Gervasio y Asdrúbal,
mellizos univitelinos, eran dos gotas de agua. Incluso sus padres, de pequeños,
tenían dificultad para identificarlos. Así fue siempre; los años no marcaron
diferencias entre ellos. Al menos en lo físico. En sus historias de vida, sí.
Profundas diferencias.
Asdrúbal nunca
salió de su ciudad natal; su puesto de empleado administrativo en una empresa
fúnebre no daba para tanto. A duras penas pudo criar a sus dos hijos; con 38
años, su patrimonio era una modesta casa aún hipotecada, y una bicicleta de la
que se sentía sumamente orgulloso (bien cromada, lustrada afanosamente cada
día). Por el contrario Gervasio, muy joven todavía, había salido del país con
una beca para terminar su formación musical en uno de los conservatorios más
prestigiosos de Europa. Su brillante carrera de director de orquesta sinfónica le
había dado una considerable cuenta bancaria, y aprovechando su inveterada
soltería, era un elegante Don Juan. De tanto en tanto volvía a su ciudad de
origen. Los encuentros con su hermano eran escasos, pero muy efusivos.
Estando en su
terruño, recibía numerosas invitaciones para dirigir la Sinfónica Nacional. No
por mala voluntad sino por interminables compromisos previos, nunca podía
aceptar. Le hubiese encantado hacerlo, pero su agencia de promociones le tenía
siempre reservada una muy apretada agenda. Gervasio se quejó, y finalmente un
diciembre, para unos días antes de las Fiestas Navideñas, se programó una
actuación en su urbe natal. Él propuso hacerlo gratuito, pero las autoridades
(Ministerio Nacional de Cultura y Alcaldía Municipal de la ciudad capital) le
rogaron encarecidamente poder cobrar una colaboración mínima destinada a una
obra caritativa: un hogar de huérfanos que recientemente había sufrido un pavoroso
incendio. Gervasio aceptó de muy buen grado. El público, al saber de su
presencia en esa actuación esperada por años, agotó las entradas en dos días.
La suma recaudada no era poca; serviría para la reconstrucción del hogar destruido.
Aprovecharía la
estancia en la ciudad visitando viejos amigos, para estar con su familia y para
ensayar algo con la orquesta. Como el tiempo no daba para mucho, se comprometió
a dirigir solo una obra. Para el caso, aunque no fuese la más propicia para la
época, eligió la Obertura de la ópera “Las bodas de Fígaro”, de Mozart.
Fragmento insigne, representativo por antonomasia del período clásico europeo,
razonó que eso no podía dejar de gustarle a nadie.
Llegó al país el
día 20 de diciembre. Su hermano Asdrúbal fue a esperarlo al aeropuerto.
Sabiendo que éste no disponía de un gran presupuesto, Gervasio pagó el taxi
hasta la casa, dejando una generosa propina al conductor. Sin perder mayor
tiempo, luego de instalado con su pequeño núcleo familiar -los padres habían
fallecido hacía años-, los dos días siguientes ensayó toda la tarde con la
orquesta.
El día 23 era la
presentación. La orquesta, que ya tenía ensayada la obra hacía tiempo, bajo la
batuta de Gervasio logró una compaginación perfecta. Su oído absoluto le
permitía escuchar el más mínimo error de algún instrumento; siendo un exquisito
de la afinación, de la pulcritud de las formas así como de la expresividad más
profunda, con pocos ensayos la orquesta logró un nivel de perfección pocas
veces visto. Uno de los violines dijo que resultaba un honor ser dirigido por
un director de ese quilate. “¡Hasta nos pagan por esto!”
Toda la familia de
Asdrúbal, es decir: su esposa y sus dos hijos -que odiaban la música clásica- irían
a la gala. Además de la participación de Gervasio como director invitado, la
presentación de la orquesta contemplaba otras obras, más propicias para la
ocasión: villancicos y tonadas navideñas, alguna música ligera, un samba
brasileño, un tango argentino. Gervasio cerraría la noche. Pero algo pasó ese
mediodía, cuando se disponían a almorzar.
El director sufrió
un paro cardíaco. Tuvo que ser llevado de urgencia a un hospital. Aún en estado
grave, pudo decirle algo a su hermano. Con lágrimas en los ojos, se dirigió a Asdrúbal
explicándole que no podía quedarle mal al público, que hacía años que quería
regarle esto a su ciudad, que desde meses atrás ya había concretado la presentación
de esa noche, y que por favor, “hermanito gemelo, esta noche vas a dirigir
la orquesta”. .
Asdrúbal quedó
petrificado. “¡¿Cómo?! No, Gerva. ¡Imposible! ¿Cómo voy a dirigir yo?”
Con voz
entrecortada, mientras lo llevaban en la camilla, el director alcanzó a decir:
“En mi pantalón azul está el teléfono de U., el contacto. Hay que mover un
poco los brazos ante la orquesta y ya…” No pudo seguir hablando. Las
enfermeras alejaron a Asdrúbal, quien quedó de una sola pieza. Justo en ese
momento sonó su teléfono. Era U., el empresario de la ciudad que había
arreglado los contactos. Con voz melosa preguntó: “Usted perdone, pero como
su hermano me dejó su número, y yo lo llamé varias veces a Gervasio sin
respuesta, pensé que algo había pasado. ¿Está él por ahí?”
Resuelto, sin
pensarlo dos veces, Asdrúbal respondió con firmeza: “Sí, es que mi hermano
ahora no puede atender, pero ya confirmó que hoy estará por allá”. Casi con
picardía, agregó: “Me dijo que por nada del mundo querría fallar”. “Perfecto,
de acuerdo. Lo esperamos a la hora convenida. Y usted, por supuesto, también
está invitado”, agregó con cortesía el administrador.
Asdrúbal quedó
mareado. Entre el estado de salud de su hermano y el compromiso que acaba de
tomar, sentía que la vida le iba a estallar. Pensó en salir corriendo, pero…
¿hacia dónde? Ahora no podía dar marcha atrás con lo del concierto de la noche.
Le daba vergüenza reconocer la decisión tomada ante su esposa; lo trataría,
como de costumbre, de imbécil. No decirle, tampoco era posible. Pensó en el día
siguiente, cuando ya todo estuviera terminado y pudiera ocuparse del estado de
salud de Gervasio. Pero la realidad era otra: ahí estaba el director en una
sala de cuidados intensivos dejándole una tarea imposible de no cumplir, y ahí
estaban su esposa y sus hijos, quienes no podrían entender que él se hiciera
pasar por director de orquesta.
Cerrando los ojos,
tomando valor, con una voz apenas audible, le contó a su cónyuge lo acontecido.
Ella, contrariamente a lo que Asdrúbal suponía, lo felicitó. “¡Gran hermano!
Hiciste lo correcto”. Eso lo llenó de energía.
Mientras su núcleo
familiar permanecía en el hospital a la espera de novedades, él marchó a la
casa. Nunca había usado un frac; de hecho, le parecía ridícula esa vestimenta.
Gervasio lo había dejado correctamente colgado en su habitación, listo para la
función de la noche. Le sentó perfectamente, porque ambos hermanos seguían
siendo idénticos. Ya era media tarde, por lo que decidió marchar al teatro.
Como no tenía para un taxi, tuvo que ir en transporte público.
Todo el mundo,
cargado de regalos como es lo típico para esa época navideña, no dejaba de
mirarle con sorpresa. “¿Sería un chiste? ¿Una curiosa publicidad? ¿Un loco
escapado del manicomio?”, se preguntaban los pasajeros. Asdrúbal tuvo que
poner su mejor cara de desentendido (de tonto) y mirar el techo del vehículo
todo el recorrido para no encontrar las miradas de la gente.
Llegado al teatro,
lo saludaron en francés. “En español. En español está bien”, se apresuró
a responder. Comenzó a sentir que le gustaba mucho su papel. Al rato vino el concertino
a saludarlo: “¡Un gusto, Maestro! Entonces, arrancamos en piano ma non
troppo y luego el tutti lo atacamos en fortissimo, para lograr clima, tal como
quedamos en los ensayos, ¿verdad?” Sin siquiera dudarlo, la respuesta fue
inmediata: “¡Por supuesto!”
Vio que el papel a
actuar no era tan fácil, por lo que se le ocurrió algo para salvar la situación.
“Como suelo hacer siempre en mis conciertos, prefiero quedarme en silencio,
concentrado, y en una habitación yo solito, hasta el momento de entrar en
escena”. Los rodeantes se miraron algo sorprendidos, pero no dudaron en
consentirlo. “Por supuesto. Como usted diga, Maestro”.
Sintió que
respiraba. Quedó solo en un lujoso cuarto, pequeño, muy bien iluminado. Una
mujer, con ceremonial respeto, le ofreció algo de tomar. “Jugo de tomate”
pidió. Sabía que esa era una bebida preferida por su hermano.
Entre sudores
fríos, un ensayo mental de qué haría ya en el escenario, las hipótesis que
barajaba por si se descubría todo, y la seguridad que estaba actuando en lo correcto,
llegó el momento en que tocaron a la puerta para avisarle que era su turno.
Salió a escena.
Los músicos se pusieron de pie para recibirlo, y el público comenzó a aplaudir
rabiosamente. La sensación que tuvo el impostor director fue fabulosa. Una
bocanada de seguridad, de energía. Envidió a su hermano, que vivía esas
situaciones continuamente. “¿Por qué a mí
me tocó ser un empleaducho?”, se maldijo,
al mismo tiempo que pensaba aprovechar al máximo los pocos minutos que duraría
su actuación. Esa tarde, mientras se ponía el frac, buscó alguna información en
internet sobre la obra que ahora iba a dirigir. Felizmente era corta: no más de
cinco minutos. No era particularmente complicada; al menos, eso creía viendo
alguna grabación de su hermano que encontró por allí.
Tenía alguna idea,
muy parcial, de lo que hacía un director delante de la orquesta. Igual que
Gervasio, dirigiría con batuta (así se lo había visto hacer a su hermano). Los
nervios lo tensaban, pero juntó fuerzas, y la ejecución comenzó. Como era una
muy acompasada orquesta con largos años de ensayo, las cosas salieron bien. Algún
músico tuvo una rara sensación, porque el director parecía excesivamente
histriónico. De todos modos, eso no impidió una brillante interpretación. En
realidad, nadie sospechó nada. Los aplausos se prolongaron interminables. Tal
como había visto hacer en algunos videos, y también a Gervasio, Asdrúbal saludó
con un apretón de manos al primer violín, hizo poner de pie a todos los
músicos, y saludó reiteradas veces con profundas inclinaciones de cabeza. No
hubo bis, con lo que los integrantes de la orquesta quedaron sorprendidos:
habían ensayado dos obras más, que inexplicablemente no se ejecutaron. Cuando
ya luego de la función los organizadores le preguntaron el porqué de ese rápido
retiro sin interpretaciones fuera de programa, dijo con nerviosismo: “en otro momento se los voy a explicar”.
La terminante respuesta cerró cualquier posterior comentario.
Ya en el foyer comenzó a recibir innumerables
felicitaciones. Quería preguntar por la salud de su hermano, pero no encontraba
el momento. Además, eso podía levantar sospechas. Estoicamente soportó
interminables apretones de mano y besos en la mejilla. No faltaron reclamos por
la falta de bis luego de la Obertura de Mozart. “Ah… ¡un día se los voy a explicar!”, replicaba con una sonrisa
cortés. Nadie hizo comentarios sobre la calidad de la audición. “Por lo visto”, pensaba satisfecho, “nadie dudó…O, al menos, si se dieron cuenta,
nadie dijo nada”.
Gervasio salió muy
rápidamente de la internación. En pocos días estuvo recuperado, y antes de las
dos semanas, contrariando las indicaciones médicas, ya volaba nuevamente para
seguir su apretada agenda. La vida siguió sin mayores variantes para ambos
hermanos: el director, cosechando aplausos y viajando profusamente, siempre con
muchas mujeres ocasionales pero sin ninguna fija. Asdrúbal, con su impecable
bicicleta, continuaba siendo el mismo empleado meticuloso, puntal y servicial
(“insufriblemente aburrido”, según su
parecer).
Un día de tantos
-fue un miércoles por la tarde, jornada brumosa y con llovizna- recibió una
carta en su oficina de la empresa fúnebre. Su sorpresa fue mayúscula, pero
nunca tan grande como la de su jefe y compañeros de trabajo: venía firmada por
el Ministro de Cultura y por el Alcalde Municipal. Lo citaban para dentro de
dos días al mismo teatro donde se había ofrecido el concierto algún tiempo
atrás.
“¿Se habrán dado cuenta?”, comenzó a
preguntarse angustiado. “¿Qué les voy a
decir ahora?”, temblaba sudoroso. La gente de la oficina percibió su
reacción. Inmediatamente lo apoyaron, le ofrecieron un vaso de agua, le
preguntaron qué le estaba pasando. Asdrúbal,
tremendamente golpeado, pidió permiso para retirarse. El jefe no pudo
oponerse, viendo el estado en que se encontraba, pálido, tembloroso.
Camino de regreso
a su casa iba mascullando qué hacer. Le daba una tremenda vergüenza contárselo
a su esposa, porque sabría que le recriminaría -¡por tonto!- el cambio de
identidad. “¿Para qué hice eso? ¡¿Para
qué mierda habré hecho eso?!”, se recriminaba acremente. “Todo por salvar a ese Don Juan del demonio…”
Llegó a pensar en
suicidarse y no afrontar la situación. “¿Iría
preso por usurpador?”. Estaba desconsolado. El día siguiente no fue a
trabajar. Inventó cualquier excusa, pidiéndose libres dos días. El viernes,
finalmente, no encontrando alternativas, aceptó su “infausta suerte”, como decía, y se presentó en el teatro. Había
mucho menos gente que cuando la función de gala aquel 23 de diciembre.
Contrariamente, había infinidad de periodistas. Se asustó mucho.
Aunque lo
recibieron con mucha cortesía, nadie le explicó nada de qué se trataba toda esa
parafernalia. Lo hicieron esperar un rato en la misma sala donde él había
permanecido solo antes del concierto. Luego de un período de angustiante espera,
que se le hizo insufriblemente largo, fue llamado.
Su sorpresa fue
mayúscula. Sobre el escenario lo esperaban, en persona, el Excelentísimo Señor
Ministro Nacional de Cultura, Dr.…, y una serie interminable de apellidos de
distinguidas familias, y el Excelentísimo Señor Alcalde, Don…. Ya ni pudo
escuchar los apellidos, porque los fogonazos de las cámaras fotográficas y los
reflectores de las cámaras de televisión lo encandilaron haciéndolo
trastabillar. Se le otorgó la Medalla al Mérito Ciudadano por haber salvado tan
dignamente aquella histórica velada de diciembre, reemplazando a su hermano
hospitalizado.
El mismo Gervasio,
días después del evento, se encargó de esclarecer los hechos, pidiendo que se
agradeciera efusivamente en forma pública a su hermano por tamaña valentía.
Ahora Asdrúbal se
hizo amante de la música clásica, y suele escenificar ante un espejo la
actuación de un director de orquesta sinfónica. Además, se compró, usado, un
bonito frac, con el que se pasa dirigiendo obras clásicas algunos domingos por
la mañana.
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