Pobreza y riqueza
“¡Los niños primero!” suele decirse. Y durante la artificialmente
manipulada guerra de Irán-Irak, entre 1980 y 1988, en que se desangraron en
forma inútil ambos países (favoreciendo solo a las potencias capitalistas, que
se cansaron de venderles armamentos), esa consigna se cumplió en forma literal:
eran niños los que iban primero, al frente… para detectar las minas
–¡pisándolas!–. Este patético ejemplo muestra lo que, en buena medida, sigue
siendo la actitud del mundo adulto con respecto a la niñez: no siempre se la
comprende como la preconizada “semilla del futuro”, más allá que pueda
declamárselo levantándose ampulosos discursos en su nombre.
La riqueza de las sociedades no está en sus recursos naturales. Siendo
rigurosamente marxistas, o más aún: hegelianos, puede decirse que la única
fuente creadora de riqueza es el trabajo
humano. La pobreza no se relaciona directamente con la falta de tierra
cultivable o la ausencia de un elemento tan importante hoy por hoy como el
petróleo; está en la forma en la que se reparte el producto socialmente
producido, lo cual tiene que ver con razones políticas, con la forma en que
están armadas las sociedades. Por el contrario, la riqueza tiene directa
relación con la gente, con la organización social, con la población bien
capacitada y alimentada, sana y estudiosa, sin prejuicios atávicos que
invalidan y cierran el entendimiento. Japón tiene pocos recursos naturales, y
no posee ni una gota de petróleo, pero es inmensamente rico como país. Cuba no
tiene una gran producción de bienes y servicios, debido en muy buena medida al
inmisericorde e inmoral bloqueo que le impone Estados Unidos. Pero en el país
no hay pobreza. Curioso: los índices socioeconómicos de los organismos
internacionales que miden el desarrollo de las sociedades ponen a Japón
(segunda economía capitalista del mundo) y a Cuba (socialista) en un plano casi
de igualdad en relación al llamado “desarrollo humano”: no hay pobreza en dos
modelos sociales tan distintos (ni afectan los desastres naturales recurrentes
que ambos países sufren, lo que muestra que “riqueza” no es solo –o no es para
nada– disponer de muchos aparatos de moda, de lo que ilusoriamente se llama
“tecnología de vanguardia”.
Es una verdad lapidaria que la pobreza genera pobreza. Eso no es nada
nuevo, por cierto; pero conviene no olvidarlo nunca si queremos aportar algo en
la lucha contra las injusticias. Un pueblo se desarrolla no cuando entra en el
consumismo voraz sino cuando es dueño de su propio destino, cuando fomenta su
espíritu crítico. En otros términos: cuando su población está realmente
preparada y en condiciones de afrontar desafíos (los desastres naturales, por
ejemplo).
Terminar con la pobreza no es, en absoluto, algo sencillo ni rápido.
Muchos países pobres del Sur, de lo que anteriormente llamábamos Tercer Mundo,
países que en décadas pasadas comenzaron a recorrer la senda del socialismo
(por ejemplo en el África sub-sahariana, países que se liberaron del yugo
colonial en la segunda mitad del siglo XX, o naciones musulmanas de Medio
Oriente con su llamado socialismo árabe), si bien pudieron crear cuotas de
mayor justicia en el reparto de su renta nacional, no han podido aún superar
esa lacra de la pobreza en tanto fenómeno económico-social y cultural. De
hecho, la misma funciona como círculo vicioso: la pobreza (que no es sólo
material: es una suma de carencias materiales y no materiales) no permite el
desarrollo integral, y sin él no puede haber mejoramiento en la calidad de
vida. Si la educación es una de las claves para superar la pobreza, los
sectores pobres, los históricamente marginados son justamente los que menos
acceso tienen a esas posibilidades (ni en Japón ni en Cuba hay población
analfabeta). Por cierto, donde con mayor elocuencia se ve ese abominable fenómeno
del analfabetismo al día de hoy es en la niñez pobre. (Dato complementario, que
quizá aclare más el asunto: Argentina, país medianamente desarrollado, para las
últimas décadas del siglo pasado no tenía alfabetismo; con las políticas
neoliberales que llegaron a partir de la última dictadura militar en 1976, se
logró que el mismo reapareciera en la actualidad, con un 30% de población en
situación de pobreza).
Niñez
trabajadora
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) señala que para el año
2019 a nivel mundial trabajaban más de 150 millones de menores de edad. De
éstos, la mitad participando en formas de trabajo infantil que deben
erradicarse absolutamente por ser altamente peligrosas o entrañar explotación;
a su vez, la mitad de ese total tiene entre 5 y 14 años de edad. Por otro lado,
al menos 8 millones realizan actividades de prostitución o trabajo forzoso,
incluyendo en esta última cifra aquellos que, sin ser trabajadores en sentido
estricto, participan en conflictos armados como niños-soldado. La situación es
altamente compleja, porque ese trabajo infantil en todos los casos es
imprescindible para completar el ingreso familiar.
Un
niño o niña o un adolescente trabajando constituyen un síntoma social; hablan
no sólo del presente de la comunidad a la que pertenecen, sino también de su
porvenir. Las causas de por qué un menor trabaja están indisolublemente ligadas
a la situación de pobreza estructural de la sociedad en que vive. En cualquier
país donde se da el fenómeno, siempre hay que entender el mismo en la lógica de
“ayuda” al presupuesto familiar. En
las áreas urbanas, según estimaciones de la OIT igualmente, su trabajo puede
aportar entre un 20 y un 25% del ingreso del hogar al que pertenece. Y en áreas
rurales, donde su trabajo no se traduce monetariamente en forma directa, la
ayuda es inestimable porque sin ella –tanto en las faenas agrícolas como en el
ámbito doméstico– no se podrían sostener las familias. En Guatemala, por
ejemplo –país pobre con altas tasas de desnutrición infantil y analfabetismo–
se considera que ese trabajo infantil puede representar hasta un 2% del
producto bruto interno.
Por lo tanto, el trabajo infantil llena una
acuciante necesidad; eliminarlo significa privar a una enorme cantidad de
población adulta de una ayuda que, de no tenerla, se vería sumida
irremediablemente en la indigencia total (sería como quitar las remesas que
envían a los países pobres sus familiares que trabajan ilegales en el Norte).
Por lo que estamos ante un complejo círculo vicioso: poblaciones
pobres–familias pobres– padres con pesadas cargas familiares–niños que deben
trabajar–niños que no acceden a la educación formal–futuros adultos sin
capacitación–nuevas familias pobres–continuidad de las poblaciones pobres.
Círculo, entonces, muy difícil de romper. ¿Por dónde empezar?
Como dice
¿Soluciones a la vista?
El capitalismo, claro está, sigue necesitando de
esos sectores pobres (mano de obra poco calificada que le asegura altas tasas
de rentabilidad) por lo que no se le ve salida al problema dentro de sus
marcos. Hay que buscar, entonces, nuevas vías: léase socialismo.
Un menor de edad que trabaja tiene hipotecado su
futuro, y por lo tanto el de su sociedad. La relación es inversamente
proporcional: a mayor cantidad de horas trabajadas menor cantidad de horas de
estudio. Por tanto: el trabajo infantil puede salvar del hambre aquí y ahora
–como de hecho sucede– pero cercena a futuro las posibilidades de desarrollo,
tanto personal como social. Un niño pobre y que trabaja a corta edad será un
adulto empobrecido, poco preparado académicamente, que en el mercado de trabajo
capitalista solo podrá acceder a los puestos menos remunerados. Por tanto, el
sistema seguirá enriqueciéndose, y por supuesto quienes detentan el capital,
mientras esa masa de población no podrá salir de los “ejércitos de reserva
industrial”, cada vez más grandes, con un modelo económico que cada vez expulsa
más gente. Es obvio que el sistema se está suicidando así, pero de momento no
da muestras de caer.
Por otro lado, en sí mismo el trabajo infantil es
cuestionable por otro cúmulo de razones. Que un niño o niña a cierta edad
desarrolle alguna tarea doméstica, o aprenda el oficio de sus padres, puede ser
un gran aliciente, tanto personal como colectivo. Es una forma de contribuir a
la socialización, puede ser una manera de ir generando un espíritu de
responsabilidad, de solidaridad incluso. Pero el trabajo al que nos referimos
no es ése precisamente: se trata de algo realizado en un clima de dependencia
con todas las cargas que sobrelleva un trabajador –cumplimiento de horarios,
exigencias, a veces una gran cuota de peligro– en una edad en que ningún ser
humano está preparado para ello, aunque la urgencia de la vida fuerce a
soportarlo. Es eso lo que se denuncia como cuestionable: un menor que trabaja
pierde, además de su estudio, la posibilidad de disfrutar su infancia, de
jugar, de la magia de ser niño; es decir: sufre. Si queremos decirlo en forma
simplificada: la niñez es la preparación para la adultez. Por tanto, un niño
debe ser niño y no un adulto en pequeño. Si eso sucede, en muy buena medida su
historia de sufrimiento y penurias varias ya está escrita.
Adicionalmente, y reforzando la historia de que el hilo se
corta por el lado más delgado, el trabajo infantil se desenvuelve siempre,
comparado con el de los adultos, en condiciones de mayor precariedad. Muchas
veces está invisibilizado como tal, y en general no goza de prestaciones
laborales ni derechos específicos, y aunque haya normativas al respecto, dado
que es un grupo mucho más vulnerable por su misma condición de “pequeño”
(prejuicio con el que deberíamos terminar alguna vez), resulta más “fácil” para
el empleador saltarse las legislaciones.
Luchar contra el trabajo infantil es luchar contra
una grosera forma de explotación. Está claro que la pobreza es un círculo
vicioso, y desde la pobreza es más urgente encontrar soluciones puntuales, aquí
y ahora, que posibiliten comer todos los días y no pensar en términos de largo
plazo. Pero ahí está la cuestión: un niño trabajador, al igual que un niño
puesto en la calle, un niño que mendiga o que se droga, un niño transgresor,
nos muestra que todavía falta muchísimo por trabajar en pro de la justicia en
todo el mundo. Los moldes del capitalismo definitivamente no permiten
encontrarle salida al problema.
Dijo UNICEF: “El mundo no resolverá sus
principales problemas mientras no aprenda a mejorar la protección e inversión
en el desarrollo físico, mental y emocional de sus niños y niñas”. Si es cierto que el futuro está dado
por la niñez, solo atendiendo realmente su situación actual podrá pensarse en
un mañana distinto. Ahora bien: si esto se sabe, ¿por qué los gobiernos de la
inmensa mayoría del mundo, de los países pobres básicamente, no hacen algo en
contra del trabajo infantil, más allá de pomposas declaraciones altisonantes? Simplemente
porque el sistema capitalista no lo permite. Educación de primera y buena
alimentación para la niñez primermundista (15% de la población mundial);
sobrevivencia al modo que se pueda para la otra niñez (no olvidando lo de la
guerra Irán-Irak arriba citada). ¿Por qué la “buena” recomendación de UNICEF no
es viable en términos reales? Porque el sistema no lo permite. Conclusión: hay
que pensar en otro sistema.
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