser muy hondamente estudiadas para no repetir los mismos
errores. No quedan dudas que hay mucho por revisar ahí. De ningún modo
fracasaron; fueron los primeros intentos, sólo eso (recuérdese la cita de Frei
Betto). La historia no ha terminado. Algo que debe ser abordado con la más
profunda actitud autocrítica es el tema de lo subjetivo y la nueva cultura que
se fue dando con el capitalismo hiper consumista, la nueva ética que se forjó. Más
aún, considerando la profundidad monumental que alcanzó esta nueva cultura a
partir de la penetración de los invasivos medios de comunicación de masas
modernos, que están en todos lados y llegan a todos, quiérase o no (¿por qué
todos tomamos Coca-Cola por ejemplo?)
Es bastante significativo que en distintas
latitudes donde asistimos a estos experimentos de nuevas sociedades se repitió
un mismo molde: los "revolucionarios" de arriba fijaron las pautas
que la masa "no-revolucionaria" debió seguir. En otros términos:
siguió habiendo arribas y abajos (¿clases sociales habría que decir?).
Si alguien puede calificar, decir quién es "más" y quién es
"menos"… ¿no se ratifica entonces que "es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio"? Inteligentemente
dijo Rafael Correa: "El socialismo
clásico fue prepotente y arrogante. Siempre nos enviaba a ver tal página para
encontrar verdades y soluciones. Nos dieron catecismos. Y eso es un grave
error." Sin dudas los
comunistas tenemos ahí una agenda pendiente, un reto a retomar.
No hay manual. ¿Vanguardias que conducen?
Los distintos procesos socialistas conocidos
de momento, en mayor o menor grado dieron respuestas positivas a los problemas
básicos de las sociedades donde surgieron: mejoraron las condiciones de vida,
terminaron o redujeron drásticamente la exclusión social, dignificaron a los
históricamente más postergados. Todo esto es innegable. Pero siguió siendo
débil aún la modificación de los principios y valores culturales del día a día.
Setenta años después del triunfo bolchevique de 1917 en Rusia, cuando se
desintegra la Unión Soviética, reaparecieron con sorprendente velocidad valores
capitalistas, individualistas y reaccionarios que se suponían enterrados
décadas atrás, llegándose a colmos como, por ejemplo, la aparición de un
partido político pro zarista, o la reintroducción de la veta religiosa en la
Constitución, con ex "cuadros" de la Nomenklatura que
rápidamente pasaron a ser exitosos empresarios. Y algo similar sucedió en China
con la reintroducción de mecanismos capitalistas, surgiendo de la noche a la
mañana una nueva casta de millonarios imitadora de los más cuestionables valores
del consumismo occidental ("Ser rico es glorioso", pudo decir Deng Xiaoping).
Algo curioso, que no podemos desconocer si queremos llevar a fondo la
autocrítica: todo eso se dio fundamentalmente en cuadros de los respectivos
partidos comunistas. Lo cual abre una vez más la pregunta de qué significa ser
revolucionario. O comunista.
¿No eran comunistas
todos estos militantes soviéticos o chinos? ¿Tenemos que llegar a la patética
conclusión que los revolucionarios verdaderos
son sólo los líderes de estos procesos: Lenin o Mao Tse Tung para el caso? ¿No
es, entonces, demasiado estrecho el concepto de "revolucionario"?
Porque estos grandes personajes de la historia, o Fidel Castro, o Ernesto Guevara,
o Hugo Chávez si se prefiere, no son la medida del ciudadano normal, cotidiano,
de a pie, el sujeto social real de la historia, ese que, siempre en porcentajes
muy pequeños sobre la generalidad, abraza a veces las ideas comunistas y milita
activamente desde algún frente, o que mucho más comúnmente sigue los acontecimientos
por la televisión…luego de ver el juego de fútbol. La pintada callejera de la
Guerra Civil Española es por demás de elocuente en ese sentido.
Todo lo cual no debe avergonzar a nadie: esa
es la normalidad habitual. La gran mayoría de la gente pasa su vida en la
búsqueda de la sobrevivencia económica y no se interesa mayormente por
cuestiones políticas (¡o no la dejan interesar!). Al menos, así ha sido hasta
ahora. ¿Pero son los revolucionarios, entonces, sólo los que pueden llegar a tomar
parte activa en la historia? ¿No son las masas las que hacen la historia? Y en
qué medida se es más revolucionario: ¿cuánto más se milita, cuánto más se compromete
en la estructura de una fuerza política, cuanto más uno se eleva en la calificación
que se nos podría otorgar por "acciones heroicas"? Entre esa gran
masa que prefiere –por una sumatoria de motivos– acompañar los acontecimientos
un poco de lado, muchas veces sin ser parte activa, ¿no hay revolucionarios
entonces? Cobra todo su sentido entonces la pintada callejera de la Guerra
Civil Española: son las grandes masas, en su descontento y en su acción, las
que hacen la historia. Pero solas, sin un proyecto político claro, no se pasa
del espontaneísmo, de la rebeldía.
Se abre entonces un medular debate: ¿cómo se lleva a cabo el cambio revolucionario?
¿Quién es el sujeto de esa transformación? Las masas descontentas en la calle
pueden incendiar el país, pero no cambian estructuralmente nada. Ejemplos al
respecto abundan: todas las protestas del año 2019, importantísimas sin dudas
(países latinoamericanos, europeos, de Medio Oriente), no condujeron a
transformaciones sociales profundas por carecer de una conducción política (y
porque "casualmente" se
silenciaron con la pandemia de coronavirus). Y otro tanto sucedió en el
2020, en plena crisis sanitaria, con las revueltas anti raciales en Estados
Unidos luego de la muerte –una vez más– de un afroamericano (George Floyd) a
manos de policías blancos. ¿Es imprescindible entonces la existencia de "revolucionarios
de profesión", con un programa político a cumplir, con proyectos de largo
plazo que puedan encauzar el descontento popular hacia una meta de cambio
profundo más allá de la reacción visceral? "¿Qué representa una minoría organizada? Si esta minoría es
realmente consciente, si sabe llevar tras de sí a las masas, si es capaz de dar
respuesta a cada una de las cuestiones planteada en el orden del día, entonces
esa minoría es, en esencia, el partido" [revolucionario], dirá Lenin en 1920.
Quizá se filtra en esta concepción del partido
de vanguardia y del revolucionario como vanguardia un prejuicio intelectual,
iluminista por último, solidario de la racionalidad europea en que nace el
marxismo, y que se ha venido arrastrando en estos dos siglos de luchas sociales
y de ideario socialista: el revolucionario, el comunista es siempre alguien que
está adelante, alguien que está más allá que el común de la gente. Si así lo
aceptamos –y es lo que ha venido haciendo la izquierda por largos años con
todos los partidos revolucionarios que creó, siempre como organizaciones de
cuadros con estructuras verticales, jerárquicas en muchos casos– si así
entendemos la idea de "revolucionario", queda muy por lo bajo la
potencialidad de los pueblos. En definitiva: ¿cómo hacemos hoy, caídas en
descrédito las ideas de transformación social, para volver a pensar y llevar a
cabo en concreto una revolución? ¿Cómo revitalizamos hoy el ser comunista? Porque está más que claro
que, aunque no sepamos con exactitud los caminos, es imprescindible cambiar el
capitalismo, que nos está matando a las grandes mayorías y que no puede dejar
de hacerlo.
Procesos revolucionarios, poder popular
Tal vez es cierto que los grandes cambios
sociales, las cataclísmicas transformaciones que implica un proceso como la
construcción de una nueva sociedad socialista, deben ir de la mano de grandes
conductores. Eso es, al menos, lo que la historia de todas las revoluciones
socialistas conocidas hasta ahora nos indica: ¿sería posible la revolución
cubana sin Fidel, o la vietnamita sin Ho Chi Ming, o la china sin Mao Tse Tung?
Todo indica que no. Lo cual obliga a la reflexión –que no abordaremos aquí, pero
que sin dudas es una asignatura pendiente de importancia capital– sobre por qué
se repite siempre ese fenómeno: ¿necesitan los grandes cambios sociales la
garantía de grandes figuras?
Todo esto abre importantes cuestionamientos:
¿no pueden los pueblos ser revolucionarios? Pareciera que a veces, tal como
agudamente lo expresaba la pintada de la Guerra Civil de España, en un
determinado momento histórico los pueblos se tornan revolucionarios, se
desatan, rompen las trabas ancestrales que los atan; pero luego vuelven a su calma
conservadora. Los pueblos, como masa, no pueden vivir eternamente en actitud
revolucionaria; las sociedades requieren de cierta estabilidad rutinaria para
mantenerse. Las revoluciones son momentos puntuales, grandes quiebres que rompen
la cotidianeidad con las que se da un paso adelante de no retorno. Lo que nos
lleva a pensar: ¿esto de ser revolucionario, es un oficio entonces? Palabras
más, palabras menos: eso significa partido revolucionario de cuadros, que es lo
que han venido siendo todos los partidos de la izquierda en estos largos años
de lucha. Pero, ¿cómo se articula eso entonces con el poder popular?
El común de la gente en su gran mayoría, todos
los días, no vive en actitud revolucionaria. ¿Podría hacerlo acaso? ¿En
qué consistiría eso? ¿Tener los ojos abiertos y no permitir que le manipulen?
¿No hacerle caso a los valores que promueven los medios masivos de
comunicación? ¿Debería vivir en estado permanente de asamblea deliberativa?
¿Debería dejar de tomar Coca-Cola? Una vez más entonces: ¿qué significa ser
revolucionario? ¿Se traiciona la causa revolucionaria si se usa una camisa de
seda o se toma Coca-Cola?
Pueden parecen preguntas banales, pero todo
esto es de importancia capital para replantear la transformación social de la
que estamos hablando. ¿Por qué no prosperaron las revoluciones socialistas tal
como se esperaba? Además del ataque furioso y perpetuo de las fuerzas
conservadoras, del capital que no está dispuesto a ceder un milímetro en sus
privilegios –lo cual debe ser el punto de partida de todo análisis serio sobre
el socialismo real–, debe abrirse la autocrítica respecto a cómo entender y
practicar ese espectacular sueño que es el comunismo, el tránsito hacia una
sociedad sin clases, el universo de "productores
libres y asociados". Las actuales batallas perdidas –batallas en una
larga guerra que continúa, sin ningún lugar a dudas– deben abrir esa
autocrítica: ¿qué significa entonces ser comunista hoy? Lo cual nos plantea:
¿cómo lograr ese anhelado mundo de justicia?
El problema, ya lo dijimos, es
endemoniadamente difícil, porque no se trata sólo de ir a una concentración
política masiva con la pancarta del caso y con eso tener asegurado el estatuto
de "revolucionario". Eso, además, mucho menos es "la revolución". Lo que
está en juego en la pregunta que motiva este breve escrito es cómo recuperar la
iniciativa en esta lucha que, en este momento, el campo popular no va ganando.
¿Cómo enfrentarse hoy a ese monstruo de proporciones gigantescas que es el
capital global en su fase financiera, con poderes omnímodos de alcance
planetario, con mecanismos de control cada vez más eficientes, y con un
descrédito generalizado de las ideas de izquierda? Más todavía, en este nuevo
mundo que se está abriendo a partir de la pandemia, donde se va imponiendo el
trabajo individual en casa, el distanciamiento social, el silencio, donde los
alcances del control del "panóptico" impuesto por la clase dominante parecen
inconmensurables, donde las tecnologías digitales prescinden cada vez más de la
clase trabajadora, donde hay cada vez más población que pareciera "excedente".
Ahí está la pregunta básica, que desde el
aturdimiento que nos dejara la extinción del campo socialista europeo nos viene
retando: ¿cómo ser comunista hoy? ¿Cómo darle forma a esa bella utopía que es
una sociedad igualitaria? ¿Cómo levantar las banderas del marxismo en este
momento en que las ideas de transformación social parecieran agotadas?
Por otro lado, esa imagen de militante
absoluto que no come Mc Donald’s ni toma Coca-Cola no es en modo alguno garantía
de "pureza" revolucionaria, de cambios sin retorno, porque a veces,
conseguido algún cargo de dirección (en alguna organización popular, en la
administración política del Estado, etc. –la historia nos lo enseña con
demasiada frecuencia–) los ideales quedan olvidados y se reemplaza la abnegación
militante por las características distintivas del ejercicio del poder tal como
hasta ahora lo conocemos: verticalismo, sordera para lo que dice la base, falta
de autocrítica… y gustosa aceptación de las comodidades del "estar arriba".
¿La revolución es hacerles el boicot a las marcas transnacionales? Sabemos que
eso puede terminar siendo ingenuo, infantil: la revolución implica un cambio
radical en la organización social. Lo demás es "juego de niños".
No debemos olvidar que muchas veces cuadros
militantes en su intimidad pueden ser machistas, homofóbicos, incluso racistas.
Es decir: una presentación como revolucionario desde el punto de vista político
no implica forzosamente la superación de todas las "lacras" culturales
ancestrales y prejuicios que nos constituyen (por otro lado, ¿por qué habría de
implicarlo?) Además, no todos quienes se comprometen con una causa política van
a ser militantes inquebrantables según el modelo de "guerrillero heroico".
¿Acaso es posible que un ser humano común y corriente –como somos la absoluta
mayoría– viva en ese mundo un tanto artificial de estar militando activamente
todo el día? Quienes se comprometen con el trabajo político revolucionario en
general son grupos minoritarios: son algunos los líderes comunitarios que
encabezan las reivindicaciones barriales, y son sólo algunos trabajadores
quienes activan sindicalmente. La gran mayoría acompaña, participa aportando, pero
no es la que toma la iniciativa. ¡Y no se puede decir que no sea revolucionaria
entonces! Así planteadas las cosas, pareciera que no hay salida. Pero no
debemos quedarnos con la limitada idea –moralista en definitiva– de ver quién
es "buen" revolucionario y quién no cumple con el manual. Eso sólo
ayuda a ratificar prejuicios y paradigmas injustos: el que está arriba y el que
está abajo.
Si algo nuevo puede aportar el socialismo,
básicamente es el generar una nueva conciencia en el colectivo social para ir borrando
la idea de abajo y arriba. De momento, producto de una milenaria herencia
civilizatoria, nadie –tampoco los que puedan ser considerados
"revolucionarios", o "más" revolucionarios– escapan (digámoslo
en primera persona plural: ¡escapamos!) a estas matrices culturales: las
nociones de arriba, de mejor, de más importante, siguen siendo dominantes. La
apuesta es poder desarticular esas formaciones. ¿Cuánto tiempo tomará? No se
sabe. Pero sin dudas no será ni rápido ni fácil. La misma noción de "revolucionario",
quizá sin proponérselo, está haciendo una alusión a "esclarecido" y
"no-esclarecido"” (¿arriba y abajo?)
Y si de algo se trata en esta titánica y
fabulosa tarea que es inventar una sociedad nueva a la que llamamos socialismo,
es poder llegar a tomarse en serio que sólo habrá real igualdad cuando, como
dijo Gabriel García Márquez, "ningún
ser humano tenga derecho a mirar desde arriba a otro, a no ser que sea para
ayudarlo a levantarse".
Quienes seguimos creyendo firmemente en la
utopía tenemos fundamento para eso: no se trata de una idea religiosa, de una
actitud de fe. Es el análisis científico de la realidad lo que nos lleva a
entender que la dinámica del capitalismo no ofrece salida a la Humanidad y, por
el contrario, puede llevar a la destrucción total de la especie. Seguir siendo
comunista no es cuestión de misticismo, de mera creencia. Por supuesto, implica
una cuota de pasión: "Hay que actuar
con el pesimismo de la razón y con el optimismo del corazón", como
dijera Gramsci. Pero para que esa lucha dé reales resultados, hoy es tarea
imprescindible revisar por qué las primeras experiencias del socialismo
terminaron del modo que lo hicieron. No es una derrota histórica; es sólo una
batalla perdida. El capitalismo tiene sus orígenes históricos en la Liga Hanseática,
en algunas norteñas ciudades de la Europa medieval en el siglo XII; es decir,
lleva centenas de años acumulando poder, riqueza, sabiduría. Las primeras
experiencias socialistas tienen apenas unas décadas. La diferencia es abismal.
Más allá de la pomposa declaración –luego
desmentida por el propio autor– del "fin
de la historia", nadie dijo que la dinámica universal se detuvo. La
vida sigue, y el conflicto continúa siendo el motor que mueve la Humanidad. La
cuestión es cómo transformar hoy esa lucha de clases y todas las luchas conexas
en una estrategia política que dé una salida victoriosa a los excluidos, a los
pobres y explotados por el sistema vigente. Revisar nuestra historia reciente
para aprender de los propios errores y profundizar en el análisis de la
realidad actual es entonces la tarea de los comunistas hoy. Respondiendo entonces
a la pregunta original: ¿qué manual existe que nos diga en este momento qué es ser
comunista?, no podríamos decir menos que ser
sujetos críticos y autocríticos. Ello posibilitará el accionar
revolucionario efectivo, que es lo que realmente se necesita ahora. Es decir:
pasar de la teoría y el debate ¡a la acción!
FOMENTO DE LA CULTURA Y EL PENSAMIENTO CRÍTICO
Personaje 1: Ayer puse una explicación resumida del Tomo 2 de “El Capital”, de
Carlos Marx. Eran 8 páginas, bien sintéticas, claritas. Creo que puede ser útil
para muchos.
Personaje 2: Ah…. ¿Y cuántos likes recibiste?
Personaje 1: 23
Personaje 3: Yo el miércoles puse una explicación resumida de la Teoría de la
relatividad, de Einstein. Estuve como dos meses tratando de sintetizarla, para
hacerla bien comprensible.
Personaje 2: Ah…. ¿Y cuántos likes recibiste?
Personaje 3: 16
Personaje 4: Bueno… no lo quería contar… pero estos días puse en las redes una
novela de mi autoría. Fue la posterior a cuando me entregaron el Nobel de
Literatura. Se puede descargar gratis. Es mi última obra, después de los cuatro
libros que me publicaron ya en Estados Unidos.
Personaje 2: Ah…. ¿Y cuántos likes recibiste?
Personaje 4: 8
Silencio…..
Personaje 2: Yo hace un rato puse un meme sobre Messi y Ronaldo.
Personajes 1, 3 y 4: Ah…. ¿Y cuántos likes recibiste?
Personaje 2: 9,600 en las dos primeras horas.
“El capitalismo nunca ha progresado sin arrastrar a las personas por la sangre y la mugre, la miseria y la degradación”.
Carlos Marx
Si vemos cómo está el “progreso” mundial (para que un 15% de la
población planetaria viva aceptablemente, 85% pasa penurias), la frase
formulada en 1853 sigue siendo absolutamente válida hoy.
¿Por qué los varones se siguen sintiendo más que las mujeres? ¿Hasta cuándo?
“Cuando se llegaba a los 10 años: a trabajar en el cafetal, nada de estudiar. Pero como los guerrilleros les habían dicho a los campesinos que es bueno que empiecen a estudiar los niños, y después, si logran ganar su estudio, pueden ir a buscar su trabajito mejor pago ya por su cuenta, entonces se animó mi papá a inscribirnos en la escuela, y empecé a estudiar. Pero por el motivo que no teníamos recursos para mantenernos en la casa, no pude seguir estudiando. No pagaban los patrones, no se ganaba mayor cosa: pagaban como 25 centavos diarios, pero no pagaban cabal. A veces un quetzal o uno cincuenta daban, o si no, no pagaban con pisto; pagaban con un poco de jabón, o un poquito de dulce, y con eso había que conformarse. O pagaban con dulce de panela. Solo con eso nos pagaban. Pasó el tiempo y fui a acompañar a mi papá a la finca. Recuerdo que nos quedamos en un rancho abandonado, que era el lugar de los ganados. Ahí amarramos las hamacas para quedarnos a dormir, y en ese lugar hacía frío, temblaba uno de frío en la noche. A las tres de la mañana se levantan todos a juntar su fuego, a calentar sus tortillas. Así pasaba mi papá en la finca, cada mes y cada mes. De allí seguí estudiando, pero no seguí mucho, no llegaba mucho a la escuela por razones de falta de recursos.”
Declaración de un campesino de Izabal, don T., 63 años.
“¿Que estudien? ¡¿Estás loco?! ¿Y para qué? ¿Para que después empiecen a protestar y pedir aumento de sueldo y esas pendejadas?”
Comentario de un alto empresario terrateniente al calor de unos tragos. J., 58 años.
"La religión es el opio del pueblo".
Carlos Marx
I
Si tomamos whisky con agua, nos
emborrachamos; vodka con agua, también; y otro tanto ocurre con el cognac con
agua, o el ron con agua. Por supuesto, también tequila con agua y aguardiente
con agua. Conclusión obligada: el agua
emborracha. Con esa misma lógica, entonces, podríamos decir: si los cristianos
tienen dios, los judíos tienen dios, los musulmanes tienen dios, si los
bosquimanos, los mayas, los hindúes y los japoneses tienen dios, conclusión
obligada: dios existe.
Pero el problema que queremos
presentar es mucho más que una inconsistencia semántica, una falacia argumental:
dios ¿existe? He aquí una de las preguntas que más papel y tinta han hecho
circular en la historia de la humanidad. Pregunta, seguramente, muy difícil de
responder y que exige hondos desarrollos teológicos, que no son los que se
presentan en este muy modesto texto. Por lo pronto, y como dato significativo,
a lo largo de la historia de la que existe registro, se ha acuñado la
existencia de no menos de 3,000 deidades. Lo cierto, lo constatable empíricamente
es que, si algo existe, son las religiones y las iglesias. Eso nos consta; lo
otro es su presupuesto básico. Solo si existen deidades puede haber una actitud
de adoración y una institución que resguarda esa creencia. Como en tantas
construcciones humanas, importa más el edificio que sus cimientos.
Discutir en términos teológicos sobre
la existencia o no existencia de dios (o los dioses) es lo más alejado de la
intención de este escrito. De hecho esa discusión ya se ha encarado en innumerables
ocasiones y con el más estricto rigor; poco aportaría, por tanto, volver sobre
lo mismo. Por otro lado, dar argumentos convincentes afirmando o negando su
existencia nos lleva a discusiones bizantinas. Pero podemos abordar el problema
en forma elíptica: si existe o no…. sólo
dios lo sabrá (si se digna existir), mas resulta interesante ver que en
toda cultura hay alguna idea al respecto, alguna relación con lo místico,
alguna búsqueda de ¿vida espiritual podrá llamársele? Incluso en los
socialismos reales que conocimos a partir del siglo XX –primado del
materialismo histórico y dialéctico se supone–, lo religioso no terminó de
desaparecer. En Rusia, solo para dar un ejemplo, luego de siete décadas de
construcción socialista con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, su
actual presidente Vladimir Putin, criado en la más rigurosa escuela marxista, logra
imponer el capítulo divino en la constitución, y se reivindica cristiano. Esa
persistencia en la experiencia humana nos puede comenzar a dar alguna clave. ¿Estamos
condenados a adorar seres superiores, modelos a seguir, superhombres que nos
marcan el camino? Parece que aquella petición de "productores libres
asociados", autoconscientes, sin ninguna instancia superior que los
amedrente ni ejerza coerción sobre el colectivo, tal como pedía Marx, por ahora
debe seguir esperando.
En una investigación realizada en una
universidad argentina (país de tradición católica) se preguntó a los 150
integrantes de un grupo de muestra cómo representaban a dios. El 92% de los
encuestados lo refirió como un anciano varón, incluso de larga barba. Pero un
tutsi africano o un sioux norteamericano no da esa respuesta (y también tienen
dioses, y no son atrasados ni estúpidos, aunque nuestro racismo occidental así
nos los pueda presentar). Entre los dioses puede encontrarse de todo: hombres,
mujeres, hermafroditas, poderosos en grado sumo, no tan poderosos, malvados,
puro amor, vengativos, sexuados, asexuados, y un largo etcétera. Lo cierto es
que en todos los casos sus figuras son siempre perfectas, sin carencias,
absolutos. ¿No es esa la fantasía humana más preciada? Ahí está Superman como
dios moderno del capitalismo triunfal, un ser total, invencible. "Sería muy simpático que existiera dios,
que hubiese creado el mundo y fuese una benevolente providencia; que existieran
un orden moral en el universo y una vida futura; pero es un hecho muy
sorprendente el que todo esto sea exactamente lo que nosotros nos sentimos
obligados a desear que exista", pudo decir Freud. "
Valga citar en relación a esa pregunta
lo que decía el anarquista ruso Mijaíl Bakunin a fines del siglo XIX: "El ser humano creó a Dios y luego se
arrodilló frente a él. Quien sabe si también se inclinará en breve frente a la
máquina, frente al «robot»". Es decir: la idea, la representación que
cada colectivo tiene de dios, varía mucho, infinitamente: Zeus, Alá, el dios Kosi
de las selvas congoleñas, el Odín nórdico, Jehová, Buda, el dios perro
Upuaut del antiguo Egipto, la serpiente emplumada Quetzalcóatl, el dios hindú del trueno y del relámpago Indra, el dios taoista Yuan Sih T'ein Tsun….
La lista puede extenderse casi hasta el infinito, y es más que pertinente la
acotación de Bakunin (¿qué nuevas representaciones habrá?: ¿la tarjeta de
crédito?, ¿el automóvil?, ¿el ordenador? ¿El Che Guevara funciona como imagen
divina para muchos? En Argentina se fundó vez pasada la religión "maradoniana".
Diego Armando Maradona, además de futbolista, ¿es también un dios entonces? La "mano de dios" ayudó en el célebre partido
contra la selección inglesa en 1986.
II
Esta infinita babel de dioses nos alerta sobre lo
difícil de explicar quién (o quiénes) es (o son). Hasta ahora, desde que se
conoce que hay civilización humana, hay adoración de algo sobrehumano: desde el
hilozoísmo más ancestral hasta los dioses monoteístas modernos, desde el
panteísmo hasta los códigos de ética más severos custodiados por tribunales ad
hoc (hogueras y tormentos incluidos). Es quizá huero preguntar si existen
todas estas "figuras". Obviamente las ideas / representaciones de lo
sobrenatural han divergido muchísimo en las distintas culturas por lo que, como
mínimo, podríamos decir que no existe un solo dios. Cada cultura pudo inventar,
–o puede creer, para ser respetuosos de las creencias– lo que desee. Lo que es
palmario es que los seres humanos (finitos, mortales, que nos angustiamos, que
padecemos la cotidianeidad del hambre, del miedo, del frío, del enamoramiento y
la gastritis, entre otras cosas), en todo tiempo y lugar –al menos hasta ahora–
hemos necesitado de estas ideaciones que nos ayudan en el día a día: aquello
que nos explica lo inexplicable, la promesa de sanación y dicha, la
justificación de todos nuestros males y desgracias.
"Hace tiempo se creía que fenómenos como la vida, la
inteligencia o el pensamiento, por ejemplo, sólo podían explicarse por una
intervención sobrenatural. Pero la ciencia ha demostrado que no existen los
milagros, y que los fenómenos naturales pueden ser explicados por leyes físicas. (…) La naturaleza es fría e impersonal. En ese sentido,
creo que la física nos da una explicación más satisfactoria del mundo que la
religión, porque las leyes de esta última son tan rígidas que, si las cambiamos
apenas un poquito, obtenemos respuestas
incongruentes", decía Steven Weimberg, Premio Nobel de Física 1979.
Dicho en otros términos: en el mundo conceptual moderno no hay lugar para el
milagro, para el misterio. Así como no lo hay para lo demoníaco, lo satánico
malvado: las conductas incomprensibles de alguien que vociferaba solo, se
contorsionaba o insultaba sin ton ni son, en el medioevo europeo católico eran
consideradas producto de un poseído por el diablo; hoy eso se explica como
reacciones psicóticas. Evidentemente el mundo ahí está; dependiendo del punto
de vista con que se lo considere, podrá aparecer en distintas dimensiones. Los
rayos o los terremotos, por ejemplo: ¿son mensajes divinos o fenómenos
naturales?
Hasta ahora, en milenios de proceso
civilizatorio, los seres humanos nos hemos encontrado que hay muchas cosas
inexplicables (que angustian, que atemorizan, que nos hacen sentir
empequeñecidos, limitados); en el medio de un pensamiento mágico-animista, y a
falta de un pensamiento matemático-racional, para todo lo que tiene que ver con
el misterio, con lo sobrenatural, con lo mágico, los dioses –y también los
demonios–, es decir: para todo lo "inexplicable",
esas "explicaciones" religioso-espirituales ocuparon el lugar
del que hoy los desplazan los conceptos que forjan las distintas ciencias. ¿Movimiento
de las placas tectónicas o castigo de dios por nuestros pecados? ¿Enojo de los
dioses o descarga de electricidad estática generadora de pulsos
electromagnéticos? ¿Posesión diabólica o retorno en lo real como delirio o
alucinación del Nombre-del-Padre forcluido del registro simbólico? ¿Con cuál
explicación nos quedamos? ¿Cuál resulta más práctica para la vida cotidiana?
Discutir si las cosas arrojadas al
aire caen al piso por obra de la voluntad divina o por la ley de la gravitación
universal nos puede llevar a un laberinto; pero no hay duda que para la vida
práctica la segunda explicación es más útil. Los vehículos que pueden remontar
vuelo (los aviones y helicópteros, los transbordadores espaciales, las
estaciones orbitales) fueron posibles a partir de Isaac Newton, yendo más allá
de Jehová, de Quetzalcóatl o de Indra. Incluso de Aristóteles, cuya Física –palabra
sagrada para la Iglesia católica durante más de un milenio en Europa– explicaba
esos fenómenos como "búsqueda de
sus respectivos lugares naturales: aire, por ser más liviano, arriba;
las otras cosas, por ser más pesadas, abajo". De igual
manera: ¿qué explica –y permite actuar en consecuencia– más y mejor respecto,
por ejemplo, a la compulsión adictiva de un drogadicto, o un deliro psicótico: la
idea de un castigo divino o su historia personal a partir de la clave del
inconsciente?
Aquí se plantea un nuevo interrogante:
si bien es cierto que la ciencia moderna –occidental–, producto de un proyecto
antropocéntrico y racional, abre la posibilidad de un mayor y más confortable
conocimiento y manejo del mundo, ¿por qué la idea de dios (o dioses, y en
general el pensamiento mágico) permanece tan arraigada? Es ahí donde entran a
jugar las otras dos dimensiones: las religiones y las iglesias.
III
La presencia de lo sobrenatural se hace
presente a través de su institucionalización en la forma de religión (que es un
cuerpo orgánico, sistematizado, con una lógica interna); y a su vez esta
termina por consolidarse en una institución (en general jerárquica, cerrada,
con una fuerte presencia social) que se conoce con el nombre de iglesia (para
el caso, el hechicero y el saber que porta, o el Vaticano, las tradiciones
orales transmitidas de generación en generación y respetadas a la letra, o los
libros sagrados). Salvando las diferencias de presentación, en todas las
culturas aparecen estos dispositivos. Hasta incluso podría decirse que la
creencia, en su sentido más estricto, es algo de orden privado, personal: se
cree, se tiene una relación espiritual, se vivencia un dios (o varios) tanto como
se puede creer en cualquier ámbito de lo sobrenatural, de lo místico, de lo
inexplicable (las brujas, los duendes o los visitantes extraterrestres). Eso
vale para la vida cotidiana de cada quien, es una experiencia individual. Otra
cosa son las religiones y las instituciones religiosas, las iglesias, que
terminan siendo coagulaciones de poder, a veces con un inconmensurable poder
que excede lo espiritual, transformándose en teocracias con ramificaciones políticas
y económicas, o incluso militares.
Queda fuera de discusión si los seres
humanos podemos prescindir de la esfera mágica, sobrenatural: también los
científicos de la NASA pueden ser supersticiosos, usar amuletos y rezar para
que no fallen sus misiones (además de usar super computadoras, por supuesto). La
incertidumbre, la angustia de cada individuo de la especie humana, sus miedos y
sus aspiraciones, eso es lo que define a un ser humano justamente como tal,
diferenciándolo de un animal o de un robot. Y esa esfera seguirá estando ahí,
más allá de los conceptos matematizables con que la podamos manejar. Ante lo
inexplicable, ante la angustia –"lo único que no engaña", dirá Lacan– ahí seguirá estando
el pensamiento mágico. O incluso como referente moral: en el campo –amplio y
difuso– de lo que llamamos izquierdas, ello también puede darse, como
elaboración mítica, como "padre"
y modelo a seguir, con un talante casi religioso: Ernesto Guevara, el comandante
eterno Hugo Chávez, Lenin y su cuerpo embalsamado para la posteridad.
Las religiones, ya como doctrina, y
sus órganos sociales de poder: las iglesias, juegan otro papel en la dinámica
humana. Las religiones unen, ligan (eso significa etimológicamente el término, proveniente
del verbo latino religare). Las
religiones dan homogeneidad a un colectivo, a una masa, por lo que entra a
tallar ahí, entonces, la lógica del poder, fenómenos explicables a partir de la
psicología de las masas. Las iglesias –cualquier iglesia– se constituyen como
organizaciones de poder social; la separación del Estado y de la Iglesia es una
noción moderna, se puede decir que del capitalismo dieciochesco. En la historia
hemos asistido mucho más (y todavía seguimos asistiendo, en el mundo musulmán,
por ejemplo) a sociedades teocráticas, donde la religión es la fuente de poder
misma. El hechicero, el chamán, el "brujo"
de la tribu, o el Sumo Sacerdote, constituyen, o constituyeron en la historia,
la representación misma del poder en muchos pueblos, centralizando todos los
atributos.
En Occidente, lugar de nacimiento de
la ciencia moderna, la iglesia católica ha perdido mucho del poder que la
acompañó por quince siglos. Hoy día, desde el surgimiento de la ciencia luego
del Renacimiento (Galileo Galilei, Nicolás Copérnico, Evangelista Torricelli, Francis
Bacon) y con el advenimiento del capitalismo –que se globaliza con la llegada
de los conquistadores españoles a tierra americana– cada vez con mayor fuerza
los nuevos dioses (el dinero, el consumismo, la tecnología) van quitándole
protagonismo a Deus Pater. Si bien la Santa Sede no salió de escena, no
está en crecimiento. La reforma protestante dividió las aguas en Europa, el
Vaticano ya no pone y quita monarcas y sus decisiones no tienen el mismo peso
que los nuevos centros de poder, los que verdaderamente mandan al día de hoy:
las empresas multinacionales, las bolsas de valores, el Pentágono. Ya no se puede
quemar a nadie en la hoguera por herético, ya no hay brujas enviadas por
Lucifer y perseguidas por el Santo Oficio de la Inquisición. Hoy por hoy
–fenómeno que podemos encontrar no sólo en Occidente además– ante un enfermo
grave se pueden prender velas para invocar las fuerzas celestiales, pero al
mismo tiempo se consulta al médico y se le suministran medicamentos químicos. ¿En
qué cree más la gente? Seguramente en las dos cosas. Las diversas medicinas
tradicionales van quedando opacadas por la revolución científico-técnica
impuesta por el capitalismo globalizador, y por sus empresas farmacéuticas. Aunque
hoy asistimos a una reivindicación de esos saberes ancestrales (¿porque es "políticamente correcto"?),
la marcha global la establecen estos poderes cuyo dios es, ante todo, y
básicamente, el lucro.
Dada la variedad tan profunda de
experiencias culturales de la humanidad, no podríamos generalizar y decir que
en todos lados sucede lo mismo, más allá de la preconizada globalización
planetaria que nos inunda. Pero es cierto que hay tendencias: la ciencia moderna
surgida en el Renacimiento europeo llegó para quedarse, arrinconando otros
saberes tradicionales, milenarios en muchos casos, transformando la vida en un
proceso sin retorno marcada por la modernidad capitalista, hoy absolutamente
mundializada. Si bien nada hace pensar que el fenómeno místico esté por
terminarse –quizá nunca se extinga, más allá del avance tecnológico (en Cuba
socialista tiene una gran importancia la santería, compleja herencia sincrética
de catolicismo y tradiciones africanas de quienes llegaron como esclavos siglos
atrás)–, las religiones y las iglesias no marcan el ritmo del desarrollo mundial.
De todos modos, en los últimos años del siglo XX asistimos a un renacer de los
fundamentalismos religiosos. ¿Retornan los dioses?
IV
Si tal como dijimos, las iglesias
representan la estructura terrenal de la institucionalización de la esfera
espiritual de los humanos, el fenómeno de su fortalecimiento como organizaciones
mundanas en estas pasadas décadas nos abre preguntas no tanto teológicas sino,
en todo caso, políticas y sociales. Donde vemos con mayor claridad este
despertar es en el Islam y en las nuevas iglesias neoprotestantes,
especialmente difundidas en Latinoamérica. Religiones e iglesias que, en su
versión fundamentalista, terminan despreocupándose de lo terrenal poniendo el
acento en un más allá concebido como paraíso.
En relación al "pretendido" fundamentalismo islámico, nos dice el politólogo pakistaní
Lal Khan: "este virulento fundamentalismo es la culminación reaccionaria
de las tendencias que en la época moderna, caracterizada por la política y la
economía mundiales, intentan recuperar el islamismo. En los años cincuenta,
sesenta y setenta en el mundo musulmán existían corrientes de izquierda
bastante importantes. En Siria, Yemen, Somalia, Etiopía y otros países
islámicos, se produjeron golpes de estado de izquierdas, y el derrocamiento de
los regímenes capitalistas-feudales corruptos llevó a la creación del
bonapartismo proletario o estados obreros deformados. En los demás países
también hubo movimientos de masas importantes encabezados por dirigentes
populistas de izquierda. En el clima de la Guerra Fría algunos de estos
dirigentes, como Gamal Abdel Nasser, incluso desafiaron al imperialismo
occidental y llevaron a cabo nacionalizaciones y reformas radicales. A partir
de ese momento, una de las piedras angulares de la política exterior
estadounidense fue organizar, armar y fomentar el fundamentalismo islámico
moderno como un arma reaccionaria contra la insurrección de las masas y las
revoluciones sociales. (…) Después de la
derrota de Suez los imperialistas dieron prioridad a esta política. Gastaron
ingentes sumas de dinero en operaciones especiales dirigidas por la CIA y el
Pentágono. Suministraron ayuda, estrategia y entrenamiento a estos fanáticos
religiosos. La mayor operación encubierta de la CIA en la que ha estado
implicado el fundamentalismo islámico ha sido en Afganistán."
Todo hace pensar que se manipula ahí
la vena religiosa: ante la pobreza, el agobio, la exclusión histórica de
grandes masas populares (es lo que sucede en países árabes y latinoamericanos),
la religión cumple el papel de bálsamo (¿"opio del pueblo", como la conceptualizara Marx?). ¿No habrá en estos
fundamentalismos agendas políticas de los centros de poder que buscan ese
compromiso total de feligreses y su olvido de los problemas terrenales? ¿No es
un poco llamativo que en un mundo de avances científico-técnicos se incentiven
conductas sociales fanáticas, sectarias, antitolerantes, que van en contra de
los derechos humanos tenidos por universales y como pasos de mejoramiento en la
humanidad? ¿No era el ecumenismo un avance en el espíritu intereclesial hacia
la segunda mitad del pasado siglo, en búsqueda del respeto hacia toda creencia,
en nuestra casa común el planeta Tierra?
Este despertar fundamentalista, este
auge de un espíritu sectario "disfrazado"
de religioso que, curiosamente, aparece al mismo tiempo en "zonas
calientes" del mundo ("calientes", es decir:
problemáticas para la geoestrategia de la gran potencia capitalista que se
siente dueña del planeta y con el destino manifiesto de guiar a la humanidad)
tiene una total dimensión política. El Documento de Santa Fe II, por ejemplo,
surgido de los halcones ultra conservadores de Estados Unidos, es un claro
programa político de apoyo al neopentecostalismo en Latinoamérica para frenar
el avance de la Teología de la Liberación católica, con su "opción
preferencial por los pobres". No quedan dudas que, disfrazada de
religiosa, se presentifican ahí agendas políticas. Y otro tanto puede decirse
del llamado "fundamentalismo musulmán", que preparó el terreno para
las guerras preventivas de Washington (agenciándose el petróleo de Medio
Oriente). Las iglesias juegan ese papel ultra reaccionario absolutamente
funcional al sistema capitalista.
¿Han querido los dioses esta
intolerancia y este fanatismo, o hay poderes muy terrenales –con abultadas
cuentas bancarias y usuarios de la más moderna tecnología, con bombas
inteligentes y armas nucleares, y ahora con el uso de las tecnologías 5G– que
se favorecen de este fundamentalismo espiritual? Por otro lado, si dios (o los
dioses) existen: ¿podrían estar de acuerdo con guerras en su nombre?
Esta última pregunta nos retrotrae a
la primera: ¿dios existe? En nombre de los dioses –cualquiera sea– se han
cometido las peores crueldades a lo largo de la historia: guerras, saqueos,
sacrificios humanos, torturas, las Cruzadas, la conquista de América. Si dios
(o los dioses) no fueran, como dijo Bakunin, "una creación humana", ¿por qué no se ponen de
acuerdo y nos ahorran tantos, pero tantos, tantísimos sufrimientos a los
mortales?