Hacia el año 1996, cuando se firma la Paz Firme y Duradera, había en la ciudad de Guatemala aproximadamente 30 mujeres transgénero ofreciendo sus servicios sexuales, básicamente en zona 1. Hoy, 25 años después, esa cantidad aumentó exponencialmente (se decuplicó, según algunos datos). Es decir: pululan por las calles capitalinas alrededor de 300 mujeres trans, no sólo en el centro sino en diversos puntos. ¡Diez veces más de oferta! Dato interesante: hoy día no solo en la capital se encuentra ese servicio, sino en distintos puntos del país. Y lo hay para todos los gustos y posibilidades económicas. ¿Qué significa eso?
El fenómeno
existe, y nadie puede alegar desconocerlo. Pero, por supuesto, como todo
fenómeno, admite ser interpretado de distintas maneras, radicalmente
antitéticas incluso. Según como se mire, para algunos podrá ser síntoma de
descomposición social. De esa cuenta, para quien defiende una moral
pretendidamente férrea y pura, siempre ligada a posiciones religiosas, este
crecimiento sería indicador de una decadencia en los valores más sagrados de la
sociedad. En tal sentido, según esa posición, vamos hacia un libertinaje
promiscuo, por tanto, condenable. Las “tentaciones” del demonio están a la
orden del día, y necesitaríamos una gran “cruzada moral” para encausar tantas
almas extraviadas. La homofobia, la hetero-nomatividad, la concepción mezquina
de lo humano, siempre de la mano de una cosmovisión instintivo-biológica y de
la moralina religiosa, está muy arraigada. “Tener un hijo o una hija gay, una
desgracia. Pero al final…vaya y pase. Pero trans… ¡qué terrible!”, dijo con absoluta
sinceridad un varón heterosexual en su sesión psicoanalítica.
Por otro
lado, para las mujeres transgénero, que siguen creciendo en número día a día,
esto significa: 1) una mayor posibilidad de ganarse el sustento diario con la
venta de servicios sexuales, dado que por la discriminación de que son objeto
no consiguen otras fuentes de ingreso (¿quién le da trabajo a una mujer trans?),
y 2) como colectivo, como parte del grupo de diversidad sexual (LGTBIQ+) que
reclama derechos propios y la no-discriminación, posibilita una mayor presencia
(quizá no aceptación, pero sí al menos visibilidad) en la dinámica social.
Pero podría
intentarse aún otra lectura de los hechos, que es la que queremos destacar aquí:
si crece de tal modo la oferta de servicios (un 1,000% más que un par de
décadas atrás), ello responde y se articula con un similar aumento en su demanda.
¿Hay más homosexuales varones que requieren los servicios de una mujer con pene?
No, no es así: básicamente la oferta de estas sexoservidoras es tomada por
varones oficialmente heterosexuales.
La
cultura patriarcal dominante, la cultura de los “machos” que establecen las condiciones,
excluye y estigmatiza a esta considerable cantidad de mujeres transgénero, condenándolas
a la marginalidad, y en más de algún caso, a la muerte, como producto de este
disparate al que algunos llaman “limpieza social”. De hecho, no es infrecuente
la persecución y golpiza de alguna de ellas por parte de esos “machos”, de lo
cual se habla poco y nada mediáticamente. Según algunos colectivos de
diversidad sexual, durante la pandemia creció el número de ataques a mujeres
trans, todo indicaría que a partir de la instigación hecha por religiosos
fundamentalistas que ven en la crisis sanitaria un “castigo divino” por tanta “perdición”.
Pero
¿quiénes consumen estos servicios sexuales? Dicho por las mismas sexoservidoras
trans que venden sus cuerpos noche tras noche, son varones, hombres con bigote
y con todas las características de un reconocido como “macho viril” quienes las
contratan. Nunca son mujeres ni homosexuales. ¿Qué puede concluirse de eso
entonces?
El
psicoanálisis, que no es denostado como toda la comunidad de diversidad sexual,
pero que tampoco es lo más aceptado en nuestra moral cotidiana -precisamente a
partir de la infundada “denuncia” de pansexualismo- muestra con lujo de
detalles cómo se construye nuestra sexualidad. Con esto se pone en entredicho
la visión biológico-instintivista que uniría “machos” y “hembras” en función de
la procreación. En otros términos: la bisexualidad es una posibilidad
siempre abierta. Escandalizarse de ello es “querer tapar el sol con un dedo”.
El
crecimiento en la oferta de mujeres transgénero -insistamos en esto: para todos
los precios, incluido el pago con tarjeta de crédito- ¿habla de una
“enfermedad” moral o de una realidad que se prefiere callar? Siendo rigurosos
con el análisis, y haciendo uso de los conceptos psicoanalíticos, es evidente
que la moral basada en “normales” y “desviados” no alcanza.
Preguntémonos
seriamente, con sentido crítico: ¿dónde está nuestro padre, o nuestro hijo
varón, o nuestro hermano en estos momentos? ¿Podrán ser ellos uno de los
clientes que buscan los servicios del creciente número de mujeres trans que se
ofrece por allí? ¿Por qué no? ¿Qué garantiza que no lo hagan: su declarada
heterosexualidad? Como vemos, esa declaración no es sino un estandarte que no
se sostiene. La identidad sexual es una larga y penosa edificación psicológico-social
(no asegurada biológicamente), que puede dar como resultado final un varón o
una mujer “normales”; pero las cicatrices y magullones que ese transcurso deja,
permite ver que la normalidad es pura cuestión de grado. Los “rudos” varones
son los que contratan a estas trabajadoras sexuales. Esto, como mínimo, debería
servir para empezar a cuestionar qué entendemos por masculinidad.
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