I
Fundándose
en una teoría científica de la sociedad, de su estructura y de su historia, el
pensamiento socialista apareció como propuesta de comprensión de la realidad
humana, y mucho más aún, como proyecto de transformación de la misma.
Formulada
con valor de teoría, sin ningún lugar a dudas tuvo características de utopía.
Es decir: funcionó como la presentificación de una aspiración, de un deseo
puesto como meta alcanzable. Hoy, luego de la caída del campo socialista, la
palabra "utopía" está más que nunca cargada de connotaciones
negativas; es, en todo caso, sinónimo de quimera, fantasía, mera ilusión. En el
socialismo clásico, por el contrario, era el horizonte de llegada de un proceso
racional, estaba plena de positividad.
"Sociedad
sin clases", "reino de la igualdad", "solidaridad sin
fronteras", han sido y siguen siendo utopías. Pero utopías no en el
sentido de sueños vanos, evanescentes fantasías sin asidero. Utopías como
aspiración de un mundo más justo, más equitativo. Utopías -ahí está su fuerza
justamente- como proceso de búsqueda. Hoy, caídas las primeras experiencias que
transitaron la senda socialista, es pertinente plantearse en qué medida esas
aspiraciones son utopías en sentido negativo o positivo.
Por
lo pronto parece demostrarse que, en tanto especie humana, necesitamos siempre
esta dimensión de búsqueda de un ideal, de un paraíso que funciona como
horizonte que nos llama. La diferencia que se da con el socialismo científico,
con el materialismo histórico -comúnmente conocido como "marxismo"-,
es que esta construcción pretende tener los pies sobre la tierra. Es la
búsqueda de una aspiración de justicia -posible, no fantasiosa- sobre la base
de una formulación rigurosa y asentada en una realidad material. En este
sentido el socialismo es una utopía éticamente válida. Si sus primeros pasos no
dieron todos los resultados que se esperaba, tampoco puede desvirtuárselos. De
lo que se trata es de revisar por qué no funcionó en la forma prevista.
El
socialismo es, en esencia, la aspiración a un mundo más justo. En sus albores
hacia el siglo XIX -y durante las primeras experiencias de su construcción ya
en el XX- esa justicia se interpretó en términos de equidad económica. Hoy día,
a partir de la enseñanza histórica, podríamos ampliar la mira: la justicia
tiene que ver, además, con la democratización de los poderes, con su
horizontalización.
"Una
economía planificada no es todavía socialismo. Una economía planificada puede
estar acompañada de la completa esclavitud del individuo. La realización del
socialismo requiere solucionar algunos problemas sociopolíticos extremadamente
difíciles: ¿cómo es posible, con una centralización de gran envergadura del
poder político y económico, evitar que la burocracia llegue a ser todopoderosa
y arrogante? ¿Cómo pueden estar protegidos los derechos del individuo y cómo
asegurar un contrapeso democrático al poder de la burocracia?", se
preguntaba Albert Einstein, que además de físico genial era un agudo pensador
social de izquierda.
Si
algo debe criticarse a la mayoría de las experiencias socialistas conocidas
hasta la fecha es justamente su falta de democratización del poder. Que su
concentración suceda en las sociedades no-socialistas no debe sorprender; en
ellas, más allá de la declamada democracia formal -que encierra básicamente una
perversa hipocresía-, el poder absoluto queda en manos de las grandes empresas
(hoy transformadas en monstruos multinacionales con presupuestos mayores al de
muchos países pobres, y con un poder político descomunal, a veces más grande
que el de los aparatos estatales). La cuestión se plantea en el manejo del
poder que ha tenido el socialismo. Algo ahí no funcionó perfectamente; ¿era una
tonta utopía suponer que se iba a poder horizontalizar el poder? Poder popular:
ahí está el gran desafío. ¿Cómo?
II
El
hecho que posibilitó pensar en una alternativa real para la construcción del
socialismo fue la Comuna de París, intensa experiencia de poder popular
espontáneo de sólo un breve tiempo de duración ocurrida en el ya lejano 1871.
Fue a partir de esta circunstancia inaugural que los fundadores teóricos del
socialismo científico, Marx y Engels, conciben la "dictadura del
proletariado" como mecanismo para la subversión del poder de la clase
actualmente dominante e inicio de la edificación de una sociedad sin clases.
El
espíritu de la Comuna es lo que ha guiado y sigue guiando este tipo de
iniciativas autogestionarias. Hoy, entrados en crisis los paradigmas con que se
dieron los primeros pasos del socialismo (Unión Soviética y campo socialista
europeo desaparecidos, China y su paso al "socialismo del mercado"),
es necesario reflexionar sobre aquella experiencia histórica. La cual, a su
vez, se liga con otra gesta no menos importante que también tuvo lugar en París
casi un siglo después: el mayo francés de 1968, y con numerosas expresiones de
autogestión popular que se han venido dando en distintas partes del mundo en
estos últimos años.
Definitivamente
el sistema pluripartidista que nos trajo la democracia parlamentaria moderna,
si bien constituye un avance con relación al absolutismo monárquico y las
estructuras feudales, lejos está de ser una auténtica representación de todos
los sectores sociales. En forma disfrazada, no deja de ser una dictadura de la
clase capitalista. Para la gran mayoría de la población mundial ya no es tanto
el látigo el que intimida sino el fantasma de la desocupación (un látigo más
sutil, por cierto). La esclavitud ahora es asalariada.
Ahora
bien: ¿puede la utopía socialista ir más allá de este corrupto sistema de
partidos políticos y generar un auténtico poder popular? Según concibió la
teoría marxista clásica debe ser un partido revolucionario representante de las
fuerzas sociales más progresistas quien lidera el proceso transformador. Y ahí
se abre un debate hasta ahora nunca saldado. ¿Partido obrero? ¿Movimiento
campesino? ¿Vanguardia armada? ¿Frente popular multiclasista?
Como
vemos, los pasos que deben llevar a la construcción de un orden nuevo son
diversos, debatibles, incluso cuestionables. ¿Por dónde empezar? ¿Hay partido
revolucionario único?
"La
libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un
partido, por numerosos que ellos sean, no es libertad. La libertad es siempre
libertad para el que piensa diferente", decía hace un siglo Rosa
Luxemburgo. La "dictadura del proletariado" tuvo más de dictadura que
de otra cosa. Dicho esto, sabido y sufrido todo esto, debemos abrir la
autocrítica.
Sin
dudas no es una quimera la intención de cambiar las relaciones entre los seres
humanos. Es, si se quiere, un imperativo ético: la sociedad de clases es un
atentado contra la especie humana, y el capitalismo desarrollado lo es también
contra el planeta. Por tanto, no es un sueño infantil aspirar a su modificación.
De hecho, además, de forma lenta, pero sin pausa, la humanidad va cambiando, va
buscando mayores cuotas de justicia, de participación popular (las monarquías
no están en ascenso y la esclavitud física, aunque no desapareció totalmente,
tampoco está en crecimiento. De hecho, es un delito). Lo que se visualiza como
utopía -en el sentido que prefiramos- es el camino a seguirse para conseguir el
fin. Dicho en otros términos: ¿cuál es el instrumento que posibilita cambiar la
sociedad a favor de las mayorías explotadas?
La
Comuna de París y el mayo francés se proponen como referentes: el
"pobrerío" al poder, la imaginación al poder. Podemos estar de
acuerdo con que otro mundo es posible; la cuestión es cómo construirlo. Es
decir: ¿cómo se afianzan y tornan sustentables las experiencias
autogestionarias? Más allá de la reacción, la protesta, la lucha contestataria
(momentos imprescindibles en esta construcción), a la luz de lo que fueron esos
intentos de edificación de algo nuevo, las preguntas siguen abiertas.
¿Habrá
que convencerse que el poder popular, el poder horizontalizado, es una pura
quimera, una utopía en sentido negativo? La figura del Amo y del Esclavo de
Hegel en tanto modelo de la dialéctica definitoria de la relación interhumana ¿es
una constante? Con lo que tenemos de ejemplo hasta ahora, con todo lo que las
experiencias humanas nos han aportado a lo largo y ancho de la superficie de
nuestro planeta y en lo que llevamos de historia como especie, en principio
todo ello nos autoriza a decir que, efectivamente, Hegel no estaba muy
equivocado.
III
El
poder fascina. Esto, parece, es válido universalmente. Cualquier experiencia de
ejercicio de poder nos confronta con la dificultad tan grande de lograr evitar
caer en similares tentaciones, desde el Gengis Khan a Ceauscescu, del poder que
confiere manejar un automóvil respecto al peatón al hecho que un sirviente nos
abra la puerta del ascensor, del profesor en su cátedra a Suharto o Somoza en
sus lugares de autócratas. ¿Cómo entender la permanencia del patriarcado sino
es por el mantenimiento de un poder de los varones sobre las mujeres? ¿Cómo
puede repetirse tan frecuentemente la corrupción de dirigentes sindicales y la
traición a su clase si no es por la fascinación que traen las cuotas de poder
que el sistema le confiere? Renunciamientos al halo mágico del poder, aunque de
hecho puedan darse, no son fáciles -por otro lado, ¿por qué habrían de serlo?,
si justamente lo humano es tal en torno a esa dialéctica, se constituye sobre
ese paradigma amo-esclavo-. ¿Qué adinerado está dispuesto a compartir su
fortuna con el pobrerío? ¿Qué varón está dispuesto a perder sus privilegios
sociales sobre la mujer?
En
la tradición socialista nunca se ha debatido seriamente este aspecto de la
fascinación del poder. La sola mención de "poder popular" como
fórmula mágica no excusa -la historia lo constata- de la necesidad de
mantenerse alertas ante las recaídas en las mismas repeticiones de siempre.
¿Por qué siempre las revoluciones socialistas estuvieron ligadas a la figura de
un gran líder? (por cierto, siempre varón). ¿Por qué estos líderes se permiten
legar herederos políticos? ¿Por qué siempre se repitan similares estructuras,
por ejemplo: cierto culto a la personalidad? Se podría haber pensado que en la
construcción del mundo nuevo las purgas en masa de Stalin quedaban en la
historia estigmatizadas como lo que nunca debería repetirse, y que ya nunca
volvería a verse un abuso de autoridad por parte de un dirigente
revolucionario. Pero no: vemos que el autoritarismo, la jerarquía, la
verticalidad en el mando siguen siendo prácticas aún vigentes en la izquierda
(no falta por ahí algún cuadro militante que sea machista, abusivo y violador
incluso). ¿Y la autocrítica?
Cuando
se ha pensado en transformar el mundo (utopía en el sentido literal que el
inventor de la palabra, Tomás Moro, le diera: "lugar que no está en
ningún lugar"), cuando la tradición socialista apuesta por la
construcción de una cosa nueva, ahí es donde surgen los problemas.
Los
problemas son de dos tipos: por un lado -esto no es ninguna novedad obviamente-
la reacción de las fuerzas conservadoras, de aquellos que perderían con un
cambio. Obstáculo de enormes proporciones a vencer, mucho más grande que hace
un siglo, cuando se comenzaba a hablar de poder popular, de la comuna de París.
Obstáculos que hoy, con un poder militar inconmensurable por parte del
capitalismo desarrollado, y más aún de su potencia hegemónica, son de una
naturaleza casi insalvable (hoy quizá sea más fácil molestar a la lógica
capitalista por medio de un hacker que con un llamado a la toma de las armas
por parte del pueblo unido).
¿Pero
qué hacer entonces? ¿Cómo enfrentarse al Fondo Monetario Internacional, a las
bombas inteligentes, a los satélites de espionaje, al fantasma de la
desocupación, a los medios de comunicación masivos de escala planetaria? El
mundo de hoy, luego de la caída del muro de Berlín, está inclinado de modo
escandalosamente unipolar hacia el lado del gran capital, y por cierto que no
se ve muy fácil cómo golpearlo. La derecha ha aprendido de sus errores más
rápido y mejor que la izquierda, y hoy día ya no son concebibles ni una comuna
de París ni un mayo francés, sencillamente porque el poder dominante lo puede
controlar con relativa suficiencia. El mundo que emergerá de la actual pandemia
de COVID-19 augura un mayor control de las masas, con mecanismos cada vez más
sofisticados de manipulación, y con imposiciones que años atrás ni se soñaban:
el trabajo en casa, el estudio en casa, compras por internet, todo lo cual
contribuye a un distanciamiento social cada vez mayor. El "Quédate en
casa" parece ser la norma de lo que vendrá, más allá de la enfermedad.
Si
eventualmente la correlación de fuerzas permitiera -concédasenos jugar un
momento a las utopías- realizar los cambios pertinentes, surge con no menos
fuerza el otro problema: confiscadas las empresas industriales, repartidas las
tierras, promovido el estado de bienestar por medio de iniciativas populares
(salud y educación gratuitas y de calidad, créditos hipotecarios, cultura para
todos), ¿cómo organizamos el poder popular? ¿Cómo evitar que se repitan las
purgas stalinistas o el machismo y la impunidad de algún comandante?
Quizá
no hay antídoto contra mucho de lo que conocemos como experiencia humana. Si el
poder fascina a todos por igual, si el sujeto se constituye a partir de la
imagen del otro y la agresividad está en nuestra constitución (la reacción
contra el otro siempre es posible), parece que es utópico buscar una
"bondad" esencial entre los seres humanos. Pero más aún: quizá sea
desubicado, tonto, inconducente, mantener un maniqueísmo de buenos y malos, de
carácter más bien religioso, donde el poder y los poderosos son intrínsecamente
"malos" y los desposeídos son los "buenos". El "hombre
nuevo" -que por definición tendría que ser "bueno"- de momento
parece que no está muy cerca de prosperar aún. ¿Hay ya "hombres
nuevos" por algún lado? ¿Puede haberlos? ¿"Nuevos" en qué
sentido: que ya no se fascinan con el poder? El ejercicio del poder nos permite
sentirnos -ilusoriamente- perfectos, completos, totales. Por eso,
definitivamente, nos atrapa. Eso, ¿se podrá extinguir de ese presunto "hombre
nuevo"? Seguramente no, lo cual no invalida la búsqueda de una sociedad
menos asimétrica.
IV
Quizá
lo que podemos plantear es la necesidad de la participación popular como un
camino importante, tal vez el más importante, para la construcción de un mundo
distinto. Que el poder se desconcentre, que se reparta entre todos y todas: ahí
hay una vía vital para algo realmente superador. Que nadie pueda "mirar
desde arriba" a nadie, porque nadie es más que nadie.
Que
"otro mundo es posible" está fuera de discusión; posible e
imperiosamente necesario. Sobre lo que debemos seguir profundizando es en el
cómo lograrlo. Participación popular, poder popular, son conceptos que van más
allá de la concurrencia a las urnas cada tanto tiempo, o la participación en un
acto público el 1º de mayo, o una marcha populosa. Eso, igualmente, va
muchísimo más allá de la organización territorial puntual: el comité de barrio
que se encarga del alumbrado público, de la pavimentación de un sector de la
ciudad o la instalación del agua potable en una aldea rural, que gestiona
alguna respuesta a una necesidad específica. El poder popular debe apuntar a
algo infinitamente más amplio que eso. La experiencia de los intentos
socialistas habidos nos va demostrando que la construcción del partido
revolucionario presenta contradicciones. La supuesta pluralidad partidaria de
las democracias burguesas no tiene absolutamente nada que ver ni con la
participación ni mucho menos con el poder popular. Autogobierno local,
autogestión obrera de la producción, movimientos cooperativos -y en esa línea
también: comuna de París y mayo del 68- son hitos que ya existen y deben
potenciarse. He ahí donde debemos nutrirnos para ver por dónde caminar.
Debemos
estar conscientes que cada individuo es, ante todo, parte de una masa; y que la
masa tiende a ser conservadora, no crítica, fácilmente exaltable. La idea de
"hombre nuevo" es casi la antípoda del hombre-masa. En algún sentido
todos somos masa, y la organización de una sociedad tiene mucho que ver con ese
fenómeno. De todos modos, el capitalismo desarrollado llevó esa formación a
niveles jamás vistos anteriormente en la historia; no puede haber sistema
capitalista eficiente si no hay masa -como productora y como consumidora-. La
masa, preciso es reconocerlo, difícilmente pueda proponer, sopesar, decidir con
sutileza. La masa es amorfa, sigue a un líder, prefiere el inmediatismo.
Pero
ahí está el reto: ¿cómo lograr que ese conjunto descoordinado y manipulable,
tal como es la masa, pueda ejercer el poder? ¿Cómo puede gobernarse a sí misma?
¿Es posible perpetuar ese espíritu revolucionario de la masa que a veces le
nace espontáneamente? ¿Es posible construir una sociedad a partir de ese
espíritu? ¿Cómo hacer para que en realidad la imaginación tome, conserve y
ejerza productivamente el poder? Resolver esto es el desafío que se nos abre.
La
dictadura del proletariado, es decir: un gobierno revolucionario de iguales
dispuesto a cambiar el curso de la historia, fue lo que hizo pensar a Marx más
de un siglo atrás en la pertinencia de ese mecanismo luego de entusiasmarse con
los hechos de París de 1871. Las contadas ocasiones en la historia del siglo XX
o inicios del XXI en que esas masas dejaron de acatar las reglas establecidas y
derrocaron regímenes que las agobiaban (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua,
o que en Venezuela rescataron al presidente Chávez durante la intentona
golpista del 2002), se pusieron en marcha procesos que significaron mejoras. No
puede dejar de mencionarse que siempre esos movimientos tuvieron una figura
fuerte (masculina) que terminó poniéndose al frente. ¿Pueden las masas caminar
sin un líder? ¿Será parte de la condición humana tener siempre una cabeza que
dirige?
V
Hecho
el balance de lo que significaron tales experiencias, está claro que hubo
grandes avances populares: se redujo o extinguió el hambre crónica, creció el
bienestar cotidiano, la población tuvo acceso a salud, educación, tierras y
viviendas, aumentó la producción y la investigación científica. Aunque se pueda
criticar hoy la burocracia y la falta de derechos individuales en China, por
ejemplo, ¿quién podría negar que las grandes masas tuvieron con la llegada de
la revolución un mejor nivel de vida que con los mandarines? Aunque no falten
cubanos que abandonan la isla hastiados de la crónica escasez material -mucho
más que de la publicitada monocromía del partido único- buscando el "paraíso adorado" de Miami, ¿quién podría
negar que la situación socioeconómica y cultural de la población de Cuba es hoy
infinitamente más digna que la de cualquier país latinoamericano, y que sus
logros sociales ni siquiera en muchos países del Norte pueden encontrarse?
Pensando
en el poder popular quizá debemos poner un especial énfasis en la pequeña
célula de autogestión, en el pequeño grupo que se organiza y se autogobierna, y
no tanto en la idea de gran proyecto universal que cambia el mundo y abre las
puertas del nuevo paraíso. Eso, por lo que vemos, no funcionó en ese sentido.
Por último, si hay necesidad de líderes como garantía de los procesos
revolucionarios, eso no es reprochable en sí mismo. La cuestión se plantea en
torno al sentido último de la revolución. Y si los dirigentes mismos permanecen
mucho tiempo en su función de comandante, ¿por qué eso sería un problema en sí
mismo? Las democracias burguesas se llenan la boca hablando del recambio de
autoridades, pero sabemos que allí solo cambia el administrador de turno. Los
que mandan de verdad, no cambian nunca (las megaempresas o los grandes bancos,
en algunos casos, ya tienen más de un siglo, o dos, dando órdenes a los
presidentes. ¿Quién los eligió?). Por otro lado, se fustiga las "largas dictaduras"
de algún dirigente revolucionario (Fidel Castro, por ejemplo, o Mao Tse Tung),
mientras una parásita como la reina de Gran Bretaña, impresentable lacra
medieval mantenida con la explotación de la clase trabajadora inglesa y de sus
colonias o neocolonias, lleva 66 años en el poder ("Es más fácil ver la
paja en el ojo ajeno que la viga en el propio").
Ante
esos primeros experimentos -que no podríamos llamar fracasos, pero sí tanteos a
revisar- está claro que hay que presentar nuevas alternativas superadoras. Lo
que podemos extraer como conclusiones es que, si de cambios se trata, la masa
debe ser crítica, acompañar e involucrarse en los procesos sociopolíticos, ser
un contralor riguroso. Tal vez a principios del siglo XX, en Rusia, un
campesinado casi feudal, muy poco desarrollado educativa y políticamente, lejos
de la cultura industrial urbana, no estaba en condiciones de ser el garante de
un proceso autogestionario que se profundizara; por eso, más allá de los
soviets, pudo aparecer un Stalin. En esa dimensión podría preguntarse entonces:
¿pero por qué una clase obrera como la alemana, o la japonesa, altamente
desarrolladas, con buenos niveles educativos, con tradición de organización
sindical, no proponen entonces el control de la producción en sus países en la
actualidad? ¿Por qué no toman en sus manos el control de sus Estados y
organizan una sociedad nueva? Ahora bien: ¿quién dice que esas clases sociales
quieren cambiar su estatus? Tal vez cada trabajador individual querría, ante
todo, devenir funcionario de la fábrica donde labora, duplicar su ingreso,
incluso tener personal a su cargo. En países de alto consumo, el ideal es poder
consumir más todavía, y la solidaridad se busca convertir -lográndolo muchas
veces- en exótica pieza de museo. El actual neoliberalismo se ha encargado de
elevar esa tendencia a su máxima expresión haciendo del individualismo una
religión obligada.
Tanto
en el Norte hiper desarrollado como en el Sur famélico, hoy por hoy, caídos los
modelos del socialismo clásico y entronizado el "sálvese quien pueda"
de un capitalismo salvaje y voraz, replantearse los términos del poder es de
vital importancia. En el ánimo de aportar alternativas en este debate, la
cuestión básica estriba en pensar en procesos micro, locales, en pequeños
poderes realmente horizontales y democráticos: la comunidad barrial, la unidad
sindical, la cooperativa puntual, el grupo de consumidores, los colectivos
particularizados, para de ahí llegar al colectivo nacional. Experiencias de
autogestión hay numerosísimas a lo largo y ancho del planeta, y de ahí debe
salir la nueva savia revolucionaria. En concreto, con la actual crisis
sanitaria, que ante todo es una tremenda crisis económica, infinidad de
experiencias de organización popular espontáneas se encuentran por doquier
(solidaridad de base, ollas populares, colectas espontáneas).
En
un mundo globalizado con poderes descomunales de impacto planetario, buscar
alternativas especulares, de igual a igual, a esos poderes monumentales no se
ve conducente. La Guerra Fría, por cierto, terminó asfixiando en su monstruosa,
loca carrera de dos gigantes -uno más que el otro, evidentemente- a uno de los
polos, el que, mal o bien, podía servir como contrapeso al capitalismo; por
tanto, volver a oponer misil nuclear contra misil nuclear en tanto método de
lucha no parece lo más fructífero. La República Popular China está oponiendo al
gigante capitalista un desarrollo económico-científico-técnico de igual a
igual. Es decir: una nueva Guerra Fría, de momentos sin armas. Tampoco parece
el camino emancipatorio para las grandes masas populares del planeta. La
tecnología 5G, o la 6G que China ya está desarrollando no parecen,
precisamente, el camino para la liberación popular.
No
podemos ser ingenuos y pensar que una comunidad rural organizada en alguna
provincia de Mozambique, o un colectivo de madres solteras en Rawalpindi o una
cooperativa de pescadores en el Caribe hondureño, puedan ser inquietantes para
los grandes bancos que manejan la economía mundial, o para las fuerzas armadas
de Estados Unidos o de la OTAN. Seguramente no. Pero dado que estábamos
hablando de cómo darle forma a la utopía, he ahí el germen del que debemos
nutrirnos. Pensar en las utopías significa creer que son posibles (si no, no
vale la pena siquiera considerarlas).
Luego
del derrumbe de la Unión Soviética, a partir del mundo unipolar vivido estos
últimos años y del mensaje triunfal del neoliberalismo individualista -coronado
con las últimas invasiones de Estados Unidos en estos años pasando por sobre la
Organización de Naciones Unidas: a Irak, a Libia, a Afganistán- todos, y la
izquierda en especial, hemos quedado golpeados, sin referentes, profundamente
asustados. El fantasma de la desocupación existe de verdad, y los cerca de 200
millones de desempleados en el mundo ayudan a mantener la precariedad laboral
en un bochornoso proceso de retroceso social (hasta en el seno de las Naciones
Unidas los contratos son por tiempo limitado, sin prestaciones ni derecho
sindical, y a los trabajadores europeos se les lleva hacia las 65 horas
laborales semanales). Si "la historia ha terminado" –según se nos
informó pomposamente– ¿para qué pensar en utopías?
Pero
no es utópico decir que hay que enfrentarse a todo esto: es, en todo caso, una
obligación, un imperativo ético. Durante la comuna de París era más claro, o al
menos lo parecía –pero no por ello más sencillo–, fijar el norte: la clase
obrera industrial debía ser el motor de cambio universal tomando el poder y construyendo
una sociedad nueva (claro que esa conclusión se sacaba en uno de los países más
industrializados del mundo, en muy buena medida rector de la historia global
por su influencia política y cultural. Quizá una sublevación indígena en
América –que en 1871 también ocurrían– no hubiera permitido sacar la misma
conclusión).
Hoy,
seguramente el panorama no permite aquella misma claridad. ¿Contra quién lucha
el campo popular en la actualidad? Si bien sigue siendo claro que contra un
sistema injusto, como mínimo hay que formular algunos matices: en el
capitalismo desarrollado un trabajador no tiene mucho por lo que protestar, o
no tanto, al menos, como cuando la comuna parisina en el siglo XIX. Allí,
quizá, el mayor enemigo podría parecer hoy el mismo consumismo. En el Sur, por
el contrario, dada la complejidad e interdependencia planetaria a que se fue
llegando, se hace casi imposible pensar en procesos de autonomía nacional
antiimperialistas (¿cuánto podría resistir hoy una revolución socialista en un estado
africano, por ejemplo?, o ¿hasta dónde podrá llegar la Revolución Bolivariana
en Venezuela si continúa radicalizándose y amenazando las reservas petroleras
que Washington considera propias?); en el Tercer Mundo, tal vez lo más
revolucionario hoy es no pagar la deuda externa y buscar la constitución de
grandes bloques regionales para resistir los embates de un capitalismo del
Norte cada vez más voraz.
Ante
todo esto, entonces, ¿hay que olvidarse de las utopías? ¡De ningún modo! El
solo hecho de escribir estas líneas, de intentar contribuir al debate sobre
otro mundo posible, está mostrando que la utopía nos sigue convocando. Pero
ahora bien: para darle forma a esa utopía, para hacer posible la aspiración a
un mundo de mayor justicia, debe replantearse el tema del poder en su justo
medio, con valentía y autocrítica. Si no, es muy probable que sigamos
repitiendo errores en vez de enmendarlos.