Trataban de no mirarse a la cara porque las dos
se sabían impresentables. Doña Sofía, la señora de la casa, tenía los ojos
inflamados de tanto llorar. Ramona, la empleada, quería ocultar su ojo morado.
Ambas intentaban esconder lo que era evidente: sufrían mucho.
La patrona había pasado ya los cuarenta;
proveniente de una aristocrática familia de Santafé de Bogotá y casada con
alguien de otro no menos encumbrado linaje, toda su vida había sido un derroche
de lujos y comodidades. Ahora, habiéndose enterado de la relación
extramatrimonial de su esposo, buscaba entre sus innumerables amistades y sus
continuas actividades sociales, en general frívolas, olvidar un poco la pena
que la carcomía.
Ramona, originaria del Putumayo, hacía más de
diez años que trabajaba en esa casona. Había llegado a la capital cuando
adolescente, y ahora con dos hijos –de su anterior pareja– y uno más que venía
en camino, se arrepentía de haber iniciado esta nueva relación con Nicanor. Que
no fuera muy cariñoso con ella, hasta podía disculpárselo. Pero la violencia
física no la toleraba. Casi todas las semanas aparecía con alguna nueva
evidencia de agresiones.
Ambas fingían que las cosas estaban tranquilas.
Casi quince años de convivencia –una sirviendo, la otra siendo servida– les había
permitido llegar a conocerse bastante. El trato siempre había sido distante;
una ricachona, esposa de uno de los banqueros más importante del país, no podía
dignarse tratar de igual a igual a una de sus tres sirvientas. De todos modos, para
doña Sofía Ramona era la preferida de su servidumbre y, secretamente, sabía que
con ella podía contar en forma casi incondicional. Sin embargo, ahora prefería
no dejarse descubrir en su desgracia.
Ramona, llegada a la casa para el momento mismo
del casamiento de su patrona, experimentaba por doña Sofía una combinación
extraña de sentimientos. No la estimaba, pero la fuerza de la costumbre había
ido desarrollándole una rutina en donde no se le ocurría su vida sin estar
atendiéndola. Fundamentalmente, muy en secreto, la envidiaba. Aunque no le
quedaban muchas alternativas, no se resignaba a aceptar que una tuviera tanto y
tanta felicidad, mientras que la otra debía conformarse siempre con migajas.
Doña Sofía le vio el moretón en su ojo
izquierdo y no necesitó preguntar nada, adivinando lo que había sucedido. Otra
agresión más de su acompañante, supuso acertando. Ramona se dio cuenta que le
había descubierto la evidencia del golpe, y simplemente trató de desviar la
mirada.
Pero a la inversa no fue lo mismo: era raro que
Ramona viera a doña Sofía acongojada, sufriendo. La idea que tenía de su señora
era otra: alguien siempre jovial, dinámica, sin problemas, a quien la vida le
sonreía en todo. Inmensamente rica, muy atractiva aún pese a sus cuatro décadas,
todo el tiempo bien arreglada, madre de dos hijos encantadores, paseando continuamente
y comprando lo que se le venía en ganas, para Ramona era impensable que alguien
así pudiese sufrir. Pero ese semblante de ahora era inequívoco: doña Sofía
había estado llorando por mucho tiempo. No dijo nada –las normas de respeto así
se lo indicaron–, si bien estuvo tentada de preguntarle qué le pasaba, de
tenderle una mano.
Toda la vida de doña Sofía tenía algo de cuento
de hadas. Siempre cumpliéndosele hasta el más mínimo capricho, con todos los
lujos que deseaba, habiendo viajado alrededor de medio mundo, parecía que no
conocía lo que era el sufrimiento. Su matrimonio había funcionado perfectamente
hasta unos meses atrás. Cuando descubrió que algo había cambiado, quiso evitar
pensar en el asunto. El gimnasio, las reuniones con amigas y los desfiles de
moda, en principio, bastaban para mantenerla distraída. Pero la situación fue
tornándosele cada vez más molesta, y aunque ella misma no podía creer que eso
fuera posible, la confirmación de la agencia de detectives que contrató terminó
por convencerla: su esposo estaba saliendo regularmente con otra mujer.
No era la primera vez que sabía de alguna
aventura extramatrimonial de él; en todos los años de matrimonio, en dos ocasiones
habían tenido crisis por ese motivo. Pero en ambos casos se trató de salidas
ocasionales sin consecuencias ulteriores. Siendo doña Sofía muy desconfiada, a
partir de pequeños indicios había podido intuir las libertades tomadas por
Leonardo. En ambos casos, luego de pequeños cortocircuitos pasajeros, las cosas
habían vuelto a la normalidad conyugal. La segunda de las oportunidades, la
crisis fue el preámbulo de un viaje al Lejano Oriente en calidad de
reconciliación que el esposo pagó con gusto: dos meses por China, Nepal,
Tailandia, Japón y la India. Pero ahora la cuestión se percibía más grave; no
era una noche en que no regresó al hogar con alguna excusa. No; ahora había
otros matices más preocupantes. "La crisis de los cuarenta",
hipotetizó doña Sofía. Efectivamente, algo de eso había. Leonardo, con cuarenta
y cuatro años y una más que holgada posición económica, no tenía nada de qué
quejarse respecto a su esposa. Pero la rutina había comenzado a invadir sus
vidas como pareja, y él empezó a permitirse algunas salidas extramatrimoniales.
No muchas, pero sí las suficientes como para convencerlo que todo eso no era,
en realidad, tan pecaminoso como le habían enseñado. Franqueada esa barrera,
los viajes inesperados por un par de días comenzaron a hacerse más frecuentes.
Doña Sofía lo intuyó rápidamente. Circunstancias fortuitas –comentarios de unas
amigas que lo vieron con otra mujer en situación comprometedora en algún
aeropuerto fuera del país– la terminaron de convencer que había algo más que alguna
escapadita. Llegó a saber, entonces, que se trataba de una relación bastante
sólida con la sub-gerente de una empresa multinacional radicada en Colombia.
Economista de profesión, treinta y tres años, estadounidense de origen,
Leonardo había empezado a perder la cabeza por esta mujer. Las desavenencias en
su casa no se hicieron esperar.
Doña Sofía no sabía qué quería: si retenerlo o
separarse. Si fuese la primera opción, no encontraba la manera de lograrlo. La
separación, pese a lo angustiante de la situación que estaba viviendo, tampoco
la convencía. Formada como buena católica, prefería aguantar resignada a un
divorcio, siempre escandaloso para su gusto. Le preocupaba mucho la cuestión de
la imagen social.
Ramona, como tantas mujeres, sufría por causa
de los varones. El primer hijo lo tuvo como madre soltera. Cuando el niño tenía
ya dos años, volvió a quedar embarazada del mismo hombre, siendo entonces que
decidieron –luego de interminables ruegos de ella– vivir juntos. No se casaron,
pero al menos el muchacho cumplía con sus obligaciones paternas. Convivieron por
dos años. Luego la situación se hizo insostenible y decidieron distanciarse.
Ella vivió poco tiempo en la casa de doña Sofía;
pero desde que dejó de ser personal cama-adentro, en años de trabajar ahí nunca
faltó un día. Ya era una inveterada rutina viajar casi dos horas diarias para
llegar a la residencia de la familia. El tiempo le fue dando cierta confianza,
y a instancias de su patrona, a veces se permitía contarle algunos detalles de
su vida personal. Si algo resaltaba, era el sufrimiento. Escaso ingreso,
condiciones de sobrevivencia muy duras –vivía en una humilde casa en un cerro
junto a su hermana, su cuñado y tres sobrinos, más sus hijos– y la violencia
era cosa cotidiana. Andando el tiempo conoció a Nicanor, un albañil bastante
mayor que ella, separado. Más por error que por decisión propia, volvió a
quedar embarazada. Nicanor no era mala persona, pero la violencia física le era
algo normal, común. Pegarle a Ramona prácticamente no lo tomaba como una
transgresión. Desde toda su vida había visto que eso era lo que hacían los
varones, por lo que no le podía resultar llamativo ni improcedente alguna
paliza de tanto en tanto. Cuando ella le escuchó la frase –pretendidamente
simpática, elocuente por su cruda sinceridad– "a las mujeres hay que
pegarles aunque sea por las dudas", se le hizo patente que se había
equivocado: Nicanor no era lo que ella necesitaba.
Pero si no era la violencia de Nicanor –que en
realidad no era mala persona, sentía Ramona– era la irresponsabilidad de
Jacinto, el padre de sus dos hijos, o la infidelidad del señor Leonardo, como
ahora veía en la familia donde servía… Los ejemplos sobraban. La conclusión
casi obligada era que los hombres no tienen arreglo.
Similar conclusión también iba sacando doña
Sofía: si no eran agresivos como "el bruto de ese albañil que le vive
pegando a la muchacha" eran infieles, como el caso de su esposo. "Todos,
en definitiva, son iguales", remataba con amargura.
Por distintos caminos, señora y empleada
llegaron ese jueves por la tarde al mismo lugar: el grupo femenino de autoayuda
"Nosotras valemos".
Ramona, luego de mucho pensarlo, se decidió
contactar con unas muchachas que solían visitar su comunidad y quienes le
habían comentado en varias oportunidades sobre la conveniencia que las mujeres
hicieran valer sus propios derechos, que las agresiones varoniles debían ser
denunciadas, que había que perder el miedo de levantar la voz.
Doña Sofía, un poco asustada porque todas estas
organizaciones de "mujeres, hippies y drogadictos" le evocaban un trasfondo
de "guerrilleros comunistas", finalmente pudo quebrar el miedo y optó
por llegar a ese grupo del que se había informado. Prefirió consultar su actual
problema conyugal ahí y no con sus amigas porque le daba mucha vergüenza
ventilar sus aflicciones con gente conocida. En este lugar, al menos, no la
conocía nadie.
En la sesión de esa tarde participaban quince
mujeres, y había tres facilitadoras: dos psicólogas y una trabajadora social. Todas
las participantes llevaban problemas con una temática común: sufrían por su
situación de ser mujeres, por el maltrato físico en muchos casos, por la
irresponsabilidad varonil, por la discriminación a que se veían sometidas por
su género. Eran todas heterosexuales.
Cuando doña Sofía y Ramona se vieron, quedaron
paralizadas. Podrían haberse retirado, pero ninguna de las dos se decidió a
hacerlo. En realidad podrían haberlo hecho, pero al mismo tiempo no podían.
Reconocerse mutuamente las dejó mudas, heladas, pegadas a sus sillas. Aunque
hubieran querido salir corriendo –y las dos lo quisieron hacer, lo pensaron
incluso– las piernas no les respondían. Era una sensación confusa para ambas: creían
que podrían hablar con la más absoluta libertad con gente desconocida y que al
mismo tiempo las entenderían, como sucede con el confesor en la iglesia. Pero
ambas se encontraron con esta sorpresa desconcertante. Con quien menos
imaginaban encontrarse era, precisamente, una con la otra. Y ahí estaban,
frente a frente, en el medio un grupo de otras mujeres con similares
sufrimientos, separadas solo por un par de sillas.
Cuando les llegó el turno de presentarse, con
disimulo se miraron una a otra. A doña Sofía se le quebró la voz y comenzó a
llorar. Con la ayuda de las facilitadoras pudo balbucear algunas frases; en
ningún momento miró a Ramona. Sollozando, tropezándose una palabra con la otra,
pudo contar el motivo que la llevaba ahí y la angustia con que se encontraba en
este momento de su vida. Supuso que si no hubiera estado presente Ramona se
hubiera podido explayar con más facilidad; de todos modos no quiso hacer la más
mínima alusión a la presencia de su empleada dentro del grupo.
A su turno, Ramona se mostró más armada que su
patrona. No lloró sino que habló casi con odio. Ella misma se iba sorprendiendo
de sus propias palabras al escucharse. Al sentir un profundo silencio en el
grupo, índice del interés que las otras mujeres mostraban respecto a lo que
decía, se animó a seguir hablando cada vez más. Relató con mucha fuerza
expresiva todo lo que había sufrido en sus relaciones con los hombres, sus
expectativas nunca cumplidas, los golpes recibidos. Sin hacer referencia a la
presencia de doña Sofía, habló de su historia de sufrimiento, de cómo nada en
la vida le resultaba fácil, de la difícil lucha para sobrevivir y, con un
marcado resentimiento, de la envidia que sentía por la gente a la que ella veía
como tan bien acomodada, supuestamente libre de problemas.
Cuando doña Sofía la escuchaba, se mordía los
labios. Si bien podía entender todo lo sufrido por su empleada, la sublevaba
esa forma casi desafiante con que Ramona relataba su historia, implicando
implícitamente a su patrona aunque sin nombrarla nunca.
Como Ramona y doña Sofía eran nuevas en el
grupo –primera vez que asistían–, luego de presentadas sus historias las
facilitadoras pidieron al colectivo expresar sus opiniones sobre los relatos.
Hubo diversas reacciones, pero en general el tono fue de solidaridad para las
dos recién llegadas, de apoyo a sus situaciones. No faltaron recomendaciones.
Cuando fue el turno de cada una de ellas dos
para opinar sobre lo relatado por la otra, ambas se sintieron incómodas.
Primeramente habló doña Sofía, quien no se ahorró palabras para denostar la
conducta de Nicanor, a quien trató de bruto, animal, bestia y algún otro
calificativo por el estilo. Incluso dejó caer alguna velada crítica para
Ramona, a quien en ningún momento dijo conocer, pero a la que amonestó por no hacer
reaccionado antes dejando plantado a su agresor.
Al tomar la palabra Ramona, agradecida por las
muestras de solidaridad de todas las otras mujeres pero igualmente molesta por
la intervención de su patrona, tampoco dijo nada de la relación laboral
establecida entre ellas dos. Se solidarizó con lo expuesto por ella en relación
a la relación extramatrimonial de su esposo, pero no dejó de recalcar, no sin
cierto grado de mordacidad, que cuando hay abundancia de recursos las cosas son
infinitamente más fáciles de sobrellevar.
Dado que doña Sofía no había dado mayores
detalles de su posición económica, para el grupo resultó un tanto
incomprensible, hasta discordante inclusive, la intervención de Ramona. Si bien
dijo entenderla en su desgracia, engañada, hecha a un lado, despreciada por su
marido que ahora salía con otra mujer, había al mismo tiempo algo de ataque
hacia la patrona, oculto quizá, pero ataque al fin. Una animosidad ancestral
–en definitiva la dupla patrona-empleada permanecía– se escapaba visceralmente
por todos sus poros. Y Ramona no quería disimularlo.
La reunión, aunque angustiante por todas las
historias presentadas y los casos de inequidad que se ventilaron, tuvo un
talante ameno. Las asistentes, en general, salieron reconfortadas, con ideas
nuevas, dispuestas a hacer algo para cambiar su histórica situación de
exclusión. Pero no fue totalmente así el caso de doña Sofía y de Ramona. Las
dos se fueron, en parte, con ese ánimo retaliativo; "no hay que
dejarse", era la consigna generalizada. Aunque al mismo tiempo el
encuentro les permitió verse, una vez más, en proyectos diametralmente
opuestos, que si bien tenían cosas en común –ambas, como mujeres, se
encontraban en desventaja con los varones–, en todo lo demás las alejaba de
modo irremediable.
Al día siguiente volvieron a verse la cara,
pero ahora en otra circunstancia: era la residencia de doña Sofía. Ésta se
mostraba molesta, nerviosa. Luego de mucho pensarlo y repensarlo, llamó a
Ramona a un cuarto con privacidad, para que nadie las escuchara.
Fue clara y precisa en su exposición; con fuerza,
casi con altanería, le dijo a Ramona haber percibido un profundo malestar en su
relación para con ella en su intervención del día anterior en el grupo de
mujeres.
–"Como
mujeres estamos mal las dos"–, comenzó diciendo con decisión, "pero me parece que aquí hay otro
malestar más, Ramona. ¿No está conforme conmigo? ¿La molesta algo de mi
parte?". Lo preguntó con un tono que, aunque pretendía ser dulce y
quizá hasta conciliador, en el fondo dejaba ver prepotencia.
–No,
señora–.
–¿Y por
qué esos ataques ayer, diciendo todo eso que con dinero las cosas son más
fáciles, que alguien con muchos recursos no sufre? ¿Usted cree, Ramona, que
toda mi fortuna me puede salvar del sufrimiento de verme engañada por el hombre
a quien quise tanto?–
–Bueno…mire
doña Sofía. Ya que me lo pregunta de esa manera: sí. Yo creo que aunque la esté
pasando mal ahorita, tiene muchas más posibilidades que yo de resolver su
situación. Si se separara, por ejemplo, como muy probablemente pueda terminar
sucediendo, no le va a ir tan mal como a mí–.
–¿Por qué
cree eso?–
–Porque
es así, doña Sofía. Es cierto que como mujeres estamos mal, tal como recién lo
dijo. A las dos nos joden, pero yo no puedo agarrar mi Mercedes Benz y pedirle
al chofer que me lleve de compras a una boutique para desahogarme–.
–¿Y cree
acaso que con eso resuelvo mi angustia, mi sufrimiento?–
–Tal vez
no, pero eso ayuda, señora. Yo no puedo hacerlo. Y después de cada paliza que
me da Nicanor lo único que me queda es rezar para que eso no vuelva a suceder.
Pero de salir de compras para consolarme, ¡ni soñar!–
–No sé
por qué piensa que salir de compras me puede solucionar algo. En todo caso lo
único que hace es diferir el problema, lo que, al final, es más grave. Al menos
usted tiene la posibilidad de decirle a su compañero que no venga más, y asunto
arreglado. ¿Pero cómo hago yo para seguir manteniendo mi familia con un esposo
que me engaña y que en cualquier momento se va?–
–¿Y cómo
hago yo para siquiera tener una familia? Mire, creo que las dos, a nuestro
modo, estamos mal. Todas las mujeres sufrimos a causa de los hombres, ¡todas!
Quizá las monjas sean las únicas que se salven, si es que a eso se le puede
decir salvarse. Pero, tal como nos decían ayer en el grupo, no son los varones
nuestros enemigos. Es el machismo lo que nos jode, el ¡machismo! Aunque con
dinero en la mano, todo es más fácil doña Sofía. Y eso no me lo puede negar–.
Doña Sofía no
encontró más palabras para seguir la conversación. Tenía una confusa mezcla de
sentimientos: sentía ganas de llorar, de reconocer como una igual a esa otra
mujer que tenía delante y que también sufría –quizá más que ella, pudo admitir
en silencio, aunque sin aceptar los argumentos de Ramona–, pero también se veía
ridícula por mantener una charla de igual a igual con alguien a quien, según su
criterio, no podía poner como igual. Pensó en despedir a su empleada,
simplemente por considerar que estaba faltándole el respeto. Y casi lo hace.
Aunque al mismo tiempo reconoció que no se lo merecía, que tenía infinitamente
menos recursos que ella para afrontar la vida. Pero lo que más la detuvo fue
pensar que, si volvían al grupo –de hecho ella pensaba hacerlo– hubiera sido de
muy mal gusto que se supiera esa otra historia. "No era correcto mostrarse
tan inhumana", pensó.
Doña Sofía llegó a
las sesiones siguientes; no así Ramona. Ella optó por buscar ayuda en otro
sitio porque se le hacía demasiado molesto hablar de sus problemas íntimos
sabiendo que en el grupo había alguien a quien sentía tan distante. Siguió
trabajando en la casa, aunque siempre tratando de no vérselas cara a cara con
su patrona.
Al cabo de un
tiempo Leonardo planteó formalmente la separación. Doña Sofía casi muere con la
noticia; hasta debió ser hospitalizada precautoriamente luego de la crisis que
sufrió al recibir la propuesta de boca de su marido. Fue un pequeño episodio de
desvanecimiento y parálisis facial temporal del que salió rápidamente. De buena
católica no quería dejarse ver como mujer separada, y lo decía convencida.
Aunque la fuerza de las circunstancias fue llevándola, muy a su disgusto, a
aceptar la situación. En el juicio de divorcio, asesorada por su abogada, pidió
una enorme compensación, logrando mantener la mayor parte de los bienes
comunes. Los dos hijos, por supuesto, quedaron con ella.
De todo esto Ramona
no supo nada sino hasta un mes después que Leonardo abandonara la casa. Su
continuada ausencia fue llamando la atención del personal doméstico que, en
todo caso, dedujo la separación. Por boca de doña Sofía nunca supieron nada.
Ella se volvió más distante aún, y a Ramona prácticamente no volvió a dirigirle
la palabra.
Ramona, asesorada
por otras trabajadoras del nuevo grupo de autoayuda al que comenzó a asistir,
tomó valor y le planteó a Nicanor que no quería continuar la relación, y que
ella se haría cargo sola del hijo que venía en camino. Contra lo esperado, él
aceptó, y esta vez no hubo paliza. Finalmente, luego de mucho pensarlo, decidió
abortar.
La relación entre
Ramona y doña Sofía fue haciéndose tensa. Anteriormente, de tanto en tanto la
patrona solía preguntarle a su empleada sobre la marcha de su relación con
Nicanor. Quizá más por formalismo que por real interés, al menos había algunas
preguntas, una cierta preocupación por la suerte que corría con su pareja.
Ahora, consumada la separación de Leonardo, y después de esa ríspida charla
luego de la primera sesión en el grupo "Nosotras valemos", las cosas fueron
cada vez más tirantes. Ramona comenzó a buscar un nuevo trabajo.
Si bien su patrona no era precisamente una
confesora, antes Ramona al menos encontraba ahí un lugar donde contar sus
problemas, un hombro donde reclinarse. Ahora eso era imposible. El saberse
mutuamente golpeadas por la vida dada su condición femenina, en vez de unirlas,
las había separado.
Ramona continuó asistiendo al grupo de mujeres,
donde se sentía muy a gusto por cierto. Eso la ayudó a sobrellevar con entereza
su aborto. Fue ganando en confianza y comenzó a sentir que allí, en esa
organización y ayudando a otras mujeres, podía ser útil. Crecía mucho más que
sirviendo a doña Sofía. Crecía personalmente, por supuesto, a la par de ayudar
a crecer a otras mujeres. Sin dudas, se sentía muy a gusto en ese papel.
Permitir hablar a mujeres que sufrían mucho, fomentar los relatos de todas las
que asistían, siempre con problemas comunes en definitiva, ayudar a buscarle
salidas a los eternos problemas de maltrato y desprecio, era algo que la hacía
sentir muy bien, y que por cierto podía realizar con mucha solvencia. Para su
sorpresa, las coordinadoras de la institución le ofrecieron trabajar como
promotora. La habían visto realmente desenvuelta, capaz, por lo que decidieron
hacerle ese ofrecimiento. Ramona no lo pensó dos veces. A la semana siguiente,
y sin mayores preámbulos, dejó la residencia donde había trabajado por años y
comenzó su nueva labor. Doña Sofía no hizo nada por retenerla.
Dos meses después de haber iniciado Ramona su
nuevo trabajo con el grupo de mujeres, una vez más se encontraron. Doña Sofía,
deprimida por la separación, no encontrando consuelo en todas las banalidades
con que trataba de distraerse, asistió a esa organización que alguien le había
recomendado.
Al encontrarse, la sorpresa fue enorme para
ambas, pero más aún para doña Sofía. Pero seguramente la sorpresa más grande la
tuvo al ver que su ex empleada la tuteó y no la trató con el ceremonial
"doña".
–Todas y
todos somos iguales, Sofía. ¿En qué te puedo ayudar?–