CARTA DEJADA EN UN BAÑO DE LA
EMBAJADA DE ESTADOS UNIDOS EN LIMA, PERÚ (está firmada, pero no se pudo
determinar quién es ese tal Javier Quispe. Probablemente es nombre ficticio).
Sres. Fondo Monetario
Internacional:
Es para mí una
obligación moral hacerles llegar esta carta. Se preguntarán ustedes quién soy.
Pues nada más y nada menos que un ciudadano común, un mortal de a pie, uno más
de los tantos que nos vemos perjudicados por su accionar. Si quieren que me
identifique: Javier Quispe, de una comunidad de Ayacucho, Perú, y mi lengua
materna es el quechua. Por avatares del destino pude tener educación
universitaria, y ahora les escribo en español. Hagan el esfuerzo de leerlo en
esta lengua, aunque la suya sea el inglés.
El motivo de la
presente es un pedido; me atrevería a decir que más que un pedido: si ustedes
quieren, también una súplica, pero fundamentalmente una exigencia. Señores
funcionarios: ¡dejen ya de presionarnos con sus requerimientos! ¡No les
pagaremos ni un centavo!
No sólo levanto la voz
para hacerles saber de este reclamo; les presento también los motivos que me
llevan a ello, que no son en modo alguno caprichosos ni desubicados.
Cada latinoamericano
nace con una deuda de dos mil trescientos setenta y siete dólares. ¿Cómo es
eso? ¿Quién contrajo esa deuda? Es absolutamente inmoral, indigno,
injustificable, que una persona nazca y ya tenga hipotecado su porvenir. ¿En
nombre de qué esa deuda, señores? ¿Qué beneficio recibimos cada uno de
nosotros, los deudores, por esta deuda? ¡Ninguno! Pero ustedes sí que se
benefician. ¿De dónde viejo el lujo en que se mueven? ¡De nuestra explotación,
de nuestro sudor y nuestra sangre!
Siendo así, entonces,
¿pueden explicarme por qué esa prepotencia, esa arrogancia de parte de ustedes
para con nosotros? Quiero aclararles que esto no es nada personal, por
supuesto; yo no los conozco siquiera (ni quiero conocerlos, me apresuro a
aclarar). Para mí son sólo un nombre, una etiqueta de un impreciso ente que
tiene su oficina muy lejos de mi tierra, en un lugar donde seguramente nunca
llegaré, y en el cual me detendrían en la puerta si intento acceder. Pero fuera
de saber que ustedes están por allá, sé –porque lo experimento en carne propia–
que por su intervención nosotros estamos en la ruina, y sus créditos, más que
ayudarnos, contribuyen a seguir hundiéndonos.
Díganme con toda
honestidad: ¿nosotros le pedimos acaso un centavo de su dinero? Yo jamás les
solicité algo; ni siquiera los conozco. Jamás de los jamases los llamé para
pedirle dinero. ¿Por qué ahora les debo dos mil trescientos setenta y siete
dólares? (Bueno, ese debía al nacer…, quizá ahora se engrosó la deuda). Y
ustedes quieren cobrar esa suma. Ese es su trabajo, sin dudas, pero ¿qué es su
trabajo: explotar inmisericordes a los pobres del mundo? Como dijo un escritor
que seguramente deben conocer, llamado Bertolt Brecht. “Es delito robar un
banco, pero más delito es fundarlo”. ¿Entienden entonces lo que quiero transmitirles?
Todo esto es un engaño, señores, un vil y nauseabundo engaño. Mi país, Perú,
recibió millones y millones de dólares en estos últimos años, pero yo, un pobre
“cholo”, como despectivamente nos llaman a los indios de la Sierra, no vi un
centavo de todo eso. Y donde sigue viviendo parte de mi familia, en la
provincia de Huamanga –yo ahora estoy en la capital, Lima– las cosas no
cambiaron. Es decir: seguimos sin acceso a los servicios básicos,
semianalfabetos, desnutridos, marginados, olvidados. Antes los españoles, con
la espada y la cruz. Ahora ustedes: el Fondo Monetario Internacional, con sus
benditos créditos impagables. La historia no ha cambiado.
Esperando que la
explicación haya sido lo suficientemente clara como para no dejar ningún lugar
a malentendidos, les ruego recapaciten sobre lo que les acabo de decir.
No tengo nada que
agregar sino repetir una vez más que no me siento deudor de nada, por lo que
les solicito encarecidamente dejen de reclamar algo que no corresponde. En
nombre de mi pueblo –del que me siento en la obligación de representar– y del
mío propio les solicitamos dejen de chantajearnos. Si así no lo hicieren, me
veo precisado a decirles que deberemos pasar entonces a medidas de fuerza, lo
cual –imagino– no habrá de ser de su agrado. Evitemos el uso de la violencia.
Por favor absténganse de seguir reclamando. ¡No les debemos nada de nada! En
todo caso, ustedes nos deben a nosotros.
Esperando que a partir
de esta misiva se clarifiquen –y faciliten– los términos de la relación entre
nosotros establecida, no diré que tengo el gusto de saludarles, sino que ¡basta
ya, por favor!
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