Toda sociedad necesita una ética, un sistema de valores que establece lo que se puede y lo que no se puede, lo que se considera "bueno" y lo que se considera "malo". Ser un ser humano hecho y derecho no se resume en un alumbramiento biológico; por el contrario, implica un largo y complejo proceso donde el punto de llegada, la llamada adultez normal, y el camino para alcanzarlo, nunca están exentos de dificultades.
La moral, dicho de otro
modo: los valores, creencias y principios que rigen la vida en comunidad, se
impone obligadamente. Hay mandamientos, hay prescripciones -todo eso nos hace
devenir humanos adaptados-, pero las mismas no siempre se cumplen a cabalidad.
La eficacia simbólica de las leyes, de todos modos, se da. Se da mayoritariamente,
aunque no deje de haber transgresiones. Dijo Freud: "El costo de la
civilización es la neurosis". Podríamos agregar: ese costo es el
malestar, la angustia que siempre, en alguna medida, permanece.
Hay mandamientos que nos
organizan la vida, pero a veces también se incumplen: "No matarás",
y sin embargo matamos. "No codiciarás la mujer del prójimo" (¡máxima
machista, por cierto!: ¿y qué se les dice a las mujeres?, o ¿se da por sentado
que ellas no "codician" al varón de otras?), y las relaciones
extramatrimoniales están a la orden del día. "Si alguien te pega en una mejilla, ofrécele también la otra;
y si alguien te quita la capa, déjale que se lleve también tu camisa" (Lucas
6:29-42). En otros términos: ¡hay que ser buena gente!, corazón abierto, dar
todo a cambio de nada. Hay allí un profundo desconocimiento de lo humano…, o
demasiada hipocresía.
En nombre de los,
supuestamente, más puros y nobles ideales, se puede cometer
cualquier atrocidad. Así, la iglesia católica, en su patológica misoginia, mató
medio millón de mujeres en el medioevo europeo por considerarlas "brujas".
Y hablando de humildad -los sacerdotes hacen votos de pobreza- el Vaticano
desborda de lujo despampanante, y sus finanzas, menguadas ahora, fueron
dominantes por un milenio (dueño de la mitad de las tierras en Europa en la
Edad Media). Los presidentes de las potencias capitalistas hablan de "paz", y son los principales fabricantes de
armas del mundo, llevando adelante todas las guerras que en el Sur famélico
sufrimos.
Vistas cómo son realmente
las cosas, con criterios de veracidad y no con puras declaraciones
insustanciales, sin lugar a dudas ya es hora de dejar de creernos que somos tan
"buena gente", que nos amamos los unos a los otros
incondicionalmente. Si así fuera, ¿para qué la profusión monumental de armas? Y
no podría decirse, algo hipócritamente, que las usamos porque alguien "malvado"
las fabrica; la realidad es que, en nombre de cualquier ideal, todo el mundo
potencialmente puede empuñar alguna, y matar a otro. ¿Esto qué significa? Que
la transgresión está siempre presente como posibilidad humana.
¿No somos tan "buenos"
entonces? Quizá haya que terminar de una buena vez con esa visión simplista -y
maniquea- de buenos y malos (con el agregado que los "malos"
son siempre los otros).
O, al menos, empezar a ver
a este ser humano que conocemos ahora, producto de una sociedad basada en la
propiedad privada y la explotación de una clase social sobre otra, como siempre,
irremediablemente, con una dosis de transgresión, individualista y falto de
solidaridad.
Más allá de esas pomposas,
pero vacías, declaraciones de amor al prójimo y búsqueda de la paz (u otras
tonteras por el estilo que se dicen en los discursos públicos pero que nadie se
cree verdaderamente), la realidad nos confronta con un sujeto con olor
fétido, por decirlo algo dulcemente. La bondad sin límites (¿de verdad "bondad
sin límites"?) de la caridad (¿la madre Teresa de Calcuta?) abre
inquietantes preguntas. ¿Hay que ser de otro mundo, una santa, alguien
que no tiene los pies sobre la tierra, para quitarse el pan de la boca y
dárselo al hambriento? ¿Por qué no, mejor, preguntarse por qué hay hambrientos,
y hacer algo para terminar con el hambre, no el del pobre diablo que
mendiga, sino el de la mitad de la humanidad?
Queda la esperanza de un
mundo nuevo, el comunismo, basado en otra matriz social, donde probablemente el
sujeto que surja de allí no sea tan macabro como lo que conocemos ahora (no se
equivocaba Freud cuando habló de una pulsión de muerte). Si tanto nos amamos,
¿por qué nos matamos con tanta facilidad? ¿Será que el diablo es tan poderoso y
nos vive tentando?
¿Por qué decir todo esto?
Porque la observación de la realidad actual con el tema de la vacunación anti
COVID-19, nos lo evidencia en forma descarnada. El llamado Norte próspero
(Estados Unidos y Canadá, Europa Occidental, Japón) monopoliza el 90% de las
vacunas existentes. El Sur empobrecido.... ¡se aguanta!
Pero peor aún: la vacuna
desarrollada por el consorcio Oxford-AstraZeneca salió defectuosa: puede
producir coágulos, que llevan a la muerte con trombosis. ¿Qué hace el
"desarrollado" y "culto" Primer Mundo? No la utiliza con su
gente, las prohíbe... ¡y las manda para el Sur!
Insistamos: anida la
esperanza que en un mundo de iguales (¡eso es el comunismo!) no seamos tan….
(ponga el lector la palabra que más prefiera).
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