Pasó la locura de la pandemia. O, al menos, pasó el furor mediático de todo esto. El virus, por lo que sabemos, sigue presente. No terminan de estar claras muchas cosas en relación a esta crisis sanitaria, tanto en Guatemala como en el mundo. El origen del coronavirus aún está en discusión. Nadie puede aseverar con total certeza mucho de lo ocurrido, pero es claro que si alguien se benefició de todo esto, no fue precisamente el campo popular.
En Guatemala, al igual que en todo el orbe, las
secuelas de esta enfermedad se dejan sentir. En realidad, en términos
epidemiológico-sanitarios, no es una afección tan terriblemente peligrosa como
los medios la han presentado. Por qué eso ha sido manejado de esta forma casi
“escandalosa”, abre preguntas. La explicación habrá que buscarla en la
naturaleza del virus: se esparce “democráticamente”,
atacando a todos por igual: países ricos y pobres. No es una epidemia de la
pobreza, como sucede con otras patologías: malaria, tuberculosis, diarreas,
desnutrición. Por eso, seguramente, se entronizó como un nuevo Armagedón (no
olvidar que, mientras el coronavirus mata 2,500 personas diarias en el mundo,
el hambre mata 24,000), Pero sin dudas, existe, y si algo golpeó este agente
patógeno, no fue solo la salud de las poblaciones, sino la economía.
Aquí, además del impacto funesto de más de 3,300 muertos
al momento de escribirse este texto (en Cuba socialista con una población más o
menos parecida solo 100, no olvidarlo), las consecuencias de la pandemia de
COVID-19 fueron desastrosas en términos económico-sociales. Se agudizó la
pobreza y la marginación de grandes masas populares.
Algún tiempo atrás, cuando todo el mundo se
encontraba en medio de los forzados confinamientos y bajo estrictas medidas de
distanciamiento, se comenzó a pensar en lo que seguiría a la pandemia,
acuñándose el término de “nueva normalidad” para significar lo que vendría. Más de algunos, muy
esperanzadoramente, pensaron en un escenario de mayor solidaridad y justicia
una vez superado el amargo trance. “De ilusión también se vive”, reza el
refrán. Sin dudas, esas elucubraciones no pasaron de meras y vacuas ilusiones,
puros espejismos. Quizá la poesía del catalán Joan Manuel
Serrat lo pinta
con radical lucidez: “Y con la resaca a cuestas / Vuelve el pobre a su
pobreza, / Vuelve el rico a su riqueza / Y el señor cura a sus misas”.
En otros términos: nada ha cambiado. En Guatemala,
como en todas partes del mundo, la disyuntiva fue “salud o economía”. Si bien
se atendió un poco a la primera, la segunda terminó imponiéndose. El mercado
capitalista no puede parar o, si se quiere decir de otro modo, la vida no puede
parar. Decisión difícil, muy compleja sin dudas. Cada país fue matizando a su
mejor entender ese complicado equilibrio. En Guatemala, con una respuesta
sanitaria bastante deficiente -igual que en la mayoría de países capitalistas:
recuérdese el caso de Cuba arriba citado- la economía fue abriéndose paso. Pero
no tanto pensando en la sobrevivencia de la población, sino fundamentalmente
por la presión de cierto sector empresarial. Léase bien: “cierto” sector -quizá
las empresas medianas-, porque los grandes capitales nunca dejaron de funcionar
lucrativamente.
Ahora, aunque el virus sigue rondando, el clima
generalizado es que se está empezando a volver a la normalidad. O, tal vez, a
esta supuesta “nueva normalidad”. En un sentido, sin dudas, es nueva,
porque continúan las restricciones (no aglomeraciones, uso de mascarilla,
lavado de manos, distanciamiento entre individuos, control de la temperatura
corporal en ciertos sitios). Todo eso no ocurría anteriormente, es novedoso.
Pero en otro sentido, no hay nada nuevo: como dice
la poesía de Serrat, pasó el evento y todo sigue igual. ¿Por qué habría de
cambiar? El 70% de población en pobreza, unos pocos grupos económicos manejando
todo, una clase política abyecta y genuflexa que “le hace los mandados”,
racismo, machismo patriarcal, migración irregular a Estados Unidos como única “salida”.
El teletrabajo que se impuso no beneficia a los pobres. ¿Dónde está lo nuevo?
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