En un lugar de V. de cuyo nombre no quiero acordarme había una casa-hogar
para señoritas manejada por monjas de la Sagrada Orden de Nuestro Inmaculado Señor
del Cuerpo Casto y Puro. Los lugareños -se ubicaba en una zona boscosa en las
afueras de la ciudad de M.- preferían no hablar del asunto, en una confusa
mezcla de respeto reverencial, complicidad y temor. Residencia “Santa María de
la Buena Voluntad” se llamaba.
La casona era una vieja construcción con una mezcla insólita de estilos,
que no permitía decir con exactitud a qué corriente arquitectónica pertenecía.
La neblina perenne la envolvía, confiriéndole un aire solemne. Aunque para los
aldeanos de la zona, era más bien misterioso. O, si se permitían hablar un poco
más sobre las historias que circulaban en torno a la institución, se diría
tenebroso. En realidad, nadie quería expedirse sobre el tema. No faltaban
historias de espantos y ánimas en pena que explicaban las ocasionales -y
misteriosas- desapariciones de algunas muchachas. Todo quedaba cubierto por una
densa niebla, y no solo la del bosque colindante.
Pero… ¿qué tema era el evitado? Pues… se tejían las más increíbles
historias sobre el internado. En realidad, lo único que se sabía claramente
-hasta se había hecho una documental para la televisión sobre el Hogar,
ponderándolo, por supuesto- es que era una obra pía donde se atendían niñas y
adolescentes en situación de riesgo social, a las que se preparaba
adecuadamente para una vida “digna, sana y productiva, inspirada en la
tradición católica” (así se leía en la Misión institucional, exhibida en un
vistoso cartel adornado con imágenes sacras), vida mundana a la que se
incorporaban luego de cumplidos sus 18 años.
Z., con 17 recién cumplidos, llegó aquella tarde de octubre. Todas las
mujeres que ingresaban -niñitas o púberes- llegaban al Hogar por medio de una
intervención judicial. No eran transgresoras, muchachas que habían delinquido,
sino expósitas en términos generales, desamparadas, niñas huérfanas o víctimas
de distintos tipos de violencia. En varios casos, se encontraban jovencitas
rescatadas de las garras de redes de prostitución. Z. era una de ellas.
Al primer paso que dio en su nueva morada, lo que más la sorprendió fue la
enorme inscripción que dominaba la recepción, un enorme letrero con la imagen
de Santa María Faustina
Kowalska, y una frase lapidaria: “Hija mía:
necesito sacrificios hechos por amor, porque solo éstos tienen valor para mí”.
“¿Sacrificios?”, se preguntó perpleja. “¿Más sacrificios todavía?”
Z. había sufrido lo indecible en su vida. Hija de una madre drogadicta y de
un padre eternamente ausente -parece que lo habían matado en prisión cuando la
muchachita tenía 4 años-, era dueña de una belleza sin par. Justamente eso era
lo que había motivado a sus raptores a llevarla, sabiendo que sería una de las
ofertas más preciadas por los (¡y las!) clientes del lugar. Z. se sentía
agobiada por esa situación, sin días de descanso, sometida a todo tipo de
vejámenes…, pero, al mismo tiempo, secretamente orgullosa, sabida que su
belleza despertaba admiración y envidia de las otras pupilas.
Al entrar al internado, inmediatamente tuvo la sensación -quizá la certeza-
que era “más” que todas las mujeres que estaban ahí. E inmediatamente también
chocó con quien ejercía el liderazgo: una jovencita de 17 años, con sobrepeso.
“Con ella va a resultar difícil”, se dijo.
El mismo día de su ingreso, le enseñaron las instalaciones y le presentaron
a la madre superiora, la hermana J. Tuvo una visceral e instantánea sensación
de repulsa al verla; le hacía recordar a una de las clientas frecuentes del
burdel donde había trabajado en condiciones de virtual esclavitud. El mismo
tono de voz, la misma mirada atemorizante, el mismo sobrepeso… “Juraría que
es ella”.
Las palabras de la directora sonaron estentóreas; transmitían siempre, se
lo propusiera o no, un aire marcial, autoritario. Habló sin parar durante
varios minutos sobre la obediencia y el orden. Mientras pronunciaba su sermón,
que Z. casi no oía ocupada en observar el cuadro que dominaba el despacho de la
superiora, pudo leer ahí algo que la terminó de horrorizar: “Satanás puede
ponerse el manto de la humildad, pero no es capaz de vestir el manto de la
obediencia. Y es aquí donde se revela toda su maldad”.
En ese primer breve contacto con el Hogar, Z. se percató rápidamente cómo
eran las cosas: orden y obediencia por todos lados, sumisión, bajar la cabeza…
y más orden y obediencia. Ya estaba cansada de ese eterno sometimiento. En su
anterior situación, además de la degradación moral, no faltaban los castigos
físicos. Esperaba que aquí, un centro católico de atención a mujeres
vulnerables rescatadas de situaciones de alto riesgo, eso no sucediera.
Rápidamente descubrió que también sucedía. Y quizá con mayor intensidad que en
el lupanar.
Las compañeras, en general de su misma edad o menores, no querían hablar de
la vida diaria del internado. Todas rehusaban contestar sus preguntas. Eso le
hizo ver que ahí había cosas raras, oscuras. Muchas lloraban en silencio por la
noche, en sus camas antes de dormir, cuando ya se habían apagado las luces.
Todo le sonaba a cárcel.
Las monjas, quienes manejaban el Hogar, hablaban profusamente de la pureza
y la castidad. A Z. le llamaba poderosamente la atención el nombre de la orden,
y que justamente llevara esas palabras incorporadas. “¿Inmaculada?”. La
dura experiencia de su vida -violada por un amigo de su madre a los 9 años,
pobreza, fealdad y maldad desde la cuna, alfabetizada recién a los 10,
secuestrada y prostituida desde los 15- todo eso la había curtido. Con 17 años
se consideraba sabedora de la vida en grado superior a muchas adultas que había
conocido. “La sal del tiempo le oxidó la cara” escuchó por allí alguna vez. Le
pareció que la expresión pintaba su existencia de cuerpo y alma. “¿Por qué
insistirán hasta el cansancio con eso de la castidad?”, reflexionaba con
una fuerte dosis de desconfianza. “Cuando se insiste tanto, pero tanto, en
un tema, eso da que pensar”, concluía la joven. “Me huele que es al
revés”. Comenzó a descubrir elementos que le hacían dudar de tanta
honorabilidad. Tanta machacona insistencia parecía significar lo contrario. O,
al menos, daba que pensar.
Un día, al poco tiempo de su ingreso, descubrió algo que le llamó la
atención. Vio a la joven que hacía de dirigente de las muchachas, M. -“esa
gordita de mierda”- salir del despacho de la madre superiora arreglándose
la ropa y con un paquete. Z. notó una actitud llamativa, casi misteriosa. Con
sigilo, la siguió.
M. se dirigió a las habitaciones, cosa que estaba prohibida durante las
horas del día. “Si lo hace”, pensó Z., sabiendo que las monjas eran tan
estrictas con las normas de la casa, “es porque sabe que no le va a pasar
nada”. Eso la hizo sospechar. “Aquí hay gato encerrado”, se dijo.
Aduciendo que se sentía descompuesta, con migraña, pidió permiso a alguna
de las celadoras para ir a descansar un momento a los cuartos. Se lo
concedieron, pero la acompañó Sor R., la hermana más joven del grupo. La monja,
muy solícita, permaneció todo el tiempo junto a su cama, por lo que el
propósito de hurgar entre las pertenencias de la lideresa tuvo que ser
descartado. A Z. no le quedó otra alternativa que simular una terrible jaqueca,
y terminó durmiendo un rato. Cuando despertó, Sor R. seguía a su lado. La
búsqueda debió quedar para otro momento.
Z., seguramente por su trágica historia de vida, había ido construyendo una
coraza impenetrable en su personalidad, donde la mordacidad y la ironía
cortante eran lo que destacaba. Le producía verdadera hilaridad tanta
insistencia sobre la obediencia que reinaba en el internado. La convivencia
parecía más la de un cuartel militar que la de una bondadosa institución de
ayuda a mujercitas víctimas de la violencia. No podía seguir soportando la
sumisión.
Fue así como, al muy corto tiempo de su ingreso, comenzó a constituirse en
otra lideresa, paralela a M. Las disputas de poder no se hicieron esperar. La
pelea tuvo lugar en el baño. Z. no quiso propasarse; cuando tenía a su
contrincante en el suelo sangrando por la nariz, hizo venir a un buen número de
internas para hacerles escuchar el pedido de perdón que le exigió a M. “Cerda de mierda: espero que quede claro
quién manda aquí”. Con un amenazante envase de vidrio quebrado en su mano,
la perdonó, diciéndole que “por esta vez” no le cortaba la cara. “La
próxima te corto el cuello, ¿entendido?”
La pelea rápidamente trascendió, conociéndose en todo el albergue. Para
muchas internas eso fue una buena noticia; la recién ingresada pasó a ser muy
popular para la gran mayoría de jóvenes. Pero, por supuesto, en secreto. Al día
siguiente, la madre superiora citó a Z. a su despacho. Con rostro adusto la
amenazó -porque sí, era amenaza, nada velada, bien explícita-, diciéndole con
dedo admonitorio y voz cortante que era primera y última pelea, que si había
otra, “te vas a arrepentir”.
El tono utilizado por la religiosa no le pareció el más adecuado,
precisamente. Nada de dulzura, nada de buenos modales. En todo caso, le hacía
recordar a la voz de mando de su madama de la época del prostíbulo. Órdenes y
más órdenes, órdenes y castigos por todos lados: en su infancia, en su breve
paso por un reformatorio, en la casa de citas… ¿Ahora también en un lugar de
atención a víctimas? “La vida es una
mierda”, reflexionaba con amargura.
Z. asintió, mostrando -hipócritamente- su cara más angelical. La monja, sin
abandonar su actitud de hostil severidad, le acarició el cabello, dándole
palabras que se podían adivinar de aliento. O de propuesta encubierta.
Lentamente fue deslizando su mano hasta un pecho de la muchacha. “Para no seguir siendo castigada deberías
hacer ciertos favores… un pequeño sacrificio con buena voluntad”. Z.
prefirió no continuar escuchando y salió corriendo de la oficina.
Comenzó a planteársele un dilema. Se daba cuenta que M. ejercía su autoridad
entre todas las internas con el favor de la hermana superiora, sor J. Las
reiteradas salidas de nocturnas de “esa
perra mugrienta” desde la habitación compartida por las más grandes,
siempre después de apagadas las luces, hacia algún lugar del convento, debían
tener alguna explicación. Z. se propuso averiguarlo. Sin dudas, llevarse mal
con ella o con la autoridad del lugar podría costarle caro. “¿Qué favores pediría la monja esta?”. Concedérselos
lo pensó como una buena estrategia de sobrevivencia. Si se había medianamente
adaptado a una mafia de traficantes de personas, rufianes peligrosos de armas
tomar, también podía adecuarse a los requerimientos de esta “vieja loca”, comenzó a pensar. Aunque le
resultaba repulsivo, lo consideraría.
Con mucho sigilo, una noche de tantas, simulando estar dormida, esperó que
M. repitiese su paseo noctámbulo. Extremando las precauciones, la siguió. Vio
que llevaba ese misterioso paquete que ya le había visto vez pasada.
Ocultándose en las sombras de la gran casona, pudo observar que su enemiga
llegaba a la oficina de la directora. Una tenue luz estaba encendida, lo que
indicaba que, seguramente, había alguien más allí adentro. Era evidente que la
esperaban, porque con un par de leves toques, le abrieron la puerta. Z. se
acercó lo más que pudo.
Por nada del mundo quería ser descubierta; sabía que, de suceder, su suerte
no sería muy feliz precisamente. La expulsión era lo de menos. Las historias de
desapariciones que había escuchado desde su llegada al asilo, siempre en voz
baja y relatadas con desconfianza, ahora cobraban sentido para ella. Aún a la
distancia, luego de unos minutos de tensa espera, pudo escuchar apagados
jadeos. Le hacían recordar las expresiones de goce que le obligaban realizar
con cada cliente en el prostíbulo. Eso era obligado, lo más importante “para un buen servicio”, como le
remarcaban día a día. Había que “ser estruendosa, aullar de placer”,
recordaba las indicaciones de sus secuestradores, pistola en mano.
“¿Están teniendo sexo?”, se
preguntó asombrada. Al cabo de un rato, vio salir a sor R., muy ligera de
ropas, obviamente sin hábitos monjiles. “¿Esos
serían los sacrificios que me pedirían?”
La disyuntiva no cesaba de aumentar. Cada vez odiaba más a M., su declarada
adversaria. El rencor la anegaba. “La
próxima oportunidad”, se decía encolerizada, “sí le corto el cuello. Otra vez no la perdono”. Pero al mismo tiempo
sabía que eso significaba una inmediata reacción de parte de la institución,
reacción que podría ser fatal para ella.
Viendo cómo podía dañarla de un modo subrepticio, buscó la ocasión más
propicia. Pensó en hacer lo que tantas veces había visto de parte de la policía
en el barrio donde se crió: El Cuchillazo, cuando querían incriminar a alguien.
“Le meto polvo blanco entre sus
pertenencias”. El problema era dónde conseguir el producto. Sabía que en el
internado se consumía droga, porque más de alguna oportunidad había sentido el
inconfundible olor a marihuana en los patios, en las zonas más alejadas. De
todos modos, ella no consumía si no la obligaban -tal como sucedía en la
barra-show, su “hogar” por casi dos años. “Mi
única virtud”, como solía mofarse: “seré
puta, pero no drogadicta”.
En esa búsqueda, al violar un casillero de M., descubrió el enigmático
paquete que tantas veces le había visto transportar. Había dos consoladores. “Todas son unas cerdas aquí”, se dijo.
Cada vez se le hacía más evidente que esa clienta frecuente que tenía gustos
tan extravagantes -la Sesenta y Nueve se hacía llamar- era la misma persona que
la “inmaculada casta y pura” hermana
superiora, sor J. Lo que podía identificarla plenamente, sin ningún lugar a
dudas, era una cicatriz que tenía en el bajo vientre, producto de una operación
de apéndice. La cuestión era cómo averiguarlo.
Intentó seducir a sor R. Ella podría ser un puente para llegar a la
directora de la institución, y poder apreciar así sus desnudeces. O más aún,
constatar lo de la cicatriz, que era lo que verdaderamente le interesaba. Pero
la monjita resultó refractaria a sus insinuaciones. Era evidente que se hacía
la desinteresada, aunque casi forzadamente. Con seguridad hubiera respondido -“se le notaba en la mirada que se moría de
ganas”, podía ver Z.- pero se lo debían tener prohibido. Finalmente un
atardecer, en la capilla, muy disimuladamente se besaron en las sombras.
Empezaron a intimar, siempre con mucho disimulo. No fue necesario llegar a
desnudarse y tener relaciones sexuales; dada la confianza que Z. se había sabido
ganar, la joven monja le confesó que sí, efectivamente, la madre superiora
llevaba esa marca en su abdomen. Y también logró sacarle la confesión de lo que
se imaginaba, lo que supo desde el momento que ingresó al Hogar Santa María de
la Buena Voluntad: “la madre sale algunas
noches, pero según nos dijo, va a
cuidar enfermos. Yo no sé más que eso”. Ella era la Sesenta y Nueve; no
podía ser de otro modo.
No volvió a provocar a M. Su conducta había cambiado sustancialmente. Con
una diabólica sonrisa -de la que solo Z. era sabedora- pontificaba por todo el
Hogar que “debemos sacrificarnos, debemos
ser obedientes”. Las monjas estaban encantadas con el cambio. Más aún: la
ponían como ejemplo ante las otras niñas y jovencitas. “Vean a esta pobre ovejita: entró a nuestra bendita casa siendo una
pecadora, y al haber recibido al Señor en su corazón, cambió. ¡Esto es un
ejemplo de humildad, de obediencia y de amor!”. La joven reía para sus
adentros.
Dejó de buscar querella con M. Era un cambio tan súbito que todo el mundo
quedó perplejo. Iba regularmente a misa, asistía puntual a sus clases de
cocina, y nunca más había vuelto a proferir improperios -eso estaba
terminantemente prohibido en el internado, y a su ingreso solía hacerlo
generosamente-. Junto a esa irreprochable “buena conducta”, había ido
desarrollando una red de jovencitas -un par de niñas también- de, por así
decirlo, “seguidoras”. En ese grupo no dejaba que participara ni M. ni ninguna
monja. Era una red “de apoyo espiritual”,
decía. Las participantes -unas pocas, bien escogidas por Z.- eran igualmente
herméticas. Preguntadas por esas reuniones, sonreían simpáticamente y decían poco
y nada.
Una calurosa noche en que parecía faltar el aire Z., tal como habían
acordado, reunió a esa veintena de muchachas de su “grupo espiritual”. La
policía nunca pudo establecer con claridad los detalles. Lo cierto es que
algunos de los aposentos de las monjas fueron rociados con gasolina y, habiendo
constatado que en la oficina de la superiora estaban ella y M., las llamas las
consumieron, quemando buena parte de las instalaciones. Sus cadáveres
calcinados estaban desnudos, y junto a ellos, casi totalmente consumidos por el
fuego, se encontraron varios juguetes sexuales y, curiosamente, una toalla con
las iniciales de un conocido club nocturno de la ciudad -PN, Picardías
Nocturnas, habitualmente conocido como “Pene”, el mismo donde trabajaba Z.- En
el revuelo causado por la tragedia, al menos la mitad de las mujercitas huyó de
la casona. Los vecinos, al saber que no eran las niñas las que ardían sino las
religiosas, casi no ayudaron a sofocar el incendio. Muchos, según se supo
luego, se frotaban las manos y sonreían complacidos. Alguien dijo, incluso, que
no faltó quien llevara más gasolina.
Murieron tres monjas más, además de la directora y la interna M. De sor R.
nunca más nadie supo nada. De Z., tampoco.
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