— Señorita, se acaba de pasar un semáforo en rojo.
— Sí, lo sé. Perdón agente.
Tome para su cafecito y no lo vuelvo a repetir.
— No, ¡jamás! Si no lo
vuelve a repetir, ¿de qué vivimos nosotros?
(Hecho verídico sucedido en
una ciudad latinoamericana)
INTRODUCCIÓN
Comencemos por decir que «el único paraíso… es el
paraíso perdido». O sea: la vida de los seres humanos, por lo menos hasta ahora
en estos dos millones y medio de años que llevamos como especie desde que
nuestros ancestros descendieron de los árboles, no ha sido precisamente un
paraíso. Como van las cosas, nada autoriza a pensar que el paraíso está a la
vuelta de la esquina.
Pero sin proponernos algo tan inalcanzable como «paraísos»,
por el contrario buena parte de la población mundial –de la actualmente viva y
de la que ya no está– tiene una experiencia más cercana a lo que podríamos
decir «infierno»: la pobreza y la violencia, la pura sobrevivencia a los golpes
con todo el rigor que ello implica, la guerra y los efectos de sociedades
estructuradas en torno a la detentación del poder como eje fundamental –con
todos los desastres que ello trae aparejado– son el pan nuestro de cada día de
la mayor parte de la humanidad. Entre paraíso e infierno, la gran mayoría está
por lejos más cerca del segundo.
Amén de la pobreza crónica con que muy buena parte
de los humanos vive, la violencia en sus distintas formas es otra de las lacras
que marcan nuestras vidas. Violencia, por cierto, que asume una muy amplia
variedad de expresiones: pero las diferencias socioeconómicas irritantes –el
20% más rico del mundo dispone de 80 veces más recursos que el 20% más pobre,
por ejemplo– ¿no son acaso una forma de violencia? En general, según los (discutibles)
criterios dominantes, la violencia implica la agresión directa contra el otro,
el ataque físico, el paso a la acción concreta. En ese sentido, la guerra por
un lado, o la criminalidad, son sus modelos por excelencia.
Entran en esta última una serie amplia de
elementos: el homicidio, el robo, el asalto, las violaciones sexuales,
cualquier daño a la propiedad ajena, el secuestro de personas, la estafa, el
tráfico de sustancias prohibidas. Existe cierta tendencia a identificar
«violencia» con «criminalidad», con lo que se invisibilizan/naturalizan otras
formas de violencia: el autoritarismo, el machismo, el racismo, por ejemplo. Se
mide así con sofisticadas tasas la criminalidad, pero no el racismo o la
vanidad. ¿Se imaginan un «índice de vanidad»?, ¿y uno para medir la «soberbia»?
¿Y por qué no un «índice de irresponsabilidad medioambiental»? ¿Cuándo Naciones
Unidas se va a atrever a medir la injusticia llamándola por su nombre y no con
subterfugios tecnicistas?
Lo cierto es que la criminalidad –entendida como
cualquier delito que contraviene la normal convivencia social– es algo
instalado en la dinámica humana y que se liga, confundiéndose, con la
inseguridad ciudadana. Ha existido desde siempre (producto de personalidades
psicopáticas que transgreden sin culpa las normas establecidas), en toda
sociedad conocida, pero algo sucede en nuestra historia que en estos últimos
años tiende a crecer.
En las últimas décadas la criminalidad ha sido un
fenómeno en alza en prácticamente todas las regiones del planeta. En los
últimos años las denuncias de actos criminales aumentaron cerca de un 150% en
el ámbito global, lo que equivale a una muy alta tasa promedio de crecimiento
anual. En vez de crecer la felicidad global, crece el crimen. ¿Qué está
pasando?
En Latinoamérica (la segunda tasa mayor de
homicidios anuales del mundo duplicando la que tenía en la pasada década) y en
los llamados países en transición –es decir: eufemismo para mencionar aquellos
que salieron del socialismo soviético de Europa– ese aumento coincide con la
llamada década perdida por la falta de crecimiento económico para la primera, y
con la transformación de una economía planificada a una de mercado en la
segunda, lo que revela que el aumento de la criminalidad tiene entre sus causas
el deterioro económico que se resintió por aquellos años en dichas regiones.
DE LA LUCHA DE CLASES A LA
CRIMINALIDAD DESATADA
Así entendida, la criminalidad constituye un
problema político-cultural con infinidad de aristas. Es, entre otros, un
problema de salud pública, y como tal, la epidemiología la estudia con
preocupación. Para la Organización Mundial de la Salud un índice normal de
criminalidad medida por muertes violentas intencionales se encuentra entre 0 y
5 homicidios por 100.000 habitantes en el período de un año. Cuando ese índice
de homicidios se ubica entre 5 y 8 la situación se considera delicada, pero
cuando excede de 8 nos hallamos frente a un cuadro de criminalidad «epidémica».
En muy buena medida, lo que cuenta en estos
fenómenos es la percepción que tienen las poblaciones al respecto. ¿Dónde se
vive mejor: en Pekín (China) o en Zúrich (Suiza), en Estocolmo (Suecia) o en
una aldea del departamento de Totonicapán (Guatemala), en un monasterio budista
del Tíbet (Nepal) o en ciudad de México, una de las ciudades más poblada y
contaminada del mundo?
La respuesta a estas preguntas está más allá de los
índices concretos, de los fríos números a que una ciencia social aséptica nos
tiene acostumbrados. La calidad de vida de una población implica supuestos
culturales, si se quiere: filosóficos. De eso se trata en definitiva: del
proyecto en juego. Aunque la ciudad de México sea un infierno urbano, quizá
para un poblador de una aldea rural pueda ser un sueño por todas las bondades
que le ofrece en términos materiales, pero no para un habitante de Zúrich
acostumbrado a la calma y al orden. Sin dudas, la valoración de la calidad de
vida es siempre relativa. En Estocolmo (Suecia), los índices de inseguridad
ciudadana son bajos, de los más bajos del mundo, su «calidad de vida» está
entre las más altas… pero ese país –donde se otorgan los premios Nobel,
incluido el de la Paz (Henry Kissinger por ejemplo, o Barak Obama ¿son
imbéciles los suecos?... llegándose a nominar a Donald Trump -sic-), y donde su
ex primer ministro Olof Palme fue asesinado en la calle, como puede pasar en
una «peligrosa» ciudad del Tercer Mundo– es uno de los grandes productores de
armas.
Y suecos son algunos de los grandes bancos que
constituyen el Fondo Monetario Internacional, causantes, por ejemplo, del
colapso financiero que vivieron años atrás países ex socialistas –“en
transición”, para usar el vocabulario de moda– como Ucrania, Hungría y Letonia.
Pero ningún sueco se percibe como violento. Por el contrario, esa población se
siente primera defensora de la paz mundial. En un sentido lo es, sin dudas, y
el ciudadano sueco común así lo percibe, pero la violencia está más allá de la
pulcritud de sus calles y de la desaprobación del trabajo infantil que pueda
tener en su constitución. (En Centroamérica, por cierto, alrededor del 2% del
producto bruto de la región lo producen menores, es decir: el 25% del ingreso
familiar urbano. ¿Quién tiene la «culpa»? ¿Son «violentos» los progenitores
centroamericanos que mandan a trabajar a su prole?)
En algunas comunidades mayas-quiché del
departamento de Totonicapán –donde se encuentra la segunda reserva de pinabetes
más grande del mundo– en la golpeada nación centroamericana de Guatemala (con
245.000 muertos en su reciente guerra interna), los actuales índices de
criminalidad son tan bajos como los del mencionado país escandinavo, siendo que
a nivel nacional toda Guatemala exhibe una tasa de homicidios de 27 por
100.000, una de las más altas de América Latina. ¿Dónde se vive mejor? ¿Será
más feliz un totonicapaneco o un sueco?
Si en Argentina la ciudad de Santa María de los
Buenos Aires –que de «buenos» parece no tienen mucho sus polucionados aires,
una de las capitales más contaminadas del mundo– era hace algunos años, según
una medición, la ciudad latinoamericana con mejor calidad de vida, habrá que
ver si los habitantes de las siempre crecientes villas miseria (las favelas,
los precarios barrios urbano-marginales que ya se cuentan por millones)
entraron también en la encuesta. En Buenos Aires, tan culta como París o tan
bella como Roma (¿?), ¿se vive mejor que en esas aldeas de Totonicapán? Habrá
que ver a quién se le pregunta, claro… No olvidar que con la debacle económica
de ese país, que no se detiene, se registran de los más altos índices de
suicidio y de disfunción eréctil (todo se vino para abajo estas décadas, la
economía y demás…)
Por supuesto que hoy, en un mundo absolutamente
globalizado desde los patrones eurocéntricos dominantes, los criterios para
juzgar la realidad están ya establecidos: todo el planeta «entiende» las cosas
con la lógica triunfante, la de la sociedad establecida desde el libre mercado
que fija el Norte próspero. La paz y el respeto con el medio ambiente de un
campesino de Totonicapán por supuesto no cuentan; la «calidad» de la vida está
más cerca del número de vehículos de que se tiene que de la cantidad de árboles
por ser humano con que se cuenta. ¿Se vive mejor en Zúrich que en un monasterio
tibetano? Difícil decirlo, sin dudas. Según el patrón dominante, sin dudas la
ciudad suiza tiene la más alta calidad de vida del planeta. ¿Se necesita ser el
banco del orbe para ello? Bueno, siendo así… no parece muy sólida ni
sustentable la idea de «alta calidad de vida», porque no todos podemos ser el
banco del mundo. ¿Cuántos países en el planeta pueden autoproclamarse neutros
como lo es ese paraíso fiscal que es Suiza? Y hoy por hoy estamos convencidos
que usar todos los aparatos que la tecnología del capitalismo dominante ha
generado nos hace más felices. No hay dudas que en todo esto hay debates
abiertos, que el discurso hegemónico puede y debe ser puesto en entredicho.
Lo cierto es que la criminalidad crece, eso es
inobjetable. Crece en todo el planeta, pero como decíamos más arriba, las
regiones más deprimidas económicamente son las que han mostrado los índices de
crecimiento más fabulosos. ¡Y la criminalidad con pobreza es agobiante! Uno de
cada cuatro jóvenes latinoamericanos está fuera del sistema educativo y del
mercado de trabajo. De ahí, seguramente, es más fácil esperar problemas que
soluciones. A propósito, señala una investigación de la Universidad Nacional de
México sobre dicho país que «la base de apoyo social del narcotráfico comprende
a más de 500.000 personas. Mientras no haya una política económica y social
para reducir la pobreza será difícil revertir la situación [de la
inseguridad]».
En tal sentido, la ola de inseguridad ciudadana que
se va expandiendo por todos lados, constituye una marca de nuestro tiempo, del
fin del siglo XX e inicios del nuevo milenio. Pero la percepción que acompaña
ese fenómeno es la que cuenta: el país europeo donde se denuncian más robos de
automóviles, de bicicletas, de allanamientos a viviendas y de robos contra la
propiedad personal en general, es Suiza, lo cual no significa que sea donde más
delitos de este tipo se cometen sino: 1) donde más se confía en los cuerpos de
seguridad para denunciar los ilícitos y en los correspondientes sistemas de
justicia que se encargan de arreglarlos, o 2) donde la idea de propiedad
privada ha calado más hondo (Suiza… el banco del mundo, no podía ser de otra
manera. Dijo Bertolt Brecht al respecto: «es delito robar un banco, pero más
delito aún es fundarlo»). Mientras que la capital mexicana es el centro urbano
con más cámaras públicas de vigilancia policial en América Latina, con
alrededor de 15.000, contando al mismo tiempo con 95.000 agentes de policía
(mal pagados), para ser el mayor grupo policial entre las ciudades
latinoamericanas, no por todo ello la percepción de la capital azteca es de
seguridad precisamente (es la ciudad del mundo con mayor número de
secuestros per capita). Pero si hablamos de calidad de vida, México
es la ciudad con mayor número de librerías de Latinoamérica. Cómo
entender/medir eso de «¿dónde se vive mejor?».
Es decir que la inseguridad, en muy buena medida,
va asociada a cómo se la percibe, al imaginario colectivo que de ella existe.
Lo cual, en nuestros días, y siempre en forma acrecentada significa: la
inseguridad ciudadana depende de cómo la construyen las agencias mediáticas,
imprescindibles poderes constructores de la realidad social de hoy.
¿Es el democráticamente electo presidente
venezolano Nicolás Maduro un narco-dictador sanguinario? Los dictadores no
ganan elecciones democráticas una tras otras, por supuesto, con un pueblo que
los apoya. Ni los musulmanes son unos fanáticos fundamentalistas sedientos de
sangre (casualmente tanto en Venezuela como en buena parte de Oriente Medio,
musulmán por definición, están las reservas petroleras más grandes del mundo),
ni el narcotráfico ni la violencia urbana son el principal verdadero problema
en Latinoamérica. Pero eso es lo que dicen incansablemente los medios
comerciales, día a día, minuto a minuto. «El narcotráfico y otras formas de
asociación que generan violencia social les ofrece la coartada perfecta a los
Estados Unidos para tener una presencia constante en la región, presencia que
es cada vez más militar, a tono con las políticas represivas y de mano dura que
prevalecen», analizaba agudamente Rafael Cuevas.
Lo que menos necesitamos en los sufridos países de
América Latina es «mano dura»; pero eso es lo que a menudo prevalece como
política pública para combatir la criminalidad. (Para el Ministro de
Gobernación de Guatemala los migrantes centroamericanos –pobres que huyen de
sus países con rumbo a Estados Unidos– son todos «criminales». ¿Por qué prima
siempre esta visión policíaco-militar punitiva?) Esa noción apunta a un
tratamiento básicamente represivo de todo el problema social, enfatizado
medidas como el dar más facultades a la policía o a los cuerpos de seguridad –y
en algunos casos a las fuerzas armadas– para tareas de orden interno (el
gatillo fácil), permitir el encarcelamiento aún por infracciones menores para
dar ejemplo de dureza (la llamada tolerancia cero), considerar delito los
signos de pertenencia a pandillas, bajar la edad de encarcelamiento, acelerar
los juicios por este tipo de delitos –pero no para juzgar a un empresario evasor
de impuestos o a un funcionario público corrupto–, implantar castigos más
severos, pedido de pena de muerte, criminalizar a la juventud pobre, y por
extensión, a todas las zonas urbanas pobres.
Ahora bien: estudios serios sobre los países del
istmo centroamericano que han venido aplicando mano dura en estos años
demuestran que las cifras de inseguridad ascendieron, y el número de miembros
de las maras (pandillas juveniles) aumentó.
Similar a lo que sucedió en Colombia con el
tristemente célebre Plan Colombia (luego Plan Patriota): con una militarización
extrema del país, la producción y tráfico de coca no disminuyó sino que, por el
contrario, aumentó, y la sociedad colombiana en su conjunto no se pacificó sino
que continúa siendo de las más violentas del orbe (y la geoestrategia
estadounidense cuenta ahora con 7 bases militares de alta tecnología
controlando buena parte del Amazonas).
Abordar estos complejos problemas sociales no es
tarea fácil, sin dudas; pero la versión policíaco-militar no soluciona nada.
Eso ya está largamente demostrado.
Esta desatada inseguridad ciudadana (en
Latinoamérica en particular, con tasas de las más altas del planeta) tiene
costos para el conjunto de la sociedad, en términos de los sistemas de salud,
seguridad y justicia. Se estima que el 14% del producto bruto de la región
latinoamericana se pierde por la violencia, casi tres veces más que en los
países del Norte donde las pérdidas por tal motivo son menores al 5% de su
producto. Esas pérdidas superan ampliamente en muchos países de la región al
total de su inversión en las áreas sociales. Junto a ello se hallan muchos
otros costos difíciles de medir, pero muy concretos: los costos intangibles,
costos invisibles aunque de gran efecto como la sensación de inseguridad, el
miedo, el terror y el deterioro de la calidad de la vida cotidiana. En
definitiva, podría abrirse la pregunta si en toda esta epidemia de violencia
que nos envuelve no hay proyecto político, no hay direccionalidad.
Para salir rápidamente al paso de la acusación de
«teoría complotista» que se podría estar filtrando en esta afirmación, es
importante no perder de vista dos consideraciones:
1. Es difícil que haya un plan maquiavélicamente
urdido que ponga en marcha cada mara o cada barra brava, cada matanza de bandas
rivales de narcotraficantes o cada teléfono celular robado que tiene lugar en
cada esquina de estas castigadas sociedades. Pero hay un nivel en que se
descubre una intencionalidad más macro tras todos estos fenómenos. Algo así
como: «a río revuelto, ganancia de pescadores». La ganancia, definitivamente,
no es para las grandes masas populares. ¿Podemos creernos realmente que el
problema de fondo de las empobrecidas sociedades de la región lo constituyen
bandas de criminales, o ellas son sólo la punta visible de un iceberg
infinitamente más grande? En todo caso, este auge de crimen tiene varios
factores a la base: la pobreza y exclusión social como principal. Y
políticamente, luego de las guerras sucias que se vivieron en la década de los
80 del pasado siglo y los planes neoliberales de achicamiento de los Estados
nacionales, este clima de inseguridad perpetuo sirve a los poderes para seguir
controlando a las grandes masas. A ello contribuye de manera armónica el
llamativo auge también descontrolado de las nuevas iglesias evangélicas que
saturan la región. Dicho en otros términos –y aunque esto lo quieran presentar
como pasado de moda en el ámbito de las ciencias sociales–: para entender esta
explosión de criminalidad y violencia hay que apelar al concepto de lucha de
clases. Eso no ha desaparecido, aunque su formulación teórica está hoy
invisibilizada. ¿Cómo entender estos complejos fenómenos político-sociales si
no es a la luz de estas luchas a muerte en torno al poder? ¿O vamos a pensar
que hay cada vez más gente de mal corazón que, por deporte, se dedica al hampa?
2. Una sociedad tan latinoamericana como todas las de
la región (tomando ron y bailando música caribe «sabrosona», lejos de la
fisonomía de un país nórdico, que es lo que tenemos como modelo casi obligado
de “seguridad”) no presenta en absoluto estos índices de criminalidad: Cuba.
CUBA: ¿DICTADURA O PARAÍSO?
Nadie dijo que en la isla no haya expresiones de
violencia ciudadana, incluso habiendo aumentado en los últimos tiempos, tal
como han llegado a reconocer medios oficiales. Aunque en la prensa que ataca
sistemáticamente a la revolución nunca se habla de ello, es un hecho
incontestable que el grado de criminalidad en Cuba es inferior incluso al de
los países que consideramos más seguros en el planeta, es decir: los escandinavos.
Retomamos aquí lo dicho más arriba: la realidad
político-cultural es, cada vez más, lo que construyen los medios masivos de
comunicación. Cuba tiene una tasa de homicidios anuales inferior a 5 por
100.000 personas, pero la prensa comercial jamás lo dice.
En Cuba hay infinidad de problemas, a no dudarlo
(como los hay en todas partes, por cierto. ¿Suecia no los tiene?). Una vez más,
entonces, la pregunta: ¿dónde se vive mejor? Vale recordar que en el Norte
próspero y desarrollado se habla de calidad de vida; en el Sur, pobre y
oprimido, en todo caso se habla de su posibilidad. Cuba, con enormes problemas
estructurales, bloqueada, agredida continuamente, tiene una cantidad de índices
de calidad de vida similar a los países llamados desarrollados (esos que
manejan los bancos del mundo, deciden las guerras e imponen las modas que
estamos obligados a seguir). El de la seguridad ciudadana es uno de ellos.
Solo para graficarlo con un ejemplo comparativo: la
prensa comercial de todo el mundo dice machaconamente que de Cuba sale huyendo
la gente, escapando de esa dictadura. En promedio, salen 11 cubanos
diariamente, sobre una población de cerca de 12 millones. De Guatemala, con 16
millones, salen casi 300 personas por día, huyendo de la pobreza, con rumbo a Estados
Unidos, y aventurándose en una cada vez más incierta travesía. ¿Dónde se vive
mejor entonces?
Por supuesto que hay hechos violentos en la isla,
jóvenes agresivos, actos delictivos. Hay producción pornográfica disfrazada
también, a no dudarlo. De hecho, medios oficiales reconocen que la crisis
económica en que se hundió el país desde principios de los 90 del siglo XX con
el período especial ante el colapso soviético y las medidas que se
implementaron para salir de ese atolladero, abrieron paso a manifestaciones de
«individualismo, egoísmo, incivilidad, marginalismo y violencia cotidiana».
Pero las tasas de seguridad ciudadana siguen siendo bajas, muy bajas, iguales o
más bajas que en los países escandinavos. Cuba es un lugar seguro.
Es muy importante destacar esto, porque hoy por
hoy, producto de la manipulación mediática de la que nadie puede escapar, la
realidad dominante del mundo, y no digamos de Latinoamérica, es la violencia
desatada, la criminalidad que pareciera no dar respiro, el crimen organizado
que se presenta como más poderoso que los mismos Estados. Ante ello es
imprescindible hacer ver que allí hay mucho de falacia, pues un país como Cuba,
sin tolerancia cero ni mano dura contra el crimen, presenta un clima de
seguridad del que está a años luz cualquier país vecino de la región (con
índices de homicidios de 50 por 100.000 habitantes en más de un caso, y
superando los 100 por 100.000 a veces, como Tijuana o Acapulco en México, o
Natal en Brasil).
En la isla no hay evidencias de la existencia de
pandillas juveniles, las temibles maras que llegan al colmo de paralizar todo
un país, como ocurriera en Honduras, u obligaron a militarizar las favelas de
Río de Janeiro en el 2007, paralizando prácticamente toda la ciudad, ni hay una
crónica roja que hace festín –y buen negocio– con el sensacionalismo de la nota
sangrienta, amarillista, pues si un delito toma estado público y llega a los
diarios, la nota se redacta con una prosa didáctica como parte de una política
preventiva. El consumo de drogas prohibidas es sumamente bajo (ése es un
verdadero problema de salud pública, por tanto político nacional, que hay que
atacar con inteligencia, y no cayendo sobre el campesino de los países
productores al que se le queman sembradíos). Si se quiere atacar realmente la
cadena de distribución y el tráfico de las sustancias prohibidas, toda la
parafernalia militarista con que los poderes persiguen mafiosos en los países
de la región no parece estar dando resultado (¿curiosamente?). Al menos, no
termina con el negocio… a no ser que el resultado buscado no sea ése
precisamente, sino controlar sociedades.
Cuba, hay que decirlo, no está en manos del
narcotráfico, como sucede en tantos Estados descertificados por la Casa Blanca
(¿cuándo la Organización Mundial de la Salud descertificó de la lista de países
saludables a Estados Unidos por principal nación del mundo en presencia de
tóxico-dependientes?) Ante un caso sonado de narcotráfico La Habana
efectivamente sí actuó y se detuvo el delito, fusilando al principal
responsable, el general Arnaldo Ochoa en 1989. De hecho no hay tráfico de
drogas ilegales en la isla, por tanto bandas que se ocupen del negocio. Ni por
tanto –¿será lo que se espera finalmente?– planes militares tipo Colombia ni
Mérida para enfrentar ese apocalipsis.
Cuba está llena de problemas, de contradicciones;
si queremos ser más duros incluso: de mezquindades y flaquezas. Pero si la
imposibilidad de caminar tranquilas (sin violación sexual a la vista) y tranquilos
por la calle es el gran déficit de las sociedades actuales –de las de América
Latina en especial, pero no sólo, pues el fenómeno va expandiéndose en forma
global–, si andar de noche pasó a ser un drama de proporciones gigantescas dada
la inseguridad reinante, si en cualquier esquina nos pueden asaltar o sabemos
que no tenemos que entrar en zonas rojas (rojas, no por socialistas…, valga la
aclaración) porque una mara ya no nos dejará salir en paz, si gastamos tantos
recursos en seguridad (alambradas, policías privadas, sistemas de alarma,
cárceles de máxima seguridad, vehículos blindados, guardaespaldas, telecámaras
y perros guardianes, etc., etc., etc.), si todo eso es el principal problema de
nuestros días, la dictadura cubana no lo presenta.
Una dictadura que cuida a su gente… ¡Vaya
dictadura!, ¿no? Y decir que la gente quiere huir de la dictadura no es buen
argumento, porque de todos los países latinoamericanos su empobrecida población
sigue huyendo a diario hacia el ¿paraíso? del norte, pese a que en el camino se
encuentre con un verdadero calvario rumbo al american dream. Cuba no
será un paraíso seguramente, pero al menos está más lejos del infierno que
todos los otros países hermanos de la región. Sus índices de criminalidad lo
dicen.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario