miércoles, 27 de febrero de 2019

EL CUENTO MÁS ALEGRE DEL MUNDO




“Un hombre común”, de autor desconocido




            Caía la tarde en Lima. Una tarde común, como tantas otras tardes, sin nada en particular. Tarde gris, templada, de cualquier día de la semana.
            Ovidio, como tantas otras veces, se dedicaba prolijamente a cerrar la oficina. Meticulosamente revisaba los útiles de trabajo cuidando que nada quedara fuera de su lugar. Nadie se lo exigía, pero para él era una obligación hacer esa constatación diaria. Si alguien, ocasionalmente, dejaba algo olvidado o desacomodado, podía estar seguro que al día siguiente encontraría enmendado su circunstancial error; y de seguro era Ovidio el silencioso benefactor, cosa de la que, sin dudas, no se enteraría el beneficiado.
            No tenía nada de particular este Ovidio; no había nada especial por lo que pudiera ser amado, así como tampoco nada en particular incitaba a su aborrecimiento. Era, por decirlo de alguna manera: neutro, gris. ¡Un hombre común!
            Ni amado ni odiado. Más bien pasaba desapercibido. De edad incierta –nadie sabía con exactitud cuántos años tenía– no parecía ni joven ni viejo. Tenía algunas canas, pero al mismo tiempo era bastante atlético. Su andar a veces era cansino; pero esto parecía en todo caso algo más producto de una actitud que de una dificultad concreta. Era indio de origen.
            Para expresarlo con pocas palabras, resultaba un desconocido entre la pequeña multitud de sus veinte compañeros de oficina. No rehusaba el diálogo con ellos, pero tampoco era precisamente un extrovertido. Hablaba lo justo, o menos. Nadie sabía mucho acerca de su vida personal (en todo caso: no se sabía nada).
            De todos modos, pese a esa distancia que se marcaba entre todos y Ovidio, no había nada especial que lo hiciera un ser rechazado. Era alguien con el que se podía estar horas, pero si él no estaba, era igual. Nunca decía nada hiriente, cortante; pero tampoco nunca decía nada por lo que recordarlo. Jamás una palabra fuera de lugar; tampoco jamás un chiste, un piropo, un insulto.
            Anodino se podría decir; o aburrido, profunda y soporíferamente aburrido.
            No tomaba vacaciones. Era su derecho, obviamente, pero desde siempre se tenía la impresión que Ovidio jamás salía. Tampoco faltaba, y jamás llegaba tarde. Podría decirse que esa gris y nada creativa oficina de la Sección de Registro del Ministerio de Previsión Social tenía como uno de sus componentes a Ovidio, tanto o más que cualquier mueble o utensilio que la conformaba.
            Claro: Ovidio no era un mueble, pero en verdad no había una diferencia sustancial entre uno y otro. Había, incluso, muebles más vistosos, más atractivos que él.
            Salió tranquilo, sin pausa. Saludó al guardián de su sección –un serrano que hablaba un español bastante atravesado– y se encaminó por la avenida. A esa hora era insoportable el ruido de los buses, y toda la zona central de la ciudad se tornaba una romería de gente corriendo frenéticamente hacia sus casas. Ovidio, de todos modos, amaba esas circunstancias, se sentía cómodo en medio de esa locura urbana.
            Confundido en ese mar humano, decidió caminar. Lo hacía a veces, ocasionalmente. Aquella tarde, sin saber por qué, sentía que debía hacerlo. –
            –¿Y qué podría hacer?–, se preguntó. Hacía ya un tiempo que la idea le rondaba la cabeza. –Algo importante... ¡importante!–
            Su sensación era que la vida se le estaba escapando y jamás se había sentido bien; por eso, casi como una reparación del tiempo perdido, tenía que buscar algo que lo revitalizara, lo sacudiera.
            –Muchas mujeres, probar drogas.... ¡no, para nada! Eso no tiene nada que ver conmigo. Es otra cosa. Algo que me haga sentir bien, que haga hablar de mí a la gente, demostrarles algo–.
            No sabía bien qué era lo que quería, pero sentía la necesidad de buscarlo. El simple hecho de pensarlo le cambiaba el humor, lo alegraba.
            Toda su vida Ovidio había sido una persona reservada; sin embargo, últimamente estaba más extraño que de costumbre.
            –Ya tengo treinta y tres años.... ¡ja, la edad de Cristo!... bueno, cuando tenía treinta y tres años, porque antes habrá tenido treinta y dos, y veintiuno, y doce y cuatro. ¡Qué estupidez! ¿Por qué se dirá 'la edad de Cristo'? Pero, en fin, hay tantas estupideces en este mundo.... Como mi vida, por ejemplo, como todo lo que yo hago. ¿Y qué puedo hacer para dejar de verme tan estúpido?–
            Se deshacía en proyectos; horas y horas por día pasaba ensimismado, meditando; lo cual no le impedía seguir cumpliendo acabadamente sus tareas habituales. Sin lugar a dudas era eficiente en lo que hacía. Pero claro, era muy poco lo que tenía como tarea: su trabajo consistía en archivar papeles. Jamás se le escapaba un detalle, aunque tanto esfuerzo no servía de mucho. Jamás nadie consultaba esos aburridos archivos, destinados casi con seguridad a comida para las ratas.
            –Mejor no consultarlo con nadie. Si le pregunto a un médico, o a un cura, me van a tomar por loco. Y no lo estoy. Simplemente quiero resolverlo a mi modo. ¿Qué tiene de malo eso?–
            Mientras caminaba veía las innumerables infracciones de tránsito que se cometían, y pensaba que ese podría ser un buen campo de acción para lo que estaba buscando.
            –Por supuesto que no se van a terminar las infracciones, pero sería una buena manera de hacer algo decente–. Se detuvo en la Avenida San Martín y vio un patrullero mal estacionado, con tres policías a bordo. En realidad no estaban haciendo nada en especial, sólo obstaculizando innecesariamente el tráfico.
            –Eso, exactamente eso voy a hacer. Me compro un vehículo medio viejo, un camioncito usado por ejemplo, y me dedico a chocar carros mal estacionados. Total... nadie podría enojarse, si están cometiendo una infracción. ¡Con qué ganas los embestiría! ¡Y hasta después saldría por los diarios!: "desconocido vehículo justiciero acomete contra infractores, choca a quienes atraviesan semáforos en rojo o estacionan indebidamente"–.
            Cuando reaccionó se dio cuenta que hacía casi un cuarto de hora que estaba detenido sobre la acera, sin moverse, y ya más de uno había advertido su insólita presencia. Algo desconcertado siguió su marcha.
            –Pensándolo bien, mejor no. Es una idiotez. Sería muy caro: comprarse un carro para andar destrozándolo por ahí.... ¡por favor, qué estupidez!–
            Nunca hablaba de los tres dedos de la mano izquierda que le faltaban; y mucho menos de las circunstancias en que los había perdido. Pero tenían una importancia decisiva en la vida de Ovidio. Originario de Ayacucho, junto con su familia se había trasladado a la capital siendo muy niño. Sin renegar totalmente de su sangre indígena, el padre era un deslumbrado por la idea de la cultura moderna, europea. Por eso Ovidio, desde sus 4 años, recibió clases de violín en el Conservatorio Nacional. Sin haberse desentendido explícitamente de sus raíces, en realidad no se sentía indígena. Su vida, monótona y rutinaria, podía ser la de cualquiera, de cualquier parte, con cualquier origen; no había matices, siempre igual. Lo más relevante era la angustia que jamás lo abandonaba. 
            –¡Y no era mal alumno, caray! Pero este cabrón de Mozart a los cuatro años ya daba conciertos delante del rey. ¿Y por qué yo....?–
            Ninguno de sus compañeros de la oficina osaba preguntarle cómo había perdido sus dedos. Actualmente eso no le impedía manejarse perfectamente en su trabajo cotidiano; pero había algo más que la falta material.
            –Quizá una llamada telefónica; no, una no, sino muchas. Y empezar a crear un clima de preocupación. Alguna vez vi algo parecido en una película. "Que el gobierno tiene veinticuatro horas para renunciar, y que si no se atenga a las consecuencias"; o por ejemplo "que un grupo de fanáticos religiosos armados piensa tomarse la ciudad y comenzar a poner condiciones".... Pero no, ¡muy complicado! Y muy tonto. ¿De esa manera quién me conocería a mí? Y de repente hasta me descubren.... No, eso no–.
            Una de las pocas satisfacciones de Ovidio –quizá la única– era escuchar música clásica. Donde estuviera, no le faltaba su receptor portátil de radio; no muy fidedigno, más bien gangoso: pero esto no le importaba mucho. Su deleite era estar acompañado de estas melodías, aunque la calidad técnica del reproductor fuera mediocre.
            Esa era una de sus extravagancias más notorias en el trabajo. Las demás podían pasar como rasgos personales especiales: excesivamente ordenado, muy pulcro, enfermizamente puntual. Escuchar todo el día, sin parar, desde que llegaba hasta que se iban todos (recordemos que él era siempre el último en retirarse) esa música, lo había hecho conocido como alguien "especial". Cosa que lo tenía orgulloso, aunque jamás lo dijera: definitivamente su gusto musical no era de un hombre común. –¡Un indio escuchando música clásica!–
            Había llegado a dar un par de conciertos de relativa calidad, como alumno aventajado de violín. Algún entendido había vaticinado una posible buena carrera; en algún momento se había hablado de su traslado a Italia para un perfeccionamiento. Y lo que seguramente más había marcado a Ovidio: a los trece años comenzó a tomar clases de dirección orquestal con un conocido maestro alemán radicado en Perú (Otto von Suchenbach), llegando incluso, bajo su supervisión, a dirigir la Filarmónica Nacional: el primer movimiento de una sinfonía de Haydn. Incursión exitosa, por cierto.
            Más de una vez recordaba esa noche: bastante público en el teatro, nerviosismo, sudor frío en la espalda. Pero también la sensación de suficiencia que le daba ver que varias decenas de encorbatados maestros lo seguían, lo respetaban a él, un adolescente, que estaban pendientes de sus movimientos. Y luego – ya había comenzado los ensayos – la última parte del Oratorio "La Creación", también de Haydn, para fines de año. Él había sido el único alumno elegido para una obra de esa magnitud.
            –Pero así es la vida. Pasó y pasó, ¡qué se le va a hacer!– A veces trataba de engañarse con ese tipo de fórmulas. Pero sabía que, hondamente, no había pasado.
            Su deseo, lo tenía claro, no era tanto el virtuosismo en el violín sino la dirección orquestal. Pero el accidente acabó de una vez con ambas cosas. Además, años después de ocurrido, todavía se sentía en un estado de conmoción tal que ni siquiera había contemplado la posibilidad de ver alternativas.
            –Si me pusiera hablar de música en la oficina, seguro que no me lo creerían. ¡Un indio hablando de música clásica! O en todo caso, a nadie le importaría. Una vez vi en la televisión la historia de un célebre violonchelista que, venido a menos, termina tocando el contrabajo en una orquesta en un club nocturno de mala muerte. Era un virtuoso exquisito, pero si tenía la osadía de querer demostrarlo en esa pocilga, se le reían. Y yo no quiero que se rían de mí..... Bueno, aunque yo no soy un virtuoso, ¡pequeña diferencia! Y además, aunque no quiera, se ríen de mí–.
            No se le conocían mujeres. En algún momento Manuelita, la más joven de la oficina –limeña coquetona de aceitunada piel y ojazos seductores– se sintió atraída por Ovidio; pero rápidamente, ante la distancia que sintió de parte de él, dejó de lado su intento.
            Con los otros varones de la oficina –que eran mayoría respecto a las empleadas mujeres– jamás hablaba de estos temas. Podía escuchar relatos de parrandas y averías varias referidas por sus compañeros, pero no era precisamente laudatorio con esas historias. Escuchaba, y no más. Respecto de sí mismo, jamás una palabra.
            Esa tarde, sin embargo, fue distinto. Caminaba distraídamente cuando la vio. Inmediatamente sintió que los dos compartían algo: los dos sufrían. Ella estaba en su silla de ruedas, sola, con la mirada perdida en lo lejos. Era una de tantas que mendigaban en cualquier semáforo; la diferencia – no pequeña, por cierto – era su invalidez. Nunca la había visto antes.
            –Una de las pocas cosas que no engañan, quizá la única: ¡la angustia!–, se dijo. –Y no hay dudas que tiene ojos de angustiada–.
            En esos momentos estaba sola; el niño que manejaba su silla la había dejado un momento. Inmóvil al lado de un árbol, con expresión de aburrimiento, ojerosa, su joven rostro era una mezcla de tristeza, desesperanza, desaliento. Quién sabe por qué, a Ovidio le gustó.
            No se atrevía a acercar. Se detuvo a unos metros; con cualquier excusa la miraba como distraídamente. Fue entonces cuando volvió el pequeño encargado de transportarla entre los automóviles, y volvieron a su faena. Esa hora no era de desaprovechar; la calle estaba atestada de vehículos, y no faltaba nunca algún piadoso que dejaba una moneda.
            Cuando retomaron su actividad, Ovidio vio el cartel: "Me deben transplantar un riñón. Por favor colabore". La sensación inmediata fue grande. Difícil decir precisamente qué; una mezcla de terror, angustia, fascinación. Sintió que eso verdaderamente sí era importante. Lo sedujo.
            –A mí nunca me sucede algo así, realmente profundo. Siempre tan superficial todo.... ¡Pero esto sí vale la pena; esto no es de mentira! Es como una función de gala con teatro lleno. O se hace todo bien,.... o el fracaso–.
            Pensó en cómo entablar una conversación; no tenía mucha práctica en esos menesteres, y menos aún con una joven discapacitada. Finalmente decidió que hablaría como lo haría con cualquier muchacha sin impedimento. De todos modos, con eso no se tranquilizaba mucho. –¿Y qué se le dice a una muchacha? –
            Ella no era fea. Joven, de no más de veinte años, tenía una expresión que, más allá de una mueca profunda de dolor, trasuntaba igualmente un algo de intrigante. Los ojos fundamentalmente. Ojos vivos, agudos.
–Hola, me llamo Ovidio– comenzó con desenvoltura, como tratando de no enterarse de lo que estaba haciendo.
En principio ella no le prestó mayor atención. Simplemente le devolvió el saludo. Le habría tendido la mano, maquinalmente, esperando la limosna, como lo hacía con cualquiera que estaba cerca. No obstante, sin saber claramente por qué, no lo hizo. Le devolvió el saludo, y no esperó la consabida moneda; al contrario, esperó que no se la ofreciera. Él era distinto.
Ovidio no era desagradable físicamente; lo único que no le gustaba de sí mismo era su mano discapacitada y una leve cojera, también producto del accidente. Por lo demás, no era alguien que se ocupara especialmente de su aspecto.
–¿Qué música te gusta?–
Definitivamente, la joven se sorprendió con la pregunta; le parecía algo relacionado más con un adolescente. Pero Ovidio no lo era; era sin edad. 
–No sé, toda.... ninguna en especial–.
–¿Escuchaste alguna vez el Oratorio La Creación, de Haydn?–
–¡¿Qué?!–
            –No, nada.... ¿Y por qué estás pidiendo aquí en la esquina?–
            –¿Nos has visto el cartel? No tengo nadie que me ayude, ni familia, ni el gobierno. Y no tengo mucho tiempo para esperar, según me dijeron los médicos–.
            –¿Y si no te hacen ese transplante?, preguntó Ovidio con auténtica ingenuidad–.
            –Muero–.
            Esta última palabra la pronunció Adela – así se llamaba – con total naturalidad, con aplomo, como si estuviera hablando de algo doméstico, común, algo que no la inquietara en lo profundo.
            A una velocidad vertiginosa, sin que pudiera evitarlo, a Ovidio se le aparecían pensamientos, sensaciones, ideas, todo en una mezcla atropellada.
            –¿Y qué haría yo en una situación similar?– La idea del suicidio le era altamente recurrente; casi no pasaba día en que no estuviera presente. Pero en realidad no era efectivamente la intención de hacerlo sino el gusto –difícil si hubiese tenido que explicarlo– de jugar con esa imagen, con esa posibilidad. Hondamente, de todos modos, le aterraba; se podía permitir –y gozaba haciéndolo– pensar en todo ese campo confuso, pero concretarlo era algo que no se le pasaba jamás por la cabeza.
            –Tomaría un seguro de vida muy alto, y después me voy manejando por un camino de montaña. Bueno, no tengo carro, pero eso no importa, consigo uno. Entonces preparo un accidente. Es creíble, absolutamente. Me desbarranco desde dos mil metros de altura, y ya está. Y alguien cobraría el seguro, claro–.
            Realmente se regodeaba pensando eso, sabiendo secretamente que nunca lo haría. Incluso fantaseaba la música que iría escuchando antes del accidente: –Algo impetuoso, heroico. Sinfónico tendría que ser: Beethoven quizá; pero para no caer en lugares comunes, tal vez mejor algo de Wagner, o Berlioz incluso. Sí, la Sinfonía Fantástica, la Marcha del Suplicio–.
            Cosa inusual para Ovidio y para Adela: sin saber cómo de pronto se encontraron tomando una cerveza en un cafetín cercano. El niño –que era hermano de Adela– también fue invitado. No vivían lejos de ahí; un pequeño cuarto compartido por ellos dos y otra hermana que trabajaba en una tienda de la vecindad. Habitación fea, vieja, mohosa, de una casona de varios niveles que alguna vez, muchos años atrás, había sido residencia de alguna señorial familia limeña.
            Ninguno de los dos sabía muy bien qué decir, pero los dos querían estar juntos, no separarse. Ovidio estuvo tentado de tomarle la mano, pero no lo hizo. Pensó que sería una ofensa, y que quizá se rompiese el encanto de la situación.
            Pasaron una media hora larga sin hablarse, sólo mirándose, con el niño haciendo un ruido espantoso al tragar la magra cena que habían servido. Finalmente decidieron que Ovidio los acompañaría hasta su habitación. Por primera vez en su vida se encontró empujando una silla de ruedas; en principio se espantó, pero luego la cosa que no le desagradó tanto. Llegó a atraerle finalmente.
            No quedaron en nada en particular; sólo la promesa que volverían a verse. Él pasaba muchas veces por esa esquina, y Adela, según dijo, usualmente allí se ubicaba. No sería difícil un nuevo encuentro.
            –Pero.... ¿para qué? ¿Eso sería el amor?–
            Ovidio jamás había estado enamorado; nunca había tenido una relación de pareja. Sólo algunas –escasas– visitas a prostitutas. De lo cual no se avergonzaba precisamente, pero de lo que nunca hablaba.
            Volvió caminando a su casa, ya entrada la noche. Sentía que había encontrado la posibilidad de hacer algo importante, eso que tan desesperadamente estaba buscando. Iba silbando el Gloria de la Misa de Coronación de Mozart –potente, triunfal, majestuoso, un Allegro molto en tonalidad mayor– la música más acorde que encontró en ese momento para expresar su sentimiento: allegro molto.
            Desde esa misma noche comenzó a concebir la idea. Sí, Adela se lo merecía, sin dudas. Claro que no sería inmediato; había que hacer bien las cosas.
            –Si le regalara algo común, no sé: Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, ¿quién no conoce eso?, quizá le gustara.... No sé, a lo mejor no lo aprecia, o quizá ni tiene dónde escucharlo.... Pero de todos modos daría la oportunidad de conectarnos más, de hablarle–.
            En la oficina nadie observó cambios en la conducta de Ovidio. Siguieron sus mismas rutinas, su meticulosidad, su discreción. Solamente –claro que no se percataron del detalle– el tipo de música elegida. Ahora eran todas obras orquestales, impetuosas, exaltadas. Así se sentía él: inundado de allegro molto.
            –¿Y por qué no pude, por qué?–
            Alguna vez –fue el único signo que dejó traslucir– algunos compañeros de trabajo lo vieron, mientras escuchaba alguna música particularmente fogosa, remedar un director de orquesta en plena tarea de conducción. Sin embargo el hecho fue algo incomprensible ("¿qué le pasa a Ovidio que agita así las manos?") y no tuvo ulterioridades, más allá de reafirmar su condición de raro.
            Comenzó a pasar todas las tardes por el lugar donde estaba Adela pidiendo en su silla de ruedas. Y comenzó también a pensar en ella de un modo desconocido antes en él. Llegó, incluso –todo lo cual era una novedad inédita en Ovidio– a comprarle flores. Aunque nunca se atrevió a llevárselas.
            Luego de algunos días de encuentros, que en general daban como resultado una cena compartida en cualquiera de esos pobres comedores populares del centro, y con cualquier excusa, le pidió su número de documento.
            –¿Y para qué quieres saber eso?", fue la espontánea respuesta de Adela–.
            –Bueno, digamos que.... para hacer un trámite–.
            –¿Qué trámite?–
            –Es que... es muy difícil de explicar. Es una sorpresa que quiero darte–.
            –Entonces, ¿yo tendría que hacer como que no sé nada?–
            –Exactamente–.
            –¿Pero qué te traes entre manos?–
            Inmediatamente Ovidio pensó, sin decir palabra, en su mano tullida. –¡Qué voy a traerme, si no puedo usarla!– Una mueca de dolor le llenó la cara.
            –¿Qué te pasa? ¿Por qué te pones así?–
            –No, nada, nada.... Pero, entonces: ¿me das tu número de documento?–
            Adela optó por no preguntar más, intuyendo que eso podía ser el inicio de una pelea. Y claramente, no quería eso. Sin mayor emoción, repitió su número de identificación.
            Un miércoles por la mañana llamaron por teléfono a Ovidio a su oficina. Cosa rarísima, porque jamás nadie lo llamaba. Era de la compañía de seguros; la voz al otro lado de la línea era segura, más bien enérgica.
            –Usted disculpe la molestia, don Ovidio, pero queríamos confirmarlo: ¿está seguro que lo desea por esa cantidad? ¿Usted está consciente de lo que va a tener que pagar mensualmente?–
            –Sí, ¿por qué me lo pregunta?–
            –Es que.... es una cantidad bastante alta, sabe. Y su ingreso no es precisamente muy, muy.... digamos muy adecuado para esa prima–.
            –¿Entonces no es posible?–
            –No, no. No quiero decir eso, don Ovidio. Solamente queríamos ver si usted está seguro de lo que está haciendo, ¿me entiende?–.
            Ovidio se sintió indignado. Casi le gritó a su interlocutor.
            –¡Y cómo se le ocurre preguntarme eso! ¡Claro que estoy seguro! ¡Seguro como nunca lo había estado en mi vida!–
            Al igual que con las flores, tampoco la edición de Las Cuatro Estaciones (compró la versión más cara, una alemana) llegó a manos de Adela.
            –¿Qué pensará de mi mano inválida? ¿Creería si le dijera que iba a ser director de orquesta sinfónica? ¡No!, mejor ni mencionarlo. Quizá ni sepa qué significa eso; y además podría romper el hechizo. Que las cosas vayan adelante, veremos cómo sigue todo–.
            No perdió sus rasgos distintivos: siguió siendo tan meticuloso como siempre, ordenado, puntual. Nadie advirtió que ahora había comenzado a beber. Era poco, casi insignificante: alguna copa de pizco por allí. De todos modos, para él eso constituía un cambio sustancial, y no dejaba de sentirse secretamente orgulloso. Nunca antes lo había hecho. Eran muchos cambios juntos.
            Los encuentros siguieron sucediéndose. No hablaban gran cosa; habitualmente cenaban juntos, mirándose, sonriéndose. En algún momento Ovidio se preguntó cómo sería hacer el amor con una mujer discapacitada.
            –¿Podrá? Si se lo propongo ¿se enojará? Aunque realmente no es eso lo que me interesa, ¡no! ..... ¿Qué elegiría si me preguntaran ahora, así, repentinamente, qué cosa me interesa? No lo sé. Dirigir la Filarmónica de Viena, comprarme ese camioncito y dedicarme a golpear cabrones mal parqueados, morirme…. Quizá ser famoso; o mejor: no ser tan estúpido. ¿Pero y a quién se le ocurriría concederme ese deseo? ¿A mi hada madrina?–
            Un jueves, gris y con llovizna, Ovidio pasó como siempre por la consabida esquina, pero Adela no estaba. Se le ocurrió preguntar a algún mendigo si sabía algo acerca de ella. Nadie le dio una respuesta convincente, por lo que, sin pensarlo mucho, presuroso fue para el cuarto de ella. Tampoco allí le supieron indicar nada. Preocupado, se sintió sin saber qué hacer.
            –¿Adónde ir ahora? ¡Por Dios! ¡Miren si se muere antes!–
            Afligido, desconsolado, se sintió perdido ante la desagradable novedad: Adela no estaba, y tal vez no la volvería a ver.
            –¡¿Pero por qué?! Una vez que me empezaba a sentir bien... Estoy condenado a que todo me salga mal, ¡todo! Para todo soy un fracaso. Como indio, como cholo, soy un traidor: Chumpitaz, puro serrano, y fascinado por los latinazgos y los salones de rubiecitos. Como director de orquesta: un manco. Me paso el día pensando estupideces que después nunca me atrevo a hacer. Y ahora que había encontrado alguien por quien vivir, o por quien morir y servir para algo de una buena vez, ahora desaparece Adela..... ¿Por qué?–
            En estas reflexiones estaba Ovidio en la puerta de aquel cuartucho, con ojos rojizos de las lágrimas que no podía evitar, cuando apareció la hermana de Adela. Venía a buscar algo con bastante urgencia, una ropa olvidada.
            –Laura, buen día. Usted perdone que ande por acá, pero estoy preocupadísimo. ¿Qué fue de Adela?–
            –Ah, ¿no lo sabía? Está internada–.
            –¿Qué pasó?–
            –Hoy al mediodía se descom... descom.... bueno, cómo se diga: se puso mala, pues. Y la tuvieron que internar. Está en el Hospital General–.
            –¿Y qué han dicho?–
            –Pues... que la situación está delicada. Y si no se consigue ese riñón con urgencia, no hay nada que hacer–. 
            Inmediatamente cruzó por la cabeza de Ovidio, a su pesar incluso, un pasaje del Sanctus del Réquiem de Berlioz (Gran Misa de los Muertos), obra que había estudiado muy a profundidad en algún momento.
            –Hosanna in excelsis. Pleni sunt coeli et terra gloria tua. Hosanna in excelsis–.
            Majestuoso, monumental: ocho pares de timbales, cuatro grupos de bronces, coro de sesenta voces y gran orquesta sinfónica. Adela, o más aún, la situación que Adela representaba para Ovidio, imponían esa música. No dejaron de asomársele algunas lágrimas, que Laura vio claramente, y tomó como pertinentes al momento.
            En realidad a Ovidio lo emocionaba el Sanctus, su majestuosidad, su colosal arquitectura. Se cuidó de no agitar los brazos dejándose llevar por su primer impulso, como le sucedía tantas veces.
            –¿Y ya consiguió algún donante?–, preguntó con rostro circunspecto.
            –No. Es muy difícil eso. Siempre que aparece alguno, piden cobrar. ¿Y de dónde vamos a sacar tanto nosotros? Lo que tenemos ahorrado son centavitos–.
            –Entiendo–.
            Laura entró presurosa en la habitación, preparó unas ropas dentro de un bolsón, y salió de prisa.
            –¿Quiere acompañarme al hospital? Adela está en cuidados intensivos y dudo que pueda verla. Pero de todos modos podría ser bueno para ella, ¿no cree?–
            –Claro.... pero no puedo ir ahora. Más tarde voy a llegar–. De pronto quedó mudo; quería seguir hablando, pero no podía. Laura se percató de la situación, y quiso decir cualquier cosa para salir del paso. Sin embargo, haciendo un esfuerzo sobrehumano, Ovidio continuó:
            –Voy a ver si yo consigo ese riñón–.
            Las cosas no estaban saliendo como él había pensado; por supuesto que ya había establecido proporcionárselo. Pero las circunstancias que había concebido eran distintas. Ahora todo se precipitaba, se complicaba. –¿De dónde sacar un riñón en este momento?– Le parecía digno de película fantasiosa.
            –¡Hasta esto me sale mal! ¡Ni siquiera me puedo morir como yo quiero!–
            Bajó las desgastadas escaleras de la casona, ahora humilde pensión, junto a Laura. Ya en la acera buscó dejarla lo más rápido posible. Con cualquier excusa emprendió el camino contrario al que ella debía tomar. Un poco desesperado, de pronto comenzó a cambiar la actitud.
            –Bueno, aunque las cosas vengan difíciles, esto es una prueba, la más importante prueba que me pudiera haber imaginado. Lástima que es ya casi de noche. Pero de alguna manera me las tengo que arreglar–.
            Y siguió caminando mientras tarareaba la Obertura de Mendelssohn "La Caverna de Fingal", misteriosa, lúgubre, y al mismo tiempo de fuerza arrolladora, con trompetas en forte, sempre crescendo e con moltissima maestosità. Ahora todo era así: tétrico, trágico (–in do minore, patetico e sostenuto–).
            –La vida es tétrica. Mi vida es tétrica.... Bueno, al menos no soy un hombre común. Aunque nadie se entere de todo lo que tengo dentro, aunque sea el estúpido que guarda los papeles y lápices que olvidan los otros, el cholo que jamás dice una palabra, aunque así me vean, ahora todos se van a quedar con la boca abierta. Si no pude asombrarlos dirigiendo una orquesta, ahora se van a asombrar de Ovidio, ahora van a ver que no era un hombre común–.
            Difícil decir qué sentía en esos momentos Ovidio: una mezcla, una combinación rara de sentimientos. Ya se había olvidado de Adela – quizá nunca se había enterado quién era ella realmente; era el valor simbólico encarnado en ella lo que lo había atrapado.
            Caminó veloz por la noche; ya iba quedando poca gente por la calle. Marchaba sin saber dónde iba, mientras pensaba qué hacer. En realidad ya lo tenía decidido desde hacía bastante tiempo – quizá desde el momento en que la conoció. Pero ahora las cosas imponían otro ritmo; ahora había que resolver detalles prácticos no pensados antes.
            –Nunca nada sale como uno quiere; se me va la vida peleando contra las circunstancias, siempre problemas, siempre.... Las diez de la noche; bueno. Vamos a ver si por lo menos esta vez le gano a la vida–.
            Llamó un taxi que pasaba; una vez arriba del vehículo no se decidía a cambiar de auto. Casualmente abordó el que podría ser el más viejo y destartalado de toda Lima: un modelo '80, ruidoso, medio desarmado, que apenas avanzaba, lento y pesado, por las ya silenciosas calles. –¡Lo que me faltaba!–
            Se hizo llevar hasta la Estación Terminal de Buses; allí, pensó, hay negocios abiertos a toda hora. Compró papel de carta en la única fotocopiadora que encontró. El mensaje que dejó no era muy largo; apenas una carilla. Llamaba la atención su dedicatoria: "a Santa Cecilia". Algún compañero de la oficina luego encontró un principio de explicación: –¿no es la santa patrona de la música?–
            En la carta estaban explicados los pasos a dar: la beneficiaria del seguro era Adela, de quien figuraban todos sus datos, incluido el número de documento, que se había terminado por memorizar. Lo que recibiría era una suma realmente alta: trescientos mil dólares. Eso alcanzaba para comprar varios riñones. Estaba redactada de tal forma que no se podía deducir si se había hecho unos minutos antes del accidente, o varios meses atrás. Se indicaba también que en su casa se encontrarían todos los papeles debidamente acomodados para presentar a la compañía de seguros.
            En la oficina de alquiler de carros de la Estación de Buses rentó uno, el más económico. Sorprendentemente se encontró que ese trámite, que había adivinado el más complicado, no le costó ningún trabajo. En cuestión de minutos se vio tras el volante de un Volkswagen, limpito, bien lustrado y con olor a menta (lo que le desagradó; no esperaba ninguna fragancia).
            Un niño lustrabotas –casualmente también llamado Ovidio– contó a la policía que antes de salir con el carro, Ovidio (Ovidio Chumpitaz, el manco) se hizo lustrar los zapatos.
            –Que queden bien lustraditos, ¿sabes? Tengo una fiesta muy importante–.
            Para la ocasión, ninguna otra obra podría rubricar el éxito monumental de un hombre común como la "Obertura 1812" de Tchaikovsky. Cuando arrancó el carro, lo único que vino a su imaginación fueron los compases de la coda final (se la sabía de memoria), y los fue silbando todo el camino: espectacular, única, definitivamente la obra musical con el final más titánico que se haya escrito jamás, fabulosamente gigantesca, colosalmente apoteósica, 120 músicos en escena, triple juego de timbales con cuerdas y muchos bronces en un tutti fortissimo molto vivace ensordecedor, con salva de cañones reales y campanadas de iglesia. Cuando apretó a fondo el acelerador pensó en la delirante ovación de aplausos que seguiría al final.  



viernes, 22 de febrero de 2019

HISTORIA DEL PROFESOR Y ELLA





Él era muy discreto. Muy buen profesor, sin dudas, pero sumamente reservado para su vida íntima. Bueno para hablar delante de un auditorio numeroso, temblaba cuando debía hablar frente a frente con alguien. Nadie sabía nada de él, más allá de su crónica soltería.

De ella, menos aún se sabía. Todo fue tan repentino que nadie llegó a conocerla en profundidad. Ya no digamos “en profundidad”; ni siquiera pudimos empezar a conocerla. Fue apenas saber de su existencia, cuando ya las cosas estaban consumadas. Que yo recuerde, fue la relación más rápida que haya visto. En realidad, fue fulgurante, veloz como un rayo. Y así como vino, con similar velocidad se fue.

Al principio, cuando nadie lo sabía, cuando el profesor aún no se había atrevido a hacerlo público, nadie podía tener la más mínima sospecha, porque no había absolutamente nada que lo permitiera inferir. Incluso después, cuando la situación se difundió ampliamente y nadie dejó de saberlo, el profesor siguió manteniendo la misma circunspección, la misma discreción. Jamás hablaba de ella.

Fue ella, en todo caso, y ya cuando la cosa estaba en boca de todos, que se dejó ver un poco más. Pero hay que decir que también ella, en términos generales, fue muy discreta. Sólo nosotros, que lo sabíamos y estábamos sensibilizados con la situación, pudimos ver algunos pequeños detalles. Quien no sabía nada del asunto, jamás lo hubiera sospechado. Es más: mi hermano, que para esos días estuvo de visita por aquí –él vive fuera de la ciudad– cuando conoció al profesor ni siquiera se le cruzó por la cabeza que existiera relación.

Eso fue bueno para el profesor, por supuesto. La relación misma tenía sus bemoles. Y si a eso le sumamos los inconvenientes que se originan cuando estas cosas toman estado público, me alegro de que todo se haya manejado con tanta discreción. La gente suele ser mala y entrometida en estos casos; todos comentan, todos opinan…, y nadie hace nada en concreto.

Soltero como era, casi sin familia ni amigos, un sobrino que tuvo que regresar a las carreras desde el extranjero fue el único que supo en detalles cómo ocurrieron en efecto las cosas. Fuera de él, y de un par de allegados íntimos, como mi caso, casi nadie supo nunca nada. Una vez que estuvo consumado todo, por supuesto, no se pudo seguir ocultando la situación. Llegados a un punto, esas cosas ya no se pueden disimular más.

Y les voy a decir algo más aún: pese a la intimidad que yo guardaba con el profesor desde muchos años atrás, pese a esa enorme confianza que él depositaba en mí, sólo en un par de ocasiones, y apenas de pasada, pude saber de su presencia, la pude ver con mis propios ojos. Él, lo repetimos, era muy pero muy reservado. Supongo que habrá sido por eso por lo que nunca  me confiaba nada, no me hablaba de ella, hacía como que no existía…

¡Pero existía! Y vaya si existía… Aunque también ella era preferentemente silenciosa, se sabía hacer sentir. De hecho, tenía infinitas formas de estar presente en la vida de él. Al principio no tanto, conforme fue pasando el tiempo más, su presencia fue creciendo en el profesor hasta, prácticamente, ser más importante que él mismo. Quiero decir: llegó un momento en que ambos estaban tan indisolublemente fusionados que ya no se podía distinguir quién era uno y el otro.

Sin dudas que eso era terrible. A mí, de sólo pensarlo, se me eriza la piel. Pero para el profesor, según me confesara alguna vez, eso le permitió entender muchas cosas de su vida, hacer un balance de todo lo que había hecho en años anteriores, y todo lo que dejaba como asignaturas pendientes.

Si bien todo fue muy doloroso, al profesor no parecía conmoverlo tanto. Realmente lo supo sobrellevar con entereza. Recuerdo que una vez que lo visité, unos pocos días antes del desenlace, él incluso estaba de buen humor, y hasta me dio algunas referencias de la histórica partida entre Capablanca y Alekhine de 1927, que siempre solía estudiar, aficionado al ajedrez como era. Quizá era un alarde de energía que quería demostrar, delante a ella, delante a mí que lo escuchaba, delante al mundo. Él sabía perfectamente que no había mucho por hacer, que aquello era imposible. Pero nunca quiso dar el brazo a torcer. Hasta el último momento pensó que lo podría superar….

Aunque un fulminante cáncer de cerebro a los 50 años lo terminó matando en cosa de dos meses, él pensaba que podía vencer a la enfermedad. Pero esa enfermedad no da escapatoria. Murió un jueves que nevaba mucho...



jueves, 21 de febrero de 2019

viernes, 15 de febrero de 2019

¿BOTELLA O COSA MALIGNA?




La verdad absoluta no existe. La verdad es siempre relativa, una construcción. Por tanto, las verdades son siempre históricas, cambiantes, en dependencia del contexto.



miércoles, 13 de febrero de 2019

LOS ÁRBOLES NO NOS DEJAN VER EL BOSQUE




En Brasil se produjo gran revuelo por el ESCOTE de esta diputada el día de su toma de posesión del cargo. Los comentarios, en todo sentido, fueron interminables. Pero nada se dijo de su mano derecha alzada, que hace recordar el saludo nazi. ¿Tanto embelesa o repugna un escote? ¿Y qué hay de lo otro?


¿LOS ÁRBOLES NO NOS DEJAN VER EL BOSQUE?



martes, 12 de febrero de 2019

PSICOLOGÍA: UNA DIFICULTOSA PREGUNTA ABIERTA




Material aparecido en la Revista Psicólogos de Guatemala, N° 23, julio/diciembre 2018


Resumen: La Psicología sigue siendo una ciencia en construcción, problemática, algo difusa. Ello se da a nivel mundial, y por cierto, se repite en Guatemala. Aquí asistimos a una proliferación llamativamente amplia de saberes y prácticas, sin mayor -o sin ningún- hilo conductor. Lo que destaca es que prima el conocimiento empírico ante la teoría. Los prejuicios, por tanto, están a la orden del día. Entre otros, pueden indicarse: 1) habría una división entre Psicología individual y Psicología social; 2) se necesita desarrollar una Psicología latinoamericana propia, distinta a las que nos llega desde otras latitudes; 3) la Psicología social se identifica con presencia en las comunidades; 4) se entrecruzan, a punto de perder su especificidad, la Psicología social y la práctica política. El presente escrito pretende abrir el debate ante esta situación para buscar explicaciones.

__________

Situando el problema: ¿qué teoría?

La Psicología continúa siendo una ciencia en construcción. En tal sentido, definitivamente es problemática. Más aún: quizá nunca deje de serlo, abriendo continuamente complejidades, porque su mismo objeto de estudio es complejo y problemático. ¿Qué estudia la Psicología?: el por siempre problemático y complejo, casi inasible, errático y muchas veces impredecible e irracional comportamiento humano. Que, dicho de otro modo, es el estudio de un eterno malentendido, de un conflicto por siempre actuante, de una dinámica que rebasa absolutamente el instinto biológico, la voluntad y las “buenas intenciones”.

La dificultad del objeto a estudiar hace que su estudio, por eso mismo, implique todas esas dificultades. Las ciencias exactas, o incluso otras ciencias sociales, no parecieran presentar este “desconcierto”. La Psicología no termina nunca de alcanzar la mayoría de edad como ciencia.

“No hay nada más práctico que una buena teoría”, frase atribuida a Einstein. Totalmente cierto; ninguna práctica es ciega. Siempre está regida por un punto de vista, aunque el mismo no sea explícito. La cosmovisión nos trasciende, nos constituye. Esa es, en definitiva, la misión de la teoría: abrir un marco desde el que se ve el mundo. No puede haber práctica sin una teoría que la instaure, aunque la misma no sea explícita.

Cuando se habla del comportamiento humano -al igual que cuando se habla de cualquier cosa- siempre hay una teoría subyacente, un punto de vista, un marco general desde el cual se descubre el mundo. No hay observación en abstracto de “hechos objetivos”. Los supuestos “hechos” -para el caso, el comportamiento humano- son abordados desde una posición forzosamente “pre-juiciosa”, en tanto “juicios previos”, visiones ya coaguladas del mundo. Ahí es donde debe aparecer el saber científico, como ruptura epistemológica, como salto crítico respecto al saber cotidiano ya constituido, que siempre está allí previamente, constituyéndonos, aunque no lo sepamos.

En la Psicología, como intento científico, conviven teorías elaboradas académicamente con saberes que provienen del sentido común. Pero en realidad asistimos más a esto último, explicaciones desde la observación empírica, que a construcción crítica. En todo caso, se está ante una mezcla conceptual difusa, donde la apelación a la “buena voluntad” y a la conciencia tiene tanta importancia como la descripción no problematizante de “hechos”. En otros términos: el sentido común -que es siempre una construcción profundamente ideológica, por tanto acrítica- se impone.

Es por todo lo anterior que la Psicología continúa siendo un campo vago, por no decir confuso, donde se entrecruzan las más antitéticas formulaciones, dando lugar a un abanico de prácticas verdaderamente llamativo. Pueden ofrecerse como acciones psicológicas tanto un test de inteligencia como una dinámica rompehielos, una entrevista con polígrafo para selección de personal como la preparación para el combate de un soldado, una masiva campaña mercadológica como la consejería matrimonial, por mencionar solo algunos de los posibles campos de intervención. No hay dudas que ahí entra de todo un poco; y eso es lo llamativo justamente: se está ante una ciencia que nunca termina de definirse claramente, que permite las actuaciones más diversas, que abre la puerta a todo tipo de acciones, todo lo cual obliga a profundizar sobre la seriedad epistemológica en juego.

Tan variada profusión de escuelas, orientaciones, prácticas y matices genera preguntas o, si se prefiere: dudas. Es evidente que la ciencia en cuestión abre interrogantes: ¿por qué sucede esto en el campo psicológico y no sucede lo mismo con otros saberes? ¿Cuál es el mandato social de un psicólogo profesional? ¿Por qué quienes ostentan un título universitario de esta especialidad pueden hacer cosas tan variadas, o incluso antitéticas, dispares, enfrentadas a veces? ¿Psicología para la liberación o para el mantenimiento del statu quo? ¿Psicología para el fomento del consumo acrítico o para poner en marcha la más severa posición crítica?

Esta cierta dispersión / ambigüedad que se da en la Psicología aparece en distintos países; en Guatemala, naturalmente, se repite. O, incluso, se potencia.

¿Qué teoría sustenta el trabajo psicológico en nuestro país? Como dijo una estudiante en alguna oportunidad: “Lo que se pueda; lo que una se fume”. Desde ya, la expresión puntual y circunscripta de una persona no es sino eso: un punto de vista personal, único. Pero para el caso, y en función de lo que se quiere problematizar en este texto, ello puede ser sintomático de una situación generalizada: en el ejercicio de la Psicología vale todo (aromaterapia, consejos, hipnosis, militancia política entremezclada con trabajos grupales, manejo de personal, motivación de grupos, etc., etc.), lo cual invita a cuestionarse sobre la rigurosidad científica en juego.

Una vez más, entonces: ¿en qué teoría se sustenta el trabajo que hacen los psicólogos? La dispersión, en sí misma, no es la nota preocupante. Lo es, sí, el observar que tras tanta proliferación de acciones puede faltar una teoría justamente. Es decir: se acciona, pero quizá más desde el sentido común (desde el discurso ideológico) que desde articuladores conceptuales realmente científicos.

Cuestionando prejuicios

Todo el ámbito de la Psicología se mueve, en muy buena medida, en el espacio de prejuicios. Sin dudas, los mismos arrancan desde la noción primaria misma que acompaña este saber / hacer: es una actividad que, en términos muy generales, se relaciona con el “comportamiento”, con “lo que se hace cotidianamente”, con la “razón” que guía nuestros actos. Es por ello que el prejuicio primero toca la voluntad misma, la racionalidad, la conciencia: “yo soy dueño de mi vida”, dirá el sentido común. “Nadie es dueño en su propia casa”, retrucará Freud (1915), abriendo un campo aún hoy cuestionado, no del todo digerido. Ser dueño de uno mismo, o esa ilusión, más precisamente dicho, nos aleja de la “locura”, de la sin-razón. El “loco” es el enajenado, no dueño de sí. De ahí que “nadie quiere estar loco” (por eso la Psicología siempre tiene el matiz de mala palabra, ciencia incómoda, porque trata de lo que hacemos, de cómo lo hacemos). La Psicología no trata de “los locos”, sino de aquello por lo que nos movemos de una determinada manera en el mundo, de por qué somos como somos (y a todos aterra no ser dueños de sí mismo… ¡aunque así seamos!).

Desde ese prejuicio inaugural (la Razón al centro de la vida humana, el yo consciente y voluntario como garantía de todo -construcción aristotélico-tomista con 2,500 años de antigüedad que nos sigue definiendo-) se desprenden otros varios. Como mínimo podrían anotarse cuatro:

·         Habría una división entre Psicología individual y Psicología social
·         Se necesita desarrollar una Psicología latinoamericana propia, distinta a las que nos llega desde otras latitudes
·         La Psicología social se identifica con presencia en las comunidades
·         Se entrecruzan, a punto de perder su especificidad, la Psicología social y la práctica política.

Hablando de prejuicios (juicios previos, conocimientos a priori) vale citar una vez más a Einstein, quien sabiamente decía que “es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. La ciencia no puede manejarse prejuiciosamente, con hipótesis que no pasaron la verificación. En ese sentido queda la pregunta de por qué en Psicología asistimos a tanto mito, a tanto prejuicio (que no es, en definitiva, sino reminiscencia de un pensamiento mágico-animista). Ello remite a lo descrito más arriba en cuanto a que no hay teoría consistente o, peor aún, vale todo (“lo que una se fume”). Como se trata de des-obviar lo obvio, pues intentaremos hacerlo.

Psicología individual “versus” Psicología social

La división entre una supuesta “Psicología individual” (¿la clínica?, ¿el psicoanálisis quizá?) y una llamada Psicología social, opuestas entre sí, no existe. O, al menos, debe ser cuestionada en términos conceptuales. Si hablamos de la experiencia humana, de la singularidad psicológica de un sujeto concreto, ahí está presente por entero lo social. Para que un sujeto sea lo que es, tiene que haber medio social; fuera de eso no hay ser humano. El mito de un ser individual independiente del contexto no puede ser sino eso: mito (el caso de Tarzán, por ejemplo: un hombre criado por monos que se comporta como un flemático británico urbano. ¡Imposible!). En ese sentido toda Psicología es siempre, por fuerza, social. Somos lo que somos porque nos construimos en un entramado simbólico, porque accedemos a una cultura, porque somos parte de una cadena humana (hablamos un lenguaje, llevamos un nombre propio, sentimos vergüenza, cumplimos normas). El instinto animal no define nuestro comportamiento, marcado, antes bien, por el conflicto que por la homeostasis. En todo caso, siguiendo a Jean Laplanche, habrá que decir que “el instinto está «pervertido» por lo social” (1971).

El Otro de la cultura está indefectiblemente presente. El individuo aislado no es sino un artificio didáctico, útil, en todo caso, en la mesa de disecciones del anatomista (el Hombre de Vitruvio de Leonardo Da Vinci). La realidad humana es siempre algo infinitamente más complejo que un individuo solitario, por la sencilla razón que no existe -ni puede existir- el individuo solo, aislado. La Psicología, en tanto ciencia social, no puede prescindir de esa visión holística, esa articulación fundante porque, si no, se está haciendo disección en la mesa de anatomía. Y la Psicología no es eso (aunque erróneamente se la puede considerar así, se la haga parte de las Neurociencias).

En tal sentido, no hay Psicología que no sea social. Ahora bien: el quehacer concreto de cada trabajador psicólogo es disímil, y su práctica -eso sí- se inscribe en una perspectiva ideológica que lo puede convertir en profesional liberal autónomo, empleado de una empresa privada a la que defenderá o, quizá, trabajador crítico, con conciencia social. Dicha “preocupación social”, “política” si se prefiere, podrá instrumentalizarse en diversos ámbitos dependiendo del proyecto ideológico en que se inscriba: consulta privada “cara”, instancia pública como agente del Estado, engranaje de una gran empresa, posición pro-sistema o anti-sistémica, abriendo cuestionamientos críticos o manteniendo el estado de cosas.

Lo subversivo, si es que lo hay, la propuesta transformadora no está en la teoría psicológica de marras -si es que hay alguna clara, adoptada como guía orientadora, porque también se puede operar “desde lo que alguien se fuma”- sino en el proyecto político-ideológico que alienta a cada trabajador psicólogo. Cayendo en simplificaciones reduccionistas (¡eso son los prejuicios!) puede llegar a decirse, entonces, que la pretendida “Psicología individual” no tiene “compromiso”, mientras que la nunca claramente definida “Psicología social” sí lo tendría. Sin dudas, anida allí una falacia que es hora de dilucidar.

¿Psicología latinoamericana?

De la mano del anterior prejuicio viene otro, que pretende desarrollar una presunta Psicología de raigambre latinoamericana. La pregunta es si ello es posible y, en todo caso, cómo sería eso en términos conceptuales. ¿Qué hace, en específico, un psicólogo latinoamericanista?

Puede entenderse que allí la idea en juego es poder contar con un marco teórico referencial que ayude a dar cuenta de la realidad de nuestros países latinoamericanos, que no son iguales que los del mal llamado Primer Mundo, de cuya academia proviene el saber científico-técnico aquí consumido. Ello sería loable, por cuanto la realidad tercermundista impone análisis particulares atendiendo a sus peculiares modalidades. Pero ¿cómo es posible una ciencia “nacional” o “regional”?

Si algo tiene el saber científico es, justamente, su pretensión de universalidad; sus formulaciones tienen una validez general. Acaso el deseo, los mecanismos que producen la violencia o las adicciones, los síntomas obsesivos, la eyaculación precoz o la angustia -por nombrar algunos pocos ejemplos- ¿tienen “patria”? ¿Hay histerias latinoamericanas? ¿Son distintas a las africanas? Más aún: fenómenos colectivos complejos como la moda, los linchamientos o la adoración de un líder ¿admiten explicaciones psicológicas distintas según las latitudes? Sin dudas, los contextos histórico-sociales donde todos esos “hechos” se despliegan son diversos; la cuestión se plantea en relación a con qué teoría psicológica los leemos. Y ahí es donde se descubre el prejuicio en juego. Para leer (entender) un proceso físico-químico, la rotación de la Tierra o la extracción de plusvalía, existen conceptos de determinadas ciencias que nos permiten su abordaje (física, química, astronomía o economía política, para el caso). Ninguna de ellas -todas operativas, sin dudas- tiene identidad nacional. No hay, por ejemplo, una matemática latinoamericana o escandinava, ni una ciencia del lenguaje australiana o suiza (siendo su fundador, Ferdinad de Saussure, un suizo). ¿Por qué se pediría eso para la Psicología? ¿Qué significa exactamente una “Psicología latinoamericana”?

Puede entenderse la pretensión de tener instrumentos teóricos adecuados a la realidad concreta en que se vive. Pero eso, en sentido estricto, no puede pedírsele a los conceptos científicos que vertebran la práctica sino al proyecto político en que esos conceptos se enmarcan. Dicho de otro modo: el saber científico es válido universalmente, siendo la acción práctica que de él se desprende la que puede adecuarse a las cambiantes y multifacéticas realidades. De ahí que la pretensión de una Psicología latinoamericana no pasa de declamación con tinte político, pero sin sustento real en el campo conceptual. Si algo puede tener “perfil” latinoamericano (como proyecto alternativo a la estrategia de dominación de imperios extraterritoriales) es una iniciativa política determinada, liberadora, revolucionaria si se quiere. Pero no está claro cómo podría ser eso la Psicología. En todo caso, podría preguntarse: ¿hacia una Psicología latinoamericana o hacia un proyecto político integracionista latinoamericano, incluso revolucionario, socialista?

Psicología social = presencia en las comunidades

Un extendido prejuicio es el que une Psicología social con práctica en las comunidades. Esto deja ver una cierta debilidad conceptual respecto al campo preciso de actuación de los psicólogos. ¿Se es psicólogo social porque se trabaja en una comunidad? Asistimos allí a otra falacia que debe problematizarse: la que permite observar que, inadvertidamente, se pasa de la idea de “psicólogo comprometido” a trabajo en la comunidad. Un psicólogo en su consultorio ¿acaso no es político?

La Psicología social, según definición, es aquella que se ocupa de los fenómenos colectivos, masivos. Por ejemplo: la moda, la publicidad, las dinámicas comunitarias. Debe quedar claro que eso no necesariamente comporta un posicionamiento político de izquierda, alternativo, contestatario para con el sistema. En ese sentido, quienes más han desarrollado esas técnicas de manejo de poblaciones (lo cual abre la pregunta sobre si eso es efectivamente un saber científico o una mera tecnología de manipulación) son los que también se llaman psicólogos sociales, y defienden a muerte la organicidad del sistema, la empresa privada, la llamada gobernabilidad. “¿Se puede hacer Psicología social en una colonia lujosa?”, se le preguntó a una estudiante; “¡por supuesto que no!” fue la tajante respuesta. Ante lo cual debe reflexionarse si el hecho de ser “social” está dado por su ubicación geográfica, por el entorno físico donde se desenvuelve, por su contenido o por el efecto que logra. ¿Psicólogo social es el que va al barrio humilde entonces?

Menudo problema o… menudo prejuicio con el que nos encontramos. Debería decirse, sin lugar a dudas, que es social por el impacto logrado, pues trabaja sobre colectivos, sobre grandes multitudes incluso, obteniendo resultados palpables con esos grupos, con esas masas. Pero quienes obtienen esos resultados son, antes bien, las técnicas de manipulación, la Psicología de la publicidad, de la propaganda política, los hacedores de imagen, los vendedores de fantasías mediáticas. Esos abordajes sociales tienen un indudable poder de convicción, logran efectos sociales. ¿Esa es la Psicología social que buscamos? Ante ello cabe preguntarse si es posible otra forma de hacer Psicología social. Y así puede llegarse a la confusión / prejuicio mencionado: el carácter “social” de la práctica estaría dado por un posicionamiento ideológico de opción por los sectores vulnerables, excluidos, golpeados. Es decir: aquellos que no se encontrarán en las “colonias lujosas”. Por tanto, Psicología social es un proyecto de trabajo con los más desposeídos. Y eso implicaría, casi forzosamente, llegar donde están esas poblaciones; es decir: las comunidades populares (urbanas y rurales).

La idea en juego, entonces, une Psicología social con trabajo en lugares postergados. ¿Para ser psicólogo social hay que ir a las barriadas populares? Así lo manifestaba esta estudiante al menos. Y de allí, el prejuicio nos conduce casi sin solución de continuidad hacia determinados estereotipos (risibles quizá, pero instalados con fuerza): la Psicología social impone un atuendo, un “uniforme” determinado (¿sin maquillaje ni tacones las mujeres, barbados y con morral los varones?), una “actitud de vida”.

Pero, ¿puede realmente una ciencia necesitar de esos dispositivos “anecdóticos” para afianzarse? Evidentemente algo anda mal si es preciso apelar a esas elucubraciones para mantener un estatus académico, un lugar en el mundo de los saberes. La confusión se plantea en tanto hay en juego, necesariamente, un posicionamiento ideológico: ¿de qué se habla cuando se nombra “lo social”? Para algunos se trata de mantener las cosas como están, y ahí la Psicología se puede transformar en una herramienta para la dominación, en un instrumento al servicio de los poderes constituidos. Eso lleva, sin solución de continuidad, a la manipulación social, a la publicidad, a las técnicas de control social. De ese modo, un ideólogo representante de estas posiciones (el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky) puede afirmar sin reservas que:
El rumbo lo marca la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caen fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotan de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón (1968).

Por otro lado, y en contraposición, tenemos una Psicología de la Liberación, una Psicología que sirve para romper ataduras. ¿Quién sojuzga o libera: la Psicología o el proyecto político-ideológico que la contiene?

¿Psicología social o práctica política?

Las poblaciones -o más correctamente habría que decir: las clases subalternas, los desposeídos- no tienen mayor poder (o no tienen ninguno, aunque se les quiera hacer creer que con el voto de las democracias representativas lo ejercen). La historia de la humanidad, al menos desde que existe propiedad privada, es la historia de clases dominantes enfrentadas a clases dominadas, sojuzgándolas (el Estado es el mecanismo de dominación ad hoc). Si se trata de cambiar esa relación injusta, se está ante una profunda alteración en la forma en que se accede a la riqueza y en que se distribuye socialmente el poder. Ese cambio es, lisa y llanamente, una revolución.

Ahora bien: si es cierto que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases y del reemplazo de una por otra a través de los siglos por medio de profundas transformaciones políticas, la pregunta se dirige hacia qué papel puede -¿o debe?- jugar la Psicología en esa dinámica. ¿Está al servicio del mantenimiento de la situación dada (posición conservadora), o de su transformación (posición revolucionaria)? O más aún: ¿es la Psicología la que debe contribuir al cambio social, o eso es una práctica política? El marxismo, en todo caso, con toda la energía se propone como la orientación teórica para darle forma a ese cambio, que en realidad vehiculiza la clase trabajadora (obreros industriales urbanos, proletariado campesino, amas de casa, trabajadores varios): “No se trata de reformar la propiedad privada [de los medios de producción], sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva”, formulará Marx (1848). La pregunta -o el problema- se plantea en torno a cómo puede la ciencia psicológica contribuir a ese cambio.

Anida allí una cierta confusión: la práctica política transformadora (revolucionaria) implica determinadas acciones y tareas, diversas según la ocasión, y que la historia demuestra no están definidas según un manual de operaciones, según protocolos estandarizados universalmente. Han servido -y seguramente seguirán sirviendo- en esa tarea político-transformadora tanto la organización barrial como la lucha sindical, el movimiento campesino como la acción armada, el trabajo propagandístico clandestino como la eventual participación en comicios dentro de los marcos de la democracia representativa. Todo eso es contribuir a “empoderar” (para usar un término “de moda”) a los “desempoderados”, a organizarse como clase revolucionaria, a tener claro un proyecto político de mediano y largo plazo para desplazar a la clase dominante construyendo un nuevo Estado revolucionario y popular. Esos procesos ya se dieron en varias ocasiones a lo largo del siglo XX (nos eximimos de analizarlos aquí, porque eso implicaría otro tipo de desarrollos).

La Psicología, entendida en esa vertiente de “comprometida”, puede intentar estar al lado de los sectores desfavorecidos, excluidos, los pobres y humildes. Pero eso, ¿es una especificidad de intervención científica, o una práctica política? El actuar de un psicólogo profesional como militante político (comprometido con la revolución, si se quiere decir así incluso), no queda claro desde qué recorte teórico psicológico se hará. Si organiza su gremio (la corporación de psicólogos), o se plantea incidir políticamente en el campo de la salud (sobre las políticas públicas sanitarias, por ejemplo), lo hace en tanto sujeto político, en tanto militante, en tanto ciudadano que participa. Pero eso no es Psicología, en sentido estricto. Para decirlo de un modo provocativo: un psicólogo que se dedica a hacer clínica “individual”, ¿no puede también ser un militante político e incidir revolucionariamente? La transformación política buscada, ¿se hace desde referentes teórico-conceptuales de la Psicología, o quizá el marxismo resulta más útil como guía para esa acción?

Es por todo ello que se superponen -quizá no quedando claro los respectivos campos- la praxis política con el ejercicio de una ciencia, lo cual puede llevar -o decididamente lleva- a equívocos.

A modo de conclusión

Sin dudas la Psicología, por el mismo campo problemático donde se mueve, no puede dejar de estar sujeta a contradicciones, a conflictos, a opacidades. Hablar de lo humano es hablar de algo problemático, donde la Razón o la Voluntad no son garantía de nada (somos el único animal que miente, que se maneja por normas). Como toda ciencia social, igualmente, está hondamente comprometida con planteamientos ideológicos, mucho más que las llamadas “ciencias duras”, pretendidamente objetivas, donde la exigencia de neutralidad tiene más posibilidades de cumplirse.

De todos modos, en Guatemala ese abanico de confusiones se presenta particularmente amplio, atravesado por prejuicios que más parecieran tener que ver con discusiones ideológicas que con conceptos de orden científico, con debates epistemológicos. Seguramente la historia de la sociedad guatemalteca, plagada de choques violentos en el más amplio sentido de la palabra, historia escrita a sangre y fuego sin términos medios, propicia también un modo de entender la Psicología en esa lógica de los enfrentamientos. Los prejuicios parecieran imponerse a la mirada crítica.

Quizá, en ánimos de esclarecer un poco esa situación donde pesan más los prejuicios y mitos ideológicos que las precisiones conceptuales, el presente escrito puede ser un aporte a la discusión, a un debate aún pendiente, que consideramos tan urgente como necesario.

______________________

Referencias

Brzezinsky, Z. (1968). The Technotronic Society. En Encounter, Vol. XXX, N°. 1.

Freud, S. (1915). Obras completas. Lecciones de introducción al psicoanálisis. Tomo II. Madrid: Ediciones nuevo mundo.

Laplanche, J. (1970). Vida y muerte en psicoanálisis. Buenos Aires: Amorrortu Editores.

Marx, K. (1848). Obras completas. Discurso en la Liga de los Comunistas. Tomo IV. Buenos Aires: Ediciones Cartago.

Referencias complementarias

Braunstein, N. (1980). Psiquiatría, teoría del sujeto, psicoanálisis. Hacia Lacan. México D.F.: Siglo XXI.

Freud, S. (1974). Obras completas. El malestar en la cultura. Tomo III. Madrid: Ediciones nuevo mundo.

–––––– (1974). Obras completas. El porvenir de una ilusión. Tomo III. Madrid: Ediciones nuevo mundo.

Heidegger, M. (2009) La pregunta por la cosa. Madrid: Palamedes Editorial.

Liga Guatemalteca de Higiene Mental -LGHM-. (2018). Revista de Psicología Social. Año 1, Número 1. Guatemala: LGHM.

Mannoni, M. (1991). El psiquiatra, su “loco” y el psicoanálisis. Buenos Aires: Siglo XXI.

Martín-Baró, I. (1990). Acción e ideología. Psicología Social desde Centroamérica. San Salvador: UCA Editores.

Pérez-Sales, P., Navarro, S. (2007). Resistencias contra el olvido. Trabajo psicosocial en proceso de exhumaciones. Barcelona: Gedisa.

Sandín, B. (2013). DSM-5: ¿Cambio de paradigma en la clasificación de los trastornos mentales? Recuperado de: http://revistas.uned.es/index.php/RPPC/article/view/12925/11972