Al
hablar de políticas energéticas se está hablando de industrias extractivas. Es
decir: aquellas actividades humanas directamente relacionadas con la obtención
de recursos naturales por extracción del subsuelo que se vinculan con la
generación de energía, algo sin dudas básico para la vida. Caben ahí, entonces,
las industrias del petróleo, del gas, del agua (hidroeléctricas), y la minería.
Podría agregarse, hoy día, la producción de biomasa destinada a la generación
de carburantes o agrocombustibles (etanol, reemplazo de la gasolina y del
diesel), tales como la palma africana, la caña de azúcar, la remolacha.
Algunas
de estas actividades extractivas son de muy larga data, como la minería. Desde
la aparición del cobre hace 9,000 años hasta los elementos hoy conocidos como
estratégicos (coltán, niobio, iridio, torio -futuro sustituto del petróleo-),
la historia de la humanidad va de la mano de la investigación minera.
La
generación de energía es cada vez más vital. ¿Por qué entonces las llamadas
industrias extractivas están causando tanto daño, produciendo tanta
conflictividad social, siendo tan resistidas por las poblaciones? Por la forma
en que se hacen.
En
Guatemala, estas industrias extractivas (centrales hidroeléctricas, minería,
cultivos extensivos dedicados a la generación de agrocombustibles) constituyen
hoy uno de los principales conflictos abiertos en términos político-sociales. Dado
que se realizan en territorios donde habitan los pueblos originarios de origen
maya (con 4,000 años de pertenencia a esos sitios), para los habitantes de esas
regiones la llegada de estas iniciativas no representó, precisamente, una buena
noticia. ¿Por qué? Por las características con que esa industria extractiva,
dada por capitales multinacionales asociados en general a grandes capitales
nacionales, se ha venido comportando. De hecho, ha producido el despojo de los
territorios ancestrales de los pueblos originarios, con argucias legales o por
la fuerza. Los movimientos campesinos-indígenas allí asentados (este es un
fenómeno que se da similarmente en toda Latinoamérica) protestan por ese
despojo, por lo que hoy representan la principal afrenta al sistema capitalista
dominante. La lucha de clases, que nunca ha desaparecido, se expresa hoy a
través de ese conflicto.
Por
otro lado, esas industrias son altamente contaminantes, agresivas para el medio
ambiente, al menos en la forma en que se vienen realizando: dejan sin agua o
sin tierra cultivable a los pueblos originarios, lanzan desechos químicos
tóxicos que contaminan mortalmente la flora y la fauna atentando también contra
la vida humana, crean problemas que nunca solucionan más allá de las promesas, destruyendo
el equilibrio natural.
Quizá
sin representar una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto (al
menos como la concibió el marxismo clásico, como han levantado los partidos
comunistas tradicionales a través de los años en el siglo XX), estos
movimientos de protesta representan una clara afrenta a los intereses del gran
capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales. En ese sentido,
funcionan como una alternativa anti-sistémica, una llama que se sigue
levantando, y arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas. De
hecho, en el informe “Tendencias Globales 2020 - Cartografía del futuro global”,
del Consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a estudiar
los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede
leerse: “A comienzos del siglo XXI, hay
grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en
2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría
de los pueblos indígenas (…) Esos
grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y
grupos antiglobalización (…) que podrán
poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de
origen europeo. (…) Las tensiones se
manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas”.
Sin
dudas, la apreciación geoestratégica de Washington no se equivocaba: vemos
claramente en Guatemala -así como se ve también en otros países de la región-
estos movimientos indígenas y campesinos en una fuerte lucha contra toda la industria
extractiva, vivida como invasión, como factor de exterminio.
La
respuesta del Estado, defensor en definitiva de los capitales (nacionales y
multinacionales) y no juez ecuánime entre todas las partes, es la represión. Los
despojos de tierras ancestrales en muchos casos son hechos por la propia
policía y/o el ejército, instituciones del Estado pagadas con los impuestos de
toda la población. Pero en estos momentos, la situación se pone peor aún para
los sectores populares. Se vuelven a repetir modalidades que se dieron en los
peores años de la guerra contrainsurgente. Es decir: asistimos a mecanismos de
terror, con desapariciones, amenazas veladas y abiertas, asesinatos selectivos
de líderes comunitarios. Ello, acompañado de la criminalización de todas las
luchas campesinas. ¿Vendrán luego las masacres de poblaciones completas?
De
hecho, en estos últimos días esa represión se ha intensificado. En el último
mes se ha presenciado la muerte de 7 líderes campesinos que enarbolaban luchas
por sus justas reivindicaciones, con el silencio cómplice del Estado. En los
norteños departamentos de Alta Verapaz y
Baja Verapaz
(https://www.aporrea.org/internacionales/a265176.html),
la situación está al rojo vivo.
¿Quién
había dicho que la lucha de clases terminó? ¿Dónde quedó aquello de “resolución
pacífica de conflictos”?
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