https://www.youtube.com/watch?v=ndQvo2X-do0
Hace algunos años, digamos una década y media atrás, se perfilaban ya los teléfonos celulares como un elemento que había llegado para cambiar la cotidianeidad de gran parte de la humanidad. Hoy, 2021, con el agregado de una pandemia que obligó a confinamientos y cuarentenas a nivel planetario, la cultura del uso de esos aparatos se disparó en forma absolutamente exponencial. En este momento, la era digital -de la que su nave insignia es la telefonía móvil- parece ya plenamente instalada y con miras a perpetuarse. El mundo, cada vez más en forma creciente, hace uso de lo virtual (“Virtual: Que tiene existencia aparente y no real”, según el Diccionario de la Lengua Española).
Sin que se haya buscado directamente, la pandemia de COVID-19 obligó a
un uso sostenido de lo digital. Trabajo, estudio, comercio, actividades
sociales y un complejo etcétera fueron cambiando en su modalidad. Lo
presencial, no en todos los casos, pero sí en muy numerosos, fue cediendo su
lugar a esto que ahora se popularizó y llamamos “virtualidad”. Es decir: se
hace todo a través de una pantalla.
“Lo real supera a lo virtual”, se ha dicho. Habrá que estudiar
muy concienzudamente qué significa eso. ¿En qué sentido lo “supera”? Son cosas
distintas, sin ningún lugar a dudas; tienen estatutos ontológicos diferentes,
inciden diversamente en lo humano. De hecho, el ser humano es el único ser vivo
que puede hacer uso de una realidad virtual. Y puede hacer uso de ella de muy
distintas maneras: placenteramente, aterrorizándose, facilitándose la vida
cotidiana. Pero para muchas personas, complicándosela. O incluso:
empobreciéndola.
El uso de los teléfonos celulares (o móviles), ahora en su versión de
“inteligentes”, donde lo primordial ya no es la comunicación oral a distancia
(tal como nació con el italiano Antonio Meucci en 1854, formalmente patentado
como “teléfono” por Graham Bell en 1876, a quien erróneamente se le tiene por
padre de la telefonía), está revolucionando el día a día. Esos aparatos, entre
otras cosas, también permiten llamadas de voz a distancia, pero lo fundamental
no es eso, sino la interminable cantidad de otras funciones que logran (una
computadora, sin más, con todas sus características, y además: grabadora de
voz, cámara fotográfica y de video, GPS, escanear, tomar la presión, detectar
metales, servir como nivel, etc.)
Definitivamente, desde hace algunas décadas, a nivel global, se asiste a
una revolución comunicacional. Esto
ha cambiado en muy buena medida la forma de relacionamiento humano. La
presencialidad en muchas actividades va variando. Ahora hay formas de
vida impensables décadas
atrás, desde un sexo virtual a intervenciones quirúrgicas en línea, desde
operaciones bursátiles en lugares remotos del planeta instantáneas a educación
sin maestro de carne y hueso. Los campos de aplicación de estas nuevas
tecnologías -y en consecuencia del uso de los smartphones- son
enormes, interminables. Todo esto ¿trae beneficios para las grandes mayorías, o
no?
Es ahí, entonces, donde comienza el debate: toda esta revolución
cultural del uso de los teléfonos celulares, ¿es bueno o
es malo? Así planteado, de esa forma maniquea, la discusión no
tiene sentido. Como en todo complejo fenómeno humano, hay siempre un intrincado
entrecruzamiento de variantes, de facetas, de posibilidades abiertas. Ninguna aproximación
puede ser completa: la botella de un litro de capacidad conteniendo solo medio
litro está, al mismo tiempo, medio llena o medio vacía, según quien la
considere. Así sucede con esto de la telefonía móvil.
Es más que evidente que el uso continuo de estos nuevos ingenios
tecnológicos ha venido a modificar nuestra cotidianeidad. Hoy por hoy dejaron
de ser un lujo, y una amplísima cantidad de población dispone de algún equipo,
en muchos casos, con acceso a internet. En estos momentos se considera que hay
más de ocho mil millones de teléfonos en el planeta, es decir que cubren a un
103% de la población, con un promedio de 1.53 aparatos por persona. Es sabido
que el dato puede ser engañoso, porque mucha gente dispone de dos teléfonos, y
en las zonas más empobrecidas mucha gente no tiene acceso a ninguno. Pero es un
hecho que la telefonía inteligente está esparcida universalmente, desde las más
recónditas aldeas hasta las megaciudades más desarrolladas. Es sabido también
que la fascinación que producen estos nuevos “espejos de colores” no tiene
límites, pues no falta quien deja de comer o de pagar un servicio para
comprarse su smartphone a la moda.
El siglo XX estuvo marcado por la entrada triunfal de la televisión. En muchos hogares de
escasos recursos había una mala dieta alimentaria, pero había un televisor. Ese
medio de comunicación vino a cambiar la historia: pasó a ser una nueva deidad
intocable. Sus “verdades” pasaron a ser el fundamento mismo de la opinión
pública. La población -en países ricos y pobres, en todas las clases sociales,
hombres y mujeres- la adoró. El promedio de tiempo diario sentado ante una
pantalla de televisión rondó las tres horas. Algo similar, pero potenciado,
está pasando con las actuales redes sociales a las que se accede
con un teléfono celular inteligente. En este momento se estima en cinco horas
diarias promedio que un sujeto término medio puede estar consultando su móvil
para mirar su pantalla.
El siglo XXI fue más allá de la televisión. La cultura de la imagen, de
la virtualidad, está apabullando en forma aplastante a la presencialidad. Si la
opinión pública durante el siglo pasado estuvo moldeada/dominada por los medios
masivos de comunicación, en especial la televisión, la actualidad nos muestra
un dominio cada vez más total de lo que se ha dado en llamar redes sociales. La
relativa facilidad de tener hoy un teléfono móvil con acceso a internet ha
potenciado esa tendencia en forma exponencial. Los obligados encierros que
trajo la pandemia de COVID-19 llevaron eso a alturas estratosféricas. Pero hay
una diferencia con lo acontecido en el siglo XX: allí había una dirección vertical
de quien manejaba los mensajes -las empresas productoras, usinas
ideológico-culturales de las clases dominantes- para mantener adormecidas a las
grandes masas. Las redes sociales actuales abren otros escenarios: aquí se vale
todo, y la sensación -muy engañosa, por cierto- es de absoluta libertad. Decir
lo que cada quien quiera sin prácticamente controles no es libertad en sentido
estricto; pero esa es la falacia en juego. Valga aclarar rápidamente que todo
lo que circula en esas redes está rigurosamente observado, clasificado y
aprovechado por grandes poderes (Estados nacionales, enormes megaempresas
comerciales). Si con la televisión no había ninguna libertad, con estas nuevas
modalidades comunicacionales, más allá de la ilusión en juego, no ha cambiado
nada en lo sustancial, aunque podamos subir “lo que uno quiera” a la nube.
Sin entrar en profundidad en ese necesario, imprescindible debate,
queremos ahora simplemente indicar que hay allí una temática que nos plantea
preguntas impostergables. Se dice que “estar todo el día conectados al celular”
nos “desconecta del otro real”. ¿Es cierto? ¿En qué sentido “nos desconecta”?
Aparecen así, como mínimo, dos tendencias en la lectura del fenómeno: una de
ellas mostrando lo pernicioso en
juego en toda esta nueva cultura. De ese modo puede llegar a decirse que
estamos haciendo un “mal uso” de estos adminículos, por lo que debe encausarse
un “uso correcto” de ellos. No falta quien pide, incluso, legislaciones al
respecto, controles estrictos. “Tener libre acceso a la pornografía es una
aberración”, se dice. “Se está creando una generación de tontos”. Obviamente
eso abre la discusión. La interrogante está en ¿cómo decidir lo correcto aquí?
No hay dudas que existen groseras exageraciones en el empleo de
estos recursos: hay gente que murió por tomarse una selfie, por
mencionar algunas de las estupideces/atrocidades a que la actual parafernalia
puede dar lugar. Y en las redes sociales puede encontrarse la más completa
colección de banalidades para todos los gustos. ¿Qué aporta mostrar con una
foto lo que vamos a comer?, por ejemplo. Pero, ¿por qué no hacerlo? Sin dudas
esto requiere forzosamente un debate. ¿Se pueden pasar mensajes revolucionarios
gracias a las redes sociales? ¿Se puede luchar contra el racismo o contra el
patriarcado utilizando estas tecnologías? ¿Por qué no? Ahora bien: si se afirma
que nos torna más “tontos” esta cultura centrada en el celular, ¿con qué
criterio certero puede afirmarse eso? Estupidez humana ha habido siempre, y
seguramente seguirá habiéndola (debiendo precisarse primero qué es esa
“estupidez”). Podría afirmarse que la facilidad de acceso a las redes sociales
simplemente permite visibilizarla más. Es como la homosexualidad: siempre
existió. Ahora simplemente se ve más, es más común “salir del closet”, se
tolera más.
Junto al uso fabuloso que estamos haciendo de este nuevo recurso
tecnológico, considerándolo críticamente se llega a decir que el apego a las
redes sociales, al menos en muchos casos, ya constituye una psicopatología.
“Adicción al internet”, “adicción a las redes sociales”, “dependencia
enfermiza”, ya se acuñaron como términos que marcan estas conductas. No falta
quien las considera un “vicio”, equiparándolas con el alcoholismo o la
toxicomanía. Ahora bien: ¿eso es enfermizo? ¿Cuándo comienza a ser patológico y
cuando hay un “uso normal”? En un grupo focal con jóvenes de ambos sexos de
entre 17 y 24 años se preguntó si cuando estaban haciendo el amor, recibirían
una llamada de su teléfono celular, y más de la mitad contestó que sí. Para
gente que no se considera nativa digital, eso es incomprensible. ¿Dónde está lo
“mórbido”? Un “viejo” utiliza el espejo para mirarse, un joven nativo digital
se mira en el teléfono. ¿Cuál de ellos está en lo correcto?
No hay dudas que estamos ante un verdadero cambio civilizatorio, de profundidad
aún desconocida. La invención de la rueda, la agricultura, el manejo de los
metales, la navegación a vela, la máquina de vapor, la electricidad, son
momentos que marcan la historia humana. Otro tanto sucede con la aparición del
internet y la cultura virtual que va abriendo. Se reemplaza la realidad por una
imagen. Ello, sin dudas, abre interrogantes. Estamos ante algo que no es poca
cosa: no es una moda pasajera, un elemento aleatorio, un electrodoméstico más,
que amén de facilitarnos el día a día -una licuadora, un horno a microondas- no
cambia nuestra forma de estar en la vida. Esta cultura de la virtualidad,
llegada para quedarse, altera sin retorno la cotidianeidad, nuestras relaciones
interhumanas, nuestra relación con el mundo. En otros términos: nuestra
relación con la verdad. De ahí que se puede llegar a hablar -noción que impone
un muy profundo debate que supera grandemente este mediocre opúsculo- de post-verdad. ¿La vida pasa a ser lo
que muestra una pantalla? ¿Quién lo muestra entonces? ¿La humanidad está
atrapada en esto? ¿Es o no un beneficio esta situación?
Esto lleva a pensar en el mundo que se está construyendo. Es cierto que
hay generaciones, los llamados “nativos digitales”, que van conociendo cada vez
más una realidad dada crecientemente por lo virtual. “¿Qué significa un
pulgar para arriba?”, pregunta un viejo a una joven: “Like”,
responde la muchacha (por supuesto, tiene que ser en inglés, aunque se trate de
un país con otra lengua). ¿Qué significa eso? Que la realidad está
mediatizada/construida/significada por esta malla simbólica que ofrecen las
pantallas. Y lo que ofrecen es un menú previamente preparado por ciertos
grupos, los que dominan todo. De ahí que sea un mito que el internet sea libre.
En relación a la post-verdad arriba aludida, se abre la inquietante pregunta
sobre quién “construye” esas verdades. Hoy día, en las redes sociales ya no se
sabe en absoluto qué es qué, qué cosa es una fake news o no. De
hecho, los centros de poder destinan ingentes esfuerzos a falsificar
informaciones, datos y percepciones a través de esos “ejércitos modernos” que
son los net centers. Lo que consumimos en cantidades industriales en las
pantallas de los smartphones ¿quién lo pone ahí y para qué?
Para graficar esa confusa Torre de Babel a que está dando lugar esta
nueva cultura, ya impuesta hoy sin posibilidad de marcha atrás, véase este
simpático ejemplo: vez pasada apareció un relato en un blog, punzante denuncia
escrita con un nombre ficticio: Abunda Lagula, y eso
provocó un increíble desconcierto. Muchos lectores protestaron porque pensaron
que se trataba de una noticia falsa. ¿Ya no sabemos qué es cierto y qué no?
Pareciera que el holograma va superando a la materialidad. ¿Qué significa
entonces aquello, dicho más arriba, de lo real supera a lo virtual?
Lo que inaugura esta tecnología da para todo. No está claro -imposible
decirlo- qué futuro habrá
de generar. A quien dice que todo esto nos adormece, podría respondérsele que
las actuales movilizaciones que vemos en el mundo están convocadas, en muy
buena medida, por vía de smartphones. Pero no hay que dejar de
considerar que el panóptico global sabe todo de nosotros -y nos controla-
también a través de estas vías. En la República Popular China sirvió para
detener la pandemia, mientras que al mismo tiempo se monta la popular
plataforma para videos Tik Tok (propiedad de la empresa china ByteDance), red
adalid de la superficialidad. Con un teléfono celular en la mano y conexión a
internet se puede acceder a todo el conocimiento universal, hacer una tesis
doctoral, pasar proclamas revolucionarias, encontrar solución a muchas
penurias, buscar pareja afectiva, visitar cualquier lugar del mundo, tener
sexo, o también “perder el tiempo”. Aunque…, ¿quién pone el criterio para decir
que se pierde tiempo? ¿Con qué opción nos quedamos?
Insistamos: hay aquí un debate de proporciones gigantescas. Quedarse con
la idea que ahora vamos hacia un mundo de “tontos adormecidos” es, como mínimo,
muy pobre. Quienes crean estas tecnologías (desarrollos científico-técnicos
fabulosos que, hoy por hoy, solo muy pocos países pueden tener) no parecen muy
tontos; y los poderes que se valen de ellas -para hacer negocio o para control
social- tampoco lo parecen. No hay dudas que se está produciendo un gran cambio
en la dimensión cultural de la humanidad, la forma en que establecemos nuestra
civilización: hace unos años atrás, ¿quién remotamente hubiera pensado
interrumpir un coito para atender el teléfono? ¿Son más “tontos” quienes ahora
lo hacen? Hay una transformación profunda en juego, que no está claro hacia
dónde nos llevará. La estructura de base, apoyada en la explotación de una
clase social sobre otra, no ha cambiado. El sujeto humano en cuestión -producto
de una historia subjetiva y social que no domina, que en todo caso nos domina-
sigue siendo el mismo, transido por los miedos, por el terror a la finitud, con
un malestar intrínseco a su especie que no desaparece nunca (aunque se llene de
oropeles, espejitos de colores y ya estemos pensando en viajar a Júpiter). Está
por verse si esta herramienta, igual que la conquista del fuego en su momento,
o la domesticación de animales -para mencionar algunos hitos de la historia-
contribuye a un cambio significativo. Si levanta tantas olas -“todo esto nos
embrutece” o “es una revolución tecnológica que nos facilita la vida”- es
porque estamos ante algo muy grande. ¿Servirá para mantener las injusticias,
inequidades y atrocidades humanas, o podrá contribuir a liberarnos de ellas?
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