lunes, 31 de mayo de 2021

LA CORRUPCIÓN NO ES EL VERDADERO PROBLEMA

SE LA VE COMO “LO PEOR”, MIENTRAS SE INVISIBILIZA LA EXPLOTACIÓN

 

Si nos quedamos con eso, que la corrupción es la causa de todos los males, no se toca la estructura de fondo: ¡la explotación de una clase sobre la otra!

 

Se nos ha “normalizado” la explotación, a punto que se nos quiere hacer creer que nuestras penurias se deben a algún político corrupto que se roba parte del presupuesto. Quedan así aceptadas como normales las relaciones de explotación. Ahora, ni siquiera nos llaman “trabajadores” sino “¡colaboradores!”.

 

Ejemplo: en el 2015, cuando en Guatemala se dispararon las denuncias contra la corrupción del gobierno de Pérez Molina, se supo que su hijo, Otto Pérez Leal, en ese entonces alcalde de Mixco, andaba en un vehículo Ferrari. Alguien, honestamente ofendido por esa demostración de ostentación, dijo con naturalidad: “¿Qué se cree? ¿Que es el hijo de un jeque árabe?”

 

Para un parásito monarca del mundo árabe, dueño de pozos petrolíferos, es “natural” que se mueva en automóviles de lujo. Eso no se cuestiona. Pero ¿dónde está el verdadero problema? ¿Por qué un rey tendría “normalmente” más derechos que un plebeyo? O, ¿por qué un terrateniente, un industrial, un banquero? Todo ese grupo, distinto al político corrupto que ya de viejo ostenta su Ferrari comprado con el dinero que se robó, ¡¡¡toda la vida anduvo en vehículos de lujo!!! Y eso no se cuestiona. ¿No es hora de dejar de centrarnos en la corrupción para ver la verdadera causa del problema?

 

EL PROBLEMA DE FONDO NO ES LA CORRUPCIÓN: ¡ES ELSISTEMA CAPITALISTA!




sábado, 29 de mayo de 2021

¿AMAR O RESPETAR?

Las relaciones entre los seres humanos no siempre son precisamente armónicas; la concordia y la solidaridad son una posibilidad, tanto como la lucha, el conflicto, la competencia. La dieciochesca pretensión iluminista de igualdad y fraternidad no es sino eso: aspiración. La realidad humana está marcada, ante todo, por el conflicto. Nos amamos y somos solidarios… a veces; pero también nos odiamos y chocamos. ¿Por qué la guerra, si no fuera así? ¿Por qué cada dos minutos muere en el mundo una persona por un disparo de arma de fuego? Poner el amor como insignia máxima de las relaciones humanas no deja de tener algo de quimérico (¿inocente quizá?): ¿acaso estamos obligados, o más aún, acaso es posible amarnos todos por igual, poner la otra mejilla luego de abofeteada la primera? Nadie está “obligado” a amar al prójimo; pero sí, en todo caso -eso es la obra civilizatoria- a respetarlo.



 

viernes, 28 de mayo de 2021

NO SOMOS NOSOTROS, CONSUMIDORES, LOS RESPONSABLES DE LA CATÁSTROFE MEDIOAMIENTAL

SI NOS OBLIGAN A CONSUMIR, ¿QUIÉN ES QUE LO HACE?

https://www.nytimes.com/es/2021/05/19/espanol/plastico-un-solo-uso.html

Según el informe, la mitad del plástico de un solo uso del mundo es fabricado por 20 grandes empresas. Dos empresas estadounidenses, Exxon Mobil y Dow, encabezan el grupo, seguidas por Sinopec, un gigante petroquímico de propiedad china, e Indorama Ventures, con sede en Bangkok. (…) [¿Quién financia esto?] Algunos de los nombres más conocidos de las finanzas, incluidas las empresas que controlan los fondos de inversión y las cuentas de ahorro para la jubilación, como Vanguard y BlackRock, según el análisis. Y los mayores bancos del mundo, como Barclays y JPMorgan Chase, financian la producción.”

Michael Corkery



jueves, 27 de mayo de 2021

TELEFONÍA CELULAR Y REDES SOCIALES: ¿VICIO, PROBLEMA, APORTE?

https://www.youtube.com/watch?v=ndQvo2X-do0

 

Hace algunos años, digamos una década y media atrás, se perfilaban ya los teléfonos celulares como un elemento que había llegado para cambiar la cotidianeidad de gran parte de la humanidad. Hoy, 2021, con el agregado de una pandemia que obligó a confinamientos y cuarentenas a nivel planetario, la cultura del uso de esos aparatos se disparó en forma absolutamente exponencial. En este momento, la era digital -de la que su nave insignia es la telefonía móvil- parece ya plenamente instalada y con miras a perpetuarse. El mundo, cada vez más en forma creciente, hace uso de lo virtual (“Virtual: Que tiene existencia aparente y no real”, según el Diccionario de la Lengua Española).

 

Sin que se haya buscado directamente, la pandemia de COVID-19 obligó a un uso sostenido de lo digital. Trabajo, estudio, comercio, actividades sociales y un complejo etcétera fueron cambiando en su modalidad. Lo presencial, no en todos los casos, pero sí en muy numerosos, fue cediendo su lugar a esto que ahora se popularizó y llamamos “virtualidad”. Es decir: se hace todo a través de una pantalla.

 

Lo real supera a lo virtual”, se ha dicho. Habrá que estudiar muy concienzudamente qué significa eso. ¿En qué sentido lo “supera”? Son cosas distintas, sin ningún lugar a dudas; tienen estatutos ontológicos diferentes, inciden diversamente en lo humano. De hecho, el ser humano es el único ser vivo que puede hacer uso de una realidad virtual. Y puede hacer uso de ella de muy distintas maneras: placenteramente, aterrorizándose, facilitándose la vida cotidiana. Pero para muchas personas, complicándosela. O incluso: empobreciéndola.

 

El uso de los teléfonos celulares (o móviles), ahora en su versión de “inteligentes”, donde lo primordial ya no es la comunicación oral a distancia (tal como nació con el italiano Antonio Meucci en 1854, formalmente patentado como “teléfono” por Graham Bell en 1876, a quien erróneamente se le tiene por padre de la telefonía), está revolucionando el día a día. Esos aparatos, entre otras cosas, también permiten llamadas de voz a distancia, pero lo fundamental no es eso, sino la interminable cantidad de otras funciones que logran (una computadora, sin más, con todas sus características, y además: grabadora de voz, cámara fotográfica y de video, GPS, escanear, tomar la presión, detectar metales, servir como nivel, etc.)

 

Definitivamente, desde hace algunas décadas, a nivel global, se asiste a una revolución comunicacional. Esto ha cambiado en muy buena medida la forma de relacionamiento humano. La presencialidad en muchas actividades va variando. Ahora hay formas de vida impensables décadas atrás, desde un sexo virtual a intervenciones quirúrgicas en línea, desde operaciones bursátiles en lugares remotos del planeta instantáneas a educación sin maestro de carne y hueso. Los campos de aplicación de estas nuevas tecnologías -y en consecuencia del uso de los smartphones- son enormes, interminables. Todo esto ¿trae beneficios para las grandes mayorías, o no?

 

Es ahí, entonces, donde comienza el debate: toda esta revolución cultural del uso de los teléfonos celulares, ¿es bueno o es malo? Así planteado, de esa forma maniquea, la discusión no tiene sentido. Como en todo complejo fenómeno humano, hay siempre un intrincado entrecruzamiento de variantes, de facetas, de posibilidades abiertas. Ninguna aproximación puede ser completa: la botella de un litro de capacidad conteniendo solo medio litro está, al mismo tiempo, medio llena o medio vacía, según quien la considere. Así sucede con esto de la telefonía móvil.

 

Es más que evidente que el uso continuo de estos nuevos ingenios tecnológicos ha venido a modificar nuestra cotidianeidad. Hoy por hoy dejaron de ser un lujo, y una amplísima cantidad de población dispone de algún equipo, en muchos casos, con acceso a internet. En estos momentos se considera que hay más de ocho mil millones de teléfonos en el planeta, es decir que cubren a un 103% de la población, con un promedio de 1.53 aparatos por persona. Es sabido que el dato puede ser engañoso, porque mucha gente dispone de dos teléfonos, y en las zonas más empobrecidas mucha gente no tiene acceso a ninguno. Pero es un hecho que la telefonía inteligente está esparcida universalmente, desde las más recónditas aldeas hasta las megaciudades más desarrolladas. Es sabido también que la fascinación que producen estos nuevos “espejos de colores” no tiene límites, pues no falta quien deja de comer o de pagar un servicio para comprarse su smartphone a la moda.

 

El siglo XX estuvo marcado por la entrada triunfal de la televisión. En muchos hogares de escasos recursos había una mala dieta alimentaria, pero había un televisor. Ese medio de comunicación vino a cambiar la historia: pasó a ser una nueva deidad intocable. Sus “verdades” pasaron a ser el fundamento mismo de la opinión pública. La población -en países ricos y pobres, en todas las clases sociales, hombres y mujeres- la adoró. El promedio de tiempo diario sentado ante una pantalla de televisión rondó las tres horas. Algo similar, pero potenciado, está pasando con las actuales redes sociales a las que se accede con un teléfono celular inteligente. En este momento se estima en cinco horas diarias promedio que un sujeto término medio puede estar consultando su móvil para mirar su pantalla.

 

El siglo XXI fue más allá de la televisión. La cultura de la imagen, de la virtualidad, está apabullando en forma aplastante a la presencialidad. Si la opinión pública durante el siglo pasado estuvo moldeada/dominada por los medios masivos de comunicación, en especial la televisión, la actualidad nos muestra un dominio cada vez más total de lo que se ha dado en llamar redes sociales. La relativa facilidad de tener hoy un teléfono móvil con acceso a internet ha potenciado esa tendencia en forma exponencial. Los obligados encierros que trajo la pandemia de COVID-19 llevaron eso a alturas estratosféricas. Pero hay una diferencia con lo acontecido en el siglo XX: allí había una dirección vertical de quien manejaba los mensajes -las empresas productoras, usinas ideológico-culturales de las clases dominantes- para mantener adormecidas a las grandes masas. Las redes sociales actuales abren otros escenarios: aquí se vale todo, y la sensación -muy engañosa, por cierto- es de absoluta libertad. Decir lo que cada quien quiera sin prácticamente controles no es libertad en sentido estricto; pero esa es la falacia en juego. Valga aclarar rápidamente que todo lo que circula en esas redes está rigurosamente observado, clasificado y aprovechado por grandes poderes (Estados nacionales, enormes megaempresas comerciales). Si con la televisión no había ninguna libertad, con estas nuevas modalidades comunicacionales, más allá de la ilusión en juego, no ha cambiado nada en lo sustancial, aunque podamos subir “lo que uno quiera” a la nube.

 

Sin entrar en profundidad en ese necesario, imprescindible debate, queremos ahora simplemente indicar que hay allí una temática que nos plantea preguntas impostergables. Se dice que “estar todo el día conectados al celular” nos “desconecta del otro real”. ¿Es cierto? ¿En qué sentido “nos desconecta”? Aparecen así, como mínimo, dos tendencias en la lectura del fenómeno: una de ellas mostrando lo pernicioso en juego en toda esta nueva cultura. De ese modo puede llegar a decirse que estamos haciendo un “mal uso” de estos adminículos, por lo que debe encausarse un “uso correcto” de ellos. No falta quien pide, incluso, legislaciones al respecto, controles estrictos. “Tener libre acceso a la pornografía es una aberración”, se dice. “Se está creando una generación de tontos”. Obviamente eso abre la discusión. La interrogante está en ¿cómo decidir lo correcto aquí?

 

No hay dudas que existen groseras exageraciones en el empleo de estos recursos: hay gente que murió por tomarse una selfie, por mencionar algunas de las estupideces/atrocidades a que la actual parafernalia puede dar lugar. Y en las redes sociales puede encontrarse la más completa colección de banalidades para todos los gustos. ¿Qué aporta mostrar con una foto lo que vamos a comer?, por ejemplo. Pero, ¿por qué no hacerlo? Sin dudas esto requiere forzosamente un debate. ¿Se pueden pasar mensajes revolucionarios gracias a las redes sociales? ¿Se puede luchar contra el racismo o contra el patriarcado utilizando estas tecnologías? ¿Por qué no? Ahora bien: si se afirma que nos torna más “tontos” esta cultura centrada en el celular, ¿con qué criterio certero puede afirmarse eso? Estupidez humana ha habido siempre, y seguramente seguirá habiéndola (debiendo precisarse primero qué es esa “estupidez”). Podría afirmarse que la facilidad de acceso a las redes sociales simplemente permite visibilizarla más. Es como la homosexualidad: siempre existió. Ahora simplemente se ve más, es más común “salir del closet”, se tolera más.

 

Junto al uso fabuloso que estamos haciendo de este nuevo recurso tecnológico, considerándolo críticamente se llega a decir que el apego a las redes sociales, al menos en muchos casos, ya constituye una psicopatología. “Adicción al internet”, “adicción a las redes sociales”, “dependencia enfermiza”, ya se acuñaron como términos que marcan estas conductas. No falta quien las considera un “vicio”, equiparándolas con el alcoholismo o la toxicomanía. Ahora bien: ¿eso es enfermizo? ¿Cuándo comienza a ser patológico y cuando hay un “uso normal”? En un grupo focal con jóvenes de ambos sexos de entre 17 y 24 años se preguntó si cuando estaban haciendo el amor, recibirían una llamada de su teléfono celular, y más de la mitad contestó que sí. Para gente que no se considera nativa digital, eso es incomprensible. ¿Dónde está lo “mórbido”? Un “viejo” utiliza el espejo para mirarse, un joven nativo digital se mira en el teléfono. ¿Cuál de ellos está en lo correcto?

 

No hay dudas que estamos ante un verdadero cambio civilizatorio, de profundidad aún desconocida. La invención de la rueda, la agricultura, el manejo de los metales, la navegación a vela, la máquina de vapor, la electricidad, son momentos que marcan la historia humana. Otro tanto sucede con la aparición del internet y la cultura virtual que va abriendo. Se reemplaza la realidad por una imagen. Ello, sin dudas, abre interrogantes. Estamos ante algo que no es poca cosa: no es una moda pasajera, un elemento aleatorio, un electrodoméstico más, que amén de facilitarnos el día a día -una licuadora, un horno a microondas- no cambia nuestra forma de estar en la vida. Esta cultura de la virtualidad, llegada para quedarse, altera sin retorno la cotidianeidad, nuestras relaciones interhumanas, nuestra relación con el mundo. En otros términos: nuestra relación con la verdad. De ahí que se puede llegar a hablar -noción que impone un muy profundo debate que supera grandemente este mediocre opúsculo- de post-verdad. ¿La vida pasa a ser lo que muestra una pantalla? ¿Quién lo muestra entonces? ¿La humanidad está atrapada en esto? ¿Es o no un beneficio esta situación?

 

Esto lleva a pensar en el mundo que se está construyendo. Es cierto que hay generaciones, los llamados “nativos digitales”, que van conociendo cada vez más una realidad dada crecientemente por lo virtual. “¿Qué significa un pulgar para arriba?”, pregunta un viejo a una joven: “Like”, responde la muchacha (por supuesto, tiene que ser en inglés, aunque se trate de un país con otra lengua). ¿Qué significa eso? Que la realidad está mediatizada/construida/significada por esta malla simbólica que ofrecen las pantallas. Y lo que ofrecen es un menú previamente preparado por ciertos grupos, los que dominan todo. De ahí que sea un mito que el internet sea libre. En relación a la post-verdad arriba aludida, se abre la inquietante pregunta sobre quién “construye” esas verdades. Hoy día, en las redes sociales ya no se sabe en absoluto qué es qué, qué cosa es una fake news o no. De hecho, los centros de poder destinan ingentes esfuerzos a falsificar informaciones, datos y percepciones a través de esos “ejércitos modernos” que son los net centers. Lo que consumimos en cantidades industriales en las pantallas de los smartphones ¿quién lo pone ahí y para qué?

 

Para graficar esa confusa Torre de Babel a que está dando lugar esta nueva cultura, ya impuesta hoy sin posibilidad de marcha atrás, véase este simpático ejemplo: vez pasada apareció un relato en un blog, punzante denuncia escrita con un nombre ficticio: Abunda Lagula, y eso provocó un increíble desconcierto. Muchos lectores protestaron porque pensaron que se trataba de una noticia falsa. ¿Ya no sabemos qué es cierto y qué no? Pareciera que el holograma va superando a la materialidad. ¿Qué significa entonces aquello, dicho más arriba, de lo real supera a lo virtual?

 

Lo que inaugura esta tecnología da para todo. No está claro -imposible decirlo- qué futuro habrá de generar. A quien dice que todo esto nos adormece, podría respondérsele que las actuales movilizaciones que vemos en el mundo están convocadas, en muy buena medida, por vía de smartphones. Pero no hay que dejar de considerar que el panóptico global sabe todo de nosotros -y nos controla- también a través de estas vías. En la República Popular China sirvió para detener la pandemia, mientras que al mismo tiempo se monta la popular plataforma para videos Tik Tok (propiedad de la empresa china ByteDance), red adalid de la superficialidad. Con un teléfono celular en la mano y conexión a internet se puede acceder a todo el conocimiento universal, hacer una tesis doctoral, pasar proclamas revolucionarias, encontrar solución a muchas penurias, buscar pareja afectiva, visitar cualquier lugar del mundo, tener sexo, o también “perder el tiempo”. Aunque…, ¿quién pone el criterio para decir que se pierde tiempo? ¿Con qué opción nos quedamos?

 

Insistamos: hay aquí un debate de proporciones gigantescas. Quedarse con la idea que ahora vamos hacia un mundo de “tontos adormecidos” es, como mínimo, muy pobre. Quienes crean estas tecnologías (desarrollos científico-técnicos fabulosos que, hoy por hoy, solo muy pocos países pueden tener) no parecen muy tontos; y los poderes que se valen de ellas -para hacer negocio o para control social- tampoco lo parecen. No hay dudas que se está produciendo un gran cambio en la dimensión cultural de la humanidad, la forma en que establecemos nuestra civilización: hace unos años atrás, ¿quién remotamente hubiera pensado interrumpir un coito para atender el teléfono? ¿Son más “tontos” quienes ahora lo hacen? Hay una transformación profunda en juego, que no está claro hacia dónde nos llevará. La estructura de base, apoyada en la explotación de una clase social sobre otra, no ha cambiado. El sujeto humano en cuestión -producto de una historia subjetiva y social que no domina, que en todo caso nos domina- sigue siendo el mismo, transido por los miedos, por el terror a la finitud, con un malestar intrínseco a su especie que no desaparece nunca (aunque se llene de oropeles, espejitos de colores y ya estemos pensando en viajar a Júpiter). Está por verse si esta herramienta, igual que la conquista del fuego en su momento, o la domesticación de animales -para mencionar algunos hitos de la historia- contribuye a un cambio significativo. Si levanta tantas olas -“todo esto nos embrutece” o “es una revolución tecnológica que nos facilita la vida”- es porque estamos ante algo muy grande. ¿Servirá para mantener las injusticias, inequidades y atrocidades humanas, o podrá contribuir a liberarnos de ellas?



miércoles, 26 de mayo de 2021

EL HIJO DE PAGANINI

Terminando la presentación, Edward fue ovacionado por largos minutos. Él sabía que la locura que causaba en el público, el femenino fundamentalmente, se debía a su persona. Pero amable, casi condescendiente, hizo el gesto de compartir los aplausos con los otros cinco integrantes de la banda. Varias muchachas, frenéticas, arrojaban su ropa íntima al escenario.

 

Esta estrella del rock, con sus 42 años, parecía un adolescente por la forma en que saltaba y electrizaba a sus seguidores en cada show. Era la voz principal del grupo, y ocasionalmente tocaba la guitarra rítmica. Nunca se había casado formalmente, pero había convivido en parejas -todas muy cortas, por cierto- en numerosas ocasiones. Recordaba que, al menos habían sido cinco. De la primera unión nació su único hijo, Peter, ahora un joven de 19 años. De mujeres ocasionales, había perdido la cuenta (en un tiempo llevaba la lista, pero cuando superó las 100, dejó de hacerlo).

 

Edward mantuvo siempre una vida escandalosa: mucho alcohol, bastante drogas, infinito sexo, violencia cotidiana (era frecuente que se agarrara a trompadas con cualquiera y por cualquier causa. Y era un amante de las armas, de las que tenía una nutrida colección en su casa). Él mismo solía compararse con Paganini, el legendario violinista italiano: tremendamente talentoso en la música, popular como ninguno en su época, profunda vida licenciosa…, y un solo hijo. ¿Pacto con el demonio? Con sonrisa mefistofélica, gustaba hacer esa alusión.

 

Peter era, igual que Aquiles en relación al virtuoso genovés decimonónico, el único vástago del rockstar. Igual que aquel pobre muchacho, acompañaba a su padre en las giras artísticas. Pero Peter estaba harto de esa vida; alguna vez la disfrutó, porque había novedades continuamente, mucha adrenalina, sensación de libertad. Con el paso de los años, sin embargo, se le tornó insoportable. Añoraba una madre fija, un lugar estable de residencia. Su formación académica había sido caótica: hablaba inglés como lengua materna, herencia directa de su progenitor, y chapuceaba otras varias de acuerdo a los lugares donde permanecía un tiempo, ninguna con solvencia. A los 19 años de edad ya conocía varias decenas de ciudades en todo el mundo. Odiaba visceralmente la música.

 

De igual modo, odiaba visceralmente a su padre, ese “macho” que de lo único que le hablaba era de “cogerse a cuanta mujercita pudiera” o de “reventar a patadas en el culo a quien molestara”, blandiendo algún arma de fuego en su mano (guardaba en su colección privada desde viejos trabucos a modernos fusiles de asalto).

 

Peter fue creciendo en un profundo resentimiento con relación a lo que había sido su vida, “alocada vida”, como solía decir. Para él, según lo que había ido recogiendo de su padre, todo eran luminarias, aplausos y “culitos para agarrar”. Pero eso era para “para Edward”, ese “rockero borracho y adicto que no sabía ser padre”, como lo definía su hijo. Lo que sí apreciaba de la enseñanza paterna era su vocación de triunfador.

 

Cualquier cosa que hagas hay que hacerla bien, hay que hacerla para ser el mejor”, transmitía casi con vehemencia la estrella del rock a su hijo. Su peculiar sentido del éxito era una confusa -y peligrosa- mezcla de talento, temeridad bastante imprudente, impunidad y sentimiento megalomaníaco. Su carrera como astro de la música lo había llevado a un sitial de honor en el mundo de la farándula; ello le permitía sentirse un “fuera de serie”, con derecho a todo. De ahí que, con el fastuoso aire de una prima donna, se permitía cuanto berrinche se le ocurriese. Eran legendarias sus excéntricas demandas minutos antes de comenzar un concierto, amagando no presentarse si no se le cumplían sus exigencias.

 

Peter se había criado en ese caldo de cultivo. Veía que su padre era realmente exitoso, que sus presentaciones públicas atraían infinidades de personas y que la venta de sus canciones generaba ganancias monumentales. Saberse heredero de esa voluptuosa forma de ser había ido formando en él una confusa sensación: él no era como cualquier jovencito. Al igual que su padre, cuanto capricho se le podía ocurrir, era inmediatamente cumplido por toda la parafernalia que acompañaba a Edward. Aunque, al mismo tiempo, esa vida supuestamente de ensueño, lo atormentaba. No se sentía “normal”. Como otros jóvenes de su edad, no podía caminar tranquilo por la calle. Los paparazzi atormentaban; pero más aún atormentaba ser “el hijo de”. Peter, como sujeto independiente, no existía.

 

Su educación había sido un drama. Residiendo habitualmente en Londres, nunca pasaba allí más de unos pocos meses continuos; los viajes marcaban su cotidianeidad. De ese modo, las clases eran un verdadero rompecabezas sin mucha lógica. Estudiaba por vía virtual algunas materias; otras las recibía circunstancialmente en los países donde la banda, o más aún su padre, se detenía por algún corto tiempo. En su ciudad natal casi no tenía amigos. En realidad, no los tenía en ningún lado. Igual que Aquiles Paganini, su vida era acompañar a su progenitor, vivir a su sombra escuchando siempre los aplausos ajenos.

 

Junto a la idea de “éxito” que transmitía apasionadamente Edward, la imagen de “varón sexualmente insaciable” era el otro elemento que había taladrado por años el entendimiento de Peter. En otros términos: un ensalzamiento absoluto del patriarcado, visto como posesión de mujeres. Los cuerpos femeninos considerados como presea, como trofeo de caza.

 

Cuando llegó la pubertad y la explosión de hormonas, el Aquiles moderno guardaba una relación ambigua con su padre. “¿Así habrá sido la vida del hijo de Paganini?”, se preguntaba. Amor y odio, admiración y abominación, carencia de lugar fijo, atenciones a raudales, pero al mismo tiempo con cuentagotas. Casi su único referente para todo era Edward. Eso agobiaba. Así como agobiaban los interminables aplausos, los estallidos de histeria de las jovencitas y las luminarias que solo estaban direccionadas hacia su padre. A Peter no le quedaba más que ser la sombra, el hijo de…

 

Con la llegada de su despertar genital empezó a descubrir un mundo nuevo. Pero, contrario a su padre, no le interesaron las mujeres. Tampoco los varones. Él, Peter, quería ser mujer. Tenía pene, pero eso se le antojó un detalle secundario. Sabía que, aunque nacido hombre, podía cambiar esa condición biológica. Desde los 14 años comenzó la transición.

 

Edward, más allá de su máscara de liberal, era un profundo y reaccionario conservador. Los machistas son machistas, aunque se quieran hacer pasar por progresistas. ¡Punto! ¿Quién más machista que un incorregible Don Juan? Cuando escuchó la decisión de su hijo, entró en crisis.

 

Su primera reacción fue de violencia extrema. De una patada destrozó una silla. Varios jarrones terminaron hechos añicos, y los gritos retumbaron en toda la casa. Peter estuvo a punto de llorar, pero pudo contenerse.

 

¡Nunca imaginé que me harías algo así!”, vociferó atroz Edward.

 

Yo no te hago nada. Simplemente te comunico lo que decidí”.

 

¡Mal hijo!

 

Hija”, corrigió Peter. “Y no soy mala”.

 

¡¿Cómo hija?!”, agregó enardecido Edward, mientras no paraba de destrozar lo que tenía a mano: adornos, papeles, muebles. Algún asistente se acercó a ver qué sucedía al escuchar los gritos. “¡No pasa nada!”, espetó frenético el rockstar, ya fuera de sí, obligando a retirarse al empleado con un gesto amenazante. “¡¿Cómo hija?!”, volvió a tomar la palabra el padre. “El que nace macho, es macho para toda la vida. ¿De dónde mierda te salen estas locas ideas de cambiar de sexo?

 

Padre, no te pongas así…” La voz de Peter se tornó muy tierna, como queriendo endulzar la situación. “¿De dónde me salen? No sé…, seguramente de verte actuar. Hace tiempo que empecé a odiar esa repugnante forma viril de tratar a las mujeres”.

 

Yo nunca te enseñé a ser raro”.

 

No soy raro. En todo caso, seré rara, en femenino”.

 

Tranquilizándose algo, intentando respirar hondo y tomarse un tiempo, Edward preguntó:

 

Y ahora ¿qué sigue? ¿Me vas a decir que hay matrimonio a la vista? ¿Vas a tener un hijo? ¿Qué locura nueva viene ahora?

 

Peter encendió un cigarrillo. Se sentó cómodamente en un sofá que se había salvado de la furia destructora de su padre, y con la más pasmosa tranquilidad continuó hablando.

 

Querido padre: los tiempos cambian. Hay que aceptarlo”.

 

Edward permanecía estático. Rápidamente su rostro pasó por varios colores: del rojo encendido de la cólera se tornó morado, luego blanco pálido. No salía de su asombro. No sabía si llorar o seguir destruyendo cosas. Pensó pegarle a su hijo, aunque supuso que eso no sería lo mejor, porque seguramente así no se arreglaría nada. Fue la primera vez que dimensionó que la violencia no podía arreglar todo. Él también encendió un cigarrillo, pero de marihuana.

 

¡Qué hijo de la gran puta, Peter! No te crié para esto…”, dijo luego de un prolongado silencio donde ambos fumaban mirándose fijamente a los ojos.

 

En realidad, padre, nunca me criaste”. La expresión del joven (o: la joven) iba tornándose desafiante, cada vez más.

 

Habrás escuchado del hijo de Niccolò Paganini, ¿verdad?, comenzó a decir Peter con aplomo. “Aquiles. Pobre tipo, fue siempre un vulgar segundón. Según se cuenta, se terminó suicidando, porque no aguantaba el hecho de ser sombra.

 

¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?”, preguntó algo alterado Edward.

 

¿Tanto te cuesta entenderlo?”.

 

Luego de esa respuesta de Peter, se hizo un silencio sepulcral. Terminados sendos cigarrillos, ambos se levantaron sin decir palabra. Edward, sin querer reconocerlo, derramó unas lágrimas. Se autoengañó pensando que eso no le estaba sucediendo (lo del hijo, no lo de las lágrimas).

 

A partir de ese encuentro, el joven, rebautizado Linda, aceleró cada vez más su transformación. Dado que no le faltaban recursos, hizo todo lo necesario para pasar a ser una hermosa mujer con escultural cuerpo. Luego de varias intervenciones quirúrgicas, era una muy atractiva muchacha de prominentes pechos y larga cabellera rubia. Maquillaje y tacones no podían faltar en su indumentaria. Edward trató de ir alejándose cada vez más de su hijo; ya no lo llevó más a ninguna de sus giras.

 

La vida del rockstar no cambió mucho; al menos en lo aparente. Continuó siendo el alma de la banda, cada vez más histriónico, con presentaciones crecientemente estudiadas en cada detalle, con una vida mediática dedicada por entero a la pose bajo los reflectores. En lo interno, en lo que jamás hablaba con nadie, la sensación de fracaso le iba carcomiendo. Nadie lo advirtió, pero fue en crecimiento su consumo de cocaína. Sin confesarlo jamás, en la soledad de sus noches varias veces lloró. Se lamentaba por lo de Peter, ahora Linda.

 

La devenida muchacha, seguramente siguiendo caminos trazados por su padre, también quedó fascinada por los reflectores. La belleza pasó a ser su principal preocupación. Del joven con barba hirsuta de la adolescencia ya no quedaba nada; ahora el glamour de una top-model inundaba toda su vida. “Cualquier cosa que hagas hay que hacerla bien, hay que hacerla para ser el mejor”, había pasado a ser su consigna de vida. Las enseñanzas de su padre, más allá de detalles circunstanciales, hicieron mella. “Destacar, ser siempre lo máximo” era el estandarte a levantar. Ahora, embelesada por la idea de belleza, tenía que ser “la más bella”.

 

Puso todo su empeño en lograrlo. A sus 18 años, ya era una conocida y reputada modelo, muy cautivante por cierto. Pero seguía siendo “el hijo de Edward T.”, ahora en versión femenina. Para Peter -o Linda- eso se mantenía igual: era su condena, su abominación. No podía valer por sus propios medios. Cada vez que lograba un contrato -cosa crecientemente frecuente- no faltaba quien le preguntara por su padre. O peor aún: que la ligara directamente al padre. “La hija de Edward, ¿verdad?” Aunque lo más grave era la pregunta -que muchas veces no la hacían por recato, pero que otras veces no faltaba- sobre su identidad sexual. “Si antes era hombrecito… ¿qué pasó?

 

Peter/Linda ya desesperaba con eso. Si bien había comenzado a tener vida propia y sus presentaciones en público comenzaban a ser numerosas, la sombra del padre continuaba pesándole. Los encuentros padre/hijo se iban haciendo cada vez más espaciados. Ambos comenzaron a odiarse.

 

El odio se fue tornando visceral. Ya no se hablaban, y cada vez que podían, el uno hablaba mal del otro con el interlocutor que fuera. Edward trataba por todos los medios que no trascendiera que tenía un hijo varón convertido en mujer transgénero. Por el contrario, Peter había decidido utilizar la fama de su padre para que le sirviera como trampolín. “El hijo del rockero se hizo mujer, y ahora es Miss Universo, la más bella de todas”, soñaba con poder escuchar. Su fama vendría por lo que había pasado a ser y no por la herencia paterna.

 

Para terminar de completar su proceso de transformación, Peter/Linda se sometería ahora a una orquiectomía (extirpación de los testículos) y una penectomía (extirpación del pene). Tan perfecta debería ser la intervención que nadie podría sospechar que en su origen había sido varón. Mantendría la operación en secreto, que realizaría un equipo de famosos cirujanos en Boston. Lo que más ansiaba, era que su padre no se enterara. La relación se había tensado a tal punto que ya no solo no se comunicaban sino que se odiaban profundamente, buscando dañar uno al otro.

 

Antes de su operación, Peter -claramente Peter, aún con pene, antes de ser en todo sentido Linda- decidió masturbarse por última vez. Debería ser una despedida inolvidable. Para ello preparó algo especial. Inspirándose en algo que había leído vez pasada por allí, utilizaría una aspiradora. Introduciendo el pene erecto en la manguera de aspiración, pondría en marcha el artefacto. De esa manera, de acuerdo a lo investigado, sentiría una placentera succión, como si le estuvieran haciendo sexo oral. Resulta, sin embargo, que la información obtenida no era precisamente muy correcta. Puesta a funcionar la aspiradora, produjo una succión tan potente que le dañó severamente el glande.

 

Pero la aventura no terminó en forma tan simple, y mucho menos, deliciosa. El dolor producido fue tan grande que comenzó a dar gritos despavoridos, quedando el pene flácido metido de tal manera en el electrodoméstico que no lo podía retirar. Fue necesario llamar a un servicio médico de urgencia. Los paparazzi, siempre dispuestos a obtener escandalosas noticias frescas, estaban apostados en las afueras de la residencia (Peter aún convivía con su padre). Por supuesto, el hecho se difundió con celeridad monumental. Al día siguiente era la comidilla de todo el Reino Unido.

 

Pero no solo en el archipiélago británico impactó; dada la fama de Edward, y de la que ya iba cobrando la modelo, la novedad se esparció por el orbe. Las burlas no faltaron, por supuesto. Indirectamente, Peter logró la notoriedad que tanto había buscado. “El hijo del rockstar” ahora brillaba con luz propia. Claro que…, una luz que no hubiera deseado el joven.

 

El padre, más que avergonzarse o preocuparse, se sintió alegre. “Ojalá así aprenda este imbécil”, se dijo pletórico. “Ahora sí que va a ser mujercita…” Peter/Linda moría de la consternación. Los chistes que recibió en los días siguientes fueron, además de ofensivos, extremadamente interminables.

 

Un mes después del accidente era su cumpleaños número diecinueve. Como todavía seguía habitando la mansión paterna, Edward decidió celebrar el nuevo aniversario de su hijo. De esa forma, organizó una fiesta sorpresa. Invitó a poca gente, algo muy íntimo -unas 30 personas-. Aunque no faltaron los medios de comunicación; los más amarillistas, por cierto. Había que darle notoriedad al asunto. El padre colocó en un sitio bien visible, en los jardines, una enorme piñata, de esas que tanto le habían fascinado en sus viajes a México, y de las que gustaban tanto a Peter cuando pequeño. Eligió como motivo de la misma un pene erecto.

 

Peter, aún convaleciente del percance, vestido como una elegante joven, no resistió el agravio. En medio de la fiesta, pidió permiso para retirarse un momento. Se dirigió al cuarto de su padre, donde sabía que éste guardaba una pistola, siempre cargada. La intención, decidida en un relámpago de ira, era vaciar el cargador sobre la humanidad de Edward. Luego vería: quizá se suicidaba, o intentaba huir. Eso era secundario.

 

Edward, en el momento en que su hijo tomó la fatal decisión, no estaba con los invitados. Se había ausentado, seguramente para ir a vomitar al baño, o para buscar más droga. Cuando Linda llegó a la alcoba paterna, no pudo utilizar la bendita pistola. Ya lo había hecho su padre, con silenciador. El balazo, muy certero, entró por la sien derecha y le destrozó el cerebro. Linda rió satisfecha.



martes, 25 de mayo de 2021

¿QUIÉN TOMA LAS DECISIONES EN EL MUNDO?

¿A quién de los que leen este texto le preguntaron si deseaba la próxima guerra, sobre el aumento de los combustibles o de cómo gestionar la catástrofe medioambiental? ¿A alguien de nosotros le consultaron sobre las nuevas modas que se nos imponen? ¿Quizá a alguien le preguntaron sobre cómo detener el consumo de drogas ilegales? ¿Quién decidió la avalancha de iglesias evangélicas en Latinoamérica? ¿Y a quién le preguntaron si estábamos de acuerdo con la renovación de misiles de la OTAN?

 

PARECE QUE EN LA TOMA DE DECISIONES IMPORTANTES LA GRAN MAYORÍA NO EXISTE, PORQUE VOTAR CADA ALGUNOS AÑOS NO ES DECIDIR NADA.

 



lunes, 24 de mayo de 2021

ANTROPOLOGÍA AFRICANA

Este escrito fue encontrado entre las pertenencias del desaparecido antropólogo senegalés Senghor Mbaye, quien se dedicó a estudiar los ritos religiosos de la cultura occidental no anglosajona, proyecto para el cual se instaló por tres años en siete países occidentales católicos (cuatro europeos y tres latinoamericanos), donde llevó a cabo sus investigaciones.

El presente manuscrito nunca llegó a ser publicado con anterioridad, y hoy lo damos a conocer aquí como primicia. Esperamos que esto contribuya a conocer más al género humano en su conjunto.

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(…) Las realizan apelotonados en grandes concentraciones en unos lugares específicos destinados exclusivamente a esa celebración. Parece ser que eso no les preocupa mucho, porque se los ve relativamente felices. Automatizados, todos siguen un mismo ritmo. Hacen todo igual, ora hablando en voz baja, ora cantando, ora moviéndose lentamente hacia donde se encuentra el encargado de conducir el rito; pareciera que alguna fuerza común los impulsara a todos al unísono.

 

En lo que ahora nos concierne, nos limitaremos a este aspecto particular ligado a su vida espiritual. Hasta donde hemos podido averiguar, estas ceremonias tienen una especial importancia en su dinámica social y en su urdimbre psicológica individual. De pequeños no las entienden bien, pero con el curso de los años van asimilándolas cada vez más y terminan por hacerlas parte de su vida. Llegado un momento de su desarrollo personal, no pueden vivir sin ellas. Pero es necesario puntualizar que, de niños, se aburren soberanamente cuando los fuerzan a asistir. Sólo por la imposición paterna las soportan.

 

No son festividades alegres. Todo lo contrario: son fúnebres, trágicas. En realidad evocan continuamente la muerte. El ídolo que adoran es, de hecho, un muerto. Para quien espera vida, dinamismo, energía o cosas por el estilo en estas celebraciones, es muy fácil desilusionarse. O incluso aburrirse. Son ceremonias más bien tediosas.

 

La población tiene una participación sólo pasiva; jamás se mueve, no salta, no baila. Los cánticos –de los que, en general, hay pocos; preferentemente es un murmullo a media voz– transmiten gran solemnidad. Distinto a otras canciones que se dan por fuera de estas celebraciones, las que aquí se usan son especialmente tristes.

 

Se pudo comprobar que hasta hace muy pocos años, estos ritos se oficiaban en una lengua ya no hablada en ningún lugar, que sólo quedó como idioma oficial de sus brujos. No fue sino hasta hace muy poco, viendo que la población no entendía qué se le decía en esta lengua muerta, que la alta jerarquía decidió reemplazar esa lengua cenacular por las habladas cotidianamente.

 

Sus brujos, por cierto, son muy especiales. En términos oficiales deben guardar la más absoluta castidad. No pueden tener pareja, y mucho menos hijos. Pero, de hecho, aunque siempre en forma subterránea, mantienen prácticas sexuales tanto hétero como homosexuales. No son infrecuentes los hijos que conciben, aunque nunca se hacen cargo de ellos. Hay una marcada diferencia entre los brujos varones y las mujeres. Estas últimas tienen un lugar secundario dentro de la estructura religiosa institucional. No celebran los cultos, no aconsejan a los feligreses, no tienen nunca ningún lugar de poder; su papel se reduce a ser simples siervas, destinadas por lo común al cuidado material de enfermos, viejos o huérfanos. También para ellas está vedada, al menos en forma oficial, toda práctica sexual. Tanto varones como mujeres que pertenecen al mundo religioso, si desean tener vida sexual una vez abrazada su carrera religiosa como shamanes -o el equivalente correspondiente en su cultura- deben abandonar tal estatuto. Sólo así se les permite entonces tener una vida amorosa y procrear.

 

En el caso de los brujos varones, es curiosa su importancia en la vida espiritual del colectivo al que sirven. Sin vida afectiva activa para con otros congéneres -oficialmente se le llama "voto de castidad" a eso- se permiten aconsejar e imponer patrones de conducta para todos sus seguidores. Sin haber concebido nunca un hijo -insistimos: al menos en forma pública- hablan sobre la crianza de los hijos, sobre la práctica del aborto o sobre la moralidad general de la población. Lo curioso es que la población acepta lo que estos brujos le dicen, y en general lo sigue bastante consecuentemente. No son, como entre los religiosos del Asia, una fuente de sabiduría y de espiritualidad profunda, sino que están ganados por el confort y el consumo material: no ayunan, sino que, por el contrario, comen muy bien y no hacen ningún trabajo físico. El grupo de disidentes que optó por una relación más simbiótica con sus pueblos fue desautorizado por la dirección de su institución religiosa madre.

 

Ambos tipos de brujos, varones y mujeres, visten de riguroso negro con unas largas túnicas que los cubren desde el cuello hasta los pies, y en el caso de las mujeres también las cabezas. Es común que lleven un amuleto colgado al cuello consistente en una cruz de madera.

 

Las ceremonias que practican -todos los días, pero siendo la de mayor importancia la que tiene lugar los domingos por la mañana- consiste en la adoración de una imagen crucificada, según sus tradiciones con grandes poderes mágicos. Su invocación sirve para favorecer la más inimaginable cohorte de pedidos: en relación con la salud, con el destino, con la buena suerte en sentido más general. Hasta incluso: con la potencia sexual varonil. Son monoteístas. Tratan de "salvajes" y "primitivos" a quienes no siguen sus tradiciones religiosas y se ríen de quienes respetan y/o adoran a las fuerzas de la naturaleza (mientras, es perentorio decirlo, han producido un desastre ecológico de proporciones gigantescas).

 

En el transcurso de la ceremonia su brujo -siempre, indefectiblemente, un varón; las mujeres no pueden oficiarlas-, ataviado de una manera especial, agregando prendas más coloridas sobre la túnica negra, alaba continuamente a la cruz. Incluso la dibuja reiteradamente con las manos en el aire, conducta que siguen repetidas veces los fieles. También come y bebe. Come una masa pequeña, representación del cuerpo de su dios según sus creencias, y bebe una bebida espirituosa elaborada a base de uva llamada vino. Sobre el final de la ceremonia algunos fieles -los que lo deseen; esto no es obligatorio- también pueden comer de esa masa, pero no así beber vino. Ese es un privilegio dedicado sólo a los sacerdotes.

 

Algo muy importante: previo a poder comer esa masa, que en realidad no es un alimento en términos estrictos sino que tiene valor ritual solamente, los fieles deben cumplir con un paso previo consistente en lo que llaman "confesión". Es decir: deben contarle a uno de estos brujos vestido de negro, que no es el mismo oficiante de la ceremonia, las faltas de carácter moral que han tenido últimamente. Esto es algo muy particular, desconocido totalmente en nuestras culturas; hasta se podría decir que tiene algo de simpático. Hay como una mentira tácita en juego. Se cuentan pequeños deslices de la vida cotidiana, insignificantes en la moralidad del colectivo (haber dicho un improperio, haberse masturbado, haberse comido a escondidas algo sin el consentimiento de la madre o del cónyuge), pero no hablan jamás de las grandes calamidades espirituales y sociales que les acosan: las guerras, la explotación económica que se infringen desde minorías privilegiadas hacia las grandes mayorías, la poligamia disfrazada de fidelidad monogámica, el deterioro irracional que producen sus técnicas de trabajo sobre el medio ambiente, las invasiones y el desprecio a que someten tan frecuentemente a nuestros pueblos negros, la codicia, el individualismo extremo, el alcoholismo y la drogadicción con que pretenden tapar sus cuitas.

 

En términos generales puede decirse que su práctica religiosa es algo más superficial, más cosmético que algo hondamente sentido en el colectivo. Cumplen con el rito dominical (a veces, incluso, no es en día domingo) de asistir a sus ceremonias, pero durante el resto de la semana se permiten las más increíbles tropelías. Existe una tabla axiológica llamada "mandamientos", pero es sistemáticamente violada por la población. Y, caso curioso, también por los brujos. A título de ejemplo: se habla de la necesidad de no mentir -así lo expresa uno de esas reglas morales de su tabla de valores- pero toda su sociedad está estructurada sobre la base de mentiras y encubrimientos sociales. Los sacerdotes no pueden tener vida sexual, por ejemplo, pero son más que frecuentes los hijos que conciben en las sombras, muchas veces terminándolos por abortar, si bien la práctica del aborto está severamente penalizada por sus autoridades religiosas. Se habla generalizadamente de amor al prójimo, pero viven explotándose, mintiéndose, encerrados en un individualismo voraz y buscando la manera de sacar ventajas sobre sus iguales. La mentira no es un dato anecdótico, sino que hace parte de la estructura colectiva, tanto en la relación entre géneros como entre dirigentes y subordinados. Decir la verdad es lo menos frecuente en sus culturas, aunque se supone que sus prácticas religiosas hacen de ella su piedra angular. Como dato curioso: también los que prometen y no cumplen (los llamados políticos profesionales), los torturadores, los militares con sus armas de destrucción masiva, los que prestan dinero a interés, los que explotan el trabajo de otros, los varones que se hacen servir por las mujeres, los que inventan historias para confundir a la gente en los medios masivos de comunicación, todos ellos hablan siempre de amor, incluso se golpean el pecho en señal de solidaridad y altruismo, pero la mentira y el odio se imponen siempre. Tuve ocasión de ver una sala de torturas (práctica bastante usada en esta cultura) donde había un crucifijo y donde quien nos la enseñó repetía continuamente "por el amor de dios".

 

Si bien el amor existe en sus costumbres, no es lo que más descuella en términos de organización de su sociedad. En la vida cotidiana su religiosidad es más cosmética que otra cosa. Según sus creencias se habla de igualdad, pero en la cotidianeidad eso es lo que menos puede encontrarse entre sus miembros. No son infrecuentes los menesterosos que acuden a sus lugares ceremoniales -llamados "iglesias"- para pedir limosnas; es en sus puertas, justamente viendo a esos indigentes, donde puede constatarse más fehacientemente la diferencia entre quienes poseen y quienes no tienen donde caer muertos. No hay conciencia de ayuda colectiva entre todos los integrantes de su pueblo; por el contrario, viven haciéndose la guerra unos a otros, atormentándose en términos económicos, destruyéndose y autodestruyéndose. La caridad es sólo un dato anecdótico para con esos parias de las puertas de los templos.

 

La fiesta principal de su tradición religiosa es el día que se evoca ora el nacimiento, ora la muerte del enviado principal: el hijo de su dios, una figura con forma humana que murió en la cruz, supuestamente como ofrenda para salvar la vida espiritual de todo el colectivo. Pero hasta donde se pudo constatar con nuestros métodos de investigación antropológica, esas festividades ya prácticamente no tienen mayor esencia religiosa y pasaron a ser celebraciones paganas destinadas al consumo hedonista de alimentos y bebidas. De hecho, para la época en que se evoca el nacimiento de esta figura, en diciembre, fue apareciendo una nueva deidad -no reconocida como sacra de momento, pero tanto o más adorada que su ícono principal- llamada Papá Noel, o Santa Klaus, o San Nicolás. Esta figura se liga al despilfarro, a las grandes comilonas, al intercambio de regalos. La idea de purificación espiritual se va perdiendo lentamente.

 

Si bien la investigación historiográfica no fue nuestro punto de principal interés, hasta donde pudimos investigar en el curso de los años la institución religiosa y la espiritualidad misma han venido sufriendo profundos cambios. Durante más de un milenio el poder de la jerarquía institucional fue omnímodo, atendiendo no sólo la faceta religiosa sino influyendo también en los poderes políticos. De hecho, su sede principal, donde está el brujo mayor -un anciano, siempre varón, supuestamente elegido por voluntad divina y que no usa su verdadero nombre, a quienes todos llaman "papito" en una lengua muerta ya no usada por ningún pueblo- fue por largos siglos el foco de poder político y económico de su mundo. Desde allí se pusieron y se quitaron monarcas, se mandó a matar más de medio millón de fieles que no cumplían a cabalidad con los ritos (en general mujeres, a quienes se les quemaba vivas), se apoyó la conquista de lo que llamaron el "nuevo mundo". El poder sobre la ideología y las costumbres de la población eran totales. Pero desde hace unos 300 años eso ha ido cambiando paulatinamente, llegándose a la situación actual donde la religiosidad está en franca descomposición.

 

Hoy por hoy, aunque en términos oficiales nadie se atreve a decirlo así, son otros los dioses que ocupan la mente de la población. Aunque se practican estos viejos ritos, la gente adora fundamentalmente el dinero, los productos de su tecnología (algunos más que otros, como los automóviles, los teléfonos celulares, los perfumes), y desde hace unas décadas, un mecanismo de compra y venta muy singular al que llaman "tarjeta de crédito" (…)