El mundo actual
¿Se puede pensar en un mundo no-capitalista en
la actualidad? ¿Siguen siendo válidos los sueños de una "patria de la Humanidad" sin injusticias sociales? Eso era –o
sigue siendo– el ideario comunista que recorrió todo el siglo XX. Pero hoy
día hablar de comunismo no está muy "de moda"; es más, a cualquiera
que se precie de defenderlo, el discurso dominante con mucha facilidad puede
tildarlo de anacrónico, desfasado, dinosaurio de tiempos idos. Quizá, jugando
con los versos de Rafael de León, podría decírsele: ¿comunismo? "¡Pamplinas! ¡Figuraciones que se inventan los chavales! Después la vida
se impone: tanto tienes, tanto vales".
Aunque la caída del Muro de Berlín en 1989 –y
con esa caída, la puesta entre paréntesis de los sueños de transformación del
mundo– ha abierto una serie de interrogantes aún por responderse respecto al
socialismo real, el título del presente escrito necesita hoy de imperiosos desarrollos
y replanteamientos, quizá más imperiosos y urgentes que años atrás.
Desde el surgimiento del pensamiento
anticapitalista en los albores de la gran industria europea, allá por mediados
del siglo XIX, e igualmente después de la puesta en marcha de las primeras experiencias
socialistas en el siglo XX, con la Rusia bolchevique, con la República Popular
China, estaba bastante claro qué significaba ser comunista. Hoy, ya entrado el
siglo XXI y con toda el agua corrida bajo el puente, la revisión crítica se
impone. Definitivamente, hoy parece no estar tan claro.
Las verdades que inaugura el Manifiesto
Comunista en 1848 siguen siendo válidas aún hoy; y sin duda, en tanto verdades
universales, lo serán por siempre dado que develan estructuras de la naturaleza
social misma: la explotación a partir de la apropiación del trabajo ajeno, la
lucha de clases como motor de la historia, la violencia en tanto "partera
de la historia", las revoluciones sociales como momento de superación
de fases de desarrollo que signan el devenir humano. Todas estas verdades son
expresión de un saber objetivo, neutro, científico en el sentido moderno de la
palabra –los conceptos científicos no tienen color político–. Otra cosa es el
llamado a la práctica que esas formulaciones teóricas posibilitan, es decir: la
acción política; y para el caso, la revolución.
Dicho rápidamente: el comunismo como expresión
teórica y como práctica política no ha muerto porque la realidad que le dio
origen –la explotación de clase, las distintas formas de opresión de unos seres
humanos sobre otros seres humanos (de clase, de género, étnica)– no ha
desaparecido. En tanto persistan las inequidades y las diversas formas de
explotación humana, el comunismo en tanto aspiración justiciera, seguirá
vigente.
Con la desaparición del campo socialista de
Europa del Este hacia la década de los 90 del pasado siglo, la vorágine
triunfalista del capitalismo ganador de la Guerra Fría arrastró al mundo a una
suerte de aturdimiento intelectual, presentando el descrédito del comunismo
como la demostración de su inviabilidad. Tan grande fue el golpe que, por algún
momento, el grito triunfal del supuesto "fin de la historia y las ideologías" nos dejó sin palabras: ¡el
comunismo no es posible! "¡Pamplinas! ¡Figuraciones que se inventan
los chavales! Después la vida se impone: tanto tienes, tanto vales". La prédica neoliberal hizo mella: "No hay alternativa", como dijera Margaret Tatcher. Y
pudimos llegar a creerlo por un momento.
Hoy, a varias décadas de la caída del Muro de
Berlín, con una Unión Soviética desaparecida y transformada en un país
capitalista ganado por mafias rapaces, con una República Popular China que ha
tomado caminos que abren inquietantes interrogantes sobre lo que significa
socialismo (¿socialismo de mercado?, ¿un socialismo que premia la acumulación
individual de riqueza?), con una Cuba que se va abriendo cada vez más a la
inversión capitalista, con una Revolución Bolivariana en Venezuela que nunca
terminó de definir qué es el nuevo socialismo del siglo XXI y con un talante
planetario donde decirse de izquierda conlleva una carga casi despectiva, vale
la pena –más bien: es imprescindible– plantearse la pregunta: ¿qué significa en
la actualidad ser comunista? ¿Dónde quedaron las ideas de cambio revolucionario
que nos movían años atrás? ¿Acaso desaparecieron?
¿Qué
significa en la actualidad ser comunista? Pregunta
tremendamente necesaria, más aún en este momento, en medio de una pandemia que
reconfigura el orden capitalista mundial, pero que no termina con él como
algunos quizá ingenuamente creyeron, sino que lo renueva, potenciándolo, con un
campo popular cada vez más controlado y manipulado y con fuerzas conservadoras
que se muestran más dominadoras que nunca.
Continúan las injusticias, por tanto continúan las
protestas
Las injusticias, la explotación, la
apropiación del trabajo ajeno, la lucha de clases, todo ello sigue siendo la
esencia de las relaciones sociales. La promesa de "felicidad" que trae el desbocado consumismo capitalista no
es más que eso: vil promesa. Más aún: caída la experiencia soviética, el
capitalismo ganador ha avasallado conquistas de los trabajadores conseguidas
con sangre durante décadas de lucha, entronizando un modelo neoliberal (neologismo
por decir capitalismo salvaje y ultra explotador) que retrotrae peligrosamente
la historia. Capitalismo triunfante, por otro lado, que se alza unilateral,
insolente, con una potencia militar hegemónica –Estados Unidos de América–
dispuesta a todo, con una posición provocativa que puede llevar al mundo a un
holocausto nuclear, y que no ofrece –ni lo pretende, pero además, no podría
lograrlo– soluciones reales a los problemas crónicos de la humanidad. Capitalismo
triunfante sobre las primeras experiencias socialistas habidas pero que, pese a
un descomunal desarrollo científico-técnico, no consigue remediar los males
humanos de la pobreza, de la escasez, de la desprotección (ya no digamos de la
felicidad, de la plenitud humana). Si todo esto continúa, –y tal como van las cosas,
pareciera que tiende a aumentar– el comunismo, en tanto expresión de reacción
ante tanta injusticia, lejos de desaparecer tiene más razón de ser que nunca.
Pero curiosamente, se le ha demonizado a tal punto que no parece posible hablar
de él.
Las vías de construcción de los primeros
socialismos, por innumerables y complejas causas, quedaron dañadas. Pero de
ningún modo ello autoriza a decir que las injusticias desaparecieron, y menos
aún que las expresiones de búsqueda de mayor armonía y equidad social se
hundieron igualmente. Murió el socialismo que conocimos en sus primeras
expresiones, el estalinismo, el partido único verticalista y su dogmatismo de
manual. Ello, sin embargo, de ningún modo autoriza a decir que murieron las
luchas por la justicia. Como dijera el brasileño Frei Betto: "El escándalo de
Hoy por hoy, aunque el discurso hegemónico ha
llevado los valores del capitalismo triunfal a un endiosamiento nunca antes
visto en otros modelos sociales, globalizándolo absolutamente, la protesta de
los excluidos sigue estando. Pasados los primeros años del aturdimiento post Guerra
Fría, vuelve a hacerse notar. Dicho así, entonces, el comunismo como fermento
de cambio, como idea transformadora de la realidad no ha desaparecido y está
muy lejos de desaparecer, porque las injusticias continúan siendo la esencia
cotidiana de la vida de los seres humanos. ¿Pero por qué este rechazo en
decirnos claramente, con todas las letras, "comunistas"? ¿Pasó a ser
el comunismo una "pamplina de chavales"?
Las injusticias y las protestas continúan.
Aunque la voz triunfal del capitalismo se levantó sobre la emblemática caída
del Muro de Berlín proclamando que "la historia terminó", cual altaneramente lo pudo
formular un heraldo del neoliberalismo como Francis Fukuyama cuando las piedras
de esa caída aún levantaban polvo, a cada paso la experiencia nos demuestra que
ello no es así: ¡la historia no ha terminado! Para prueba, ahí están los
movimientos que desde hace tiempo recorren Latinoamérica, protestas y reivindicaciones
campesinas contra el nuevo extractivismo que desangra la región; ahí está la
reacción de distintos pueblos del mundo protestando contra las políticas
fondomonetaristas, los europeos diciendo "no" a una constitución
política ultraliberal centrada en el gran capital que intenta desconocer
conquistas populares históricas desmontando los estados de bienestar; ahí está
la resistencia iraquí; ahí está el pueblo palestino alzándose contra el
genocidio del Estado de Israel, o la Primavera árabe –luego cooptada por la
maquinaria contrainsurgente que sigue trabajando continuamente– o el espontáneo
movimiento estudiantil de México "Yo
soy 132", como expresiones
de un descontento que sigue siendo el motor de la historia. Alzamientos
populares que en el año 2019 incendiaron buena parte del mundo, terminando en
todos los casos con abierta represión por parte de los Estados capitalistas,
pero que silenciados por meses a partir de la pandemia de COVID-19, quieren
volver, pues las causas que los encendieron, permanecen inalterables.
Protestas a las que debe sumársele un
amplísimo abanico de fuerzas contestatarias, progresistas, propulsoras también
de cambios sociales: ahí está la reivindicación del género femenino ganando
espacio día a día; ahí están todas las luchas antirracistas a partir de las
reivindicaciones étnicas; ahí está una conciencia ecológica que va ganando
terreno en todo el mundo para ponerle freno a la voracidad consumista y a la
depredación planetaria realizada en nombre del lucro privado; ahí está un
sinnúmero de voces que se alzan contra diversas formas de discriminación y/o
opresión –sexual, cultural, contra la guerra, por derechos específicos–. ¿Son
comunistas todas estas expresiones?
Sin dudas nadie se atreve a llamarlas así hoy
día. Lo cual nos lleva a las siguientes reflexiones: a) la prédica anticomunista
que la Humanidad vivió por años durante prácticamente todo el siglo XX ha
tornado al comunismo un siniestro monstruo innombrable, y b) hay que redefinir,
hoy por hoy, qué significa ser comunista.
¿Qué significa hoy el "comunismo"?
Sobre la primera consideración recién
mencionada no es necesario explayarnos demasiado; archisabido es que si un
fantasma comenzaba a recorrer Europa a mediados del siglo XIX, otro fantasma
que recorrió el mundo con una fuerza inusitada durante el XX se encargó de
satanizar con ribetes increíbles todo lo que sonara a "crítico", a
"contestatario", haciendo del término comunismo sinónimo inmediato del mal, de terror, de fatalidad
deplorable, diabólica y pérfida, presentificación en la Tierra del peor y más
deleznable de los infiernos ("se
come a los niños", "te secuestra tu hijo y lo lleva a un campo de
adoctrinamiento marxista en Cuba", "te pone a vivir a la fuerza otra
familia dentro de tu casa"). La incesante prédica, aunque
irracional, por cierto dio resultado.
Pero más allá de esta consecuencia producto de
una despiadada política desinformativa del capitalismo, ¿por qué hoy día es tan
difícil reconocerse comunista? Ello lleva a la otra consideración que
mencionábamos: ¿se puede, efectivamente, seguir siendo comunista hoy día? ¿Qué
significa ser comunista en la actualidad?
El comunismo, en tanto formulación conceptual
en buena medida recogida en esa brillante creación intelectual que fue su Manifiesto
publicado por Marx y Engels a mediados del siglo XIX, se mueve en el ámbito de
lo sociopolítico, sea como lectura crítica, sea como guía para la acción
práctica. El meollo toral de todo su andamiaje pasa por la lucha de clases
sociales, motor último de la historia humana. Si contra algo luchan los
comunistas, buscando su superación justamente, es contra la injusticia social,
contra la explotación del hombre por el hombre. En tal sentido, comunismo es
sinónimo de "búsqueda de la igualdad". Siendo así, entonces, el
comunismo no está muerto: la igualdad social entre los seres humanos sigue
siendo una agenda pendiente (el 1% de la población mundial detenta la mitad de
toda la riqueza humana; mientras en muchos países hay obesidad, en la mayoría
hay hambre). Por tanto, la búsqueda de equidad continúa siendo una aspiración
comunista en el sentido más cabal del término. Otra cuestión –que no tocaremos
acá– es el tipo de medios a utilizarse para la concreción de la tarea: guerra
popular prolongada, lucha armada de una vanguardia, partido de cuadros, partido
de masas, fuerte movimiento sindical clasista, organización comunitaria,
asambleas populares, incidencia parlamentaria, elecciones presidenciales en el
ámbito de la democracia representativa, una combinación de todo eso. Hoy día
¿habrá que pensar en los hackers como una
nueva modalidad de lucha?
Seguramente por miedo, por efecto de la
monumental propaganda anticomunista desplegada en décadas pasadas, por
cuestionables experiencias que nos dejó el socialismo real (el Gulag,
lamentablemente, no fue un invento de la CIA: era una monstruosa realidad
comparable a cualquier campo de concentración nazi o de una dictadura latinoamericana),
o por una sumatoria de todas estas causas, hoy día la tendencia no es usar el
término "comunista"; por el contrario, en muchos casos quienes portaban
ese nombre se lo han sacado de encima: de "comunistas" a
"socialdemócratas". La "moda" anda por otro lado (¿se
impusieron las ONG’s?, ¿lo "políticamente correcto"?).
Pero más allá de "modas", el estado
de inequidad que dio nacimiento a un pensamiento comunista un siglo y medio
atrás aún sigue vigente. Por tanto, con las adecuaciones del caso, sigue
también vigente lo forjado para enfrentarlo por esos dos gigantes que fueron
Marx y Engels. A quienes seguimos creyendo que es necesario buscar un mundo más
justo, más solidario, más equitativo, ¿nos da miedo llamarnos hoy comunistas?
¿Nos avergüenza el estalinismo, las "dictaduras del proletariado" que
tuvieron lugar en el socialismo real? (más dictaduras que otra cosa). ¿Realmente
logró mellarnos la propaganda capitalista con su inacabable cantinela
anticomunista? Pero ¿ganamos algo cambiándonos el nombre?
Sin dudas lo que propone el Manifiesto
Comunista de 1848, aunque sigue siendo válido en su núcleo, necesita
adecuaciones. Más de un siglo y medio no es poco, y muchas cosas, por diversos
motivos, no fueron consideradas en aquel entonces. El comunismo, la teoría del
materialismo histórico legada por los clásicos, se ocupó de la lucha de clases,
pero dejó fuera otras opresiones: no puso particular énfasis en la explotación
del género masculino sobre el femenino ni consideró la temática de las discriminaciones
étnicas. Si bien consideró el tema del colonialismo, no consideró como tema de
importancia capital la división del planeta en un Norte dominante y un Sur
dominado, que se articula al mismo tiempo con la explotación de clase
(problemáticas todas que Marx, en desarrollos posteriores, ya en su madurez,
consideró con más profundidad).
Tal como se dijo anteriormente, en la
actualidad asistimos a un sinnúmero de fuerzas progresistas que, sin decirse
comunistas, abren una crítica sobre los poderes constituidos, sobre el
ejercicio de esos poderes, sobre las distintas formas de opresión vigentes.
Fuerzas, en definitiva, que buscan también un mundo más justo, más solidario,
más equitativo. Fuerzas que, sin llamarse comunistas en sentido estricto, son
definitivamente comunistas en su proyecto, en tanto entendemos que
comunismo es la búsqueda de "otro mundo posible", ese mundo más
justo, más solidario, más equitativo. Comunismo, por tanto, como proceso
emancipatorio.
Y esto, elípticamente, ayuda a plantear la cuestión
inaugural: ser comunista –aunque hoy día asuste, incomode o fastidie el
término, aunque esté "pasado de moda" llamarse así, aunque su uso fuerce
un debate en torno a qué entender por revolución y cómo lograr la justicia–,
ser comunista, entonces, no es una "pamplina",
pasajera "figuración de chaval".
Es luchar por un mundo más justo, más solidario, más equitativo. Esa lucha, por
tanto, no se agota con una nueva organización económico-social, con una nueva
relación de fuerzas en torno a las clases sociales; necesita también de cambios
en la relación de poderes entre los géneros, en la consideración del otro
distinto, en el respeto a la diversidad, en una nueva visión de la relación del
ser humano con su entorno natural.
Después del aturdimiento de la caída del Muro –que
provocó mucho ruido, sin dudas– ya va siendo hora de dos cosas: 1) quitarnos el
miedo, el estigma de usar la palabra "comunismo", y 2) sobre la base
de las lecciones aprendidas en el siglo XX, abrir un serio debate no sobre cómo
nos designaremos (¿no nos gusta "comunista"?, ¿es mejor decirse
"de izquierda"?, ¿queda más elegante "revolucionario"?, ¿y
qué tal "luchadores por la justicia"?) sino sobre cómo lograr
efectivamente ese mundo más justo, más solidario, más equitativo. Todo ello
para lograr lo más importante: ¿cómo hacer concretamente para pasar a la acción,
para transformar estos discursos en práctica revolucionaria efectiva.
Comunismo: algo más que una pose
Planteémonos entonces la pregunta con esta
otra forma: ¿qué significa ser revolucionario? Esta es, quizá, la pregunta más
difícil de responder de todo el ideario socialista. En un sentido, dar la
respuesta desde las consignas es bastante simple: quien cumple con ciertas
indicaciones de manual puede ser
considerado un revolucionario. En esa línea, está claro que es "revolucionario"
aquel que sigue ciertos principios políticos y éticos que tienen que ver con la
igualdad, la solidaridad, la búsqueda de la justicia. Pero sabemos que la
realidad es mucho más compleja, y un carnet de afiliado a algún partido de
izquierda o el uso de cualquier ícono cultural considerado revolucionario
(una camisa con el rostro del Che Guevara, la audición de ciertos músicos –Alí
Primera, Mercedes Sosa o Silvio Rodríguez–, la lectura de ciertos autores –García
Márquez, Bertolt Brecht– o alguna determinada manera de vestir: calzado Nike
no, pero sandalias de cuero sí, etc.), nada de eso es garantía de algo. Además –es
una cruda realidad que nos tiene que llevar a revisar autocráticamente todo esto–
no es inusual encontrar infinidad de prácticas nada revolucionarias en el seno
de las organizaciones proclamadas revolucionarias (los revolucionarios…
¿dejamos de ser machistas o racistas, por ejemplo?, ¿autoritarios?, ¿egoístas?...
¿hasta qué punto es posible desembarazarse de todo ello?). Pareciera que todos
los seres humanos estamos cortados por la misma tijera, y las disputas por el poder,
el sentirse más que otro, el protagonismo, la exclusión en infinidad de formas,
la mentira, la corrupción, no se extinguen con la pertenencia a una
organización de izquierda (esos "errores" del socialismo estalinista
que mencionábamos –más que "errores", declaradas teratologías– lo
dejan entrever con patetismo). No podrían llamarse "desviaciones" porque
ello supondría un camino recto del que no hay que salirse (léase: ortodoxia). Y
la experiencia muestra que, a veces –muchas veces– nos salimos. Todo lo cual
complejiza el debate. ¿Un comunista debe ser ortodoxo o heterodoxo?
Quizá en un sentido habría que comenzar por
decir, para darle visos de realidad a lo que se quiere transmitir, que nadie, a
nivel individual, es en sí mismo un revolucionario.
Nadie lo es, y para que nos quedemos tranquilos, nadie puede serlo en esencia.
Las revoluciones (que son siempre muy complejos procesos con diversas aristas:
políticas, sociales, económicas, culturales) van más allá de los individuos,
nos trascienden. Los seres humanos individuales, en todo caso, podemos estar
más o menos a la altura de las circunstancias, y actuar más o menos acorde con
un clima revolucionario, pero tal vez es imposible decir quién, cuándo y cómo
comienza a ser "revolucionario".
¿Quién es un verdadero revolucionario? Así
formulada, la pregunta no deja de tener una pesada carga moralista, casi
religiosa, que prácticamente no ofrece salida. ¿Habrá que ser un iniciado en
los principios de la revolución para llegar a ser un verdadero revolucionario?
¿Hay que cumplir a cabalidad ciertas normas que garantizan que uno se "gradúa"
de revolucionario? ¿Dónde está escrito ese decálogo? ¿Si uno no toma Coca-Cola
pero escucha Michael Jackson o Shakira es medianamente revolucionario…, pero si
no toma Coca-Cola y además escucha a Pablo Milanés, es absolutamente un revolucionario?
Puede parecer caricaturesco, o infantil, pero sabemos que estos valores, esta
forma de entender el mundo, muchas veces así funcionan en el campo de la
izquierda. Pero los manuales no sirven.
En buena medida el ámbito de lo que entendemos
por revolucionario se ha ido forjando de esta manera, como un abierto desafío –casi
rebelde en muchos casos– a los valores consagrados de la sociedad capitalista.
Si lo "normal" es tomar Coca-Cola sin abrir crítica, lo
revolucionario sería no tomarla. De eso se trata una revolución: de romper los
moldes, de cambiar todo, de poner en marcha algo nuevo. Lo cual, como todo
proceso nuevo, no está libre de exageraciones, abusos, excentricidades. Mi
cambio personal, válido sin dudas, no es la revolución. Eso nunca hay que perderlo
de vista. Las revoluciones son procesos colectivos, masivos; si no, no son
revoluciones.
Ahí radica justamente el problema: ¿hasta
dónde, cómo, de qué manera se da ese cambio? Revolución socialista es, en
definitiva, el proyecto de un grandioso cambio en la civilización. Se trata de
la puerta de entrada a una sociedad donde es abolida la propiedad privada y,
por tanto, las clases sociales. Lo cual abre un mundo de valores totalmente
novedoso: se terminarían las jerarquías, ya nadie sería superior a nadie, nadie
miraría desde arriba a otro. Pero sabemos que eso es, hoy por hoy al menos, una
hermosa petición de principios, y no más.
No queremos decir que todo ese ideario sea
como las estrellas: "inalcanzables, aunque marquen el camino". La
utopía social, en tanto búsqueda de lo que no está en ningún lugar concreto
pero que impulsa a continuar seguir buscándolo, es la más noble de las ideas de
cambio, es la energía inacabable que hace que las sociedades estén en perpetuo
movimiento, en mejoramiento, en avance. Y es innegable que la aspiración de la
revolución socialista –que en el pasado siglo apenas dio sus primeros y
balbuceantes pasos– es el afianzamiento de ese espíritu revolucionario,
trasformador, rebelde, productivamente irrespetuoso. Espíritu que, para
autoafirmarse, necesita de ciertos íconos culturales: de ahí que hay una "manera
de vestir" revolucionaria, una pose revolucionaria, un folclore
revolucionario. Aunque, claro está –y como en toda construcción humana– no
faltan los excesos absurdos, los planteamientos más formales que cargados de
contenido, los fanatismos incluso. O, si se quiere, las tonteras. Consideremos
esta paradoja: Lenin vestía con camisas de seda, y alguna vez interrogado de
por qué lo hacía, su respuesta fue "yo lucho para que todos puedan usar camisas
de seda".
¿Está alguien autorizado por "más"
revolucionario a determinar quién cumple más a cabalidad con el perfil de
luchador social? ¿Se puede "medir" lo revolucionario de una persona? Aunque
quizá ingenuas, esas preguntas ahí están.
Revolucionarios y ética
En todo esto arrastramos en las izquierdas un
prejuicio moralista, quizá muy difícil de desechar, pero que debe ser
considerado: las revoluciones implican monumentales transformaciones en las
relaciones económico-sociales y políticas, mientras que las transformaciones
subjetivas (ideológico-culturales) son infinitamente más lentas, dificultosas,
tortuosas. "Los pueblos no son revolucionarios; pero a
veces se ponen revolucionarios",
rezaba una pintada callejera de la Guerra Civil Española. ¿Cómo se hace para
ser revolucionario? ¿En qué momento se empieza? Hay ahí un límite infranqueable
que ningún manual puede superar, pues no existe receta. Aunque pareciera –ahí
está el prejuicio ¿o ilusión?– que un decálogo para la acción sí pudiera dar el
camino. Obviamente, eso tranquiliza: siempre son bienvenidos los libros sagrados.
¿Pero qué diría ese decálogo: se debe o no usar camisas de seda? ¿Tomar
Coca-Cola? Complejo, sin dudas. Definitivamente: un imposible.
Esto no significa, sin embargo, que no sea
posible el cambio. La historia de la Humanidad es una interminable sucesión de
cambios, un movimiento perpetuo. Si no fuera posible el cambio, las sociedades
humanas jamás hubieran evolucionado, y justamente la historia es una permanente
sucesión de cambios, de mejoramientos en la situación cotidiana (aún hay patriarcado,
pero el cinturón de castidad ya no se usa. Hoy día tenemos "esclavitud asalariada", pero no
se puede vender a nadie como esclavo en sentido estricto, pues eso es un delito).
De todos modos, los cambios profundos en la subjetividad son más lentos,
muchísimo más lentos de lo que pretenderíamos (el patriarcado aún permanece…,
¡incluso a veces en la izquierda!). Valga decirlo con este ejemplo: en el
momento de la anexión de Austria por las tropas nazis cuando comienza la
Segunda Guerra Mundial, Sigmund Freud, judío, padre del psicoanálisis, por ser
un prestigioso personaje de fama mundial fue perdonado y no marchó a los campos
de concentración. Aunque sí fue condenado al destierro. En el momento de
abordar el avión que lo trasladaría a Londres donde poco tiempo después
moriría, dijo con ácida mordacidad: "En la Edad Media me hubieran quemado a mí;
hoy día queman mis libros. No hay dudas que como especie hemos progresado".
Los cambios revolucionarios, o más simplemente:
los cambios culturales en las grandes masas humanas, son procesos lentísimos.
Rusia, después de décadas de construcción socialista, desintegrada la Unión
Soviética, presenta aún guerras étnico-religiosas. ¿Sería para pensar que el
socialismo es entonces inviable, o es que lo dicho por Einstein parece más que
exacto?: "es más fácil desintegrar
un átomo que un prejuicio". A mucha gente de la izquierda española ya
de alguna edad le siguen gustando las corridas de toros, condenable rémora
medieval que fomenta la cultura machista y violenta. Obviamente la revolución
es más que la toma del poder político. Por lo que eso plantea la pregunta: ¿qué
es ser un revolucionario? ¿Se lo puede ser de verdad a nivel individual, o las
revoluciones son grandes momentos de hecatombe social a las que podemos
sumarnos y alentar, procesos colectivos que arrastran
a las subjetividades? ¿Un revolucionario "de verdad" qué debe hacer
en relación a las corridas de toros? Más aún: ¿hay revolucionarios "de verdad"?
¿Quién los designa?
Las primeras experiencias socialistas del
siglo XX deben ser muy hondamente estudiadas para no repetir los mismos
errores. No quedan dudas que hay mucho por revisar ahí. De ningún modo
fracasaron; fueron los primeros intentos, sólo eso (recuérdese la cita de Frei
Betto). La historia no ha terminado. Algo que debe ser abordado con la más
profunda actitud autocrítica es el tema de lo subjetivo y la nueva cultura que
se fue dando con el capitalismo hiper consumista, la nueva ética que se forjó. Más
aún, considerando la profundidad monumental que alcanzó esta nueva cultura a
partir de la penetración de los invasivos medios de comunicación de masas
modernos, que están en todos lados y llegan a todos, quiérase o no (¿por qué
todos tomamos Coca-Cola por ejemplo?)
Es bastante significativo que en distintas
latitudes donde asistimos a estos experimentos de nuevas sociedades se repitió
un mismo molde: los "revolucionarios" de arriba fijaron las pautas
que la masa "no-revolucionaria" debió seguir. En otros términos:
siguió habiendo arribas y abajos (¿clases sociales habría que decir?).
Si alguien puede calificar, decir quién es "más" y quién es
"menos"… ¿no se ratifica entonces que "es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio"? Inteligentemente
dijo Rafael Correa: "El socialismo
clásico fue prepotente y arrogante. Siempre nos enviaba a ver tal página para
encontrar verdades y soluciones. Nos dieron catecismos. Y eso es un grave
error." Sin dudas los
comunistas tenemos ahí una agenda pendiente, un reto a retomar.
No hay manual. ¿Vanguardias que conducen?
Los distintos procesos socialistas conocidos
de momento, en mayor o menor grado dieron respuestas positivas a los problemas
básicos de las sociedades donde surgieron: mejoraron las condiciones de vida,
terminaron o redujeron drásticamente la exclusión social, dignificaron a los
históricamente más postergados. Todo esto es innegable. Pero siguió siendo
débil aún la modificación de los principios y valores culturales del día a día.
Setenta años después del triunfo bolchevique de 1917 en Rusia, cuando se
desintegra la Unión Soviética, reaparecieron con sorprendente velocidad valores
capitalistas, individualistas y reaccionarios que se suponían enterrados
décadas atrás, llegándose a colmos como, por ejemplo, la aparición de un
partido político pro zarista, o la reintroducción de la veta religiosa en la
Constitución, con ex "cuadros" de la Nomenklatura que
rápidamente pasaron a ser exitosos empresarios. Y algo similar sucedió en China
con la reintroducción de mecanismos capitalistas, surgiendo de la noche a la
mañana una nueva casta de millonarios imitadora de los más cuestionables valores
del consumismo occidental ("Ser rico es glorioso", pudo decir Deng Xiaoping).
Algo curioso, que no podemos desconocer si queremos llevar a fondo la
autocrítica: todo eso se dio fundamentalmente en cuadros de los respectivos
partidos comunistas. Lo cual abre una vez más la pregunta de qué significa ser
revolucionario. O comunista.
¿No eran comunistas
todos estos militantes soviéticos o chinos? ¿Tenemos que llegar a la patética
conclusión que los revolucionarios verdaderos
son sólo los líderes de estos procesos: Lenin o Mao Tse Tung para el caso? ¿No
es, entonces, demasiado estrecho el concepto de "revolucionario"?
Porque estos grandes personajes de la historia, o Fidel Castro, o Ernesto Guevara,
o Hugo Chávez si se prefiere, no son la medida del ciudadano normal, cotidiano,
de a pie, el sujeto social real de la historia, ese que, siempre en porcentajes
muy pequeños sobre la generalidad, abraza a veces las ideas comunistas y milita
activamente desde algún frente, o que mucho más comúnmente sigue los acontecimientos
por la televisión…luego de ver el juego de fútbol. La pintada callejera de la
Guerra Civil Española es por demás de elocuente en ese sentido.
Todo lo cual no debe avergonzar a nadie: esa
es la normalidad habitual. La gran mayoría de la gente pasa su vida en la
búsqueda de la sobrevivencia económica y no se interesa mayormente por
cuestiones políticas (¡o no la dejan interesar!). Al menos, así ha sido hasta
ahora. ¿Pero son los revolucionarios, entonces, sólo los que pueden llegar a tomar
parte activa en la historia? ¿No son las masas las que hacen la historia? Y en
qué medida se es más revolucionario: ¿cuánto más se milita, cuánto más se compromete
en la estructura de una fuerza política, cuanto más uno se eleva en la calificación
que se nos podría otorgar por "acciones heroicas"? Entre esa gran
masa que prefiere –por una sumatoria de motivos– acompañar los acontecimientos
un poco de lado, muchas veces sin ser parte activa, ¿no hay revolucionarios
entonces? Cobra todo su sentido entonces la pintada callejera de la Guerra
Civil Española: son las grandes masas, en su descontento y en su acción, las
que hacen la historia. Pero solas, sin un proyecto político claro, no se pasa
del espontaneísmo, de la rebeldía.
Se abre entonces un medular debate: ¿cómo se lleva a cabo el cambio revolucionario?
¿Quién es el sujeto de esa transformación? Las masas descontentas en la calle
pueden incendiar el país, pero no cambian estructuralmente nada. Ejemplos al
respecto abundan: todas las protestas del año 2019, importantísimas sin dudas
(países latinoamericanos, europeos, de Medio Oriente), no condujeron a
transformaciones sociales profundas por carecer de una conducción política (y
porque "casualmente" se
silenciaron con la pandemia de coronavirus). Y otro tanto sucedió en el
2020, en plena crisis sanitaria, con las revueltas anti raciales en Estados
Unidos luego de la muerte –una vez más– de un afroamericano (George Floyd) a
manos de policías blancos. ¿Es imprescindible entonces la existencia de "revolucionarios
de profesión", con un programa político a cumplir, con proyectos de largo
plazo que puedan encauzar el descontento popular hacia una meta de cambio
profundo más allá de la reacción visceral? "¿Qué representa una minoría organizada? Si esta minoría es
realmente consciente, si sabe llevar tras de sí a las masas, si es capaz de dar
respuesta a cada una de las cuestiones planteada en el orden del día, entonces
esa minoría es, en esencia, el partido" [revolucionario], dirá Lenin en 1920.
Quizá se filtra en esta concepción del partido
de vanguardia y del revolucionario como vanguardia un prejuicio intelectual,
iluminista por último, solidario de la racionalidad europea en que nace el
marxismo, y que se ha venido arrastrando en estos dos siglos de luchas sociales
y de ideario socialista: el revolucionario, el comunista es siempre alguien que
está adelante, alguien que está más allá que el común de la gente. Si así lo
aceptamos –y es lo que ha venido haciendo la izquierda por largos años con
todos los partidos revolucionarios que creó, siempre como organizaciones de
cuadros con estructuras verticales, jerárquicas en muchos casos– si así
entendemos la idea de "revolucionario", queda muy por lo bajo la
potencialidad de los pueblos. En definitiva: ¿cómo hacemos hoy, caídas en
descrédito las ideas de transformación social, para volver a pensar y llevar a
cabo en concreto una revolución? ¿Cómo revitalizamos hoy el ser comunista? Porque está más que claro
que, aunque no sepamos con exactitud los caminos, es imprescindible cambiar el
capitalismo, que nos está matando a las grandes mayorías y que no puede dejar
de hacerlo.
Procesos revolucionarios, poder popular
Tal vez es cierto que los grandes cambios
sociales, las cataclísmicas transformaciones que implica un proceso como la
construcción de una nueva sociedad socialista, deben ir de la mano de grandes
conductores. Eso es, al menos, lo que la historia de todas las revoluciones
socialistas conocidas hasta ahora nos indica: ¿sería posible la revolución
cubana sin Fidel, o la vietnamita sin Ho Chi Ming, o la china sin Mao Tse Tung?
Todo indica que no. Lo cual obliga a la reflexión –que no abordaremos aquí, pero
que sin dudas es una asignatura pendiente de importancia capital– sobre por qué
se repite siempre ese fenómeno: ¿necesitan los grandes cambios sociales la
garantía de grandes figuras?
Todo esto abre importantes cuestionamientos:
¿no pueden los pueblos ser revolucionarios? Pareciera que a veces, tal como
agudamente lo expresaba la pintada de la Guerra Civil de España, en un
determinado momento histórico los pueblos se tornan revolucionarios, se
desatan, rompen las trabas ancestrales que los atan; pero luego vuelven a su calma
conservadora. Los pueblos, como masa, no pueden vivir eternamente en actitud
revolucionaria; las sociedades requieren de cierta estabilidad rutinaria para
mantenerse. Las revoluciones son momentos puntuales, grandes quiebres que rompen
la cotidianeidad con las que se da un paso adelante de no retorno. Lo que nos
lleva a pensar: ¿esto de ser revolucionario, es un oficio entonces? Palabras
más, palabras menos: eso significa partido revolucionario de cuadros, que es lo
que han venido siendo todos los partidos de la izquierda en estos largos años
de lucha. Pero, ¿cómo se articula eso entonces con el poder popular?
El común de la gente en su gran mayoría, todos
los días, no vive en actitud revolucionaria. ¿Podría hacerlo acaso? ¿En
qué consistiría eso? ¿Tener los ojos abiertos y no permitir que le manipulen?
¿No hacerle caso a los valores que promueven los medios masivos de
comunicación? ¿Debería vivir en estado permanente de asamblea deliberativa?
¿Debería dejar de tomar Coca-Cola? Una vez más entonces: ¿qué significa ser
revolucionario? ¿Se traiciona la causa revolucionaria si se usa una camisa de
seda o se toma Coca-Cola?
Pueden parecen preguntas banales, pero todo
esto es de importancia capital para replantear la transformación social de la
que estamos hablando. ¿Por qué no prosperaron las revoluciones socialistas tal
como se esperaba? Además del ataque furioso y perpetuo de las fuerzas
conservadoras, del capital que no está dispuesto a ceder un milímetro en sus
privilegios –lo cual debe ser el punto de partida de todo análisis serio sobre
el socialismo real–, debe abrirse la autocrítica respecto a cómo entender y
practicar ese espectacular sueño que es el comunismo, el tránsito hacia una
sociedad sin clases, el universo de "productores
libres y asociados". Las actuales batallas perdidas –batallas en una
larga guerra que continúa, sin ningún lugar a dudas– deben abrir esa
autocrítica: ¿qué significa entonces ser comunista hoy? Lo cual nos plantea:
¿cómo lograr ese anhelado mundo de justicia?
El problema, ya lo dijimos, es
endemoniadamente difícil, porque no se trata sólo de ir a una concentración
política masiva con la pancarta del caso y con eso tener asegurado el estatuto
de "revolucionario". Eso, además, mucho menos es "la revolución". Lo que
está en juego en la pregunta que motiva este breve escrito es cómo recuperar la
iniciativa en esta lucha que, en este momento, el campo popular no va ganando.
¿Cómo enfrentarse hoy a ese monstruo de proporciones gigantescas que es el
capital global en su fase financiera, con poderes omnímodos de alcance
planetario, con mecanismos de control cada vez más eficientes, y con un
descrédito generalizado de las ideas de izquierda? Más todavía, en este nuevo
mundo que se está abriendo a partir de la pandemia, donde se va imponiendo el
trabajo individual en casa, el distanciamiento social, el silencio, donde los
alcances del control del "panóptico" impuesto por la clase dominante parecen
inconmensurables, donde las tecnologías digitales prescinden cada vez más de la
clase trabajadora, donde hay cada vez más población que pareciera "excedente".
Ahí está la pregunta básica, que desde el
aturdimiento que nos dejara la extinción del campo socialista europeo nos viene
retando: ¿cómo ser comunista hoy? ¿Cómo darle forma a esa bella utopía que es
una sociedad igualitaria? ¿Cómo levantar las banderas del marxismo en este
momento en que las ideas de transformación social parecieran agotadas?
Por otro lado, esa imagen de militante
absoluto que no come Mc Donald’s ni toma Coca-Cola no es en modo alguno garantía
de "pureza" revolucionaria, de cambios sin retorno, porque a veces,
conseguido algún cargo de dirección (en alguna organización popular, en la
administración política del Estado, etc. –la historia nos lo enseña con
demasiada frecuencia–) los ideales quedan olvidados y se reemplaza la abnegación
militante por las características distintivas del ejercicio del poder tal como
hasta ahora lo conocemos: verticalismo, sordera para lo que dice la base, falta
de autocrítica… y gustosa aceptación de las comodidades del "estar arriba".
¿La revolución es hacerles el boicot a las marcas transnacionales? Sabemos que
eso puede terminar siendo ingenuo, infantil: la revolución implica un cambio
radical en la organización social. Lo demás es "juego de niños".
No debemos olvidar que muchas veces cuadros
militantes en su intimidad pueden ser machistas, homofóbicos, incluso racistas.
Es decir: una presentación como revolucionario desde el punto de vista político
no implica forzosamente la superación de todas las "lacras" culturales
ancestrales y prejuicios que nos constituyen (por otro lado, ¿por qué habría de
implicarlo?) Además, no todos quienes se comprometen con una causa política van
a ser militantes inquebrantables según el modelo de "guerrillero heroico".
¿Acaso es posible que un ser humano común y corriente –como somos la absoluta
mayoría– viva en ese mundo un tanto artificial de estar militando activamente
todo el día? Quienes se comprometen con el trabajo político revolucionario en
general son grupos minoritarios: son algunos los líderes comunitarios que
encabezan las reivindicaciones barriales, y son sólo algunos trabajadores
quienes activan sindicalmente. La gran mayoría acompaña, participa aportando, pero
no es la que toma la iniciativa. ¡Y no se puede decir que no sea revolucionaria
entonces! Así planteadas las cosas, pareciera que no hay salida. Pero no
debemos quedarnos con la limitada idea –moralista en definitiva– de ver quién
es "buen" revolucionario y quién no cumple con el manual. Eso sólo
ayuda a ratificar prejuicios y paradigmas injustos: el que está arriba y el que
está abajo.
Si algo nuevo puede aportar el socialismo,
básicamente es el generar una nueva conciencia en el colectivo social para ir borrando
la idea de abajo y arriba. De momento, producto de una milenaria herencia
civilizatoria, nadie –tampoco los que puedan ser considerados
"revolucionarios", o "más" revolucionarios– escapan (digámoslo
en primera persona plural: ¡escapamos!) a estas matrices culturales: las
nociones de arriba, de mejor, de más importante, siguen siendo dominantes. La
apuesta es poder desarticular esas formaciones. ¿Cuánto tiempo tomará? No se
sabe. Pero sin dudas no será ni rápido ni fácil. La misma noción de "revolucionario",
quizá sin proponérselo, está haciendo una alusión a "esclarecido" y
"no-esclarecido"” (¿arriba y abajo?)
Y si de algo se trata en esta titánica y
fabulosa tarea que es inventar una sociedad nueva a la que llamamos socialismo,
es poder llegar a tomarse en serio que sólo habrá real igualdad cuando, como
dijo Gabriel García Márquez, "ningún
ser humano tenga derecho a mirar desde arriba a otro, a no ser que sea para
ayudarlo a levantarse".
Quienes seguimos creyendo firmemente en la
utopía tenemos fundamento para eso: no se trata de una idea religiosa, de una
actitud de fe. Es el análisis científico de la realidad lo que nos lleva a
entender que la dinámica del capitalismo no ofrece salida a la Humanidad y, por
el contrario, puede llevar a la destrucción total de la especie. Seguir siendo
comunista no es cuestión de misticismo, de mera creencia. Por supuesto, implica
una cuota de pasión: "Hay que actuar
con el pesimismo de la razón y con el optimismo del corazón", como
dijera Gramsci. Pero para que esa lucha dé reales resultados, hoy es tarea
imprescindible revisar por qué las primeras experiencias del socialismo
terminaron del modo que lo hicieron. No es una derrota histórica; es sólo una
batalla perdida. El capitalismo tiene sus orígenes históricos en la Liga Hanseática,
en algunas norteñas ciudades de la Europa medieval en el siglo XII; es decir,
lleva centenas de años acumulando poder, riqueza, sabiduría. Las primeras
experiencias socialistas tienen apenas unas décadas. La diferencia es abismal.
Más allá de la pomposa declaración –luego
desmentida por el propio autor– del "fin
de la historia", nadie dijo que la dinámica universal se detuvo. La
vida sigue, y el conflicto continúa siendo el motor que mueve la Humanidad. La
cuestión es cómo transformar hoy esa lucha de clases y todas las luchas conexas
en una estrategia política que dé una salida victoriosa a los excluidos, a los
pobres y explotados por el sistema vigente. Revisar nuestra historia reciente
para aprender de los propios errores y profundizar en el análisis de la
realidad actual es entonces la tarea de los comunistas hoy. Respondiendo entonces
a la pregunta original: ¿qué manual existe que nos diga en este momento qué es ser
comunista?, no podríamos decir menos que ser
sujetos críticos y autocríticos. Ello posibilitará el accionar
revolucionario efectivo, que es lo que realmente se necesita ahora. Es decir:
pasar de la teoría y el debate ¡a la acción!
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