Terminando la presentación, Edward fue ovacionado por
largos minutos. Él sabía que la locura que causaba en el público, el femenino
fundamentalmente, se debía a su persona. Pero amable, casi condescendiente,
hizo el gesto de compartir los aplausos con los otros cinco integrantes de la
banda. Varias muchachas, frenéticas, arrojaban su ropa íntima al escenario.
Esta estrella del rock, con sus 42 años, parecía un
adolescente por la forma en que saltaba y electrizaba a sus seguidores en cada
show. Era la voz principal del grupo, y ocasionalmente tocaba la guitarra rítmica.
Nunca se había casado formalmente, pero había convivido en parejas -todas muy
cortas, por cierto- en numerosas ocasiones. Recordaba que, al menos habían sido
cinco. De la primera unión nació su único hijo, Peter, ahora un joven de 19
años. De mujeres ocasionales, había perdido la cuenta (en un tiempo llevaba la
lista, pero cuando superó las 100, dejó de hacerlo).
Edward mantuvo siempre una vida escandalosa: mucho
alcohol, bastante drogas, infinito sexo, violencia cotidiana (era frecuente que
se agarrara a trompadas con cualquiera y por cualquier causa. Y era un amante
de las armas, de las que tenía una nutrida colección en su casa). Él mismo
solía compararse con Paganini, el legendario violinista italiano: tremendamente
talentoso en la música, popular como ninguno en su época, profunda vida
licenciosa…, y un solo hijo. ¿Pacto con el demonio? Con sonrisa mefistofélica,
gustaba hacer esa alusión.
Peter era, igual que Aquiles en relación al virtuoso
genovés decimonónico, el único vástago del rockstar. Igual que aquel
pobre muchacho, acompañaba a su padre en las giras artísticas. Pero Peter
estaba harto de esa vida; alguna vez la disfrutó, porque había novedades
continuamente, mucha adrenalina, sensación de libertad. Con el paso de los
años, sin embargo, se le tornó insoportable. Añoraba una madre fija, un lugar
estable de residencia. Su formación académica había sido caótica: hablaba
inglés como lengua materna, herencia directa de su progenitor, y chapuceaba
otras varias de acuerdo a los lugares donde permanecía un tiempo, ninguna con
solvencia. A los 19 años de edad ya conocía varias decenas de ciudades en todo
el mundo. Odiaba visceralmente la música.
De igual modo, odiaba visceralmente a su padre, ese “macho”
que de lo único que le hablaba era de “cogerse a cuanta mujercita pudiera”
o de “reventar a patadas en el culo a quien molestara”, blandiendo algún
arma de fuego en su mano (guardaba en su colección privada desde viejos
trabucos a modernos fusiles de asalto).
Peter fue creciendo en un profundo resentimiento con
relación a lo que había sido su vida, “alocada vida”, como solía decir. Para
él, según lo que había ido recogiendo de su padre, todo eran luminarias,
aplausos y “culitos para agarrar”. Pero eso era para “para Edward”,
ese “rockero borracho y adicto que no sabía ser padre”, como lo definía
su hijo. Lo que sí apreciaba de la enseñanza paterna era su vocación de
triunfador.
“Cualquier cosa que hagas hay que hacerla bien, hay
que hacerla para ser el mejor”, transmitía casi con vehemencia la estrella
del rock a su hijo. Su peculiar sentido del éxito era una confusa -y peligrosa-
mezcla de talento, temeridad bastante imprudente, impunidad y sentimiento
megalomaníaco. Su carrera como astro de la música lo había llevado a un sitial
de honor en el mundo de la farándula; ello le permitía sentirse un “fuera de
serie”, con derecho a todo. De ahí que, con el fastuoso aire de una prima
donna, se permitía cuanto berrinche se le ocurriese. Eran legendarias sus
excéntricas demandas minutos antes de comenzar un concierto, amagando no
presentarse si no se le cumplían sus exigencias.
Peter se había criado en ese caldo de cultivo. Veía que
su padre era realmente exitoso, que sus presentaciones públicas atraían
infinidades de personas y que la venta de sus canciones generaba ganancias
monumentales. Saberse heredero de esa voluptuosa forma de ser había ido
formando en él una confusa sensación: él no era como cualquier jovencito. Al
igual que su padre, cuanto capricho se le podía ocurrir, era inmediatamente
cumplido por toda la parafernalia que acompañaba a Edward. Aunque, al mismo
tiempo, esa vida supuestamente de ensueño, lo atormentaba. No se sentía “normal”.
Como otros jóvenes de su edad, no podía caminar tranquilo por la calle. Los
paparazzi atormentaban; pero más aún atormentaba ser “el hijo de”. Peter, como
sujeto independiente, no existía.
Su educación había sido un drama. Residiendo
habitualmente en Londres, nunca pasaba allí más de unos pocos meses continuos;
los viajes marcaban su cotidianeidad. De ese modo, las clases eran un verdadero
rompecabezas sin mucha lógica. Estudiaba por vía virtual algunas materias;
otras las recibía circunstancialmente en los países donde la banda, o más aún
su padre, se detenía por algún corto tiempo. En su ciudad natal casi no tenía
amigos. En realidad, no los tenía en ningún lado. Igual que Aquiles Paganini,
su vida era acompañar a su progenitor, vivir a su sombra escuchando siempre los
aplausos ajenos.
Junto a la idea de “éxito” que transmitía apasionadamente
Edward, la imagen de “varón sexualmente insaciable” era el otro elemento
que había taladrado por años el entendimiento de Peter. En otros términos: un
ensalzamiento absoluto del patriarcado, visto como posesión de mujeres. Los
cuerpos femeninos considerados como presea, como trofeo de caza.
Cuando llegó la pubertad y la explosión de hormonas, el
Aquiles moderno guardaba una relación ambigua con su padre. “¿Así habrá sido
la vida del hijo de Paganini?”, se preguntaba. Amor y odio, admiración y
abominación, carencia de lugar fijo, atenciones a raudales, pero al mismo
tiempo con cuentagotas. Casi su único referente para todo era Edward. Eso
agobiaba. Así como agobiaban los interminables aplausos, los estallidos de
histeria de las jovencitas y las luminarias que solo estaban direccionadas
hacia su padre. A Peter no le quedaba más que ser la sombra, el hijo de…
Con la llegada de su despertar genital empezó a descubrir
un mundo nuevo. Pero, contrario a su padre, no le interesaron las mujeres. Tampoco
los varones. Él, Peter, quería ser mujer. Tenía pene, pero eso se le antojó un
detalle secundario. Sabía que, aunque nacido hombre, podía cambiar esa
condición biológica. Desde los 14 años comenzó la transición.
Edward, más allá de su máscara de liberal, era un
profundo y reaccionario conservador. Los machistas son machistas, aunque se
quieran hacer pasar por progresistas. ¡Punto! ¿Quién más machista que un
incorregible Don Juan? Cuando escuchó la decisión de su hijo, entró en crisis.
Su primera reacción fue de violencia extrema. De una
patada destrozó una silla. Varios jarrones terminaron hechos añicos, y los
gritos retumbaron en toda la casa. Peter estuvo a punto de llorar, pero pudo
contenerse.
“¡Nunca imaginé que me harías algo así!”, vociferó
atroz Edward.
“Yo no te hago nada. Simplemente te comunico lo que
decidí”.
“¡Mal hijo!”
“Hija”, corrigió Peter. “Y no soy mala”.
“¡¿Cómo hija?!”, agregó enardecido Edward,
mientras no paraba de destrozar lo que tenía a mano: adornos, papeles, muebles.
Algún asistente se acercó a ver qué sucedía al escuchar los gritos. “¡No
pasa nada!”, espetó frenético el rockstar, ya fuera de sí, obligando a
retirarse al empleado con un gesto amenazante. “¡¿Cómo hija?!”, volvió a
tomar la palabra el padre. “El que nace macho, es macho para toda la vida.
¿De dónde mierda te salen estas locas ideas de cambiar de sexo?”
“Padre, no te pongas así…” La voz de Peter se
tornó muy tierna, como queriendo endulzar la situación. “¿De dónde me salen?
No sé…, seguramente de verte actuar. Hace tiempo que empecé a odiar esa
repugnante forma viril de tratar a las mujeres”.
“Yo nunca te enseñé a ser raro”.
“No soy raro. En todo caso, seré rara, en femenino”.
Tranquilizándose algo, intentando respirar hondo y
tomarse un tiempo, Edward preguntó:
“Y ahora ¿qué sigue? ¿Me vas a decir que hay
matrimonio a la vista? ¿Vas a tener un hijo? ¿Qué locura nueva viene ahora?”
Peter encendió un cigarrillo. Se sentó cómodamente en un
sofá que se había salvado de la furia destructora de su padre, y con la más
pasmosa tranquilidad continuó hablando.
“Querido padre: los tiempos cambian. Hay que aceptarlo”.
Edward permanecía estático. Rápidamente su rostro pasó
por varios colores: del rojo encendido de la cólera se tornó morado, luego
blanco pálido. No salía de su asombro. No sabía si llorar o seguir destruyendo
cosas. Pensó pegarle a su hijo, aunque supuso que eso no sería lo mejor, porque
seguramente así no se arreglaría nada. Fue la primera vez que dimensionó que la
violencia no podía arreglar todo. Él también encendió un cigarrillo, pero de
marihuana.
“¡Qué hijo de la gran puta, Peter! No te crié para esto…”,
dijo luego de un prolongado silencio donde ambos fumaban mirándose fijamente a
los ojos.
“En realidad, padre, nunca me criaste”. La
expresión del joven (o: la joven) iba tornándose desafiante, cada vez más.
“Habrás escuchado del hijo de Niccolò Paganini,
¿verdad?, comenzó a decir Peter con aplomo. “Aquiles. Pobre tipo, fue
siempre un vulgar segundón. Según se cuenta, se terminó suicidando, porque no
aguantaba el hecho de ser sombra.”
“¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?”, preguntó
algo alterado Edward.
“¿Tanto te cuesta entenderlo?”.
Luego de esa respuesta de Peter, se hizo un silencio
sepulcral. Terminados sendos cigarrillos, ambos se levantaron sin decir
palabra. Edward, sin querer reconocerlo, derramó unas lágrimas. Se autoengañó
pensando que eso no le estaba sucediendo (lo del hijo, no lo de las lágrimas).
A partir de ese encuentro, el joven, rebautizado Linda,
aceleró cada vez más su transformación. Dado que no le faltaban recursos, hizo
todo lo necesario para pasar a ser una hermosa mujer con escultural cuerpo. Luego
de varias intervenciones quirúrgicas, era una muy atractiva muchacha de
prominentes pechos y larga cabellera rubia. Maquillaje y tacones no podían
faltar en su indumentaria. Edward trató de ir alejándose cada vez más de su
hijo; ya no lo llevó más a ninguna de sus giras.
La vida del rockstar no cambió mucho; al menos en lo
aparente. Continuó siendo el alma de la banda, cada vez más histriónico, con
presentaciones crecientemente estudiadas en cada detalle, con una vida
mediática dedicada por entero a la pose bajo los reflectores. En lo interno, en
lo que jamás hablaba con nadie, la sensación de fracaso le iba carcomiendo.
Nadie lo advirtió, pero fue en crecimiento su consumo de cocaína. Sin
confesarlo jamás, en la soledad de sus noches varias veces lloró. Se lamentaba
por lo de Peter, ahora Linda.
La devenida muchacha, seguramente siguiendo caminos
trazados por su padre, también quedó fascinada por los reflectores. La belleza
pasó a ser su principal preocupación. Del joven con barba hirsuta de la
adolescencia ya no quedaba nada; ahora el glamour de una top-model inundaba
toda su vida. “Cualquier cosa que hagas hay que hacerla bien, hay que
hacerla para ser el mejor”, había pasado a ser su consigna de vida. Las
enseñanzas de su padre, más allá de detalles circunstanciales, hicieron mella.
“Destacar, ser siempre lo máximo” era el estandarte a levantar. Ahora,
embelesada por la idea de belleza, tenía que ser “la más bella”.
Puso todo su empeño en lograrlo. A sus 18 años, ya era
una conocida y reputada modelo, muy cautivante por cierto. Pero seguía siendo “el
hijo de Edward T.”, ahora en versión femenina. Para Peter -o Linda- eso se
mantenía igual: era su condena, su abominación. No podía valer por sus propios
medios. Cada vez que lograba un contrato -cosa crecientemente frecuente- no
faltaba quien le preguntara por su padre. O peor aún: que la ligara
directamente al padre. “La hija de Edward, ¿verdad?” Aunque lo más grave
era la pregunta -que muchas veces no la hacían por recato, pero que otras veces
no faltaba- sobre su identidad sexual. “Si antes era hombrecito… ¿qué pasó?”
Peter/Linda ya desesperaba con eso. Si bien había
comenzado a tener vida propia y sus presentaciones en público comenzaban a ser
numerosas, la sombra del padre continuaba pesándole. Los encuentros padre/hijo
se iban haciendo cada vez más espaciados. Ambos comenzaron a odiarse.
El odio se fue tornando visceral. Ya no se hablaban, y
cada vez que podían, el uno hablaba mal del otro con el interlocutor que fuera.
Edward trataba por todos los medios que no trascendiera que tenía un hijo varón
convertido en mujer transgénero. Por el contrario, Peter había decidido
utilizar la fama de su padre para que le sirviera como trampolín. “El hijo
del rockero se hizo mujer, y ahora es Miss Universo, la más bella de todas”,
soñaba con poder escuchar. Su fama vendría por lo que había pasado a ser y no
por la herencia paterna.
Para terminar de completar su proceso de transformación,
Peter/Linda se sometería ahora a una orquiectomía (extirpación de los testículos)
y una penectomía (extirpación del pene). Tan perfecta debería ser la
intervención que nadie podría sospechar que en su origen había sido varón.
Mantendría la operación en secreto, que realizaría un equipo de famosos
cirujanos en Boston. Lo que más ansiaba, era que su padre no se enterara. La
relación se había tensado a tal punto que ya no solo no se comunicaban sino que
se odiaban profundamente, buscando dañar uno al otro.
Antes de su operación, Peter -claramente Peter, aún con
pene, antes de ser en todo sentido Linda- decidió masturbarse por última vez.
Debería ser una despedida inolvidable. Para ello preparó algo especial.
Inspirándose en algo que había leído vez pasada por allí, utilizaría una
aspiradora. Introduciendo el pene erecto en la manguera de aspiración, pondría
en marcha el artefacto. De esa manera, de acuerdo a lo investigado, sentiría
una placentera succión, como si le estuvieran haciendo sexo oral. Resulta, sin
embargo, que la información obtenida no era precisamente muy correcta. Puesta a
funcionar la aspiradora, produjo una succión tan potente que le dañó
severamente el glande.
Pero la aventura no terminó en forma tan simple, y mucho
menos, deliciosa. El dolor producido fue tan grande que comenzó a dar gritos
despavoridos, quedando el pene flácido metido de tal manera en el
electrodoméstico que no lo podía retirar. Fue necesario llamar a un servicio médico
de urgencia. Los paparazzi, siempre dispuestos a obtener escandalosas noticias
frescas, estaban apostados en las afueras de la residencia (Peter aún convivía
con su padre). Por supuesto, el hecho se difundió con celeridad monumental. Al
día siguiente era la comidilla de todo el Reino Unido.
Pero no solo en el archipiélago británico impactó; dada
la fama de Edward, y de la que ya iba cobrando la modelo, la novedad se
esparció por el orbe. Las burlas no faltaron, por supuesto. Indirectamente,
Peter logró la notoriedad que tanto había buscado. “El hijo del rockstar” ahora
brillaba con luz propia. Claro que…, una luz que no hubiera deseado el joven.
El padre, más que avergonzarse o preocuparse, se sintió
alegre. “Ojalá así aprenda este imbécil”, se dijo pletórico. “Ahora
sí que va a ser mujercita…” Peter/Linda moría de la consternación. Los
chistes que recibió en los días siguientes fueron, además de ofensivos,
extremadamente interminables.
Un mes después del accidente era su cumpleaños número
diecinueve. Como todavía seguía habitando la mansión paterna, Edward decidió
celebrar el nuevo aniversario de su hijo. De esa forma, organizó una fiesta
sorpresa. Invitó a poca gente, algo muy íntimo -unas 30 personas-. Aunque no
faltaron los medios de comunicación; los más amarillistas, por cierto. Había
que darle notoriedad al asunto. El padre colocó en un sitio bien visible, en
los jardines, una enorme piñata, de esas que tanto le habían fascinado en sus
viajes a México, y de las que gustaban tanto a Peter cuando pequeño. Eligió
como motivo de la misma un pene erecto.
Peter, aún convaleciente del percance, vestido como una
elegante joven, no resistió el agravio. En medio de la fiesta, pidió permiso
para retirarse un momento. Se dirigió al cuarto de su padre, donde sabía que éste
guardaba una pistola, siempre cargada. La intención, decidida en un relámpago
de ira, era vaciar el cargador sobre la humanidad de Edward. Luego vería: quizá
se suicidaba, o intentaba huir. Eso era secundario.
Edward, en el momento en que su hijo tomó la fatal
decisión, no estaba con los invitados. Se había ausentado, seguramente para ir
a vomitar al baño, o para buscar más droga. Cuando Linda llegó a la alcoba
paterna, no pudo utilizar la bendita pistola. Ya lo había hecho su padre, con
silenciador. El balazo, muy certero, entró por la sien derecha y le destrozó el
cerebro. Linda rió satisfecha.