J. era un inventor nato. Su padre, sin ninguna formación académica sistemática, también lo había sido tímidamente (había diseñado un dispositivo para evitar fugas en las cañerías, lo que le otorgó una cierta celebridad efímera, y algunos centavos). En esa fuente abrevó J.
Nunca terminó ningún estudio universitario; pasó por
varias carreras –Física, Biología, Ingeniería en Sistemas– pero su espíritu
irreverente, indómito, o indisciplinado si se prefiere, no le permitió
graduarse en nada. De todos modos, sus años de universidad más su afiebrada
pasión por las ciencias naturales lo llevó a ser un experto en innumerables
temas.
Se ganaba la vida muy modestamente como profesor de
escuela secundaria. Allí, lidiando con adolescentes –a quienes despreciaba con
toda su fuerza– enseñaba desde álgebra a zoología, desde astronomía a la tabla
periódica de los elementos. Su cultura, adquirida en lo fundamental como
autodidacta, era vasta. No hablaba de lo que no sabía, pero de lo que sí
conocía, era un libro abierto.
Dada su crónica soltería –nunca se le había conocido
pareja; solo había muy ocasionales visitas a lupanares, y detestaba a los bebés–
su tiempo lo pasaba básicamente estudiando. O diseñando inventos.
Tenía patentados varios ingenios, pero ninguno había
prosperado industrialmente. En secreto masticaba su fracaso con resignación. De
joven había soñado con enriquecerse a base de sus invenciones, pero la cruda
realidad lo abofeteó muchas veces. Quizá demasiadas. “La sal del tiempo me oxidó la cara”, solía repetirse en voz baja,
recordando una frase que lo había impactado largos años atrás. “Y el óxido deteriora, carcome”.
En tiempos recientes se había interesado a profundidad
por asuntos vinculados a realidad virtual. La idea del viaje en el tiempo lo
fascinaba. Cuando vio por vez primera un holograma, quedó estupefacto. Al modo
de un alquimista medieval, buscaba cómo modificar lo dado, lo real, encontrar
la piedra filosofal, el elixir de la vida. “Podemos
cambiar el mundo”, se repetía incesante. “El metaverso es posible; allí podemos vivir plácidamente. Solo se trata
de conocer bien sus claves”. Sin pronunciarlo nunca en voz alta, se sentía
un Dr. Rappaccini, como el personaje del cuento de Hawthorne, pero sin hija.
Desde su precariedad material –vivía en un mísero cuartucho
que jamás aseaba, se bañaba muy poco, comía mal– lo único que le interesaba era
estudiar estos temas apasionantes. Muchas veces olvidaba alimentarse, pero
jamás dejaba de elucubrar cosas, de pensar soluciones a los problemas que se
planteaba. Una de sus obsesiones, entre muchas otras, quizá la más importante, era
resolver el salto de masa, o intervalo másico, en la teoría
supersimétrica N=4 de Yang-Mills. Sus días se iban razonando cosas que a los mortales de a pie no les
inquietaban; o que, simplemente, les parecían delirios.
“¿Es posible
predecir el futuro?”, comenzó a inquietarse. Todas las historias de
profecías, adivinaciones y esotéricas cuestiones por el estilo, lo
hipnotizaban. En su cuarto tenía una imagen de Nostradamus dibujada por él mismo.
De algún modo, este boticario adivino le marcaba su camino: “el porvenir está escrito. La cuestión es
cómo saber leerlo”.
Por más de dos años estuvo devanándose amargamente en
pensamientos sobre la posibilidad de encontrar la fórmula que le permitiera dar
ese paso. Si los onirocríticos de la antigüedad lo hacían, había que bucear en
ellos para encontrar las claves. Tras innumerables experimentos –en los que fue
gastando la pequeña fortuna heredada de su padre, el inventor– sintió haber
logrado su propósito: llegó a poner en funcionamiento un dispositivo
hologramático que permitía sumergirse en las ondas cerebrales tipo gamma,
conectado a un acelerador de partículas que él mismo diseñó, precario pero
funcional, con lo que se podía obtener una precisa teletransportación cuántica.
Gastó sus pequeñas fortunas en ese ingenio, todo realizado en el más absoluto
secreto, ahorrando centavo tras centavo, robándole horas al sueño. Luego de
interminables cálculos que le mostraban que sí era posible, se sintió satisfecho.
Terminada esa primera parte, venía lo más importante: probar que la formulación
teórica daba resultado práctico. En otros términos: que sí, efectivamente, era
posible conocer el futuro.
Cuando con mucha timidez habló de ello a unos amigos
matemáticos, todos catedráticos universitarios, encontró sonrisas benevolentes.
Los profesores, sabedores de las bizarras búsquedas de J., preguntaron con
mucha cautela si esa “invención” era su producto, o eso lo había escuchado de
terceros. Muchos lo tomaban por un absoluto chiflado, un delirante que se hacía
pasar por normal, siempre con una mediocre actuación, fracasando en todo lo que
intentaba. Pero muy inteligente. Nadie quería ser ofensivo, de ahí que primaba
el respeto; mejor aún: un silencio piadoso. O, si se quiere, el temor a decirle
en la cara lo que realmente pensaban. ¿Cómo encarar a un desquiciado para
decirle que es un desquiciado?
Solo algunos pocos de los profesores –uno de ellos
eminente, candidato a Premio Nobel de Matemáticas alguna vez– se interesaron en
el proyecto. En general lo veían delirante, aunque un colega lo consideró con
alguna atención. La sensación del grupo fue de sorpresa: todo sonaba tan loco
que nadie podía tomarlo en serio. De todos modos, las ecuaciones con las que J.
había llegado a formular su hipótesis eran correctas. Nuestro inventor no dijo
que el aparato estuviera listo; solo comentó que había escuchado algo así por
allí, que en otro país estaban adelantando esas ideas. En concreto: ninguno de
los consultados lo anatematizó, pero tampoco nadie lo alentó en el proyecto.
Algunos, escépticos, dijeron que eso jamás podría funcionar.
Ahora había que pasar a las pruebas. Lo ideado por J.
consistía en un aparato que permitía leer –si así pudiera llamársele– el futuro
de una persona, de un individuo en particular. No podía pedirse una premonición
colectiva: ¿qué pasaría en un país completo?, por ejemplo. El invento era más
modesto. Al menos, en esta primera fase, J. se planteaba poder conocer cómo un
sujeto puede saber lo que le sucederá en lo inmediato, en el corto tiempo.
Prefirió no ser él mismo sujeto de experimentación.
No, al menos, en un primer momento. Había que buscar candidatos entonces. La
tarea no era fácil, pero tampoco imposible. Seguramente habría más de alguien
interesado en saber qué le ocurriría en el futuro.
Un joven estudiante suyo, la señora que hacía la
limpieza en la casona donde alquilaba un cuarto y una prostituta con la que
mantenía una extraña relación fueron quienes aceptaron, entre muchas ofertas
que realizó. El experimento consistía en permanecer conectado por espacio de
una hora a los electrodos de la máquina, dejándose llevar plácidamente por los
pensamientos/sentimientos que fluyeran, para luego relatarlos. Al tiempo, se
debería confrontar lo así expresado con la realidad.
A las tres personas elegidas el esquema les resultó
hilarante, casi bufonesco. Como había un pequeño pago por su participación, las
tres cumplieron fielmente con la tarea asignada. En secreto reían, pero ninguna
expresó la más mínima crítica. Unos centavitos extras nunca vienen mal.
Debían recibir un calmante por vía oral para poder
relajarse. Luego, sentarse con toda comodidad en un mullido sillón. El cuarto
estaba a media luz. Los electrodos –como en una mala película de
ciencia-ficción– debían colocarse en distintos puntos de su cuero cabelludo,
con los ojos ocultos por unas estrafalarias gafas negras –que producían risa
más que otra cosa–. J. los citó en tres momentos separados; el experimento
podía durar un par de horas. O, al menos, lo que él consideraba la prueba
decisiva. Luego de entrar en cierto estado de relajación y mantenerse en
sepulcral silencio mientras se desarrollaba la prueba, debían relatar lo que
vieron/sintieron en su estado de semi-ensoñación.
A su vez, J. estaría monitoreando los resultados a
través de una suerte de electro-encefalograma que le daría –según su parecer–
un mapa de lo que “verían” los sujetos en su viaje al futuro. La consigna era
terminante: “Piense en lo que le va a
suceder esta semana. Cierre los ojos. Permanezca relajada/o y luego, al volver
a la vigilia, exprese con toda claridad qué vio de su futuro”.
Para las tres personas elegidas fue toda una sorpresa
saber con exactitud en qué consistía la prueba. La convocatoria que les había
hecho J. era bastante vaga. Solo un comentario amplio, bastante poco
esclarecedor, sobre la mecánica a seguir, con una somera explicación sobre que
allí se les revelaría su porvenir. Por distintas razones, cada una de las tres
personas escogidas aceptó participar.
El joven quería congraciarse con su profesor de
Matemáticas. Las funciones trigonométricas lo tenían atormentado, por lo que
entendió que ayudarlo en esta empresa –“muy loca” para su parecer, de lo cual
no dijo una palabra a nadie– podría ayudarle a aprobar la asignatura. Por otro
lado, no dejaba de entusiasmarle la idea de conocer su futuro. Se decepcionó un
poco cuando supo que solo sería lo que le ocurriría en la semana venidera.
La señora de la limpieza, algo intimidada por este
inquilino a quien veía bastante extravagante, más por miedo que por otra cosa,
decidió participar. Además –lo cual no significaba poco– un pequeño pago como
reconocimiento le venía muy bien, siempre angustiada por sus estrecheces
económicas.
La trabajadora sexual –con quien J. había tenido
varios ocasionales contactos y de la que, en secreto, estaba enamorado– en
buena medida para seguirle el juego, casi para burlarse de su “maniático
cliente”, había decidido colaborar. Quería ver si era tan mediocre en su
rendimiento intelectual como lo era en la cama. Por otro lado, al igual que la
carenciada mujer encargada del aseo de la casa, siempre estaba al borde del
abismo en términos financieros. Esos centavos ganados sin tener que poner su
cuerpo le resultaban una bendición.
Uno a uno, en tres días distintos, los sujetos de
experimentación fueron sometidos a la tan esperada prueba. Poniendo como única
condición, pero por cierto absolutamente inviolable, el que el experimento
tenía que ser un secreto que se llevarían a la tumba –las tres personas reían
para sus adentros con esa chifladura– tanto el joven como ambas mujeres
aceptaron. J. estaba más que convencido que lo que “verían” en sus ensoñaciones
–no se le ocurría otra palabra para definir el estado en que estarían
momentáneamente– él lo podría registrar también tanto en ecuaciones como en una
pantalla que había ideado, de cuarzo líquido con un sistema novedoso de
transformación de impulsos eléctricos cerebrales en imágenes bidimensionales a
color.
La primera en someterse a la prueba fue la empleada
doméstica. U., de 42 años, mujer muy sana, robusta, quien creía fervientemente
en los sueños premonitorios. Repetía siempre haber soñado con la muerte de su
hermana algunos años atrás, y al poco tiempo del sueño, esa muerte se consumó.
En un accidente falleció la pobre mujer, golpeada por un camión que se salió de
control. U. aseguraba que el futuro estaba escrito, y algunos procesos oníricos
lo mostraban. Para la prueba, siguió al milímetro las indicaciones dadas por J.
Por supuesto, no quería reírse ni mostrar ninguna duda respecto al inventor,
pero para su fuero interno toda la parafernalia urdida por el matemático no
pasaba de chifladuras.
Después de más de una hora de un plácido duermevela,
sometida a las preguntas de J. una vez despierta, no podía descifrar nada de lo
acontecido. De todos modos, para no desairar a su empleador, pergeñó algunas
respuestas que podrían satisfacerlo. Dijo –haciendo lo imposible para evitar la
sonrisa pícara que se le escapaba– que había entrevisto mucho dinero para ella.
“Era una cosa difícil de explicar. Tuve
la sensación de que me iba a encontrar con más platita esta semana. No sé…,
dinero caído quizá. O un regalo inesperado”. J. registró puntillosamente
cada palabra dicha por la criada. En las imágenes de su complicada pantalla
creyó ver algo al respecto, aunque no tenía la plena certeza. “Habrá que perfeccionar este ingenio un poco
más”, se limitó a pensar. Las manchas inescrutables que aparecían en la
pantalla podían dar a pensar cualquier cosa. Remedaban los test de
personalidad, que tan “simpáticos” le resultaban a J. U. agregó, un poco a su
pesar, que “también había un accidente.
No sé bien qué era, pero había un muerto”. J. quedó con la duda.
Definitivamente, debía mejorar el aparto. Mostraba cosas, pero aún quedaban
vacíos.
El jovencito –M., su discípulo de 17 años– era un
bandido, un vivaracho travieso que se mofaba de todo el mundo. Seguramente, de
más adulto podría ser un estafador, un político profesional, un fabulador
crónico. Ahora, ya experimentado en estas lides de la mentira y la manipulación
con su corta edad, vio la posibilidad de asegurarse una buena nota en su fatídica
clase de Matemáticas. Luego del experimento, salido de la somnolencia provocada
por el miorelajante, dijo con total seguridad: “Vi clarito cómo aprobaba mi clase con usted, profe”. J. sonreía
triunfal. Su engendro seguramente podía visualizar el futuro. “¿Algo más?”, inquirió el profesor. M.,
siempre lúcido para sus respuestas, muy chispeante inventó rápidamente: “Este…, también había unos policías, o un
juez. Algo así. Castigaban a alguien”.
Con el turno de la sexoservidora la situación fue
distinta. J. quería evitar por todos los medios perder la neutralidad. Se
repetía como un mantra que esta era una prueba científica y no otra cosa. Sin
embargo, no pudo impedir tener una erección. Siempre era así: con solo ver a
E., lúbrica muchachita de 24 años con prominentes pechos, se excitaba. La joven
lo sabía, y quería sacarle provecho al asunto. Con cada gesto, cada palabra,
cada movimiento, sabía que provocaba a J., a quien veía como un “pobre
bobalicón”. Actuó a la perfección su papel de ratita de experimentación. Terminada
la prueba, manifestó que había visto una buena cantidad de dinero en su porvenir,
que alguien que la quería mucho y que era muy inteligente –remarcó mucho esa
condición, alzando la voz– le estaría llenando de dicha con un regalo en
metálico. Agregó luego que también veía manchas de sangre. J. se lamentaba que
las imágenes de la pantalla no fueran lo suficientemente claras como para
distinguir de qué se trataba lo relatado.
Terminadas las tres experiencias J. quedó absorto en
meditaciones. No terminaba de entender con exactitud lo que había pasado, pero
algo le decía que todas las visiones de las tres personas lo tenían a él en el
foco. “Sí, por supuesto. No puede ser de
otro modo. Yo soy parte de sus expectativas actuales”.
Lo dicho por los participantes le permitió afirmar que
todos habían visto algo que estaba en los planes de futuro de J. O, al menos,
estaba como posibilidad. Con su novia de fantasía, la sensual E., hacía tiempo
que venía pensando en sorprenderla con un fabuloso regalo. Había considerado
una buena joya. O, ¿por qué no?, una buena cantidad de efectivo. Eso, pensaba,
la terminaría de enamorar. Su ilusión era sacarla “de ese mundo nauseabundo” y convertirla en su mujer, “una buena señora de su casa que me dé varios
hijos. Odio a los bebés, pero por ella tendría varios, y los criaría gustoso”.
E., por cierto, estaba encantada en ese mundo “nauseabundo” y jamás había
pensado abandonarlo. Muchos menos, tener hijos.
Un par de días después de realizado el experimento, la
joven recibió una importante suma de dinero –eran casi los últimos ahorros de
J.– en una muy exquisita caja decorada, solo con la firma de “Un admirador”. E.
rió doblemente: por la ternura, o inconmensurable estupidez, de su enamorado, y
porque se había salido con la suya. La actuación con los electrodos en la
cabeza había rendido sus frutos.
Era ya casi fin del curso y había que pasar el examen
final. M. temblaba. No tenía la más pálida idea de cómo calcular la tangente y
la secante de un círculo. “El cuadrado de la medida del
segmento tangente es igual al producto de las medidas del segmento secante y su
segmento secante externo”; podía repetir de memoria, pero le resultaba materialmente imposible
calcularlos. Mortificado como
estaba –era la tercera vez que reprobaría ese curso– optó por copiarle a su
compañero. W., el gordito tonto pero super inteligente que siempre obtenía las
mejores notas era, a la vez, un muy buen negociante: vendía exámenes. Por unas
monedas que alcanzaran para una buena merienda realizaba hasta cuatro exámenes
a la vez. M. pagó sin pensarlo dos veces. Terminado el examen, con la mejor
cara de circunstancia entregó el trabajo al profesor J., que lo miraba
circunspecto. Corrigiendo las pruebas, no salía de su asombro al ver tan bien
realizados esos cálculos. Por supuesto, M. aprobó satisfactoriamente la clase.
La modesta U., pensaba J., estaba haciendo una
excelente tarea con su limpieza. De no ser por ella, su mísero cuartucho sería
más invivible de lo que ya era. Se merecía una recompensa. Es por eso que, con
mucho disimulo, dejó una bonita cantidad de contante en sus zapatos de calle,
cuando ella estaba trabajando en el aseo doméstico, utilizando unos zuecos para
la ocasión. La señora se sintió más que reconocida por el obsequio. No dijo
nada a J. de lo encontrado, ni siquiera se molestó en preguntar cómo había
llegado ese dinero ahí. Simplemente lo tomó y, como todos los días, se marchó
sin mayor emoción, saludando por compromiso.
Una semana después de los tres experimentos, las tres
personas sometidas a la prueba se reunieron con J. Las tres, cada una a su modo,
con asombro real o fingido, expresaron que lo visto en su sueño inducido se
había cumplido. Conclusión: habían podido ver su futuro.
El maniático inventor estaba rebosante de júbilo. Su
ingenio había dado resultado, evaluaba. Un “eureka” gigante escapaba de su
ánimo. Las tres personas habían podido ver lo que les sucedería en la semana.
Ahora había que perfeccionar el invento para ir más allá de la semana: había
que leer el porvenir, así como lo había logrado Nostradamus. Su afiebrada
cabeza no paraba de maquinar cosas, de elucubrar las más refinadas –o alocadas–
fantasías.
Antes de dar ese paso, quería probar él mismo en
persona cómo funcionaba su “prodigioso” proyecto. Se sometería también a la
prueba.
En solitario preparó todas las condiciones. Le costó
un poco colocar todos los electrodos en su posición exacta y, a la vez, tomar
el tranquilizante. Logrado todo ello, se adentró. Oscuramente vio escenas
escabrosas. Sintió la guadaña de la muerte; creyó ver un túnel sombrío sin fin,
donde no se percibía la salida. Despertó apesadumbrado. Para paliar esa
sensación de desasosiego, de profundo malestar que lo invadía, pensó en visitar
a su adorada E. El enamoramiento no era de doble vía; la joven tomaba a J. como
un cliente más, solo eso. Además, un cliente bastante particular, con muchas
excentricidades, con gustos extraños. Las relaciones sexuales que mantenían
tenían algo de ridículo; J. exigía cosas extravagantes, como embadurnarse el
cuerpo con crema dental, o tararear una canción de cuna en el momento del
orgasmo. E. le seguía el juego, compadeciéndose para sí de esas locuras,
viéndolo como un “pobre enfermo perdido”.
Al llegar al burdel de mala muerte donde trabajaba la
muchacha, ésta lo recibió exultante, con una fingida sonrisa que le iluminaba
el rostro. Le contó que un enamorado le había regalado una importante cantidad
de dinero en efectivo. Pero además agregó cosas que J. no esperaba. Le dijo,
con apasionamiento, que S., un poderoso empresario de la ciudad –para muchos,
ligado a la narcoactividad– tan rico como avaro, conocido por su megalomanía
–entre otras cosas, había mandado a traer tres tigres de la India para
exhibirlos en el jardín de su casa, y utilizaba una cadena de oro macizo para
llevar a pasear a sus mastines, soliendo encender su habano luego de las
pantagruélicas comilonas que se daba en el más lujoso de los restaurantes con
un billete de alta denominación– le proponía matrimonio, pues estaba cansado de
su odiosa y envejecida mujer. E. lo relataba muy animadamente, ideando fantasías
tan monumentales como las invenciones de J. Por ejemplo, declaraba con una risa
estruendosa que pronto irían de luna de miel a una isla paradisíaca en algún
mar tropical, pues así se lo había prometido S. El vehículo de lujo vendría
después.
J., al escuchar todo eso, quedó mudo; la erección que
siempre lo acompañaba cuando estaba con la joven, desapareció. Prefirió no
tomar los servicios sexuales de E. ese día, y decidió retirarse. Se sentía
derrotado. Caminó sin rumbo fijo durante casi toda la noche por las despobladas
calles de la ciudad. La tenue llovizna que comenzó a caer hacia media noche no
lo inquietó. Un par de días después, U. encontró su cadáver en el desvencijado
cuarto. La policía descubrió que los dos gramos de toxina botulínica ingeridos
habían sido absolutamente letales. Sobre una mesa en medio del desorden
reinante fue encontrada una carta con un texto sombrío: “Mi invento no ha fallado. Se puede predecir el futuro. Yo lo pude ver
con claridad. Esta muerte –no tenía otra salida luego del fracaso sentimental–
lo atestigua de modo elocuente. Por eso, es mejor no saber lo que vendrá”.
Unos días después alguno de los profesores de
Matemáticas, colega y amigo, se dedicaba a desmantelar esa loca máquina que
había sido encontrada en su habitación. Nadie pudo entender de qué se trataba
ese bizarro engendro. Las anotaciones que encontró en una bitácora lo dejaron
sorprendido. Tiempo después, al conocer más datos sobre quienes funcionaron como
sujetos de experimentación, quedó estupefacto.
U., la señora de la limpieza, quedó más que contenta
con el dinero recibido, mientras secretamente se frotaba las manos por su
picardía. Sentía haber engañado a su descalabrado patrón. Pero dos días después
de recibido el regalo, su hijo mayor cayó de un andamio donde trabajaba –era
albañil– y, remedando el cuento de Jacobs sobre el talismán maligno que pasaba
de mano en mano, la pata de mono, el obsequio tuvo un alto precio.
El estudiante M., contentísimo por haber salido airoso
en su examen y por el pago obtenido –de lo que se reía mucho, sintiendo haberse
burlado de ese “imbécil de J.”– un par de días después de la comprobación final
de Matemáticas fue llamado a la dirección de la escuela. W., con una crisis de
conciencia, había denunciado ante las autoridades educativas del
establecimiento que varias pruebas no eran legítimas. Su moralidad no le
permitía continuar con esa farsa, por lo que se vio obligado a denunciar a los
corruptos jóvenes. Inmediatamente M., al igual que los otros estudiantes que
habían comprado los favores del geniecito de la clase, fueron expulsados.
E. se sentía dichosa con lo conseguido. El pobre tonto
de J. había gastado sus últimos ahorros buscando sus favores. Lo que ella consideraba
una actuación maestra en el momento del experimento, le trajo buenos
resultados. Los cuales, sin embargo, duraron poco. S., el acaudalado empresario
de quien había relatado una fantasiosa historia a J., realmente existía. Y sí,
también estaba enamorado de ella, queriéndola convertir en su amante principal,
cosa a la que la joven se resistía. Al saber del dinero que había recibido, el
millonario había mandado a dos de sus secuaces a darle una fenomenal paliza a
esa “desgraciada malagradecida” que no quería aceptar su propuesta. Luego se
condolió del castigo, y le pagó la cirugía plástica para reconstruirle el
rostro.
El amigo de J., al conocer esos detalles un breve tiempo después, quiso recuperar las ecuaciones y el diseño del que parecía un loco, bizarro engendro. Pero ya fue muy tarde: todo había ido a parar a la basura.