viernes, 31 de julio de 2020

LA HISTORIA LA ESCRIBEN LOS VENCEDORES….

Lo cual significa que hay otra historia, la no contada, la verdadera.

¿Cuándo empezaremos a contar esa “otra historia” y nos apartaremos de “los ganadores”?

 


jueves, 30 de julio de 2020

EN CUBA SE PUEDE CAMINAR TRANQUILO POR LA CALLE


— Señorita, se acaba de pasar un semáforo en rojo.

— Sí, lo sé. Perdón agente. Tome para su cafecito y no lo vuelvo a repetir.

— No, ¡jamás! Si no lo vuelve a repetir, ¿de qué vivimos nosotros?

 

(Hecho verídico sucedido en una ciudad latinoamericana)

 

INTRODUCCIÓN

 

Comencemos por decir que «el único paraíso… es el paraíso perdido». O sea: la vida de los seres humanos, por lo menos hasta ahora en estos dos millones y medio de años que llevamos como especie desde que nuestros ancestros descendieron de los árboles, no ha sido precisamente un paraíso. Como van las cosas, nada autoriza a pensar que el paraíso está a la vuelta de la esquina.

 

Pero sin proponernos algo tan inalcanzable como «paraísos», por el contrario buena parte de la población mundial –de la actualmente viva y de la que ya no está– tiene una experiencia más cercana a lo que podríamos decir «infierno»: la pobreza y la violencia, la pura sobrevivencia a los golpes con todo el rigor que ello implica, la guerra y los efectos de sociedades estructuradas en torno a la detentación del poder como eje fundamental –con todos los desastres que ello trae aparejado– son el pan nuestro de cada día de la mayor parte de la humanidad. Entre paraíso e infierno, la gran mayoría está por lejos más cerca del segundo.

 

Amén de la pobreza crónica con que muy buena parte de los humanos vive, la violencia en sus distintas formas es otra de las lacras que marcan nuestras vidas. Violencia, por cierto, que asume una muy amplia variedad de expresiones: pero las diferencias socioeconómicas irritantes –el 20% más rico del mundo dispone de 80 veces más recursos que el 20% más pobre, por ejemplo– ¿no son acaso una forma de violencia? En general, según los (discutibles) criterios dominantes, la violencia implica la agresión directa contra el otro, el ataque físico, el paso a la acción concreta. En ese sentido, la guerra por un lado, o la criminalidad, son sus modelos por excelencia.

 

Entran en esta última una serie amplia de elementos: el homicidio, el robo, el asalto, las violaciones sexuales, cualquier daño a la propiedad ajena, el secuestro de personas, la estafa, el tráfico de sustancias prohibidas. Existe cierta tendencia a identificar «violencia» con «criminalidad», con lo que se invisibilizan/naturalizan otras formas de violencia: el autoritarismo, el machismo, el racismo, por ejemplo. Se mide así con sofisticadas tasas la criminalidad, pero no el racismo o la vanidad. ¿Se imaginan un «índice de vanidad»?, ¿y uno para medir la «soberbia»? ¿Y por qué no un «índice de irresponsabilidad medioambiental»? ¿Cuándo Naciones Unidas se va a atrever a medir la injusticia llamándola por su nombre y no con subterfugios tecnicistas?

 

Lo cierto es que la criminalidad –entendida como cualquier delito que contraviene la normal convivencia social– es algo instalado en la dinámica humana y que se liga, confundiéndose, con la inseguridad ciudadana. Ha existido desde siempre (producto de personalidades psicopáticas que transgreden sin culpa las normas establecidas), en toda sociedad conocida, pero algo sucede en nuestra historia que en estos últimos años tiende a crecer.

 

En las últimas décadas la criminalidad ha sido un fenómeno en alza en prácticamente todas las regiones del planeta. En los últimos años las denuncias de actos criminales aumentaron cerca de un 150% en el ámbito global, lo que equivale a una muy alta tasa promedio de crecimiento anual. En vez de crecer la felicidad global, crece el crimen. ¿Qué está pasando?

 

En Latinoamérica (la segunda tasa mayor de homicidios anuales del mundo duplicando la que tenía en la pasada década) y en los llamados países en transición –es decir: eufemismo para mencionar aquellos que salieron del socialismo soviético de Europa– ese aumento coincide con la llamada década perdida por la falta de crecimiento económico para la primera, y con la transformación de una economía planificada a una de mercado en la segunda, lo que revela que el aumento de la criminalidad tiene entre sus causas el deterioro económico que se resintió por aquellos años en dichas regiones.

 

DE LA LUCHA DE CLASES A LA CRIMINALIDAD DESATADA

 

Así entendida, la criminalidad constituye un problema político-cultural con infinidad de aristas. Es, entre otros, un problema de salud pública, y como tal, la epidemiología la estudia con preocupación. Para la Organización Mundial de la Salud un índice normal de criminalidad medida por muertes violentas intencionales se encuentra entre 0 y 5 homicidios por 100.000 habitantes en el período de un año. Cuando ese índice de homicidios se ubica entre 5 y 8 la situación se considera delicada, pero cuando excede de 8 nos hallamos frente a un cuadro de criminalidad «epidémica».

 

En muy buena medida, lo que cuenta en estos fenómenos es la percepción que tienen las poblaciones al respecto. ¿Dónde se vive mejor: en Pekín (China) o en Zúrich (Suiza), en Estocolmo (Suecia) o en una aldea del departamento de Totonicapán (Guatemala), en un monasterio budista del Tíbet (Nepal) o en ciudad de México, una de las ciudades más poblada y contaminada del mundo?

 

La respuesta a estas preguntas está más allá de los índices concretos, de los fríos números a que una ciencia social aséptica nos tiene acostumbrados. La calidad de vida de una población implica supuestos culturales, si se quiere: filosóficos. De eso se trata en definitiva: del proyecto en juego. Aunque la ciudad de México sea un infierno urbano, quizá para un poblador de una aldea rural pueda ser un sueño por todas las bondades que le ofrece en términos materiales, pero no para un habitante de Zúrich acostumbrado a la calma y al orden. Sin dudas, la valoración de la calidad de vida es siempre relativa. En Estocolmo (Suecia), los índices de inseguridad ciudadana son bajos, de los más bajos del mundo, su «calidad de vida» está entre las más altas… pero ese país –donde se otorgan los premios Nobel, incluido el de la Paz (Henry Kissinger por ejemplo, o Barak Obama ¿son imbéciles los suecos?... llegándose a nominar a Donald Trump -sic-), y donde su ex primer ministro Olof Palme fue asesinado en la calle, como puede pasar en una «peligrosa» ciudad del Tercer Mundo– es uno de los grandes productores de armas.

 

Y suecos son algunos de los grandes bancos que constituyen el Fondo Monetario Internacional, causantes, por ejemplo, del colapso financiero que vivieron años atrás países ex socialistas –“en transición”, para usar el vocabulario de moda– como Ucrania, Hungría y Letonia. Pero ningún sueco se percibe como violento. Por el contrario, esa población se siente primera defensora de la paz mundial. En un sentido lo es, sin dudas, y el ciudadano sueco común así lo percibe, pero la violencia está más allá de la pulcritud de sus calles y de la desaprobación del trabajo infantil que pueda tener en su constitución. (En Centroamérica, por cierto, alrededor del 2% del producto bruto de la región lo producen menores, es decir: el 25% del ingreso familiar urbano. ¿Quién tiene la «culpa»? ¿Son «violentos» los progenitores centroamericanos que mandan a trabajar a su prole?)

 

En algunas comunidades mayas-quiché del departamento de Totonicapán –donde se encuentra la segunda reserva de pinabetes más grande del mundo– en la golpeada nación centroamericana de Guatemala (con 245.000 muertos en su reciente guerra interna), los actuales índices de criminalidad son tan bajos como los del mencionado país escandinavo, siendo que a nivel nacional toda Guatemala exhibe una tasa de homicidios de 27 por 100.000, una de las más altas de América Latina. ¿Dónde se vive mejor? ¿Será más feliz un totonicapaneco o un sueco?

 

Si en Argentina la ciudad de Santa María de los Buenos Aires –que de «buenos» parece no tienen mucho sus polucionados aires, una de las capitales más contaminadas del mundo– era hace algunos años, según una medición, la ciudad latinoamericana con mejor calidad de vida, habrá que ver si los habitantes de las siempre crecientes villas miseria (las favelas, los precarios barrios urbano-marginales que ya se cuentan por millones) entraron también en la encuesta. En Buenos Aires, tan culta como París o tan bella como Roma (¿?), ¿se vive mejor que en esas aldeas de Totonicapán? Habrá que ver a quién se le pregunta, claro… No olvidar que con la debacle económica de ese país, que no se detiene, se registran de los más altos índices de suicidio y de disfunción eréctil (todo se vino para abajo estas décadas, la economía y demás…)

 

Por supuesto que hoy, en un mundo absolutamente globalizado desde los patrones eurocéntricos dominantes, los criterios para juzgar la realidad están ya establecidos: todo el planeta «entiende» las cosas con la lógica triunfante, la de la sociedad establecida desde el libre mercado que fija el Norte próspero. La paz y el respeto con el medio ambiente de un campesino de Totonicapán por supuesto no cuentan; la «calidad» de la vida está más cerca del número de vehículos de que se tiene que de la cantidad de árboles por ser humano con que se cuenta. ¿Se vive mejor en Zúrich que en un monasterio tibetano? Difícil decirlo, sin dudas. Según el patrón dominante, sin dudas la ciudad suiza tiene la más alta calidad de vida del planeta. ¿Se necesita ser el banco del orbe para ello? Bueno, siendo así… no parece muy sólida ni sustentable la idea de «alta calidad de vida», porque no todos podemos ser el banco del mundo. ¿Cuántos países en el planeta pueden autoproclamarse neutros como lo es ese paraíso fiscal que es Suiza? Y hoy por hoy estamos convencidos que usar todos los aparatos que la tecnología del capitalismo dominante ha generado nos hace más felices. No hay dudas que en todo esto hay debates abiertos, que el discurso hegemónico puede y debe ser puesto en entredicho.

 

Lo cierto es que la criminalidad crece, eso es inobjetable. Crece en todo el planeta, pero como decíamos más arriba, las regiones más deprimidas económicamente son las que han mostrado los índices de crecimiento más fabulosos. ¡Y la criminalidad con pobreza es agobiante! Uno de cada cuatro jóvenes latinoamericanos está fuera del sistema educativo y del mercado de trabajo. De ahí, seguramente, es más fácil esperar problemas que soluciones. A propósito, señala una investigación de la Universidad Nacional de México sobre dicho país que «la base de apoyo social del narcotráfico comprende a más de 500.000 personas. Mientras no haya una política económica y social para reducir la pobreza será difícil revertir la situación [de la inseguridad]».

 

En tal sentido, la ola de inseguridad ciudadana que se va expandiendo por todos lados, constituye una marca de nuestro tiempo, del fin del siglo XX e inicios del nuevo milenio. Pero la percepción que acompaña ese fenómeno es la que cuenta: el país europeo donde se denuncian más robos de automóviles, de bicicletas, de allanamientos a viviendas y de robos contra la propiedad personal en general, es Suiza, lo cual no significa que sea donde más delitos de este tipo se cometen sino: 1) donde más se confía en los cuerpos de seguridad para denunciar los ilícitos y en los correspondientes sistemas de justicia que se encargan de arreglarlos, o 2) donde la idea de propiedad privada ha calado más hondo (Suiza… el banco del mundo, no podía ser de otra manera. Dijo Bertolt Brecht al respecto: «es delito robar un banco, pero más delito aún es fundarlo»). Mientras que la capital mexicana es el centro urbano con más cámaras públicas de vigilancia policial en América Latina, con alrededor de 15.000, contando al mismo tiempo con 95.000 agentes de policía (mal pagados), para ser el mayor grupo policial entre las ciudades latinoamericanas, no por todo ello la percepción de la capital azteca es de seguridad precisamente (es la ciudad del mundo con mayor número de secuestros per capita). Pero si hablamos de calidad de vida, México es la ciudad con mayor número de librerías de Latinoamérica. Cómo entender/medir eso de «¿dónde se vive mejor?».

 

Es decir que la inseguridad, en muy buena medida, va asociada a cómo se la percibe, al imaginario colectivo que de ella existe. Lo cual, en nuestros días, y siempre en forma acrecentada significa: la inseguridad ciudadana depende de cómo la construyen las agencias mediáticas, imprescindibles poderes constructores de la realidad social de hoy.

 

¿Es el democráticamente electo presidente venezolano Nicolás Maduro un narco-dictador sanguinario? Los dictadores no ganan elecciones democráticas una tras otras, por supuesto, con un pueblo que los apoya. Ni los musulmanes son unos fanáticos fundamentalistas sedientos de sangre (casualmente tanto en Venezuela como en buena parte de Oriente Medio, musulmán por definición, están las reservas petroleras más grandes del mundo), ni el narcotráfico ni la violencia urbana son el principal verdadero problema en Latinoamérica. Pero eso es lo que dicen incansablemente los medios comerciales, día a día, minuto a minuto. «El narcotráfico y otras formas de asociación que generan violencia social les ofrece la coartada perfecta a los Estados Unidos para tener una presencia constante en la región, presencia que es cada vez más militar, a tono con las políticas represivas y de mano dura que prevalecen», analizaba agudamente Rafael Cuevas.

 

Lo que menos necesitamos en los sufridos países de América Latina es «mano dura»; pero eso es lo que a menudo prevalece como política pública para combatir la criminalidad. (Para el Ministro de Gobernación de Guatemala los migrantes centroamericanos –pobres que huyen de sus países con rumbo a Estados Unidos– son todos «criminales». ¿Por qué prima siempre esta visión policíaco-militar punitiva?) Esa noción apunta a un tratamiento básicamente represivo de todo el problema social, enfatizado medidas como el dar más facultades a la policía o a los cuerpos de seguridad –y en algunos casos a las fuerzas armadas– para tareas de orden interno (el gatillo fácil), permitir el encarcelamiento aún por infracciones menores para dar ejemplo de dureza (la llamada tolerancia cero), considerar delito los signos de pertenencia a pandillas, bajar la edad de encarcelamiento, acelerar los juicios por este tipo de delitos –pero no para juzgar a un empresario evasor de impuestos o a un funcionario público corrupto–, implantar castigos más severos, pedido de pena de muerte, criminalizar a la juventud pobre, y por extensión, a todas las zonas urbanas pobres.

 

Ahora bien: estudios serios sobre los países del istmo centroamericano que han venido aplicando mano dura en estos años demuestran que las cifras de inseguridad ascendieron, y el número de miembros de las maras (pandillas juveniles) aumentó.

 

Similar a lo que sucedió en Colombia con el tristemente célebre Plan Colombia (luego Plan Patriota): con una militarización extrema del país, la producción y tráfico de coca no disminuyó sino que, por el contrario, aumentó, y la sociedad colombiana en su conjunto no se pacificó sino que continúa siendo de las más violentas del orbe (y la geoestrategia estadounidense cuenta ahora con 7 bases militares de alta tecnología controlando buena parte del Amazonas).

 

Abordar estos complejos problemas sociales no es tarea fácil, sin dudas; pero la versión policíaco-militar no soluciona nada. Eso ya está largamente demostrado.

 

Esta desatada inseguridad ciudadana (en Latinoamérica en particular, con tasas de las más altas del planeta) tiene costos para el conjunto de la sociedad, en términos de los sistemas de salud, seguridad y justicia. Se estima que el 14% del producto bruto de la región latinoamericana se pierde por la violencia, casi tres veces más que en los países del Norte donde las pérdidas por tal motivo son menores al 5% de su producto. Esas pérdidas superan ampliamente en muchos países de la región al total de su inversión en las áreas sociales. Junto a ello se hallan muchos otros costos difíciles de medir, pero muy concretos: los costos intangibles, costos invisibles aunque de gran efecto como la sensación de inseguridad, el miedo, el terror y el deterioro de la calidad de la vida cotidiana. En definitiva, podría abrirse la pregunta si en toda esta epidemia de violencia que nos envuelve no hay proyecto político, no hay direccionalidad.

 

Para salir rápidamente al paso de la acusación de «teoría complotista» que se podría estar filtrando en esta afirmación, es importante no perder de vista dos consideraciones:

 

1.       Es difícil que haya un plan maquiavélicamente urdido que ponga en marcha cada mara o cada barra brava, cada matanza de bandas rivales de narcotraficantes o cada teléfono celular robado que tiene lugar en cada esquina de estas castigadas sociedades. Pero hay un nivel en que se descubre una intencionalidad más macro tras todos estos fenómenos. Algo así como: «a río revuelto, ganancia de pescadores». La ganancia, definitivamente, no es para las grandes masas populares. ¿Podemos creernos realmente que el problema de fondo de las empobrecidas sociedades de la región lo constituyen bandas de criminales, o ellas son sólo la punta visible de un iceberg infinitamente más grande? En todo caso, este auge de crimen tiene varios factores a la base: la pobreza y exclusión social como principal. Y políticamente, luego de las guerras sucias que se vivieron en la década de los 80 del pasado siglo y los planes neoliberales de achicamiento de los Estados nacionales, este clima de inseguridad perpetuo sirve a los poderes para seguir controlando a las grandes masas. A ello contribuye de manera armónica el llamativo auge también descontrolado de las nuevas iglesias evangélicas que saturan la región. Dicho en otros términos –y aunque esto lo quieran presentar como pasado de moda en el ámbito de las ciencias sociales–: para entender esta explosión de criminalidad y violencia hay que apelar al concepto de lucha de clases. Eso no ha desaparecido, aunque su formulación teórica está hoy invisibilizada. ¿Cómo entender estos complejos fenómenos político-sociales si no es a la luz de estas luchas a muerte en torno al poder? ¿O vamos a pensar que hay cada vez más gente de mal corazón que, por deporte, se dedica al hampa?

 

2.      Una sociedad tan latinoamericana como todas las de la región (tomando ron y bailando música caribe «sabrosona», lejos de la fisonomía de un país nórdico, que es lo que tenemos como modelo casi obligado de “seguridad”) no presenta en absoluto estos índices de criminalidad: Cuba.

 

CUBA: ¿DICTADURA O PARAÍSO?

 

Nadie dijo que en la isla no haya expresiones de violencia ciudadana, incluso habiendo aumentado en los últimos tiempos, tal como han llegado a reconocer medios oficiales. Aunque en la prensa que ataca sistemáticamente a la revolución nunca se habla de ello, es un hecho incontestable que el grado de criminalidad en Cuba es inferior incluso al de los países que consideramos más seguros en el planeta, es decir: los escandinavos.

 

Retomamos aquí lo dicho más arriba: la realidad político-cultural es, cada vez más, lo que construyen los medios masivos de comunicación. Cuba tiene una tasa de homicidios anuales inferior a 5 por 100.000 personas, pero la prensa comercial jamás lo dice.

 

En Cuba hay infinidad de problemas, a no dudarlo (como los hay en todas partes, por cierto. ¿Suecia no los tiene?). Una vez más, entonces, la pregunta: ¿dónde se vive mejor? Vale recordar que en el Norte próspero y desarrollado se habla de calidad de vida; en el Sur, pobre y oprimido, en todo caso se habla de su posibilidad. Cuba, con enormes problemas estructurales, bloqueada, agredida continuamente, tiene una cantidad de índices de calidad de vida similar a los países llamados desarrollados (esos que manejan los bancos del mundo, deciden las guerras e imponen las modas que estamos obligados a seguir). El de la seguridad ciudadana es uno de ellos.

 

Solo para graficarlo con un ejemplo comparativo: la prensa comercial de todo el mundo dice machaconamente que de Cuba sale huyendo la gente, escapando de esa dictadura. En promedio, salen 11 cubanos diariamente, sobre una población de cerca de 12 millones. De Guatemala, con 16 millones, salen casi 300 personas por día, huyendo de la pobreza, con rumbo a Estados Unidos, y aventurándose en una cada vez más incierta travesía. ¿Dónde se vive mejor entonces?

 

Por supuesto que hay hechos violentos en la isla, jóvenes agresivos, actos delictivos. Hay producción pornográfica disfrazada también, a no dudarlo. De hecho, medios oficiales reconocen que la crisis económica en que se hundió el país desde principios de los 90 del siglo XX con el período especial ante el colapso soviético y las medidas que se implementaron para salir de ese atolladero, abrieron paso a manifestaciones de «individualismo, egoísmo, incivilidad, marginalismo y violencia cotidiana». Pero las tasas de seguridad ciudadana siguen siendo bajas, muy bajas, iguales o más bajas que en los países escandinavos. Cuba es un lugar seguro.

 

Es muy importante destacar esto, porque hoy por hoy, producto de la manipulación mediática de la que nadie puede escapar, la realidad dominante del mundo, y no digamos de Latinoamérica, es la violencia desatada, la criminalidad que pareciera no dar respiro, el crimen organizado que se presenta como más poderoso que los mismos Estados. Ante ello es imprescindible hacer ver que allí hay mucho de falacia, pues un país como Cuba, sin tolerancia cero ni mano dura contra el crimen, presenta un clima de seguridad del que está a años luz cualquier país vecino de la región (con índices de homicidios de 50 por 100.000 habitantes en más de un caso, y superando los 100 por 100.000 a veces, como Tijuana o Acapulco en México, o Natal en Brasil).

 

En la isla no hay evidencias de la existencia de pandillas juveniles, las temibles maras que llegan al colmo de paralizar todo un país, como ocurriera en Honduras, u obligaron a militarizar las favelas de Río de Janeiro en el 2007, paralizando prácticamente toda la ciudad, ni hay una crónica roja que hace festín –y buen negocio– con el sensacionalismo de la nota sangrienta, amarillista, pues si un delito toma estado público y llega a los diarios, la nota se redacta con una prosa didáctica como parte de una política preventiva. El consumo de drogas prohibidas es sumamente bajo (ése es un verdadero problema de salud pública, por tanto político nacional, que hay que atacar con inteligencia, y no cayendo sobre el campesino de los países productores al que se le queman sembradíos). Si se quiere atacar realmente la cadena de distribución y el tráfico de las sustancias prohibidas, toda la parafernalia militarista con que los poderes persiguen mafiosos en los países de la región no parece estar dando resultado (¿curiosamente?). Al menos, no termina con el negocio… a no ser que el resultado buscado no sea ése precisamente, sino controlar sociedades.

 

Cuba, hay que decirlo, no está en manos del narcotráfico, como sucede en tantos Estados descertificados por la Casa Blanca (¿cuándo la Organización Mundial de la Salud descertificó de la lista de países saludables a Estados Unidos por principal nación del mundo en presencia de tóxico-dependientes?) Ante un caso sonado de narcotráfico La Habana efectivamente sí actuó y se detuvo el delito, fusilando al principal responsable, el general Arnaldo Ochoa en 1989. De hecho no hay tráfico de drogas ilegales en la isla, por tanto bandas que se ocupen del negocio. Ni por tanto –¿será lo que se espera finalmente?– planes militares tipo Colombia ni Mérida para enfrentar ese apocalipsis.

 

Cuba está llena de problemas, de contradicciones; si queremos ser más duros incluso: de mezquindades y flaquezas. Pero si la imposibilidad de caminar tranquilas (sin violación sexual a la vista) y tranquilos por la calle es el gran déficit de las sociedades actuales –de las de América Latina en especial, pero no sólo, pues el fenómeno va expandiéndose en forma global–, si andar de noche pasó a ser un drama de proporciones gigantescas dada la inseguridad reinante, si en cualquier esquina nos pueden asaltar o sabemos que no tenemos que entrar en zonas rojas (rojas, no por socialistas…, valga la aclaración) porque una mara ya no nos dejará salir en paz, si gastamos tantos recursos en seguridad (alambradas, policías privadas, sistemas de alarma, cárceles de máxima seguridad, vehículos blindados, guardaespaldas, telecámaras y perros guardianes, etc., etc., etc.), si todo eso es el principal problema de nuestros días, la dictadura cubana no lo presenta.

 

Una dictadura que cuida a su gente… ¡Vaya dictadura!, ¿no? Y decir que la gente quiere huir de la dictadura no es buen argumento, porque de todos los países latinoamericanos su empobrecida población sigue huyendo a diario hacia el ¿paraíso? del norte, pese a que en el camino se encuentre con un verdadero calvario rumbo al american dream. Cuba no será un paraíso seguramente, pero al menos está más lejos del infierno que todos los otros países hermanos de la región. Sus índices de criminalidad lo dicen.

 

 


miércoles, 29 de julio de 2020

DIFERENCIAS

¿Qué diferencia hay entre un banco y un usurero?

Que “usurero” tiene dos letras más….

 

“ES DELITO ROBAR UN BANCO, PERO MÁS DELITO ES FUNDARLO”

Bertolt Brecht


martes, 28 de julio de 2020

CURVAS Y CURVAS

COVID-19:

2,600 decesos diarios, y curva aplanándose

  

DESNUTRICIÓN O CAUSAS LIGADAS A LA DESNUTRICIÓN:

24,000 decesos diarios, y curva inamovible

  

USTED SABÍA QUE SE PRODUCE EL 45% MÁS DE LOS ALIMENTOS PARA ALIMENTAR A TODA LA POBLACIÓN MUNDIAL, ¿NO?




 


lunes, 27 de julio de 2020

RACISMO: ¿HASTA CUÁNDO?


Cuando en el año 1883 la erupción del volcán Krakatoa, en Indonesia -a la sazón colonia holandesa- produjo un maremoto con tremendas olas de 40 metros de altura que provocaron la muerte de 40.000 habitantes, un diario en Ámsterdam tituló la noticia: “Desastre en lejanas tierras. Mueren ocho holandeses y algunos lugareños”. ¡Qué racismo!, podríamos decir hoy escandalizados. Pero, aunque hoy sea “políticamente correcto” no presentarse como racista (daría vergüenza manifestarse así en público), el racismo sigue vigente, ¡muy vigente!


domingo, 26 de julio de 2020

LA NUEVA NORMALIDAD: ¿MÁS DE LO MISMO O LO MISMO CON MÁS?


Actuar con el optimismo del corazón y con el pesimismo de la razón
 Antonio Gramsci
La pandemia de COVID-19 que se desplegó por todo el mundo nos ha dejado o sin palabras, por un lado, o con la imperiosa necesidad de hablar y hablar para encontrarle sentido, por otro. Ambas reacciones son tan normales como esperables: no sabemos bien qué decir, o hablamos infinitamente para tratar de entender lo que está sucediendo. ¿Qué debemos hacer entonces? ¿Qué es lo “correcto”? No hay corrección a la vista. Hay preguntas abiertas, solo eso. Y bastante ansiedad.

En medio de ese cúmulo infinito de preguntas y decires surge de todo un poco: desde intentos serios y profundos de escudriñar la situación a repeticiones mecánicas de lo dicho desde el discurso oficial dominante, desde visiones apocalípticas a lecturas en clave de conspiración, desde memes y chistes para descomprimir la angustia a lúgubres percepciones agoreras. En verdad, nadie tiene “la” explicación, simplemente porque no la hay. Estamos ante un sinnúmero de factores complejos que muestran lo tremendamente intrincado del mundo actual (¿presencia y efectividad del “efecto mariposa”?)

Con un mínimo de seriedad y aplomo científico, es imposible decir que todo esto estuvo pergeñado por alguien, el cual se beneficiará a mediano plazo. Lo que sí es cierto, es que habrá quien sí saque más provecho de la situación, y quien se verá más perjudicado. Como van las cosas de momento, asumiendo que esto es un fenómeno natural que tocó a toda la Humanidad y que no hay mano criminal en el asunto, ciertos grupos de poder (digamos: muchos de los de siempre) saldrán ampliamente beneficiados. En términos generales, desde una lectura clasista del proceso en juego, está más que claro que pequeños grupos de poder harán su negocio, mientras que las grandes masas populares de todo el planeta retrocederán. Eso ya está sucediendo.

Algunos grandes conglomerados económicos (aquellos ligados a las tecnologías digitales, la gran banca internacional, las farmacéuticas, la narcoactividad) siguen intocables sus negocios. En este nuevo capitalismo renovado que estamos viviendo, cada vez más centrado en lo que ahora se llama “cuarta revolución industrial” (primera revolución: máquina a vapor, luego la electricidad, posteriormente computación, ahora la digitalización), nos todos pierden. Al contrario: la pandemia está sirviendo para expandir ciertas actividades comerciales al máximo, de un modo superlativo. No todos se perjudican con el cierre de la economía. Por ejemplo: mientras las empresas petroleras están trabajando a pérdida, las empresas ligadas al mundo digital están más robustas que nunca. Para la clase trabajadora mundial, para los pueblos de a pie que no tienen cómo responder a la crisis socio-económica, sí es pura pérdida.

Si bien estamos aún en medio de la pandemia con más de 600,000 muertos en todo el planeta, la misma terminará en algún momento. En algunos lugares, la curva se aplanó en parte. Solo Cuba socialista, con un modelo de salud realmente centrado en la población, pudo salir airosa de la situación (¡cosa que jamás menciona la prensa comercial!). La crisis sanitaria golpea duro. Los confinamientos no terminan, y los sistemas de salud, debilitados al máximo por los programas de privatización neoliberal habidos en las últimas décadas, están colapsados en prácticamente todos los países. Todo el mundo está esperando ansioso la post pandemia. ¿Y qué sucederá cuando salgamos de esta sombría noche y aparezca nuevamente el sol?

Las opiniones se dividen. Insistamos en esto: nadie sabe con seguridad qué pasará, pero sí se pueden ver tendencias, y en muchos casos, esas tendencias ya son realidades concretas que han tomado forma y no parecen poder desactivarse. ¿Será un mundo mejor? La pregunta puede ser ingenua, o mal formulada. ¿Por qué sería “mejor”? No falta quien, desde un optimismo desbordante, así lo cree: Otro mundo emergerá de los escombros que deja la pandemia. Tenemos que trabajar para que sea un mundo no solamente otro, sino un mundo donde quepamos todos, sin exclusiones, con dignidad, sin injusticias, con igualdad, sin opresores, con libertad, sin egoísmos, con convivencia en comunidad, sin una voz única, con coros plurilingües de esperanzadora utopía. Está en nuestros corazones concebirlo y en nuestras manos diseñarlo, construirlo y habitarlo. (…) Los siglos contados del capitalismo parecen estar abriendo las compuertas de otro modo de producción y de vida, en la conclusión inexcusable de su fase neoliberal”, como, por ejemplo, puede expresar Adalid Contreras. O, como dice un comunicado de la Conferencia Episcopal de Guatemala: “Contemplar esta realidad [patética del país, profundizada ahora por la crisis sanitaria] puede desanimarnos pero al mismo tiempo nos ofrece la oportunidad de vivir una real y genuina solidaridad”.

Por supuesto que sería deseable un mundo más equitativo, más balanceado y solidario, libre de tantas injusticias y asimetrías indefendibles (24,000 muertos de hambre DIARIOS en un mundo donde sobran alimentos), pero sabemos que las cosas no son simplemente como las deseamos. Los paraísos son siempre “paraísos perdidos” (a no ser los paraísos fiscales, donde los humanos de a pie no cabemos, donde solo caben dineros de dudosa procedencia, y para algunos “elegidos” no están perdidos). ¿No es un tanto quimérico pensar que terminada una enfermedad la realidad social mundial va a cambiar como por arte de magia? Las luchas de clases, la extracción de plusvalor, la guerra como negocio de algunos… ¿terminarán porque se extinga ese agente etiopatogénico surgido en China?

Otros, por el contrario, con un análisis más exhaustivo del panorama, con un criterio más crítico, pueden entrever otra realidad post pandemia como, por ejemplo, el economista William Robinson: Estimulado por la pandemia de coronavirus, el capitalismo global está al borde de una nueva ronda de reestructuración a nivel mundial basándose en una digitalización mucho mayor de toda la economía y sociedad global. Esta reestructuración empezó tras la Gran Recesión de 2008 pero las condiciones sociales y económicas cambiantes propiciadas por la pandemia acelerarán enormemente el proceso. Probablemente aumentará la concentración del capital a nivel mundial y empeorará la desigualdad social. Habilitados por las aplicaciones digitales, los grupos dominantes -a menos que sean obligados a cambiar de rumbo por la presión de masas desde abajo- recurrirán al aumento del Estado policial global para contener los próximos levantamientos sociales”. O Santiago Alba, quien considera que (El) “estado superior del capitalismo es el feudalismo mafioso tecnologizado. Este es el peligro que nos espera en ese planeta desconocido, frente al cual tenemos pocos recursos”.

Hoy día, hablando de lo que vendrá luego de la pandemia de coronavirus, se ha popularizado el término “la nueva normalidad”. ¿Qué significa eso exactamente? Entra a tallar aquí, de un modo decisorio, la nueva modalidad productiva y de relacionamiento social dada por la tecnología dominante: la revolución digital, la que dio un salto impresionante en estos últimos años, pero que con la pandemia se profundizó en forma espectacular. Definitivamente, estamos ante un hecho civilizatorio de proporciones gigantescas, quizá aún no considerado en toda su dimensión. Nunca ha habido un momento de mayor promesa, o mayor peligro”, lo define Klaus Schwab, fundador del Foro Económico Mundial. ¿Qué mundo sigue entonces, teniendo en cuanta que la vida de todo el planeta se va “digitalizando”? ¿Qué es esa “nueva normalidad” de la que tanto se habla? ¿Es una promesa de cambio o, por el contrario, es más de lo mismo, o peor aún: lo mismo con más?

Según la UNESCO, el órgano especializado del Sistema de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura -organización que promociona la campaña “La nueva normalidad”-, lo que vendrá cuando se haya aplanado completamente la curva epidemiológica del COVID-19 (la de los muertos por inanición no se aplana nunca, ¡no olvidarlo!), invita a reflexionar sobre lo que es normal, sugiriendo que hemos aceptado lo inaceptable durante demasiado tiempo. Nuestra realidad anterior ya no puede ser aceptada como normal. Ahora es el momento de cambiar.

¿La “hemos aceptado”, o se nos ha impuesto? Los desastres y las emergencias no solo arrojan luz sobre el mundo tal como es. También abren el tejido de la normalidad. A través del agujero que se abre, vislumbramos las posibilidades de otros mundos”, agrega Peter Baker en el marco de la referida campaña. Las cosas no surgen simplemente porque las deseemos, por un acto de buena voluntad, por apelación a un “abracadabra” fantástico y todopoderoso. Tal como va el mundo, todo indica que la normalidad a la que volveremos luego de la pandemia podrá ser distinta en determinados puntos: habrá que usar mascarillas, lavarse continuamente las manos, distanciarse del prójimo, no darse un beso en la mejilla, desinfectar la suela de los zapatos. Pero en cuanto a lo que decide nuestras vidas (que tiene que ver más que nada con los paraísos fiscales, que no con nuestras muy honestas y apreciables apetencias): ¿más de lo mismo o lo mismo con más?

Trabajar por un mundo donde quepamos todos, tal como lo pide el arriba citado Adalid Contreras, y tantos otros también, es algo que va más allá de la pandemia. ¿Solo una enfermedad esparcida globalmente nos puede movilizar en tal sentido? Suena raro. Quizá ante el trauma de un evento con algo de catastrófico por lo ahora vivido (en muy buena medida, exagerado convenientemente por los medios comerciales de comunicación), puedan surgir estas aspiraciones “bondadosas”, de llamados a un nuevo modo de relacionamiento. Pero siendo crudamente realistas, todo indica que quienes marcan el rumbo no son los “empleados asalariados” sino sus jefes: Hay mucha gente que ya le encontró el gusto por trabajar desde la casa, y las empresas ya se encontraron el gusto de que la totalidad de la gente no vaya a las oficinas”, como dijo Franco Uccelli, alto directivo del JPMorgan Chase & Co, uno de los bancos más grandes del mundo (estadounidense), de esos que sí, efectivamente, marcan lo que es “normal”.

¿Hemos “aceptado” la normalidad donde mueren diariamente 24,000 personas por hambre o por causas ligadas a la desnutrición? Si es cierto que “Ahora es el momento de cambiar”, como pide muy esperanzadoramente la UNESCO, queda por verse cómo hacer ese cambio. ¿Es un acto de corazón? ¿Se “abuenarán” los malos que nos matan de hambre? Todo indica que lo dicho por este funcionario de uno de los bancos más poderosos del mundo marca la “nueva normalidad”. El mundo digital que ya se abrió, de momento no parece favorecer a las grandes mayorías. Trabajar desde casa ¿es un triunfo popular? ¿Cómo se formarán los sindicatos entonces? ¿O en la “nueva normalidad” eso ya no cabe?

El capitalismo no caerá si no existen las fuerzas sociales y políticas que lo hagan caer”, dijo certeramente Vladimir Lenin. Y reafirmó el Che Guevara años después: La revolución no es una manzana que cae cuando está podrida. La tienes que hacer caer”.


sábado, 25 de julio de 2020

LA FAMILIA UNIDA


El calor era insoportable ese jueves por la noche en San Pedro Sula. Marcelino, tatuado de pies a cabeza con las insignias de su mara, llegó sigiloso a la casa de su tío, don Anselmo.

 

Sobrino, ¿qué haces aquí?”, preguntó un tanto asombrado el tío, ahora en silla de ruedas. Desde hacía varios meses, luego de haber recibido un balazo en la espalda cuando manejaba un bus, había quedado parapléjico. La mara no perdona; como no pagó a su debido tiempo la extorsión -“derecho de paso”-, le dispararon. Seguramente quisieron matarlo, pero el tiro no resultó letal y solo lo dejó postrado, con una discapacidad crónica. Ahora no solo sufría por su estado físico, sino por todo lo que esto le había ocasionado: la empresa de transportes no se hizo cargo de su situación, su compañera de vida lo abandonó junto a sus dos hijos, y como no conseguía ningún trabajo, se mantenía pobremente de limosnas que pedía en la calle.

 

¿Qué tal, tío? ¿Cómo le va?”, dijo el joven.

 

Ya lo ves: ¡hecho mierda!”, respondió don Anselmo, con una expresión mezcla de tristeza, decepción y profundo odio. “Desde que esos hijos de la gran puta de la mara me dispararon, se me desgració la vida”.

 

La cara de Marcelino cambió; de pronto, se llenó de vergüenza. “Tío, tengo algo que decirle”. Con las manos se tapó el rostro.

 

Te escucho”, dijo don Anselmo.

 

El jueputa balazo ese que le dieron…, se lo dio yo”.

 

Se hizo un silencio tenso en la habitación. Solo se escuchaba el zumbido de los zancudos que revoloteaban en torno a una mortecina lámpara. Anselmo no sabía cómo reaccionar. Luego de un interminable momento, que parecieron siglos de espera, dijo:

 

¿Cómo? ¿Qué pasó?”. Nuevamente quedaron en silencio. Luego Marcelino desenfundó una pistola 9 milímetros, y entregándosela a su tío, dijo lloroso:

 

¡Máteme, tiíto! No merezco vivir. Lo jodí a usted, y en la mara tampoco me quieren”. Iba hablando con dificultad, mientras sus lágrimas se convirtieron en dos cataratas irrefrenables. “Yo tenía que matarlo para entrar a la clica, para demostrar que soy digno de estar en esa mara. Hay que matar a un familiar como requisito. Y fallé”.

 

Anselmo quedó estupefacto. No sabía qué decir, cómo actuar. Ante sí tenía a su verdugo pidiendo perdón, e invitándolo a la venganza. No lo pensó mucho.

 

Tomó la pistola -sabía usar armas-, y encomendándose a dios, disparó tres certeros balazos al cuerpo de su sobrino. El cuarto se lo pegó él en la sien.