miércoles, 17 de julio de 2024

CUENTO CORTO Y ESTÚPIDO

Había una vez, hace mucho tiempo, muy lejos de aquí, un príncipe que fue azul –ahora estaba desteñido– y como era muy miedoso, no cazaba dragones ni se atrevía a salvar a su princesa recluida en la torre de un castillo.

Se compró una moto japonesa, y no sabiendo manejar bien, tuvo un accidente. Se quebró la pierna izquierda, por lo que no pudo jugar más al polo ni practicar rafting. Ahora es senador vitalicio en algún lejano país. Para no aburrirse, colecciona estampillas y mira siempre a Laura de América.

Y colorín colorado, me voy a tomar un cafecito.




 

viernes, 21 de junio de 2024

ARENGA

Compañeros:

Sabemos que en esta misión nos va la vida. Pero no importa. Desde siempre hemos tenido claro cuál era nuestro objetivo, qué superiores intereses rigen nuestro actuar. Seguramente la gran mayoría de nosotros va a morir en el intento, pero eso no debe acobardarnos. De nuestro esfuerzo, de nuestra accionar digno, glorioso, inmortal, surgirá vida. De nuestro final como individuos el colectivo se verá beneficiado. Es por eso, compañeros, que no debemos estar tristes. Sabemos que si morimos, estaremos dando aliento a otros intereses más nobles, más trascendentes. Pero bueno, basta de palabras. ¡A la acción concreta! ¡Salgamos, espermatozoides!



jueves, 6 de junio de 2024

DISCURSO DEL PAPA

Aclaremos rápidamente -¡y con vehemencia!- que este texto es de docuficción. Es decir, una combinación de aspectos reales, existentes, concretos, pero tratados de una manera ficcional, literaria para el caso. Vale aclararlo, porque vez pasada circulé un texto similar, basado en un tal Abunda Lagula, (https://segundacita.blogspot.com/2020/02/el-poder-de-la-verdad.html) tanzano supuesto ganador de un Premio Nobel de Literatura, y muchas personas lo tomaron como la difusión de una noticia falsa, un fake news, por lo que, al menos por algunos, fui agredido y tratado de mentiroso, de embustero. Otros, felizmente entendieron el juego, y de inmediato pescaron de qué se trataba: una denuncia puesta en boca de alguien que no existe, pero que perfectamente podría existir, pues todo lo que denuncia es cierto, es real, crudo y descarnado. Es de esperarse que no suceda lo mismo con el presente texto y no se me acuse de mendaz engañador.

                                                __________

 Discurso pronunciado por el Papa el día de su coronación

 

No es común que un Papa pronuncie un discurso el día de su investidura. Sin embargo, tampoco ello está prohibido. Es por eso que hoy me permito hacerlo, seguramente para sorpresa de quienes me escuchan. Y más aún, para quienes me eligieron (el humo blanco es solo una triquiñuela para quienes esperan en la Plaza de San Pedro. La elección de un Sumo Pontífice es una sangrienta batalla política en el Colegio Cardenalicio, movida por sórdidos intereses). Como no tengo grandes habilidades oratorias, espero que sepan perdonarme esa limitación y me permitan leerlo.

 

Doy esta breve alocución en español, mi lengua materna que aprendí desde la cuna en el país latinoamericano que me vio nacer, y no en latín. Hablar en latín hoy sería un tremendo anacronismo y, fundamentalmente, una grosera falta de respeto para la feligresía. A la fecha nadie habla latín; solo algunos curas, muy contados, en los pasillos del Vaticano. Si bien sigue siendo la lengua oficial de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana con la que se escriben los documentos, nadie la habla. Por tanto, dar hoy un discurso en latín sería un ejercicio de violencia contra la gran mayoría de gente que no entendería qué se le está diciendo. Si hay religiosos en la iglesia que quieren volver al latín, e incluso a oficiar la misa de espaldas a la feligresía, eso muestra cómo piensan algunos de mis hermanos: son unos conservadores que viven aún en la Edad Media, nostálgicos de las hogueras de la Inquisición.

 

Pues bien: hablo en español -podría hacerlo en italiano, o en francés, que son los idiomas más comunes en la Santa Sede y con los que estoy más familiarizado- porque esa es la lengua de la mayor parte de seguidores de nuestra fe, que se hallan básicamente en ese sufrido -y despojado- sub-continente que es América Latina. O Abya Yala, como hay quien también lo nombra, para reivindicar a los pueblos originarios saqueados en su momento, saqueo del que el Vaticano fue cómplice y sobre el que continúa mantenido un silencio sepulcral.

 

Con estas breves palabras introductorias creo dar ya la tónica de todo lo que he de exponer aquí. Si bien hay personajes dentro de la curia que desean retornar a un pasado aristocrático donde las misas se oficiaban en latín, y cuando Roma decidía buena parte de lo que sucedía en los llamados Viejo Mundo (Europa) y Nuevo Mundo (América) -pero el mundo es más que eso, no olvidemos-, yo estoy en otra posición, absolutamente en las antípodas. Algunos, sin dudas, se horrorizarán de este discurso y pedirán mi inmediata destitución. O, peor aún, como ya ha pasado otras veces con los Papas molestos -o con una Papisa, nunca reconocida oficialmente por el Vaticano-, se les saca de encima. Existen numerosas formas por las que una persona puede sufrir “accidentes” fatales, lamentables, sin duda, pero que a algunos podrán beneficiar. Los juegos de poder que se pergeñan en las sombras palaciegas no tienen límites.

 

Estoy más que seguro que este discurso va a causar estupor, indignación, quizá furor y deseos de revancha. Pero más aún: va a causar miedo, profundo miedo, mejor aún, terror, entre todos aquellos que se sientan tocados, denunciados. Porque, sin dudas, hay mucho que denunciar, y estoy seguro que ha llegado el momento de hacerlo. Tal como dice el refrán: “quien calla, otorga”. Yo, ténganlo por seguro, no quiero otorgar nada, no quiero seguir siendo cómplice.

 

Se preguntarán ustedes: ¿qué le pasa a este Papa tan joven que dice tantas barbaridades, el papa más joven de la historia? El más joven, aclaremos, fuera de Juan XII, el Fornicario, como se le conoció, que llegó al trono con 18 años de vida por oscuros manejos palaciegos en el período conocido como “pornocracia”, un pontífice totalmente disoluto y carente de la formación mínima para ejercer su apostolado. Pues bien: ahora no corren aquellos tormentosos tiempos del Imperio Romano. Soy joven, sin dudas, para ejercer un papado -tengo 60 recién cumplidos-, pero las circunstancias no son como las de aquel licencioso oportunista arribado por politiquería barata. Soy joven para un cargo así, pero tengo la suficiente formación como para saber que lo puedo ejercer correctamente. Bueno…, si me lo permiten y no muero “accidentalmente” antes.

 

Tengo la preparación, decía, y me he esmerado mucho en ella, pensando desde hace muy largos años en lo que ahora se está materializando. No quiero ser petulante, presumido ni vanidoso, pero pasé la mayor parte de mi vida estudiando, preparándome para este glorioso momento. Conocí de cerca, y muy profundamente, la filosofía clásica, leída en griego en muchas ocasiones, así como la teología de una vastedad de autores, estudiada rigurosamente en latín. Pasé por varias universidades pontificias de diversos países, profundicé en derecho canónico, así como en historia universal. La política siempre me interesó, por lo que tengo, por fuera del ámbito eclesiástico, una maestría en ciencias políticas y un doctorado en derechos humanos. Hablo con bastante fluidez varios idiomas y no me siento, de ningún modo, un impostor como Juan XII.

 

¿Por qué digo todo esto, sin el más mínimo interés en ser presuntuoso? Para mostrar, para dejar totalmente claro que lo que he de expresar en un momento está muy pensado, muy racionalizado y bien concebido, no siendo producto de una emotiva explosión visceral. Por el contrario: esto me ha tomado años de cavilaciones, al mismo tiempo que de preparaciones. Si resulta molesto para alguien, o para muchos, tiene explicación: estoy denunciado cosas de las que, en el seno de la santa iglesia, no se habla.

 

¿Por qué abracé el sacerdocio? Porque a la edad de 12 años fui violado por el cura de mi parroquia, en mi ciudad natal, en un barrio pobre de una localidad que no viene a cuenta mencionar ahora: el padre Agustín. Para ese entonces yo era monaguillo, absolutamente convencido de la integridad de los pastores de almas. Más aún: embelesado por este sacerdote, pensaba entrar al seminario. Luego de la violación, comencé a repudiar a la iglesia.

 

Permítanme decirles -y espero que no se me llenen de lágrimas los ojos al hacerlo- que esta es la primera vez en mi vida que cuento ese episodio. Como podrán imaginarse, un tierno jovencito, ingenuo aún, que nunca se había masturbado para ese entonces, que veía el sexo como un pecado, ser violado por alguien en quien confiaba, fue un golpe tremendo. No pude decirlo en casa; a mi madre, me refiero, pues mi padre, albañil de profesión, nos había abandonado hacía ya tiempo. Con mis cuatro hermanos, con quienes no tenía mayor confianza, tampoco pude decirlo. Andando el tiempo, una mezcla de miedo, vergüenza, estupor y mucha, muchísima cólera se fue enraizando. Fue a partir de esa rara combinación de sentimientos que, luego de un primer momento de rechazo por la institución y por todos los sacerdotes pensando alejarme de todo ámbito religioso, años después decidí finalmente entrar al seminario para dedicarme a la carrera eclesiástica, teniendo siempre como objetivo esto que ahora está sucediendo.

 

En mi casa no llamó particularmente la atención esa decisión. Tan fervoroso creyente que era, aunque por un momento dije que ya no quería saber nada más con la iglesia, pareció casi natural que pensara en la profesión sacerdotal. La violación, por tanto, la viví en el más riguroso silencio, en secreto, llorándola a escondidas. Luego del tremendo asco que sentí por este tal padre Agustín -todavía recuerdo sus repulsivas caricias y su voz aterciopelada diciéndome que no contara nada de lo sucedido- y por toda la iglesia, abrazar esta carrera me permitiría hacer lo que ahora estoy a punto de consumar.

 

Pasé largos, muy largos años preparándome para esta venganza. Alguien podrá decir que estoy loco, desajustado psicológicamente, que hubiera sido necesario plantear esto de la violación con algún especialista en salud mental en su momento, y no ahora, el día en que asumo como el representante de dios en la Tierra. Pues bien: he de aclarar que lo que habré de exponer no se relaciona solo con este fatídico episodio de la agresión sexual. Eso es importante, sin la menor duda; importante para mí a nivel personal. Pero también a un nivel político-institucional, social, pues evidencia el tenor ético de la institución de la que ahora soy la cabeza.

 

Después de años de sacerdocio, de haber escuchado infinidad de personas dolientes que buscan solución a sus cuitas en un confesionario, y de ver la insustancial respuesta que les ofrecemos indicándoles rezar alguna oración, en el mejor de los casos, o condenándolas moralmente por pecadores o pecadoras -más a las mujeres, por cierto-; y después de años de moverme casi con cintura política en la institución más vieja que existe en el mundo, con ya más de dos milenios de permanencia, institución donde se juegan los más perversos y ponzoñosos intereses de poderes siempre al acecho, estoy en condiciones de abrir la boca y decir lo que por años vengo elaborando. Hoy como Papa, como Obispo de Roma, como la autoridad máxima de la Iglesia Católica, con este quizá insólito nombre de Vladimir I -¿les trae alguna asociación?- puedo expresarlo sin ambages. Tal como dijera ese excelso teólogo italiano, además de gran matemático y astrónomo, que fuera Giordano Bruno, ese fraile dominico que hablaba sin pelos en la lengua: Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”.

 

En su momento, pleno siglo XVI, con un Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición trabajando a pleno, esas palabras le valieron la hoguera, no sin antes una monstruosa tortura consistente en clavarle un clavo en su lengua, por las blasfemias proferidas. Hoy día, más que blasfemias, deberíamos decir, las verdades que expuso. Si saliendo de la Edad Media se condenaba a la pira inquisitorial a alguien por atreverse a decir cosas así, un par de siglos después un librepensador como Voltaire, en plena efervescencia iluminista dieciochesca, sin ser condenado a nada, pudo decir que la religión existe desde que el primer hipócrita encontró al primer imbécil.

 

Muchos pensadores, a lo largo del tiempo y en distintos contextos, han hablado con precisión sobre las religiones y las ilusiones que mantienen, sobre las que están asentadas, sobre esos sueños que nos fascinan y en los que gustamos creer, aun sabiendo que son espejismos, quimeras. El pensamiento mágico-animista ha tenido una fuerza monumental. Parece que, durante milenios, ante la infinitud y el miedo existencial con se enfrentó la humanidad, apelar a fuerzas superiores que tranquilizaban, fue un expediente seguido por todas las culturas. Entrada ya la era industrial, esa confianza ciega en algo que lo va a resolver todo, esa ilusión en un paraíso libre de contradicciones donde solo hay armonía y bienaventuranza, sigue vigente. De esa cuenta, con fuerza destructiva en su análisis, un anarquista como el ruso Mijaíl Bakunin pudo decir a fines del siglo XIX: El ser humano creó a Dios y luego se arrodilló frente a él. Quién sabe si también se inclinará en breve frente a la máquina, frente al robot.” Hasta ahora los seres humanos, siempre falibles, pequeños, vulnerables, hemos necesitado de deidades, entes omnipotentes que, ilusoriamente, nos resolverían todo. Y si no son los dioses que conocemos -hay como tres mil en la historia humana- aparecen otros, como el dios-dinero, o la diosa-tecnología.

 

Hijos e hijas: ya estamos en condiciones de prescindir de ese pensamiento mágico. Dejemos la magia solo como espectáculo de circo, que bien atractiva puede ser. Nos embelesa, nos fascina, nos emboba podríamos decir, el mago que saca un conejo de la galera. Pero sabemos que eso es prestidigitación, un buen manejo de algunas técnicas que crea efectos ilusorios, espejismos. No hay magia: hay doble fondo de la galera, o alguna maniobra por el estilo. A esta altura del desarrollo tecnológico que ha alcanzado la humanidad parece algo absurdo seguir manteniendo ese ensueño de la magia. Si nuestra esposa, nuestra hermana, o nuestra hija, o cualquier mujer, aparece un día diciéndonos que está embarazada por obra y gracia del espíritu santo, en el mejor de los casos sonreiremos. Si insiste, veremos que algo anda mal, y si ella se empecina en esa narrativa, no quedará más remedio que mandarla al hospital psiquiátrico. ¿Por qué entonces millones de seres humanos, sin cuestionárselo, aceptan de buen grado que una campesina muy pobre, allá en las tierras de Galilea, dos milenios atrás, quedó embarazada aun manteniendo la virginidad? ¿Magia? Nadie cuestiona eso. Lo dicho por Giordano Bruno parece tener pleno sentido.

 

Pues bien: así funcionan todas las religiones. Son formaciones mágico-animistas que no resisten la razón lógica. Más aún: se basan en el absurdo, y lo reafirman gustosas. Para ejemplo, lo dicho por Tertuliano, ese padre de la iglesia católica de los primeros tiempos, entre los siglos II y III, que pregonaba vehemente que cree sin cuestionar los dogmas establecidos: que una virgen puede parir un niño, que un cadáver -el de Jesús- puede revivir y salir volando al cielo. No solo cree todo eso en contra de la razón, sino justamente cree por eso, porque es absurdo. De ahí su famosa máxima “credo quia absurdum est”, creo porque es absurdo. Lo absurdo, de esa forma, sería una garantía de credibilidad.

 

¿Qué decir hoy de eso, cuando las ciencias nos hablan del origen del universo a través de una gran explosión -la teoría del Big Bang- hace 13.800 millones de años, cuando un infinitamente pequeño punto que concentraba toda la materia explotó y luego comenzó a expandirse hasta enfriarse, y sigue expandiéndose? ¿Podemos seguir creyendo lo que sea, y justificarlo acaloradamente, alegando que creemos justamente porque es absurdo? Es hora de abrirnos a otra forma de ver las cosas. Ninguna cosmogonía puede explicar, y menos aún operar positivamente, la realidad partiendo de explicaciones místicas, mágicas, soplos divinos o dedos omnicreadores. Cuando no había forma de explicar, y consecuentemente operar, la realidad, cuando todo se explicaba por fuerzas ignotas, poderes sobrehumanos inaccesibles para nosotros, esa dimensión mitológica tranquilizaba. Explicaban lo inexplicable. Como se ha dicho: todas las cosmogonías “explican”, o intentan explicar, lo que no conocemos, y por tanto nos conmueve, nos asusta. Hoy día estamos en condiciones de explicar las cosas de otro modo, y, por tanto, actuar sobre la realidad con mucha mayor eficacia. Ya no nos asustamos de los rayos, sino que los detenemos con pararrayos, y fuimos más allá de Dédalo e Ícaro pudiendo volar como pájaros gracias a este invento que se llama avión, que rompe la ley de gravedad. Y estamos en condiciones de eliminar muchas enfermedades, no implorando al cielo, sino haciendo cosas concretas, produciendo medicamentos, haciendo cirugías, inventando la acupuntura, descubriendo hierbas medicinales sanadoras, utilizando una bomba de cobalto. Nada de eso se logró arrodillados y orando, sino haciendo cosas concretas. “El trabajo es la esencia del ser humano”, dijo un filósofo decimonónico. No se equivocó.

 

Me pregunto, y pregunto a quienes deseen hacerlo con honda convicción crítica: si tenemos cáncer, por ejemplo, ¿qué nos podrá curar: la oración o la oncología? Sin dudas que el aspecto psicológico -para el caso: la fe- juega un papel crucial en lo humano. Pero ¡cuidado!: lo psicológico no es un mito, no es de orden sobrenatural. Recordemos que la palabra “mito” proviene del griego clásico y quiere decir “cuento”, “relato”, semánticamente no muy lejos de “mentira”. Es decir: relato ficticio. La dimensión psicológica del ser humano tiene explicaciones más certeras que mensajes divinos, mensajes del más allá, fabulaciones mitológicas, narraciones de los muertos que se nos aparecen. Por supuesto, en la dinámica de cada ser humano, su dimensión psicológica cuenta, también si tiene cáncer (la forma en que el mismo le afecta, cómo reacciona, cómo se siente anímicamente, cómo lo soporta o no lo soporta). En otros términos: las explicaciones que nos dan los saberes rigurosos no son absurdas. Creer porque algo es absurdo es peligroso. Si la fe en algo puede ayudar, es en mantener ilusiones. La fe no mueve montañas; las retroexcavadoras sí. La ilusión, de todos modos, es siempre engañosa. No es lo mismo que esperanza, la cual implica una búsqueda activa, consciente y racional. La ilusión, por el contrario, implica pasividad, reforzando la actitud mágico-animista. Si alguien necesita apoyo emocional, y todo el mundo alguna vez lo necesitamos en el transcurso de nuestras vidas, para eso está la psicología, en cualquiera de sus variedades, y no la apelación a mitos mágicos, a supersticiones. El cáncer lo curará el oncólogo, la angustia la atenderá el psicólogo, y el brujo -que no otra cosa somos los sacerdotes, los hechiceros, los shamanes de la tribu- no pasará de los pases mágicos: rece cinco “Padre nuestros” y tenga fe en que se va a curar. ¿Se curará? Si eventualmente se cura orando, no es por un efluvio divino, sino por esa complejísima condición que hoy día se llama psicosomática. Es decir: el ser humano es cuerpo biológico y también dimensión subjetiva. En todo caso, y en esto sigo a los psicoanalistas, la palabra cura, pero no las fuerzas sobrenaturales: Shangó, la diosa Shiva, Jehová, Allah, Odín, Quetzalcóatl o la figura que quiera ponerse, son nuestras ilusiones, hasta ahora necesarias, así como Superman o la Mujer Maravilla. Hasta Diego Maradona fue entronizado como dios. Seamos claros y no nos llamemos a engaño: hablar y descargar malas vibras, descargar historias que nos tienen atrapados, sí nos puede curar; orar, prosternarse ante un tótem… tengo mis dudas.

 

Dirán ustedes: ¿cómo un Papa puede hablar así? Pues bien: la respuesta es sencilla. Estuve esperando años, mientras me formaba con el más estricto rigor académico, para decir estas verdades. Y no solo para abrir esta feroz crítica a las religiones, sino una crítica muy particular para la Santa iglesia católica -que de santa no tiene nada-. Las religiones, lo sabemos, son un bálsamo para el alma, para la vida anímica. “El opio del pueblo”, se dijo por allí. Hoy, con una psicología ya muy desarrollada, podemos buscar formas más efectivas que apelar a entes superiores y cuestiones de fe en atención a paliar nuestras cuitas. Eso creo que ya quedó claro. En lo que deseo poner énfasis es en la perfidia que anida en la iglesia católica.

 

Por siglos la iglesia romana fue un enorme, tremendamente enorme y poderoso centro de poder en lo que hoy conocemos como Occidente: Europa y Latinoamérica. Poder económico y, por supuesto, poder político. Llegó a poseer aproximadamente un tercio de todas las tierras del continente europeo, y detentaba, como mínimo, una décima parte de toda la riqueza que se generaba en el Viejo Mundo. Su poder era casi ilimitado; pudo poner y quitar monarcas, y sus encíclicas y bulas pontificias eran inapelables. Su doble moral es proverbial, pues mientras los clérigos hacemos voto de pobreza cuando iniciamos nuestra vida religiosa, las riquezas que atesora la iglesia son incalculables, contraviniendo esa supuesta opción de pobreza. Me imagino que sabrán ustedes que el Vaticano es el mayor propietario de oro de todo el planeta, poseyendo más de 60.000 toneladas de ese preciado metal, lo cual equivale a casi un tercio de todo el oro que se extrajo en la historia de la humanidad, buena parte de él robado en Latinoamérica cuando se dio ese infame proceso conocido como “descubrimiento de América”, pero que en verdad fue un inmisericorde saqueo a partir de la invasión que el Vaticano bendijo. Las reservas en oro de la iglesia católica representan la mitad de todas las reservas en ese metal del mundo. Me pregunto entonces: ¿voto de pobreza?

 

En nombre de dios, en la lucha contra el demonio, pudo quemar vivas en la hoguera medio millón de mujeres, acusadas de brujería, por ser “amantes del demonio”, según aquella afiebrada locura antifemenina. La misoginia que desplegó a lo largo de su historia no tiene parangón. Uno de mis recientes antecesores, preguntado por el papel de las mujeres dentro de la iglesia, respondió sin la más mínima vergüenza, que es como el de la virgen María, arrodillada a los pies del Cristo yacente. Me parece que decir eso hoy, constituye un infame agravio para la mitad de la población mundial. La mujer como esclava del hombre. ¡Qué infame injusticia!

 

Sin dudas, la iglesia católica ha sido, y sigue siendo, una de las instituciones más machistas, más patriarcales y violentas de todas las que hemos conocido en la historia. La mujer está por siempre excluida como sujeto de derechos. Si se pudo filtrar una mujer como Papisa -luego lapidada por una muchedumbre enfurecida-, eso dio como resultado la aparición de los palpati, aquellos que tenían que corroborar que el Sumo Pontífice era efectivamente un varón, tocando sus testículos en la sedia stercoraria. “Duos habet et bene pendentes”, “tiene dos y cuelgan bien”. La mujer, aunque era objeto sexual para los clérigos, en esta visión hipermachista que primó toda la historia, siempre fue asociada a Lucifer. Podía dar placer en la cama, pero su presencia era satánica, maléfica; por esa razón no se la incluía en los coros de la iglesia, por lo que se desarrolló la aparición de los castrati, eunucos, cuya voz aflautada remedaba la femenina a partir de la emasculación sufrida.

 

Ese desprecio por las mujeres es proverbial: unos cuantos ancianos misóginos reunidos en Roma, que se supone no saben nada acerca de la sexualidad dado el voto de castidad que han hecho al consagrarse al sacerdocio, ¿con qué derecho pueden hablar sobre lo que deben hacer las mujeres con su cuerpo y con su sexo? ¿No es una grosera, injustificada y monstruosa intromisión en la vida personal de las mujeres querer decidir lo que ellas pueden o no hacer, cuándo tener relaciones sexuales, cuándo llevar adelante un embarazo o interrumpirlo, con qué objeto sexual relacionarse? Eso es un terrible acto de violencia masculina, atropellando la dignidad de las mujeres. ¿No es hora de terminar de una buena vez por todas con esas tropelías, con estas degeneradas aberraciones? ¿Cuándo vieron a una monja oficiando una misa? No hay ninguna explicación para ello, más que un repulsivo acto de poder.

 

¿Y qué decir del celibato? Eso, lo sabemos, no guarda ninguna justificación teológica, espiritual. Solo una cuestión económica, decidida políticamente en el Concilio de Trento, en el siglo XVI. Como dijo valientemente el periodista español Pepe Rodríguez, dedicado a investigaciones en el marco de la iglesia: El cura soltero era mucho más barato de mantener. Además, como no estaba casado, sus bienes pasaban a ser propiedad de la Iglesia.” Con estos temas de la moral católica hay muchos, infinitos asuntos pendientes en el Vaticano. El celibato obligado que hoy existe, para curas y monjas, dispara entre los sacerdotes esta práctica tan condenable que es la violación de niños a manos de religiosos; justamente lo que sufrí yo, e hizo que guardara un odio tremendo durante décadas. El silencio cómplice de Roma en esto es monstruoso. Un delito de lesa humanidad, me atrevería a decir. Tanto como en plena pandemia de VIH-Sida llamar al no uso del condón, sabiéndose que ese es el único modo de evitar la transmisión de este insidioso virus.

 

Doble moral engañosa, artera: otro tanto pasa con la sexualidad dentro de la institución. No se habla de esto, se silencia, es pecado, pero como publicó en 1930 en su obra “Beatería y religión” el canonista seglar Jaime Torrubiano Ripoll, de España: “el 90% de los clérigos son fornicarios”. Muchos curas tienen “sobrinos”, muchos sobrinos. Curioso, ¿no? Nunca hijos, pero sí sobrinos. Antaño los monjes en Irlanda se acostaban con las monjas -las sub introductae- para probar su autodominio, sin conseguirlo en la mayoría de los casos, por lo que hubo de prohibirse la práctica. ¡Qué estupidez! Sería como prohibir por una normativa la erección de un hombre ante un estímulo sexual, o la lubricación en una mujer. Eso sí que es absurdo. Parece que es una locura querer prohibir por decreto algo que no se rige por la pura decisión voluntaria. ¿No es hora también de hablar de esto, con valentía, sin hipocresía? El celibato es obligado, pero ¿cómo prohibir un aspecto tan vital del ser humano como la sexualidad a través de una ordenanza, de un papel escrito? “El sueño de la razón produce monstruos”, inmortalizó Francisco de Goya con sus célebres grabados. No hay que olvidarlo nunca.

 

¿Y de la homosexualidad dentro de la iglesia, qué decir? Ello, lo sabemos, se da tanto entre curas como entre monjas, pero se mantiene como un secreto total, vergonzante. No debe olvidarse nunca que uno de los libros más excelsos sobre la materia, Elogio de la sodomía”, fue escrito por Giovanni Della Casa, arzobispo de Benevento, dedicado a su compañero homosexual, el papa Julio III, quien ejerciera su papado entre 1550 y 1555, casualmente durante el Concilio de Trento, donde se habló de los excesos de los religiosos. Doble moral, hipocresía, falsedad: es necesario hacer caer tantas máscaras. ¡Es imprescindible!

 

Por otro lado, la iglesia es un formidable poder político. Lo fue a lo largo de la historia de Occidente y, si bien hoy algo mermado, lo sigue siendo en la actualidad. Teóricamente debería ocuparse solo de asuntos espirituales, artículos de fe. Pero en realidad es un pérfido poder político, siempre del lado de los explotadores. Solo para evidenciarlo con hechos de estos últimos años: el Vaticano jugó un papel crucial en la caída del comunismo soviético en Polonia, propiciando así el comienzo del fin del campo socialista en el este europeo. Y ante la aparición de la Teología de la Liberación con su opción preferencial por los pobres, jugó todas sus cartas para desarticular ese movimiento. La imagen más icónica de esa maniobra política quedó registrada en el aeropuerto de Managua, Nicaragua, cuando a la sazón el representante de esa tendencia, el padre Ernesto Cardenal, cura popular identificado con el pobrerío y la entonces Revolución Sandinista, debió pedir perdón por esa osadía transformadora, de rodillas ante el entonces papa de origen polaco. En esto la iglesia nunca se equivoca: llama a los pobres a soportar las penurias terrenales con la promesa de un paraíso eterno en el más allá, pero como dijo aquel famoso cantautor argentino Atahualpa Yupanqui: “¿Que dios vela por los pobres? tal vez sí y tal vez no. ¡Pero es seguro que almuerza en la mesa del patrón!

 

Digo todo esto con convicción, con valentía. Sé que muy seguramente habré de ser tomado por desequilibrado mental, que casi con seguridad no podré ejercer el papado que comienza hoy porque poderes retrógrados buscarán impedirlo. Y tengo casi por seguro que me condenarán de inmediato luego de pronunciado este discurso, buscando destituirme como Papa. Mas habré de mantenerme en mi denuncia con toda convicción, y tal como dijo Giordano Bruno ante el tribunal de la Santa Inquisición al ser condenado a la pira: “Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla”.

 


miércoles, 22 de mayo de 2024

UNA DE COW BOY

 https://www.google.com/search?q=el+coro+m%C3%A1s+grande+del+mundo&rlz=1C1YTUH_esGT1034GT1034&oq=el+coro+m%C3%A1s+&gs_lcrp=EgZjaHJvbWUqBwgBEAAYgAQyBggAEEUYOTIHCAEQABiABDIHCAIQABiABDIHCAMQABiABDIHCAQQABiABDIICAUQABgWGB4yCAgGEAAYFhgeMggIBxAAGBYYHjIICAgQABgWGB4yCAgJEAAYFhge0gEINDUyMmowajSoAgCwAgE&sourceid=chrome&ie=UTF-8#fpstate=ive&vld=cid:d450ecb7,vid:5iXSDqdbrt0,st:0


UNA DE COW BOY


Eran pocos los aventureros que se atrevían a cruzar ese desierto, casi ninguno. "El desierto de la muerte" solían llamarlo. Se contaban historias escalofriantes sobre la suerte corrida por quienes lo habían intentado, y el misterio que acompañaba todos los relatos empañaba cualquier posibilidad de análisis racional.
Se decía también que había riquezas incalculables; aunque no se sabía bien cuánto podía haber en ello de verídico, dado que nadie que lo intentó había vuelto para contarlo. Y si alguien se había hecho millonario, jamás nadie se enteró.
Las últimas avanzadas del Ejército llegaban hasta unos pocos kilómetros antes de donde comenzaba el desierto. En el Fuerte Rackliff nadie quería hablar en voz alta de lo que se murmuraba subterráneamente.
William Mc Donald, nacido en Boston en el seno de una humilde familia de inmigrantes irlandeses con dieciséis hijos, ya desde muy joven había salido a recorrer el mundo. A principios del 1800, y más aún para un herrero pobre de Boston, "el mundo" significaba el vasto territorio que iba más allá de la costa este de ese pujante país que ya despuntaba como una futura gran potencia: los Estados Unidos de América. Por tanto, cuando el hijo menor de la familia avisó que salía al mundo –avisó que lo hacía, no pidió permiso–, el viejo herrero comprendió que la sed de aventura, y fundamentalmente de riqueza, había penetrado en su descendiente. ¿Y qué otra cosa podía hacer que desearle buena suerte?
Un amanecer muy frío, con un muy elemental equipaje, su revólver Colt 45 y su Winchester bien aceitado, con diecisiete años William dejó su casa paterna. Obviamente, no se dedicó a la herrería.
Después de casi dos años de las más variadas experiencias donde, así como ganó mucho dinero, así también lo perdió sin saber de qué manera, llegando al último poblado anterior al desierto de Mohave –San Death– supo de la historia de las riquezas, y también de los espantos. Esto último no lo alteró, pero sí las historias sobre minas de oro y yacimientos de diamante.
En el Fuerte Rackliff llegó como colonizador, como buscador de fortunas. En ese momento la política de penetración hacia el oeste que impulsaba el gobierno federal permitía y alentaba todo tipo de aventurero que pudiera ser funcional al proyecto expansionista. Mc Donald llegó como uno más de tantos; aunque la diferencia era notoria: en los años que llevaba el destacamento militar en esa zona, jamás había recibido un loco que quisiera aventurarse solo por esas tierras. Todos, soldados y oficiales, sabían de las leyendas. Se hablaba incluso del fantasma de un dirigente indio muerto años atrás cuando osó hacer lo que ahora Mc Donald se proponía: ir en búsqueda de los tesoros que guardaba el desierto. La osadía del Gran Jefe Murciélago Vengador y los pocos hombres que llevó en su expedición fue pagada con una muerte horrenda; su fantasma decapitado, que aparecía las noches ventosas, daba cuenta de ello. Al menos, así decía la tradición. Claro que los oficiales –un poco menos bestias que la tropa, pero sólo un poco: a la hora de matar o violar indias eran iguales– no lo creían totalmente. En todo caso, sonreían cuando escuchaban sobre ello. Los soldados simplemente cambiaban de color. De todos modos, ni unos ni otros se atrevían a internar en el desierto.
–"Usted no quiere oír, Mc Donald, pero tiene que escuchar lo que le decimos. ¡Abra sus oídos y escúchenos: mejor ni lo intente! Si se mete en problemas ¿quién de nosotros va a ir en su rescate?"– le advirtió el teniente Bush.
William no se inmutó. Sólo pidió que se le dejara reposar un par de días en el fuerte para, una vez bien preparado, emprender el viaje. Así se hizo.
Habiendo agregado al Colt y al Winchester una buena dotación de comida seca y aguardiente, más un pico y una pala junto a unos cartuchos de explosivo, un amanecer particularmente ventoso se encaminó con dirección oeste.
–"De verdad que parece sordo, Mc Donald. Usted no sabe en la que se está metiendo"– fueron las palabras de despedida del teniente Bush. No quiso mirarlo alejar, por lo que después de unos metros de trote corto del joven aventurero, volteó su cara y se internó en el fuerte.
–"¡Imbécil este muchacho! Imbécil o sordo"– se dijo.


Cuando pasaba por la calle, los niños reían y se mofaban de él.
–"Imbécil o sordo"– se decían. Los más osados corrían tras de su figura haciéndole burla, gritándole improperios, remedando tocar el piano o el violín. Pero el maestro Ludwig seguía imperturbable su marcha. En realidad, jamás se enteraba que tras de él corría una docena de rapaces fieras riéndose a costa suya. Su preocupación se dividía entre cómo ponerle música a esa obra de Schiller, y la sordera. Lo primero no lo angustiaba; por el contrario, lo animaba cada vez más.
–"Debe ser algo tan monumental que bien podría tornarse un himno para toda la Europa. ¿Opera sinfónica o sinfonía operística? No sé, poco interesa. Lo importante es que refleje la alegría, la profunda alegría de la vida. Ya me imagino el tema principal, en tonalidad mayor, por supuesto, con ritmo simple y binario: melodía sencilla y alegre, muy alegre. Tiene que ser un Allegro molto, naturalmente"– elucubraba mientras caminaba. La otra preocupación sí lo atormentaba.
De pronto de un carruaje que pasaba cayó un tonel y le pareció escuchar el ruido del golpe; pero no más que eso. Los relinchos del caballo que venía por detrás ya no los sintió.
–¡Sordo! ¡Sordo! Me estoy quedando sordo y nadie me puede curar. ¡Pero tengo que terminar esta obra ante todo!–
La Viena imperial de las primeras décadas del siglo XIX era considerada en ese entonces el centro del mundo. Alguna vez, años atrás cuando había pasado serios aprietos económicos, llegó a pensar que tal vez el Nuevo Mundo podía ofrecerle buenas posibilidades. Como músico no le sería difícil encontrar un espacio rápidamente. Pero en seguida desechó la idea: Viena lo ofrece todo, aunque nadie me cure mi sordera.


Cabalgó casi todo un día sin parar, siempre hacia el oeste buscando la caída del sol. La soledad sobrecogedora del paisaje lo dejaba sin palabras. Lo que más le impactó fue el silencio: nunca en su vida había escuchado algo así, escuchar el más completo silencio. La ventisca del amanecer había pasado, y conforme avanzaba el día el cielo se ponía más azul, el sol quemaba más, y el mundo parecía detenerse. En un momento sintió extrañeza. No miedo; en realidad, temerario como era –a sus dieciocho años ya había tenido cuatro duelos, venciendo siempre al primer disparo– jamás sentía miedo. El paisaje y la sensación de desaparición de la vida eran extraños. Habiendo calmado totalmente el viento, con un silencio que nunca habido conocido antes, sintió la finitud.
Cantó en voz alta, con todas sus fuerzas; quería escuchar algo familiar, algo que no lo impresionara tanto. Pero su voz no le parecía propia.
–"¿Será cierto lo del fantasma del jefe indio? ¡Pamplinas! ¡Cosas de indios!"–
Antes que comenzara a anochecer decidió dejar de avanzar por el desierto que se le abría ante sus ojos. Le daba lo mismo dirigirse hacia cualquier lado; no sabía dónde podían esconderse los tesoros, así que en el lugar donde se había detenido para acampar, ahí comenzaría a cavar al día siguiente. No había más que pobres arbustos para alimentar al caballo; pero eso no lo preocupaba tanto. Encendió una fogata y bebió una buena cantidad de aguardiente, suficiente como para hacerlo dormir toda la noche. O al menos, eso creía William. Pese a lo cansado que estaba y a la cantidad de licor bebida, no podía conciliar el sueño. El silencio comenzó a espantarlo.


Merced a sus buenos contactos en la corte imperial, le recomendaron al médico más prestigioso de toda la ciudad de Viena, el doctor Flüssig, que también había atendido al Emperador en varias ocasiones. Con pompa un tanto excesiva y evidentemente estudiada, lo recibió dos días después de pedida la cita.
–"¡Es un gusto para mí poder atender a uno de nuestros más grandes músicos! Usted dirá, maestro ¿en qué le puedo ayudar?"–
Van Beethoven no entendió lo que le decía su interlocutor, pero dedujo que lo invitaba a presentar el motivo de su visita. Con voz queda, entrecortada por la angustia que lo embargaba, habló en forma tan débil que el médico debió pedirle que repitiera lo que decía, tocándose el oído para dar a entender que no había escuchado.
–"¿Este también es sordo entonces?"–, se preguntó despavorido. –"¿Y estará en condiciones de ayudarme?"– La cara bonachona del doctor Flüssig lo estimuló a contar nuevamente el problema, aunque sin mayor convicción.
La segunda vez habló con mayor reciedumbre. Entonces vino una andanada de preguntas por parte del galeno que, viendo que su paciente no podía contestarlas –pues no las escuchaba– optó al momento por escribirlas.
Se sorprendió sobremanera cuando se enteró que el consultante estaba musicalizando la "Oda a la Alegría". No lo podía creer, no le cuadraba la situación: un sordo desahuciado alabando la alegría. "¡Increíble!, ¡realmente increíble!", se dijo para sí.
–"¿Y por qué decidió ese poema precisamente, maestro?", escribió casi con ingenuidad el doctor.
–"¿Acaso los sordos no tenemos derecho a sentirnos alegres también?" En ese instante quiso retirarse, pero una mínima consideración por las reglas de urbanidad le dijo que sería mejor terminar la entrevista, aunque todo le hacía suponer que no le serviría de nada. Unos minutos después, ya en la diligencia que lo transportaba de nuevo a su casa, rompió la receta.
–¡Qué imbécil! ¡Como que un sordo no pudiera sentirse alegre! ¡Qué imbécil! Y si él también es medio sordo…


Cuando amaneció sintió un gran cansancio; había dormido muy mal. No por las condiciones: de hecho, buena parte de las noches de su vida las había pasado a la intemperie, en las montañas, persiguiendo "buscados por la justicia", durmiendo entre rocas y serpientes. Lo que le había impedido dormir era esa sensación de desasosiego que le iba calando cada vez más hondamente.
Por la mañana no había nada de viento, y una vez más el silencio absoluto del desierto lo acongojaba. Para romper esa impresión intentó silbar, cantar; incluso disparó un par de tiros con el revólver. El eco llevó el ruido de las explosiones por las tonalidades más increíbles. Seguramente van Beethoven hubiera sentido envidia de esa composición. Para William todo esto era lo más lejano que pudiera imaginarse respecto a la alegría. Amaba la soledad, le fascinaba. De hecho, con sus dieciocho años y su imagen de aventurero mercenario, había decidido nunca en su vida criar hijos. El era un solitario por naturaleza. Pero lo que sentía ahora le empezaba a hacer pensar en las palabras de advertencia del teniente Bush: –"¿por qué no lo escuché?"
Con un largo trago de aguardiente tomó el valor necesario y comenzó la tarea. Prolijamente buscó el lugar que le parecía más adecuado, colocó los explosivos y tendió unos cien metros de cuerda hasta el detonador en una suerte de pequeña caverna formada por la unión de dos grandes piedras. Allí, debiendo entrar agachado, y supuestamente bien guarnecido de la explosión que iba a tener lugar en lo que esperaba fuera el primer punto donde comenzar la búsqueda de oro, oprimió el detonador.
El ruido se expandió por todo el desierto. Se encontraba en un amplio valle, y las colinas rocosas que se extendían por todo alrededor funcionaron como monumental caja de resonancia. Algunas piedras pequeñas llegaron hasta su improvisado refugio. Esparcido ya el polvo salió de la cueva y se sorprendió cuando vio a su caballo relinchando despavorido… y no pudiéndolo escuchar.
Lo había dejado bien amarrado a unos cincuenta metros más atrás de las piedras que eligió para protegerse; el animal se había asustado con la explosión y trataba de liberarse de sus riendas. Con sus patas delanteras desafiantes relinchaba con todas sus fuerzas. Esto lo veía William, pero no podía escucharlo.
En un primer momento pensó que sería el efecto normal de un gran ruido: una sordera momentánea que pasaría en unos pocos minutos. Pero no fue así.
Corrió hasta el hoyo que había abierto y comenzó su afanosa búsqueda; al principio ordenadamente, luego casi desesperado, iba arrojando los peñascos esparcidos por la explosión. La sensación fue ambigua: estaba que se moría de la alegría por el tamaño de la pepita de oro encontrada –nunca en su vida había visto algo semejante–, pero al mismo tiempo estaba aterrorizado, pues cantaba a todo pulmón para festejarlo… y no se podía oír.
–"Ya se me va a pasar. Se me tiene que pasar, esto es momentáneo"–. Volvió a disparar al aire para comprobar si escuchaba. Pero el silencio ante el disparo se lo confirmó en forma lapidaria: había quedado sordo.


Hacía tiempo que no daba conciertos ni dirigía orquestas. No podía. Se había dedicado por completo a la composición; para esto no era necesario escuchar, bastaba la audición interior. Le hubiera gustado seguir su carrera de intérprete, o incluso de director, con las cuales se sentía muy a gusto. Pero las circunstancias de la vida lo habían obligado a adentrarse en este otro campo.
Por supuesto que no le desagradaba componer; era una de sus pasiones, sin dudas. Lo que le atormentaba –o al menos le atormentó al inicio de la sordera– era la imposibilidad de presentarse en público. Hablar con la gente no era algo que le inquietara. En realidad, durante toda su vida hasta los primeros síntomas de la hipoacusia, nunca había sido muy sociable. Con la sordera, su actitud huraña se potenció en forma absoluta. Le preocupaba no poder ofrecer conciertos. Lo demás, no contaba.
En el primer momento de la manifestación de la enfermedad se sintió especialmente angustiado; el mundo se le venía abajo. Luego, en forma bastante rápida, lo fue superando. Se volvió más taciturno que lo que había sido hasta ese entonces, mucho menos conversador –y de hecho ya lo era muy poco–. A lo único que se dedicaba ahora era a componer; y no ante el piano. Componía en cualquier lado, sentado a la mesa, caminando por algún parque, absorto en largos silencios y mirando el cielo.
Había comenzado con la música para los versos de Schiller considerando, en una primera idea, que ese fuera el inicio de la sinfonía; pero luego decidió dejarlos para el cuarto y último movimiento. Según pensaba, eso le daría más magnificencia al conjunto de la obra. Tres movimientos que van preparando el final, y un final espectacular. Nunca había usado coros para una obra sinfónica, y no era un experto operista. En realidad, no le gustaba cantar. Sí silbar. Y con la sordera sucedía algo tragicómico: como no podía escuchar lo que silbaba, y por supuesto seguía haciéndolo, no podía graduar la intensidad del silbido. Por tanto, siempre silbaba en un fortissimo del que jamás se enteraba. Ese era otro de los motivos que movían a la burla a los niños que le conocían. "El viejo loco y sordo que silba tan recio"; eso pasó a ser van Beethoven.
Cuando le hablaban, aunque no escuchaba pero igualmente viendo que le dirigían la palabra, prefería no contestar. No le preocupaba en lo más mínimo pasar por un maniático.
–"Ante tanta estupidez de la gente a veces es más alegre no escuchar nada. ¿Me podría permitir decir '¡viva la sordera!' o sería demasiado cáustico?"–. Esa pasó a ser su "filosofía", o su actitud de resignación ante lo inevitable.


Inmediatamente comprobó que era inevitable: estaba sordo. ¿Qué más podía hacer que resignarse? De todos modos él se había internado en el desierto para hacerse rico; y en sus manos tenía la evidencia que lo había conseguido. Lo demás no importaba.
Buscó en torno al enorme hoyo dejado por la explosión y el asombro cada vez era mayor: había pepitas que llegaban a una libra de peso. En no más de una hora de trabajo recolectó una increíble cantidad de oro con lo que llenó las dos alforjas del caballo. Para poder llevar lo más posible, las vació completamente, dejando espacio sólo para el oro. Lo único que apartó y guardó en la chaqueta fue una botella de aguardiente.
No cabía en sí de la alegría. Empezaba ya a pensar cómo gastaría tanta fortuna, y cómo haría para sobrellevar la sordera. Y así, rebosante de alegría, emprendió el camino de regreso. Esta vez prefirió no cabalgar de prisa. ¿Qué apuro tenía? Lo que le había tomado un día para internarse, ahora lo haría quizá en dos. Le faltaba una noche en el desierto, para lo cual tenía sólo la bebida. Decidió que cazaría algo, si podía; si no, aguantaría un poco de hambre. El Fuerte Rackliff no quedaba muy lejos.
En verdad, si bien le preocupaba, no lo angustiaba tanto sentirse sordo.
–"Con dinero todo es sobrellevable"–, pensaba. Para realizar todo lo que se le iba ocurriendo que haría a partir de la fortuna encontrada, no era imprescindible oír.
–"No me voy a dedicar a la música precisamente"–.
Durmió bien, no como la noche anterior. Cuando dormía al aire libre –cosa que le era muy familiar– estaba siempre muy vigilante de cualquier ruido. No fue este el caso en esta última noche en el desierto.
–"Quizá la última vez que duermo en el descampado. A partir de ahora: buena cama, buen trago, buenas mujeres. Sí señor."– Esta vez durmió con placidez porque no lo preocupaban cercanías molestas, ni de animales ni de bandidos.
–"¿Quién va a ser el loco que se atrevería a internar en este infierno?"–
A media mañana del viernes 7 de mayo de 1824 William Mc Donald regresaba al Fuerte Racliff ante la sorpresa, y al mismo tiempo la admiración, de oficiales y soldados.
–"¿Cómo lo hizo?"– fueron las primeras palabras de todos, que debieron serles transmitidas con gestos al sordo William dado que no sabía leer.
–"No fui yo quien lo hizo, fue Dios"–, se limitó a responder Mc Donald con calma glaciar.


La noche del viernes 7 de mayo de 1824 la Opera de Viena lucía como nunca antes lo había hecho, y como nunca más en la historia volvería a lucir. Se había dado cita ahí lo más rancio de la aristocracia del Imperio, así como embajadores y personajes del mundo político y cultural de toda Europa.
Unos minutos antes de levantarse el telón van Beethoven entró en pánico y prefirió no salir al proscenio. Fueron necesarias las más increíbles súplicas –por supuesto, no verbalizadas– para que finalmente se decidiera. Tembloroso como nunca antes se había sentido en su dilatada vida sobre los escenarios, debió apelar a un largo trago de cognac para darse el valor suficiente.
Sorprendiendo a un público que colmaba en su totalidad la sala, van Beethoven salió de espaldas y en ningún momento quiso mira hacia atrás. El silencio previo al inicio del Allegro inicial podía hacer pensar en la soledad absoluta del desierto. La parodia salió muy bien. No era él quien efectivamente dirigía la orquesta –sólo gesticulaba– sino su discípulo Hermann Ziegel, semi oculto al público pero visible a los músicos. Esto nadie lo supo hasta varios días después del estreno.
La obra sorprendió a todos. Era primera vez que se escuchaba una fuerza expresiva tal, con tanta magnificencia, con un volumen sonoro tan monumental que no podía creerse. Si los tres primeros movimientos impresionaron, el cuarto, con cuarteto de voces solistas y gran coro mixto, dejó definitivamente atónitos a todos. La alegría que transmitía la musicalización del poema de Schiller era euforia, era embriaguez, era la gloria triunfal.
Alguna dama de la alta sociedad estuvo tentada de bailar esa melodía tan entradora, tan pegadiza aunque, por supuesto, se abstuvo de hacerlo –las buenas costumbres lo desaconsejaban.
Terminada la Novena Sinfonía los aplausos se prolongaron por espacio de diecisiete minutos. Van Beethoven no quiso darse vuelta y mirar al público sino hasta que la súplica con lágrimas en los ojos de la primera viola –Anna Lautenbacher– lo logró. Van Beethoven estaba bañado, por la transpiración producto de casi una hora de dirección efusiva, y por un llanto incontrolable que se prolongó hasta la sala de recepción.
Alguien le escribió en un papel: "Maestro, ¿cómo pudo escribir algo así?"
–"No fui yo quien lo hizo, fue Dios"– se limitó a decir.