Susana y Magdalena no se conocían previamente. Fue en la oficina de contabilidad de la empresa M. donde coincidieron.
En principio no se cayeron muy bien. Ambas eran arrogantes,
sobradamente vanidosas. Sus respectivas bellezas se los permitía. Jóvenes,
exuberantes y, quizá sin buscarlo, pero lográndolo al fin, muy provocativas, constituían
el punto obligado de todas las miradas masculinas. De todos modos, las dos
jóvenes tenían algo que, más allá de atraer miradas, ponía una barrera
inexpugnable ante cualquier avanzada varonil.
Susana era contadora; Magdalena nunca había terminado
sus estudios de auditoría; le quedaba eternamente pendiente su tesis,
repitiendo siempre que el año entrante la terminaría. Pero eso nunca pasaba.
Las dos eran sumamente eficientes en su trabajo.
Habían llegado a la empresa con una diferencia de un mes, y en poco tiempo se
habían ganado la admiración de todo el mundo. Por supuesto, por su corrección
profesional; y también por sus respectivas bellezas. Las compañeras de trabajo
-siete, para el caso- tenían una sensación compleja: admiración y envidia al
mismo tiempo. Varias de ellas, quizá sin saberlo en forma explícita, comenzaron
a imitar la forma en que las dos divas se maquillaban y peinaban.
Sin ninguna duda, la llegada de estas jóvenes a la
oficina contable de M., poderosa empresa exitosa que crecía sin detenerse
ligada a negocios hoteleros, había causado sensación. Nadie podía quedar
insensible a su presencia. Ni tampoco ellas, una en relación a la otra. Parecía
que competían en vistosidad, pues cada una superaba día a día su indumentaria,
su presentación. Estaba establecida, aunque no se lo dijeran expresamente, una
competencia para ver quién impresionaba más. Lo cierto es que se terminaban
impresionado mutuamente.
Con cierta reticencia, casi con desconfianza, su
comunicación era parca, distante. Un día, para sorpresa de Magdalena, Susana la
invitó a almorzar. Habitualmente lo hacían en la cocina de la compañía, y en
general no coincidían en sus horarios: una almorzaba a las 12 hs., la otra a
las 13. Magdalena quedó algo sorprendida con la invitación. Su primera reacción
fue decir que no; al menos, eso pensó. De todos modos, ante lo llamativo de la
situación –“¿por qué estaría invitándome?”, se preguntó-, y en cierta forma
movida por la curiosidad, aceptó.
Era la primera vez que estaban juntas las dos sin
ningún otro acompañante. Fueron a un pequeño restaurante cercano a la empresa.
Magdalena se mostraba a la defensiva, algo desconfiada. Susana tomó la
iniciativa. Hablaron de todo un poco, algo a las carreras -debían volver a su
puesto de trabajo- pero sin profundizar en nada. En realidad parecía un examen
que Susana estaba tomando a su compañera, escudriñando cada aspecto de su vida,
aunque sin entrar a detalles.
Ninguna de las dos tenía novio en ese momento. Ambas
contaron -permitiéndose explayarse algo en sus relatos- que venían de rupturas
amorosas, sin ahondar más allá.
El encuentro podría decirse que fue amable. Rompiendo
una lejanía que ya se había establecido como normal, con cierta frialdad
incluso, pudieron hablarse con relativa franqueza. Se prometieron volver a
hacerlo.
Esta vez fue Magdalena quien formuló la invitación. No
propuso almuerzo, sino cena; eso daba más tiempo para hablar. Y así lo
hicieron. Al calor de alguna copa de más, se permitieron contarse intimidades.
Las dos hablaron profusamente de sus desaires amorosos, refiriéndose siempre a
sus “ex parejas”. Fue Susana la que, ya casi sobre el final del encuentro, dijo
“mi ex novia”. Magdalena quedó sorprendida. No sabía si había escuchado
bien, si fue un error provocado por la somnolencia que trajeron varias copas de
vino, o estaba ante “la mujer más linda del mundo” pero que no servía
como mujer. “Pobrecitos los hombres que la buscan”, sonrió malévola.
No salía de su asombro. ¿Había escuchado bien? Con sus
27 años recién cumplidos, y tres noviazgos que no habían prosperado -más una
docena de encuentros casuales-, había recibido varias veces propuestas de
mujeres que la piropearon, que le proponían ir más allá de la coquetería. Nunca
aceptó, pero siempre había quedado con una duda al respecto. “¿Cómo sería
eso de hacer el amor con otra mujer?”
No quiso ser grosera ni ofensiva. Pensó y repensó mil
veces cómo preguntar acerca de un tema que veía tan delicado. Decidió una nueva
invitación a cenar. Esta vez la pregunta sobre esa “novia” terminó en besos
apasionados. No quiso pasar de allí, pero se dio cuenta que le sería muy
posible. No solo eso, sino que pasó a ser su más ferviente deseo.
Susana lo sintió rápidamente también. Un enorme ramo
de rosas rojas que llegó un día a la oficina a nombre de Magdalena selló las
cosas. Las flores no traían nombre específico; solo la indicación “De quien
te admira”. Una picaresca mirada entre las dos al recibir el presente
sentenció todo. Magdalena había escuchado bien: “novia”. De eso se trataba.
Con la excusa de adelantar en el trabajo, ambas
comenzaron a quedarse más tarde de lo habitual, esperando que la oficina se
despoblara. Así las cosas, un día quedaron solas, habiéndose retirado ya todo
el personal. No se contuvieron, y terminaron en una acalorada escena erótica.
Semidesnudas, después de haber consumado su acto amoroso, repararon en las
cámaras. “¡Qué desastre!”. Todo había quedado grabado.
Ambas entraron en pánico. Pensaron destruirlas, pero,
aunque se lo propusieron, no lo lograron. Estaban a una altura que se hacía
inalcanzable para ellas, y además -era el escollo más grande- tenían protección
contra vandalizaciones.
Al día siguiente, temblando, llegaron a la oficina
como todos los días, tratando de mostrarse calmas, sin dar indicio alguno de
preocupación. A la tarde, Susana recibió el primer mensaje del encargado de
seguridad de la empresa: “Quedó todo grabado, estúpidas. O hacemos el amor
los tres juntos, o esto se va a saber”. Intentó no mostrase inquieta, pero
un desasosiego infinito la invadió. Unos minutos antes de la hora de salida,
fue Magdalena la que recibió otro mensaje en su teléfono móvil. “Supongo que
tu amiga ya te habrá dicho. Entonces ¿cuándo lo hacemos? No sería conveniente
para ustedes que se conociera el video, ¿no es cierto?”
Las dos muchachas quedaron paralizadas. Ninguna
respondió los mensajes, y ambas se buscaron apresuradamente al terminar su
horario laboral. Tenían una sensación confusa, mezcla de estupor, miedo,
cólera.
“¿Qué hacemos?”, dijo una. “¡Hay que
matarlo!”, fue la inmediata respuesta de la otra. Un largo silencio se
estableció, quebrado finalmente por Magdalena. “Sí, es lo mejor”.
Tres días después de recibido los intimidantes
mensajes, ambas jóvenes salían del motel con el cadáver del jefe seguridad de
la empresa. Lo habían planeado muy bien: ya desnudos los tres, listos para
tener lo propuesto por el hombre, procedieron a dormirlo con una muy fuerte
carga de escopolamina que vertieron en su bebida, cuando estaban en los
prolegómenos del presunto acto sexual. Se las ingeniaron para retirarlo
discretamente y cargarlo en el vehículo en el que habían llegado, sin despertar
ninguna sospecha en los empleados del motel.
El cadáver, desmembrado en algunas partes, fue
abandonado en distintos sectores. Las dos se sorprendieron de la frialdad y
eficiencia con que hicieron todo eso. “Tendríamos que dedicarnos a ser
profesoras de anatomía”, bromearon. La crispación nerviosa en que se
encontraban las llevó a un inesperado estado de hilaridad donde no podían parar
de reírse. Los chistes macabros sobre el cuerpo desmembrado se sucedieron
imparables.
Pasado ya ese angustioso momento, un par de tragos y
un acalorado encuentro sexual les fue devolviendo la calma. Al día siguiente,
muy tranquilas -durmió cada una en su casa- volvieron a la oficina. Cuando
comenzó a cundir la sorpresa porque el jefe de seguridad, don Arnoldo, no
llegaba, ellas también simularon algún asombro. Todos coincidían en que
resultaba rara su ausencia, porque no se había reportado enfermo, y era de los
que jamás faltaba. De todos modos, la sorpresa no dio más que para algunos
comentarios, y todo siguió su curso normal.
Al día siguiente, sin embargo, la sorpresa por la
ausencia del encargado de las cámaras de seguridad se trocó en cierta
preocupación. “¿Qué le habrá pasado, si él nunca es de ausentarse sin aviso?”,
fue la pregunta que inquietó a todo el mundo. Magdalena, para ese entonces, ya
había tomado la decisión.
Ella siempre había estado con hombres; se sentía
claramente heterosexual. Incluso miraba con cierto recelo a las lesbianas. Lo
que le sucedió con Susana no lo podía entender. Confusamente entreveía que esa
suerte de competencia que habían entablado en los inicios de la relación, la
había llevado a deslumbrarse por la belleza y el encanto de su compañera.
Admiraba su elegancia -o quizá la invidiaba-, pero eso estaba lejos de
significar una vinculación amorosa. Después de haberlo meditado hondamente, y
luego de lo actuado con don Arnoldo, viendo que la relación con Susana no la
llevaba por un camino que ella deseara, se preparó para avisarle del corte, del
final de esa efímera explosión erótica.
La invitó a cenar la noche siguiente, cuando ya todos
en la oficina estaban bastante alarmados por la desaparición del encargado de
marras -nadie acertaba explicarse por qué don Arnoldo no aparecía por ningún
lado-. Eligiendo con mucho cuidado sus palabras Magdalena, mostrándose siempre
cariñosa, pero al mismo tiempo distante, le hizo saber a su compañera que bajo
ningún aspecto quería involucrarse afectivamente con ella. “Hubo atractivo,
y mucho; no lo niego, pero a mí no me gustan las mujeres. Fue una explosión de…,
no sé, de sugestión, de hipnosis, de vanidad de mi parte. No lo sé, fue raro.
Pero ya pasó. Después de lo que hicimos con el viejo ese, querría pensar que
este contacto entre nosotras dos nunca pasó”.
Susana quedó atónita. Mientras Magdalena hablaba,
trató de tomarle una mano, cosa que ésta rechazó. Luego de pronunciadas esas
palabras, vino un gran silencio, prologado por minutos que parecían siglos.
Susana derramó unas lágrimas. Magdalena hubiera querido consolarla, pero se
había hecho el firme propósito de no mostrar ninguna señal de afecto, más allá
de una cortesía mínima, solo formal.
La cena terminó con sollozos de ambas partes, pero
Magdalena hizo lo imposible por no mostrarse débil, por no evidenciar gestos de
ternura. Ella pagó.
Los días siguientes estuvieron muy distanciadas en la
oficina. Solo un muy frío saludo formal, casi entre dientes. Los compañeros
notaron que algo pasaba entre ellas, pues la simpática cercanía de días pasados
había desaparecido por completo. Ambas mostraban semblantes hoscos,
compungidos. Si alguien se atrevió a preguntar a alguna de ellas si le pasaba
algo, solo obtuvo una arisca respuesta.
Aproximadamente una semana después del hecho con el
viejo centinela, Susana, con aspecto sombrío, se acercó a su compañera. Con
rostro adusto, transmitiendo una sensación de gran preocupación, le dijo a su
interlocutora: “Aunque no quieras, tenemos que hablar. Surgieron problemas.”
Magdalena fue despreciativa. Con un ademán bastante
grosero le pidió que se alejara. “Ya no hay nada que hablar”, expresó
recia, frunciendo el ceño.
“No es así. Surgió un gran problema. Te pido por
favor que hablemos, es grave”.
“No lo creo. Prefiero ya no hablar más. Creo que ya
fue suficiente, ¿no?” La expresión de Magdalena no daba lugar a dudas: estaba
muy enojada y su rechazo era total.
Susana tuvo que apelar a sus más histriónicas dotes
seductoras y de oratoria para hacerle ver a su amiga que había algo realmente
grave en juego. Le rogó mil veces hablar luego del horario de la oficina.
Magdalena tenía una tremenda confusión de sentimientos: mucho miedo por lo
hecho con el señor de la seguridad, sensación de vergüenza por haber estado
sexualmente con una mujer, pero -y quizá esto era lo fundamental- un deseo
lujurioso por esta joven a la que veía tan tentadora, pero que no se podía
permitir. Ese día Susana estaba vestida con un provocativo escote y una muy
corta minifalda. Parecía una indumentaria hecha a la medida de esa ocasión:
¿había que seducir a Magdalena?
Ésta, más que por el efecto hipnótico de ver a ese
monumento a la belleza -¿o monumento a la lascivia?- sino, según quería creer
racionalmente, por lo grave que podía haber en ese misterioso mensaje que
pronunciara Susana, aceptó. Aunque en secreto ella sabía que, quizá, pesaba más
lo primero. Con cara de circunstancia y voz lúgubre, la contadora dijo, en
forma pausada, como estudiada: “estamos mal. Recibí otro mensaje de chantaje”.
Magdalena quedó estupefacta. Inmediatamente pensó en
la situación sombría que avizoraba: era coautora de un horrendo crimen. ¿Se
trataría de eso el misterioso mensaje del que hablaba su amiga?
“¿Y eso? ¡No te lo puede creer!”
Susana enseñó en su teléfono celular un mensaje de
texto, que venía de un número para ella desconocido. “Todo se sabe. El video
de ustedes dos está muy interesante, pero lo que hicieron con don Arnoldo no
fue tan interesante. Fue muy fuerte. ¿Quieren que se sepa, o cómo hacemos?”
Quedaron en silencio por un largo rato. Las lágrimas
aparecieron en el rostro de Magdalena, quien no paraba de retorcerse las manos.
“Te veo tranquila”, le dijo balbuceando a su amiga.
“Ya lloré y me retorcí las manos cuando leí esto”,
dijo Susana con calma.
“¿De quién es ese número?”
“No lo sé, por eso quería compartirte la situación,
para que ahora las dos, juntas, averigüemos”.
“Bueno… llamemos entonces”, sentenció
Magdalena.
Llamaron, pero nadie contestó. Se miraron
sorprendidas. Susana tomó una mano de Magdalena, quien, esta vez, lo permitió.
“¿Y qué hacemos ahora?”
Ambas se sentían desconcertadas. Podían entender que
el video ya hubiera llegado a otras manos; seguramente la gente de seguridad lo
compartió, y de seguro más de alguno en la oficina conocía la situación. Eso,
en definitiva, no era tremendo. Incómodo quizá, dada la homofobia reinante,
pero no conllevaba ningún peligro. Lo otro, el asesinato del encargado de las
cámaras, sí era grave. Eso era un monstruoso delito que podía significar el
quiebre de sus vidas: cárcel seguramente, y todo lo que eso implicaba.
Susana le ofreció a Magdalena dormir juntas esa noche.
Pero la auditora no aceptó. Estaba demasiado golpeada por la noticia, y
prefirió estar sola para aclarar un poco lo que debía hacer. Llorando, ambas se
despidieron.
Al día siguiente Susana, muy sonriente, se acercó a su
amiga, y mostrándole el teléfono, dijo con satisfacción: “Ya se empiezan a
aclarar las cosas. Creo que podemos atrapar a nuestro chantajista”.
“No te entiendo… ¿Qué pasó?”
“Recibí otro mensaje”, dijo sonriente Susana. “Es
una mierda lo que dice, pero nos puede dar pistas para descubrir quién es la
persona”.
“¿Eso te parece buena noticia?”, inquirió
Magdalena, entre asombrada y molesta.
“¡Por supuesto! Quizá ahora podamos saber quién
está atrás de esto”.
“¿Y quién puede estar?”
“Me parece que es alguien de la oficina”.
Esas palabras, que parecían tranquilizar a Susana,
crispaban más a Magdalena. No veía ese mensaje como un avance prometedor sino,
por el contrario, algo que las comprometía más, algo de lo que sentía
crecientemente no poder salir. Ya se veía entre rejas, esposada, acusada,
totalmente deshonrada.
En un acto de negación maníaca, Magdalena se
desentendió del tema. Se le cruzaron infinitas de ideas, sensaciones,
pensamientos, todos abigarrados y en un desorden fenomenal que no le permitía
tener claridad respecto a qué hacer. Lo que más insistió fue el deseo de huir
del país. “Todavía no pasó nada, pero en cualquier momento sucede. Es hora
de salir ahora”.
Susana, mucho más tranquila, al día siguiente llegó al
escritorio de la auditora con una sonrisa triunfal en su rostro. “¡Buenas
noticias!”
Para Magdalena no había posibilidad de que hubiera
buenas noticias. Estaba sumida en cavilaciones terribles, sombrías; también se
le había cruzado la idea del suicidio. Incluso había pensado cuál sería la
forma más efectiva y menos cruenta. La alegría de su amiga la incomodaba.
“¿Buenas noticias? No te lo puede creer”, dijo
cabizbaja, y a la vez agresiva.
“¡Sí, por supuesto! Vamos, seamos positivas. Esta
persona -supongo que es un hombre- se está delatando. Nos pide ahora que le
filmemos un video de nosotras dos haciendo el amor y se lo pasemos. ¡Esa es
nuestra oportunidad de agarrarlo!”
“Entonces ¿qué? ¿Otro descuartizado?”
“No sería necesario en este caso. Solo con hacerlo
desaparecer sería suficiente”, respondió con frialdad Susana.
“¡¿Hacerlo desaparecer?! ¿Otro más? ¡¡Estás loca!!”,
levantó la voz Magdalena, poniéndose muy nerviosa, saliéndose de sí.
Inmediatamente reparó en su error y trató de sonreír para que nadie en la
oficina sospechara, buscando atemperar el exabrupto. Susana, para hacer pasar
el incómodo momento, la invitó a hablar después del horario laboral.
Una vez más estaban frente a frente con un café de por
medio, hablando de su futuro. Esta vez Magdalena no retiró la mano. Con voz
suave, tierna, podría decirse incluso que seductora, Susana explicó su plan.
Según le hizo saber, el nuevo anónimo -que mostró en
la pantalla de su móvil- pedía algo bien concreto: que las dos mujeres tuvieran
relaciones sexuales -“lo más escandalosas posibles”, decía el texto- y
se grabaran en un video. Luego se las pasaran al autor (¿o autora?) del
anónimo, y esta persona se comprometía a devolver el video original, el de la
cámara de seguridad de la empresa, y ahí daba por terminado el asunto.
“Pero es radicalmente imposible creerle eso a este
chantajista”, reaccionó airada Magdalena. Ambas coincidieron en eso, que
ahí había un plan horrible que solo las podía perjudicar. Inclusive, podría
tratarse de una estrategia de la policía para detenerlas y hacerles confesar su
crimen. De todos modos Susana, según razonaba, veía una gran oportunidad en
todo esto. “Con el video que nos piden ya en la mano -habría que hacer un
muy buen trabajo ahí- podemos buscar negociar con esta persona. Y tenemos la
oportunidad servida en bandeja para agarrarlo y silenciarlo”.
Magdalena comenzó a temblar ante la propuesta. Podía
aceptar hacer el video, pero de ningún modo matar a alguien más. La mención de
esa posibilidad la aterraba, desestructurándola. Una vez más levantó la voz,
esta vez en la cafetería en que se encontraban, diciendo, casi a los gritos,
que de ningún modo ella cometería un nuevo asesinato. Fue necesario que Susana
la tranquilizara para que retomara la compostura. Profusas lágrimas bañaron su
cara, y un temblor generalizado la hacía tartamudear.
La contadora, con mucho aplomo y mucha dulzura, fue
intentando serenar a su amiga. Con convicción le hizo saber que ella,
Magdalena, no debía preocuparse por nada. Con el video ya grabado Susana tomaba
la responsabilidad de negociar con ese “sátrapa de mierda”, y que
excluía completamente a la joven auditora de cualquier cosa que pudiera
ocurrir.
“Pero ¿qué? ¿Otro muerto más? Yo no quiero ser cómplice
de eso”, balbuceó Magdalena, con una voz ahora casi inaudible. “Ni lo
serás”, sentenció categórica su amiga.
Magdalena prefirió no preguntar más nada. Se sentía
abatida por la situación, no veía salida en lo inmediato. Realizar ese video
que ahora le pedían lo aceptó. Muy en secreto sabía que su amiga la deslumbraba
como nunca lo había hecho anteriormente un hombre. No le gustaban las mujeres,
pero con Susana era otra cosa, inexplicable quizá. La envidiaba; querría ser
hermosa y desenvuelta como ella. En un rapto de confianza hacia Susana, pensó
que ella sí sabría encargarse de todo. Acto seguido, cuando su admirada
contadora resolviera la situación, sin decir palabra dejaría el país. No tenía
idea de hacia dónde marcharía, pero no podía seguir permaneciendo ahí, con el
peso de ser una asesina y una homosexual. Esos pensamientos afiebrados la
estaban volviendo loca. Esa noche necesitó dos vasos de whisky para poder dormir.
A la mañana siguiente se reportó enferma y no fue a su trabajo.
Susana intuía que Magdalena estaba a punto de
quebrarse; eso era bastante evidente. Por tanto, había que resolver rápido las
cosas, “para evitar un posible suicidio”, se dijo. De esa cuenta, dos
días después por medio de un mensaje de texto a su celular, le hizo saber a
Magdalena que el fin de semana harían el video.
“Pero… ¿y con eso cómo vas a identificar al
chantajista?”
“De eso me ocupo yo, no te preocupes”, afirmó Susana
contundente, segura.
El sábado por la tarde, con las cámaras de dos
teléfonos convenientemente ubicados para captar distintos ángulos, realizaron
el video. Sin dudas, el contacto sexual resultó maravilloso para ambas.
Magdalena reconoció que nunca en su vida había disfrutado tanto.
Fue después de terminado todo ese montaje que la
auditora comenzó a ver las cosas de otro modo. La obnubilación de días atrás
fue disipándose, y consideró todo con un sentido más realista. No le encontraba
lógica a lo dicho con tanta seguridad por su amiga; era inconcebible que ella
sola, a partir de ese video, pudiera arreglar una situación tan tremendamente
complicada como la que se había creado. El domingo siguiente a la borrachera de
éxtasis, encaró a Susana.
Ésta, con toda la frialdad imperturbable del mundo, respondió
cada una de sus dudas. De todos modos, Magdalena en absoluto quedó convencida. Le
exigió que destruyera las grabaciones. Pero eso era imposible ya, respondió
secamente Susana. Ya había descargado los archivos y, según dijo, los había
entregado a un amigo para que los editara, para luego pasarlos al extorsionista.
Luego de un forcejeo sangriento, exhausta y casi sin
poder respirar, Susana, con todo el cuerpo de Magdalena encima, quien le
oprimía el cuello ferozmente inmovilizándola con su rodilla derecha sobre el
pecho -la auditora había llegado a cinturón rojo de kung-fu- se vio forzada a
confesar: no había ningún extorsionista. Ella, fascinada por la belleza
incomparable de Magdalena, había pergeñado lo del nuevo mensaje.
Ahora ambas, en feliz pareja, viven en las Islas
Vírgenes Británicas, en el Mar Caribe, donde juntas administran un hotel a que
llamaron Susagdalena.