En
alguna ciudad de Latinoamérica que no viene al caso mencionar ahora, Miguel y
Aníbal habían nacido en la misma familia, criados por los mismos padres en la
misma casa y con iguales estrecheces, sufriendo similares penurias…. Pero eran
muy distintos.
Miguel,
el mayor de los ocho hermanos, le llevaba 21 años al último de la serie:
Aníbal. Habiendo fallecido el padre cuando Aníbal era un bebé, su hermano mayor
había ocupado el lugar de “hombre de la casa”. A decir verdad, a Miguel le
quedaba muy bien ese papel; desde temprana edad dio muestras de tomarse muy en
serio eso de ser “prudente y responsable”. O, al menos, se tomaba muy en serio
el papel. Porque era justamente eso: un papel a protagonizar. Más allá de su
cara eternamente sonriente y su actitud de disponibilidad y ayuda “para cualquier cosa cuando sea necesario”
–tal como solía decir–, nadie, ni él mismo, podía creerse su actuación una vez
se le conocía un poco más profundamente.
Transpiraba
desfachatez por todos lados. “Futuro
politiquero”, había vaticinado premonitorio su padrino cuando Miguel apenas
era un adolescente. Aunque la imagen “oficial” –ante quien aún no le conocía–
era de transparencia, de joven abnegado y dedicado a su familia, cuando se
veían los detalles se descubría su verdadera cara: un farsante total, un cínico
descarado. Es decir, como había entrevisto el padrino: ¡un verdadero político
de profesión!
Miguel
nunca tuvo un trabajo conocido, pero jamás le faltaba el dinero. En realidad,
luego del fallecimiento del padre, había sido quien conseguía buena parte del
ingreso familiar. Nadie sabía exactamente cómo ganaba el sustento, pero en la
casa se vivía con relativa abundancia. Por allí se había comentado que tenía
ocupaciones no muy santas: rufián con varias jovencitas a su cargo, traficante
al menudeo de drogas ilegales, que era mantenido por un millonario homosexual,
que era encargado de “reducir” objetos de dudosa procedencia en el mercado La
Vanguardia. Sus gustos lujosos (cigarros importados, buena ropa de marca,
zapatos italianos siempre impecables, alguna botella de champagne francés y
otras exquisiteces por el estilo) no eran baratos. Eso había que pagarlo, y
Miguel jamás se quejaba por el dinero.
Aníbal
lo tenía como su héroe. Había crecido con la imagen de un hermano mayor
responsable, dedicado, siempre servicial. Quizá porque la vida los puso en esta
relación de casi padre-hijo, Aníbal veía a Miguel como un ejemplo a seguir,
como un verdadero padre ejemplar. Siendo un púber, tenía a su hermano mayor –ya
un adulto con profuso bigotón– como el más envidiable modelo, siempre exitoso
con las mujeres, bien vestido, elegante, nunca falto de dinero y respetado por
todo el vecindario. Lo que más le admiraba era su prodigiosa facilidad de
palabra.
Aníbal
estaba fascinado con lo que quería ver: el hijo de un modesto albañil y una
sufrida obrera de maquila, sin siquiera haber terminado la universidad –apenas
había cursado dos años de Derecho y Jurisprudencia– había ayudado en la crianza
de sus hermanos menores, tenía vehículo último modelo, era buscado y admirado
por innumerables personas del vecindario, y le daba lecciones de moral.
Efectivamente,
esa era una de las cosas que más encantaba a Aníbal: pasaba horas escuchando
los consejos de su hermano mayor. Miguel, al saberse con un público cautivo e
hipnotizado –público unipersonal, pero suficiente para despertarle sus ínfulas
más vanidosas– se pavoneaba con su mejor oratoria. Imposible saber si el
hermano mayor creería una sola de las palabras que profería admonitorio; el
menor, definitivamente, las creía todas.
Cuando
Aníbal llegó a la mayoría de edad, siguiendo los que entendía buenos consejos
de su hermano-padre, decidió entrar en la Academia de Policía.
“Un buen agente”, repetía con el pecho
henchido y voz inflamada, “es el más
honesto y respetable servidor público, porque arriesga su propia vida por la de
los demás”. Cuando Miguel le escuchaba decir esas cosas, lo aplaudía. Pero
al mismo tiempo, secretamente, reía: “¡pobre
niño! ¿Cuándo va a abrir los ojos?”
En
la Academia Aníbal fue un alumno excelente, el mejor. El día de su graduación,
con veinte años recién cumplidos, recibió la medalla al mejor alumno de toda la
promoción. Miguel avisó a último momento que “por motivos impostergables” lamentablemente (¿lo lamentaría?) no
podía llegar al acto. Alguien dijo verlo salir de un motel de lujo a esa hora,
con la esposa de su mejor amigo. Pero “fueron
solo habladurías malintencionadas”, se apuró a aclarar posteriormente.
Mientras
Aníbal comenzaba una ejemplar carrera como policía en uno de los barrios más
peligrosos de la ciudad, Miguel entraba a trabajar como asesor de un diputado
en el Congreso. En poco tiempo, la valentía y honorabilidad ganada por uno de
ellos era tan proverbial como las triquiñuelas y artimañas del otro. El hermano
menor era ya famoso y admirado entre sus compañeros policías porque, en poco
tiempo, había podido detener a varios de los vendedores callejeros de drogas
más conocidos del sector, en un par de oportunidades él solo, y en un caso,
liándose a puñetazo limpio con el malhechor, reduciéndolo con las tomas de yudo
que le habían enseñado en la Academia. Se hizo bastante famoso en la televisión
cuando salió denunciando al jefe de su comisaría, quien exigía sobornos a sus
subordinados. Como en persona el propio Aníbal, en una maniobra sumamente
osada, que le podría haber costado tanto la vida como un ascenso, se encargó de
llevar a tres medios de comunicación para hacer público el ilícito –haciendo
imposible no proceder al Comisario General de la institución para destituir al
corrupto jefe de estación– su aureola de “policía ejemplar” comenzó a ganar
espacio.
Igualmente
famoso se hizo Miguel por un pequeño asunto que trascendió en el Congreso,
aunque de signo contrario al de su hermano. Por apañar al diputado de quien era
asesor en un cobro ilegal de viáticos sobrevaluados, tuvo que optar por
salvarse él de la cárcel, o el legislador, al hacerse público la
sobrefacturación de una importante suma. No quedándole otra alternativa para
salvar su pellejo que denunciar al Padre
de la Patria (designación que siempre le pareció hilarante, descabellada),
su nombre salió bien parado del incidente. La prensa, siempre ávida de noticias
sensacionalistas, cubrió la nota de tal manera que Miguel quedó como un paladín
de honestidad. Nunca se supo –salvo la secretaria del diputado, que era amante
de ambos: legislador y asesor– que la mayor parte del viático ficticio fue a
parar al bolsillo de Miguel. Por supuesto, jamás fue a visitar al legislador cuando
éste estuvo entre rejas, borrándolo de todas sus redes sociales.
Aníbal,
al conocer la noticia que se difundió rápidamente por la prensa y distintos
medios comunicacionales, se sintió orgulloso de tener un hermano tan probo, que
predicaba con el ejemplo las cosas que a él, años atrás, le había transmitido
haciendo de padre postizo. Miguel le agradeció con una sonrisa fingida,
pensando para sus adentros que “el
hermanito menor no tiene cura… ¡Pobrecito! Se creyó todas esas tonteras que
alguna vez le conté. ¡Pero si eran cuentos para que se durmiera, como
Blancanieves, o Caperucita Roja!... ¡¡Por dios!!”
Esas
acciones tuvieron consecuencias: a Aníbal le significaron un ascenso. Y también
el odio visceral de buena parte del cuerpo policial, que empezó a valorar
aterrorizado el peligro que “un loco así
algún día llegue a Comisario General”. A Miguel, sin que entendiera bien
por qué –aunque secretamente había movido todos los hilos necesarios para que
eso pudiera suceder– lo nombraron Vice-ministro de Gobernación. Sabía que allí
había alguna “jugada sucia”, pero no
terminaba de entender de qué se trataba. “En
política nadie te regala nada porque sí…Seguramente ya vendrá el cobro de
factura”.
Ambos
se sentían muy satisfechos de sus carreras: el uno, por su honestidad, por
saber que era un ejemplo de rectitud y que sus hijos podrían sentirse
orgullosos de él. El otro, porque en algunos pocos años había amasado una
interesante suma, que ahora prometía poder acrecentarse mucho más desde el
Vice-ministerio. Dos vehículos blindados, una lujosa casa con helipuerto –faltaba
el helicóptero aún– y cancha de tenis y la inmunidad que le confería el cargo,
no eran poca cosa para sus 44 años. Lo que podía venir ahora, se mostraba mucho
más prometedor.
Así
fue. El acceso a altos niveles decisorios del país lo puso en contacto con uno
de los más connotados jefes del narcotráfico. Allí los vehículos blindados y
las propinas que se contaban por miles en cabarets de lujo, eran cosa casi
obligada. El poder se demostraba con derroche de recursos, con ostentación. El
oro, en todas sus expresiones, era muy valorado. Era esa cultura de “nuevo
rico” donde se trataba de demostrar que, sin venir de cuna dorada, también se
puede ascender socialmente. La pompa aparatosa era imprescindible. “Así uno puede sentir que casi, casi se
iguala con los aristócratas”, reflexionaba no sin amargura, él, hijo de
albañil y obrera de maquila.
Los
dos hermanos se veían muy ocasionalmente. Alguna fiesta familiar –cada vez más
espaciadas, pues las apretadas agendas no lo permitían– o una ocasional llamada
telefónica en un cumpleaños, constituía toda la comunicación entre ellos. De
todos modos, aunque los contactos iban siendo cada vez más espaciados, cada vez
que Aníbal tenía la oportunidad le agradecía a Miguel “todo lo que había hecho” por su honorabilidad. Miguel, benevolente,
sonreía. Le parecía muy cruel desarmarle la ilusión. Por otro lado, a él le
resultaba reconfortante encontrar que alguna persona en el mundo lo creyera
honrado. Nunca se atrevió a mostrarle su verdadera cara.
Porque
su verdadera cara… ¡era terrible! Como muchos de sus colegas en altos puestos
gubernamentales, la ostentación era elemento infaltable. Sin que fuera
necesario, siempre había que mostrar más de lo que realmente se podía hacer: el
saltarse los límites le resultaba indispensable. Compró títulos de maestría y
de doctorado en Ciencias Jurídicas y Criminología, aunque ni siquiera había
terminado sus estudios de grado. En la universidad pública, también corrompida
hasta los tuétanos, no le fue difícil conseguir esas preseas. Pero lo peor
fueron sus nuevos negocios.
Aunque
parezca mentira, Miguel había disparado armas de fuego infinitamente más veces
que su hermano. Sucedía que los policías, por falta de presupuesto, debían
pagar de su propio bolsillo los tiros que hacían, por lo que se cuidaban mucho
de no desperdiciar municiones. Solo en contadas, contadísimas ocasiones Aníbal
abría fuego. Por el contrario, Miguel era un asiduo tirador. Tenía varias armas
de alto calibre, compradas nuevas –eludir los controles reglamentarios era lo
de menos–, y su consumo de municiones era altísimo. “Eso se paga con dinero del Congreso”, explicaba sin la menor
vergüenza. “Mi sueldo me queda casi
íntegro”.
Un
día de tantos, en alguna ceremonia oficial, sin habérselo propuesto
previamente, se encontraron. Rompiendo todo protocolo de seguridad, ambos
decidieron prolongar el encuentro y sentarse por allí a tomar un café. Hacía
años que no conversaban. Ninguno de los dos disponía de mucho tiempo, por lo
que la charla fue veloz.
Luego
de las primeras palabras rompe-hielo, Miguel fue al grano. “Hermanito: no hay otra forma de hacer dinero
que metiéndose en cosas. ¿No te diste cuenta todavía? Trabajando… ¡imposible!”
Aníbal
quedó estupefacto. Los ojos se le desorbitaron, no le salían palabras. “¡Vamos!, ¡vamos muchacho!”, trató de
recomponerlo Miguel. “No me digas que
todavía estás con eso de la cigüeña y los Reyes Magos… ¡Es hora de
desengañarse!, ¿no?”
“Pero… ¿y todo lo que me habías enseñado
sobre la honorabilidad y la rectitud?”, acertó a decir, tartamudeando, sin
terminar de recomponerse de la sorpresa.
“Taradeces, muchacho. ¡Taradeces!”,
espetó Miguel, cortante.
Se
despidieron con bastante pompa el uno, con tristeza el otro, un poco
histriónicamente el hermano mayor, cabizbajo y aún sin salir de su asombro el
menor.
Ese
mismo día, y mucho más en los días posteriores, Aníbal se dedicó a repasar
mentalmente todos los bienes que conocía de su hermano. Empezó a llamarle la
atención la cantidad de cosas que le había visto –lo cual, hasta ese momento,
no lo sorprendía–, pero al hacer el recuento, vio que no eran pocas. Entre
otras cosas, lo sorprendía la forma tremendamente exuberante en que se vestía,
sus anillos de oro, su reloj despampanante con incrustaciones de diamantes. La
promesa de comprarse un helicóptero que le había confesado en la charla de días
atrás ahora cobraba sentido.
“De los ricachones de cuna, uno se espera
eso. ¡Pero no del hijo de dos humildes trabajadores!”, reflexionaba el
policía. Las palabras de su hermano, el Vice-ministro, le daban vuelta por la
cabeza: “No hay otra forma de hacer
dinero que metiéndose en cosas”. “¿Cuáles
serían esas formas?”, se repetía insistente Aníbal. No quería ni pensarlo.
Solo intuir que podría haber algo reñido con la ley, lo espantaba. Él era un
convencido absoluto de la justeza de la ley. La vez que Miguel, alardeando de
su “alta formación intelectual”, como
gustaba decir con aire de fanfarronería, le lanzó aquella frase filosófica del
sofista Trasímaco de Calcedonia, el griego que dialogaba con Platón: “La ley es lo que conviene al más fuerte”,
no entendió. Ahora, tras muchos cabildeos luego de esa corta pero
importantísima plática, comenzaba a entenderlo. “La ley es lo que conviene al más fuerte…. ¡Claro! ¡¡Por supuesto que
sí!! ¿Recién ahora me vengo a dar cuenta?”
“Trabajando no se hace plata”; esa frase
se le repetía ahora infinitamente a Aníbal, con enfermiza insistencia machacona.
Trataba de encontrarle explicaciones, ejemplos que dieran cuenta de la
formulación, historias de vida que lo demostraran. El recuerdo del jefe de
comisaría al que mandó preso no ofrecía discusiones: “trabajando no se hace plata, ¡es obvio!”
Por
primera vez en su vida, Aníbal dudó sobre sus principios. “Puras deudas, puros problemas, siempre angustias por la plata…”
Todo lo llevó a tomar la decisión: pediría un soborno. “Solo uno, para ver cómo resulta”, reflexionaba con vergüenza, en
secreto. A nadie le compartió la decisión tomada. Lo haría solo; sus
acompañantes policías no deberían enterarse.
Rápidamente
encontró el momento. En una de tantas patrullas que realizaba por allí –él
estaba a cargo de la unidad, siendo acompañado por dos agentes– se topó con una
moto donde viajaban tres pasajeros: el conductor con su esposa y un hijo de 10
años. El reglamento indicaba que en motocicletas solo pueden viajar dos
personas. Tres, como en este caso, es una infracción. Además, solamente el
conductor portaba casco; las otras dos personas no, y eso iba contra las
normas.
Al
momento de detenerlos fue cortante, deliberadamente brusco. “¡¿Ustedes no saben que está prohibido viajar
más de dos personas en una moto?! Y además, ustedes dos van sin casco”. Sin
que hubiera necesidad, y contrariando las normativas policiales, exhibió
amenazante su arma reglamentaria. El susto de los detenidos fue mayúsculo.
“¡Tranquilo, agente! No pasa nada… Aquí tiene
algo para el cafecito”, dijo el padre de la familia que se conducía en la
moto, alargándole un billete escondido en la mano.
La
sensación de Aníbal fue rara: entre gozo y repugnancia. Sabía que contrariaba
sus más elementales principios, pero al mismo tiempo le pareció muy fácil,
¡demasiado fácil!, cómo empezar a hacer un sueldo extra. Eso lo fascinó.
“Bueno… los voy a dejar ir. ¡Pero que sea la
última vez! Y se me ponen casco para la próxima”. Si bien aceptó el soborno
–unos míseros pesos que apenas alcanzaban para un litro de bebida gaseosa–, no
quedó tan insatisfecho, porque el consejo dado a los pasajeros le pareció
correcto. Incluso se quedó con la idea que estaba haciendo un buen servicio,
informándoles de algo que, quizá, desconocían del reglamento de tránsito.
La
mala suerte lo acompañó, porque dos calles más adelante la moto fue arrollada
por un camión. En la caída, falleció el niño. Los reproches que comenzó a
hacerse Aníbal no tuvieron fin.
Se
consideró la peor persona del mundo, un inmundo pecador, bochornoso, impuro.
Por su culpa había fallecido ese niño inocente. Pero más aún: la culpa la
empezó a transferir a su hermano.
“Si yo jamás había cometido estas
barbaridades… ¡Yo no soy corrupto! Todo por culpa de este hijo de puta de mi
hermano…” El odio le creció con fuerza meteórica. La admiración mantenida
por años, rápidamente se trocó en visceral resentimiento, y la sed de venganza
no tardó en aparecer.
“Ahora me doy cuenta: trabajando honestamente
es cierto que no se sale de pobre. ¡Tenía razón este cabrón!”.
En
un accidente aéreo –cayó el helicóptero en que se transportaba, confuso
incidente que nunca quedó claro– falleció el Ministro, por lo que Aníbal,
apadrinado por el presidente, quedó a cargo del ministerio. Los negocios le
iban viento en popa.
Todos
habían advertido, desde su esposa a sus subordinados, desde sus familiares a
sus superiores, que la conducta del sargento Aníbal P. había cambiado. Ahora
estaba mucho más impenetrable, serio, distante. Era evidente que algo le
atormentaba. Nadie sabía qué, nadie se atrevía a preguntarlo, pero para todos
era más que notorio ese nuevo hermetismo, desconocido anteriormente en él. Su
actuación policial no había decaído, no ofrecía errores en términos técnicos,
pero ahora presentaba una cierta brutalidad implacable, exagerada, desmedida en
la aplicación de las normas. Su rigidez, en pocos meses, se había hecho
proverbial. La sonrisa, nunca muy abundante, desapareció por completo de su
rostro. Como nunca le había sucedido anteriormente, en diversos operativos mató
a varios delincuentes que se habían resistido a ser detenidos. Nadie podía
objetarle nada –su accionar se apegaba rigurosísimamente a la ley–, pero todos
veían que allí había algo raro. No era necesaria tanta rudeza, tanto aspereza
en el trato; parecía un robot deshumanizado.
Como
cosa algo curiosa, inusual en sus hábitos, desde inicios de noviembre de ese
año comenzó a preparar la fiesta navideña familiar. Su esposa e hija quedaron
un tanto sorprendidos –era primera vez que ofrecerían la cena de Navidad en su
casa para tantos invitados–, pero no se opusieron. Eran buenas católicas, y esa
celebración les atraía. Además, la idea de mantener firmes los lazos familiares
era parte de sus ideales. “Y al padre, al
hombre de la casa nunca se le contradice”, opinaban. Por supuesto, Miguel
también fue invitado. Aníbal insistió interminables veces para que su hermano
estuviera en la celebración. Sabía que la agenda de un ministro es muy compleja,
y no siempre se puede disponer de la vida personal a su antojo. De todos modos,
los ruegos fueron numerosos. Finalmente, consiguió lo esperado: el 24 de
diciembre por la noche, Miguel, junto con su esposa y sus dos hijos y pródigos
regalos para todos, entraba en casa de su hermano. Como cosa inusual, solo
llevó dos escoltas, que lo esperarían fuera de la vivienda.
En
un momento de la fiesta, Miguel comentó que no sería malo hacer pasar a los dos
guardaespaldas a tomar un trago y hacer el correspondiente brindis navideño.
Pero la reacción de Aníbal fue terminante: “¡Imposible!
Están en horario de trabajo. ¡¡Eso sería una falta muy grave!!” Todos
quedaron algo sorprendidos por esa rudeza, pero nadie se atrevió a
contradecirlo. Solo Miguel agregó: “Hermanito:
no hay que tomarse las cosas tan a la tremenda. Más relajadito, papaíto…”.
Fue
en ese momento que Aníbal sacó la pistola de entre sus ropas descerrajándole seis
balazos a su hermano. Todos fueron certeros; ni uno solo erró la humanidad del
ministro, quien cayó aparatosamente sobre la mesa servida.
Cuando
entraron los guardaespaldas, pistolas en mano, Aníbal ya se había pegado un
tiro en la sien. La carta que luego su esposa encontró en la mesa de noche, con
muchas faltas de ortografía, hablaba de esa “lacra inmunda y deleznable” de la corrupción. Nunca nadie supo del
incidente con los motoristas.
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