En
cualquier ciudad relativamente grande del Sur del mundo, en Asia, África y
también en Latinoamérica, son comunes los llamados “asentamientos precarios”
(favelas, villas miseria, cantegriles, tugurios, barrios marginales o como se
les quiere llamar), es decir: grupos de personas que viven en pésimas
condiciones, en casas que no deberían ser habitadas, en sectores urbanos carentes
de servicios mínimos (luz eléctrica, agua potable, saneamiento ambiental,
transporte público, acceso a salud y educación), insalubres, muchas veces envueltos
en altos índices de criminalidad. Naciones Unidas estima que aproximadamente un
25% de la población mundial vive en esa situación.
En
Guatemala se calcula que hoy día al menos un millón de personas se encuentra en
esas condiciones. Por supuesto, ninguno de esos habitantes decidió vivir así; y
más aún: es poco lo que puede hacer a nivel individual para cambiar ese estado
de cosas. La cantidad de seres humanos que habita en esos lugares es siempre
creciente, y los planes neoliberales de estos últimos años vinieron a agravar
el problema: en vez de disminuir, esos barrios -con todos los inconvenientes
conexos que implican- han crecido. ¿Cómo guardar el confinamiento por la
pandemia de COVID-19 en lugares así?
Ya
sea en barrancos o en laderas de cerros, al lado de ríos o en terrenos
inseguros, bajo puentes, al lado de vías de tren, con diversos nombres pero
siempre con similares características, el fenómeno se repite por todo el
planeta. Son las llamadas “zonas rojas”. Pero, ¿“zonas rojas” para quién? Son
“rojas”, áreas peligrosas (no tanto para las personas externas al lugar sino,
fundamentalmente, para sus propios habitantes), en tanto evidencian la crisis
en juego. No una crisis momentánea, circunstancial (como la que podría provocar
la actual crisis sanitaria) sino, por el contrario, siendo la clara y patética
demostración de las estructuras profundas de nuestra sociedad. Son, en
definitiva, un síntoma de los modelos económico-sociales presentes, al igual
que otras manifestaciones que hacen al espectáculo urbano de los países pobres
(por cierto, la mayoría en el mundo): niños de la calle, pandillas juveniles
violentas, ejércitos de vendedores ambulantes informales, basura esparcida,
transporte público malo.
Patético
es también que, como contracara de esos enclaves de pobreza y exclusión, se
erijan otros barrios, en este caso amurallados, rodeados de guardias y barreras
protectoras para cuidar sus privilegios. Aunque estos bastiones inexpugnables están
celosamente cerrados al exterior “peligroso”, no se los considera marginales.
¿Qué significa, entonces, ser “marginal”? ¿Son marginales también los
pobladores de estas colonias despectivamente llamadas “marginales”? ¿Al margen
de qué están? Al margen de un sistema económico que los expulsa, sistema
injusto e irracional por cierto, que cada vez se concentra en menos manos y en
el que muchos no pueden siquiera ingresar. Aunque ningún discurso políticamente
correcto lo vaya a decir así, está sobreentendido que si son marginales, pues
entonces… sobran. Pero acaso, ¿puede alguien “sobrar” en el mundo? ¿Puede un
buen católico -pongamos eso por caso, porque se insiste siempre en que vivimos
en el mundo “occidental y cristiano”-, puede un buen feligrés considerar que
“sobra” un hermano? Parece que sí, porque la ideología dominante presenta esos
lugares de pobreza como “peligrosos”, zonas donde “mejor no entrar”.
Si
alguien termina viviendo así, en esta absoluta precariedad, en todo caso es
porque las condiciones materiales dominantes lo fuerzan, habiendo una sumatoria
de motivos que lo determinan: en general es la huida de población rural de su
situación de pobreza crónica fascinada por la ciudad; a veces se escapa a
guerras internas, como la que aquí tuvimos por casi 40 años. Pero siempre es la
desesperación. Una vez ahí instalado, se torna muy difícil salir.
En
las urbanizaciones precarias, la vulnerabilidad ante los desastres naturales es
enorme, y de hecho así lo demuestra cada evento que ocurre (son esas precarias
viviendas las primeras en desbarrancarse de los cerros ante un sismo o con
lluvias torrenciales; o las primeras en ser arrasadas por ríos desbordados cuando
se levantan en sus riberas contra toda norma de seguridad). Los gobiernos de
turno dan diversas respuestas, con mayor o menor fortuna. De todos modos hay
que señalar que más allá de la cuestión técnica en juego -planes de
erradicación, provisión de servicios y mejoramiento de los asentamientos ya
constituidos, etc.- se trata siempre de acciones coyunturales, válidas e
importantes sin dudas, pero que no pueden terminar con el problema de fondo. En
definitiva: parches. Se combate la delincuencia juvenil… poniendo más alumbrado
público en las “áreas rojas”. Ridículo… ¡o hipócrita!
Preguntar
por qué se dan estas barriadas es como decir por qué hay niños de la calle, o
por qué, en su antípoda, hay barrios con mansiones con piscinas y helipuertos,
fortificados y defendidos como castillos feudales. La pregunta ya orienta la
respuesta: justamente porque la repartición de la riqueza es injusta, porque
algunos pocos tienen tanto, grandes mayorías se ven excluidas no quedándole
otra suerte que habitar en esas condiciones, sin servicios, donde la vida vale
poco y la resignación es lo común (¿ejército industrial de reserva?,
mencionaban los clásicos del marxismo hace 150 años. Nada ha cambiado parece).
No es posible terminar con esta precariedad en tanto no cambien en profundidad
las políticas en curso.
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