El título de este escrito, tomado de alguna de las numerosas pancartas surgidas en la lucha, refleja lo que es la situación actual del país. La represión histórica que se sufre, de las peores en el continente americano, alcanzó un pico máximo en estos días, con una cantidad aún imprecisa de muertos y heridos. El motivo: un entrecruzamiento de causas donde lo principal es la estructura misma de la nación, dada por una pequeña oligarquía dominante con enormes masas paupérrimas que, cuando intentan alzar la voz, solo reciben palo. A lo que se suma la presencia imperialista de Estados Unidos, que ha tomado el territorio colombiano como una base militar propia con la que puede controlar buena parte de Latinoamérica.
En Colombia se vive un clima de
violencia generalizada desde hace muy largas décadas. Como anticipamos, una sumatoria
de causas explica esa dinámica; por un lado, la pobreza crónica y estructural
(19.6% de la población, según datos del Departamento Administrativo Nacional de
Estadística -Dane-, 2019), que excluye a amplios sectores, fundamentalmente
rurales, lo que crea un clima de inestabilidad permanente. A ello se suma la
presencia de una importante narcoactividad (2% del PBI, según datos de la
Unidad de Información y Análisis Financiero -UIAF-), también en áreas rurales,
donde igualmente se da la presencia histórica de movimientos revolucionarios de
acción armada (llegó a haber tres para los años 90 del pasado siglo),
perseguidos ferozmente por las estrategias contrainsurgentes del Estado. De
hecho, Colombia presenta la guerra civil más prolongada de todo el continente,
cuyos orígenes se remontan a la década del 50 del pasado siglo. Las
consecuencias de todo esto fueron fatales; además de las cuantiosas pérdidas
materiales, ese prolongado conflicto ocasionó cerca de un cuarto de millón de
muertos, incalculables heridos, 70,000 desaparecidos, numerosas violaciones
sexuales de mujeres y más de cinco millones de desplazados internos (primer
país en el mundo en cantidad de esos desplazamientos por causas bélicas, según
datos del ACNUR), sin contar con las secuelas psicológicas y sociológicas de
ese clima de violencia perpetuo, y la apología de la misma como prácticamente
único modo de relacionamiento entre grupos diversos.
¿Por qué se ha prolongado tanto
este conflicto? ¿Qué hace que, mientras en otras latitudes las guerras pasan,
se encuentran salidas negociadas, se ponen en marcha procesos de pacificación,
en Colombia pareciera perpetuarse indefinidamente sin dar miras de poder
entablarse negociaciones firmes que terminen de una vez el problema?
Evidentemente, hay poderosos intereses en juego para que todo ello se perpetúe.
El negocio de la violencia es muy redituable para ciertos grupos. Si bien ha
habido numerosos intentos de pacificar el país en estos últimos años con cuantiosos
compromisos contraídos, luego no cumplidos, y recientemente se firmaron
importantes acuerdos entre el gobierno y el principal grupo revolucionario
alzado en armas, la paz no termina de llegar nunca.
El clima bélico en que se ha
venido moviendo la sociedad colombiana durante tan largos años es sumamente
complejo por presentar numerosos y tan diversos componentes: movimientos
revolucionarios de vía armada, carteles de la droga y narcoactividad, grupos paramilitares,
Estado armado hasta los dientes, presencia de fuerzas armadas, de inteligencia
y contrainsurgencia extranjeras directamente comprometidas en esa “guerra
sucia” de mediana y baja intensidad selectiva (como es la estrategia de
Washington), incluso con varios destacamentos fijos (siete en este momento: Palanquero,
Apiay, Malambo, Cartagena, Tolemaida, Larandia y Bahía Málaga) y dotados de
alta tecnología militar. Oficialmente son estas siete las bases estadounidenses
en territorio colombiano -aunque se habla también de acuerdos secretos que abre
las puertas a otras operaciones-, por lo que más de algún analista compara la
situación del país caribeño con el papel que juega Israel, aliado de la
política de la Casa Blanca, en el Medio Oriente. Es decir: el gendarme super
armado de la región. No olvidar que Colombia tiene una posición estratégica al
lado de Venezuela, que atesora las reservas de petróleo más grandes del mundo,
más otros importantes recursos minerales (oro, hierro, coltán, tierras raras),
todo lo cual es codiciado por la geoestrategia de Washington.
El enfrentamiento bélico se ha
dado, básicamente, entre el Estado, la presencia militar estadounidense, y en
algunos casos los paramilitares como sus aliados, contra los movimientos
revolucionarios (de los tres que llegó a haber años atrás, queda operativo hoy
solo uno, más algunos elementos de otro que se rearmó parcialmente). De igual
modo, el Estado colombiano, con la colaboración de Washington, ataca la
narcoactividad, en buena media destruyendo sembradíos en zonas rurales por
medio de fumigaciones aéreas. Lo curioso es que ese “combate al narcotráfico”
nunca termina de dar resultados, y la producción de cocaína no cesa. No está de
más recordar que a Estados Unidos llega una tonelada y media de drogas ilegales
cada día, en buena medida cocaína colombiana. Ese supuesto “combate” que se da
en tierra sudamericana, por lo tanto, abre suspicacias. ¿Realmente se lo
combate?
El “Plan para la Paz y el
Fortalecimiento del Estado”, más conocido como “Plan Colombia”, luego
rebautizado “Plan Patriota” y finalmente “Plan Consolidación”, destinado a
combatir la narcoactividad, pero con la agenda oculta de atacar a las
guerrillas revolucionarias, implicó una erogación de USD. 20,000 millones por
parte del erario colombiano, cobrado por las empresas que suministraron todo el
equipo bélico y capacitación militar, todas de origen estadounidense. Lo
curioso es que, pese a esa monumental inversión y despliegue de fuerzas
militares, supuestamente para combatir la narcoactividad, la producción de hoja
de coca no bajó y la fabricación de cocaína y otras drogas se mantuvo o se
movió a otros países de Latinoamérica y el Caribe. Definitivamente hay ahí una
sumatoria de elementos complejos e interrelacionados que hacen de Colombia una
mezcla explosiva y que, según algunas estimaciones, lo colocan como el país más
violento de Latinoamérica y uno de los más violentos del mundo donde pareciera
que nadie desea terminar la guerra (porque para ciertos sectores trae cuantiosos
réditos).
De hecho, a través de los últimos
años ha habido numerosas negociaciones en búsqueda de la paz, y muchos de los
actores involucrados en esa violencia han ido modificando posiciones. Por lo
pronto, dos de los grupos guerrilleros históricos involucrados en esa larga
contienda silenciaron sus armas: el Movimiento 19 de Abril -M 19-,
desmovilizado en marzo de 1990, y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia -FARC-, desmovilizadas según Acuerdos de Paz con el gobierno en el
2016. Pero pese a ello, la violencia no se extingue -continuó la muerte de
desmovilizados de las FARC-, lo que llevó a que grupos puntuales de esta
organización guerrillera se alzaran en armas nuevamente en el transcurso del
2019, quizá sin constituir una real amenaza militar, pero con hondo significado
político, distanciándose de sus cúpulas de dirección nacional a las que acusan
de “traidoras”.
Se podría decir también que el
movimiento paramilitar -de ultraderecha, participante también en la guerra
interna- sumamente activo años atrás, agrupado en la Autodefensas Unidas de
Colombia, se sumó a la desmovilización en el año 2003. E igualmente poderosos
carteles del narcotráfico fueron diezmados por las fuerzas gubernamentales en
operaciones conjuntas con la DEA, CIA y tropas especiales de Estados Unidos, a
lo largo de los últimos años. De todos modos, pese a esas diversas operaciones
de pacificación, de desmovilización de fuerzas combatientes y de grupos armados
de acción violenta, Colombia nunca ha vivido en paz.
La represión de toda disidencia política ha marcado a
sangre y fuego la historia del país, y hoy la sigue marcando. Esa es la nación
de todo el continente americano donde más líderes comunitarios, políticos de
izquierda, dirigentes campesinos, periodistas que denuncian injusticias y
estudiantes movilizados han muerto en estas últimas décadas. Como bien dice
Hernando Calvo Ospina: “Desde
crematorios hasta criaderos de cocodrilos han sido creados para desaparecer a
dirigentes comunitarios. No hay otro país en el mundo donde se hayan encontrado
fosas comunes con más de 2000 personas cada una: ni los nazis lo lograron. Los
grupos paramilitares hacen parte del régimen colombiano desde hace seis
décadas. Perfeccionados por especialistas israelíes, ingleses y estadounidenses
en los años ochenta del siglo pasado, fueron y siguen siendo financiados con
dinero del narcotráfico. Ellos se encargan de hacer el «trabajo sucio» del
ejército y de «limpiar» las zonas campesinas de posibles opositores a las
transnacionales y terratenientes, que se apoderan de los inmensos recursos
estratégicos”. En cualquier parte del
mundo decir “Colombia” es decir muerte y represión.
Al mismo tiempo, no puede dejarse
de mencionar como elemento sumamente explosivo -que, en realidad, está en la
base de toda aquella violencia-, la gran polarización económico-social que se
da en el país, la cual se extendió aún más desde los ‘80 del pasado siglo, con las
impuestas políticas neoliberales de los organismos de Bretton Woods (FMI y BM),
y particularmente desde 1991 con las reformas constitucionales que permitieron
profundizar las mismas. Según datos de Naciones Unidas, Colombia presenta una
enorme disparidad en ese ámbito -uno de los países más desiguales del mundo-
con un acaparamiento de tierras enorme en manos de una ínfima oligarquía
terrateniente, y una gran masa de campesinos empobrecidos. Según el Informe de
Oxfam “Radiografía de la Desigualdad”, 2020, basado en datos del Censo Nacional
Agropecuario, el 1% de propietarios posee el 81% de las tierras. Mujeres solo
presentan el 26% de la titularidad. De acuerdo con referido documento “Un
millón de hogares campesinos vive en menos espacio del que tiene una vaca para
pastar.”
Esa masa campesina encontró en el
cultivo de plantas de coca -comprada por los carteles del narcotráfico para la
elaboración de cocaína, en buena medida con destino a Estados Unidos- una forma
de sobrevivencia que la aleja de la pobreza extrema, pero sujetándola a
circuitos que le terminan creando más problemas, en definitiva. Para cierta
visión punitiva del combate a las drogas -que es la que impulsan los distintos
gobiernos del país en consonancia con lo estipulado por el gobierno federal de
Estados Unidos-, el eslabón del pequeño productor de la materia prima es el más
golpeado. De ahí la continua quema, fumigación de sembradíos, criminalización y
castigo por actividades ilegales, que terminan arruinando, separando y
estigmatizando a esas familias campesinas, que nunca salen de pobres pese a
participar en este acaudalado negocio (un campesino cobra un centavo de dólar
por cada gramo de hoja de coca, mientras que ese gramo procesado, ya como
cocaína, se vende en las ciudades estadounidenses hasta a 200 dólares).
Esa histórica polarización
económica colombiana entre acaudalados y empobrecidos se vio acrecentada desde
fines de los años ‘80 del pasado siglo con la implementación de las políticas
neoliberales que dominaron todo el panorama latinoamericano y caribeño. Todos
los mandatarios colombianos, fieles a los dictados de los organismos
crediticios de Bretton Woods (que no son sino los operadores de la gran banca
privada global, estadounidense en mayor medida), siguieron implementando a la
letra las recetas de ajuste estructural, lo cual empobreció más a los sectores
históricamente empobrecidos, concentrando la riqueza en una oligarquía hiper
rica. En el medio de la fiebre antineoliberal que barrió Latinoamérica hacia
fines del año 2019, también la población colombiana reaccionó. Fue así que se
asistió al despertar de espontáneas protestas populares. El presidente Iván
Duque, de derecha, acérrimo defensor de los planes neoliberales y estrecho
aliado del gobierno de Donald Trump, fue duramente cuestionado. En realidad, el
actual presidente colombiano, sin con esto quitarle la más mínima
responsabilidad, no hizo sino continuar las prácticas privatistas que vienen
dándose desde los ‘90 del pasado siglo, forzadas por la banca internacional, en
detrimento de las grandes mayorías. En otros términos: se continuó, igual que
todos los presidentes anteriores, con las privatizaciones en el sector
energético (petróleo y minería), en las comunicaciones y en los servicios
financieros. Al mismo tiempo, continuaron las políticas de impuestos
regresivos, beneficiando así a los grandes propietarios colombianos, y se
profundizó la reducción de la inversión pública en áreas básicas (salud y
educación). Todo ello aumentó la histórica pobreza urbana y profundizó la rural
provocando un descontento creciente que estaba a punto de estallar en cualquier
momento.
Y finalmente, estalló. Entre fines
de octubre e inicios de noviembre del año 2019, más de un millón de personas se
movilizaron en las principales ciudades del país (Bogotá, Cali, Barranquilla,
Bucaramanga, Cúcuta) exigiendo el fin de las medidas neoliberales. La respuesta
del gobierno fue, al igual que en los otros países de la región que estallaron
al mismo tiempo (Chile, Ecuador, Honduras, Haití), exactamente la misma: vigilancia,
confrontación y represión. De ese modo, se registraron tres muertos, 250
heridos y cientos de arrestos.
Las protestas, conocidas como
“Paro Nacional”, se prolongaron hasta el inicio del 2020. Como consecuencia de
esa movilización popular, se conformó un Comité de Paro, integrado por
distintas organizaciones sociales, que nuclea una pluralidad de sectores del
campo popular, el cual entregó a fines del año 2019 una lista de demandas al
gobierno del presidente Duque. El pliego de peticiones incluye un amplio
listado que toca puntos sobre la política económica y social llevadas adelante
por el gobierno, el cumplimiento de acuerdos suscritos con los movimientos
estudiantil, campesino y sindical, con los pueblos indígenas y afrocolombianos
en medio de las movilizaciones, la revisión de la política de seguridad vigente,
de derechos humanos y lo concerniente a los asesinatos sistemáticos de
lideresas y líderes sociales así como de excombatientes de las FARC, temáticas
ligadas a la reforma política y electoral, normas y medidas para luchar contra
la corrupción y el pedido de profundizar el diálogo de paz con la única fuerza
guerrillera ahora vigente, el Ejército de Liberación Nacional -ELN-.
Para el año 2020, dándole
seguimiento a ese pedido, se tenían previstas distintas manifestaciones
exigiendo el cumplimiento de lo solicitado, con diversas convocatorias para el
transcurso de los primeros meses del año (abril y mayo). La aparición de la
pandemia de COVID-19 vino a alterar todo ello; los obligados confinamientos,
que se dieron por igual en todos los países del mundo, enfriaron ese clima de
protestas. O, en todo caso, lo aplacaron temporalmente. El mar de fondo, el
malestar social, la pobreza crónica y la represión furiosa continuaron.
Justamente la prolongada pandemia
y el manejo que de ella hizo el gobierno pusieron más en evidencia las
injusticias estructurales que siguen presentes en la historia colombiana. El
sistema público de salud, colapsado por las privatistas políticas neoliberales
de estos últimos años, no estuvo a la altura de las circunstancias. Como siempre,
la cadena se corta por el eslabón más débil: fueron los sectores populares,
eternamente empobrecidos y excluidos, quienes más sufrieron la pandemia. Si
bien la crisis sanitaria vació temporalmente las calles de manifestantes, no
terminó con la exclusión y pobreza de las grandes masas populares.
Pero pese al distanciamiento
social obligado y a las restricciones de movilidad, siguió habiendo
organización popular. De hecho, el movimiento campesino siguió en pie de lucha,
como hace décadas que lo está haciendo. Para octubre de 2020, en plena pandemia
aún, 15 organizaciones indígenas, campesinas y afrodescendientes buscaron
reactivar la movilización social y el diálogo con el gobierno. Intentaron
abordar cuatro temas candentes: 1) el incumplimiento de los acuerdos pactados en
el 2019 entre la administración de Iván Duque y las organizaciones sociales, 2)
la continuidad de la violencia política en el país, con muy altas cifras de
asesinatos de líderes y lideresas sociales, 3) el cumplimiento de los acuerdos
de paz de 2016 cuando la desmovilización de las FARC, y 4) la búsqueda de
caminos para terminar con la criminalización de la protesta social. Una vez
más, el gobierno se ausentó del diálogo, mostrando para qué proyecto trabaja
efectivamente.
El año 2020 terminó en medio de la
crisis producida por el coronavirus y por la paralización económica. Sin que se
buscara directamente por el gobierno y la derecha dominante, la protesta
popular del 2019 se desarticuló, como consecuencia natural de los confinamientos.
Aunque no terminó. El malestar siguió absolutamente presente. La paralización
de la economía -que para algunos economistas es una expresión de una crisis
global del capitalismo anterior a la pandemia, y que se potenció con la misma-
afectó más aún a los ya históricamente afectados de siempre: el pueblo
trabajador (urbano o rural, asalariado, sub-asalariado, ama de casa,
desocupado). Para paliar en parte esa crisis, este año 2021 el 5 de abril el gobierno
del presidente Duque propuso un paquetazo de impuestos, tendiente a recaudar 23
billones de pesos colombianos adicionales al presupuesto ordinario (alrededor
de 6,300 millones de dólares). Como siempre también, el peso de esta reforma
tributaria -presentada disfrazadamente como “Ley de solidaridad sostenible”- caería
en los más empobrecidos y desamparados.
La reacción popular no se hizo
esperar. La población salió a manifestar, harta ya de tanto golpe, de tanta
injusticia y represión. 72,000 muertes debidas a la pandemia de COVID-19, más
el inaudito retraso en el proceso de vacunación, aunada a una cólera histórica
que se mantiene por la miseria generalizada y la sangrienta represión de las
protestas como algo ya normalizado, encendieron la movilización popular. Se
podría decir “espontánea”, dado que ningún grupo político en especial la llamó;
pero en cierto sentido no es espontánea: la sumatoria de todos los factores
apuntados la produjeron, tiene historia, tiene profundas causas. Muchas
ciudades, principales y secundarias, se vieron movilizadas, y una vez más, como
pasó en el 2019 -no solo en Colombia sino en varios países latinoamericanos y
del mundo- la gente dijo “no” al empobrecimiento creciente. Una vez más
también, como parece ser ya la norma, el gobierno reprimió ferozmente. Para el
caso, con policía y ejército, utilizando tanques de guerra y armas de alto
calibre con munición real.
Los medios de comunicación
corporativos presentan tergiversadamente la situación. Iván Duque trató a los
manifestantes de “vándalos y terroristas”. En un acto de soberbia
asesina -con asesoramiento de estrategas de Washington- el gobierno reprimió en
forma brutal. Al momento de escribirse estas líneas no está claro el número de
víctimas. Todo indica, sin embargo, que son varias decenas de muertos y cientos
de heridos. El presidente Duque tuvo que dar marcha atrás con la reforma
tributaria, renunciando el Ministro de Hacienda Alberto Carrasquilla. De todos
modos, las protestas continúan.
La OEA, “ministerio de colonias de
Washington” con su impresentable títere Luis Almagro a la cabeza, no ha dicho
una palabra sobre el asunto.
No está claro aun cómo seguirá el
conflicto. La ira histórica que acumula la población ha estallado una vez más.
Ello muestra el empantamiento del sistema capitalista que, aunque quisiera, no
puede ofrecer salidas a su modelo estructuralmente explotador. Pero a esa
situación de injusticia histórica se suman las políticas neoliberales de estas
últimas décadas, y más aún, la crisis desatada por el COVID- 19, todo lo cual tensó mucho más las
cosas. Hay un generalizado clamor popular que pide cambios. La cuestión es que
la represión furiosa que se ha sufrido en Colombia, así como el estado de
desmovilización ideológica a que nos ha llevado el fin de la Guerra Fría, no
permite tener proyectos alternativos claros, ideas revolucionarias que
realmente se puedan viabilizar en este momento. Ello habla de la falta de
dirección política en las izquierdas, no solo en este país, sino como déficit
global.
No puede afirmarse categóricamente
que la movilización actual de Colombia sea el camino, porque una explosión
popular sin proyecto se agota. Pero esto muestra que la revolución socialista,
en tanto proyecto de superación del capitalismo, ahí sigue esperando.
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