miércoles, 26 de mayo de 2021

EL HIJO DE PAGANINI

Terminando la presentación, Edward fue ovacionado por largos minutos. Él sabía que la locura que causaba en el público, el femenino fundamentalmente, se debía a su persona. Pero amable, casi condescendiente, hizo el gesto de compartir los aplausos con los otros cinco integrantes de la banda. Varias muchachas, frenéticas, arrojaban su ropa íntima al escenario.

 

Esta estrella del rock, con sus 42 años, parecía un adolescente por la forma en que saltaba y electrizaba a sus seguidores en cada show. Era la voz principal del grupo, y ocasionalmente tocaba la guitarra rítmica. Nunca se había casado formalmente, pero había convivido en parejas -todas muy cortas, por cierto- en numerosas ocasiones. Recordaba que, al menos habían sido cinco. De la primera unión nació su único hijo, Peter, ahora un joven de 19 años. De mujeres ocasionales, había perdido la cuenta (en un tiempo llevaba la lista, pero cuando superó las 100, dejó de hacerlo).

 

Edward mantuvo siempre una vida escandalosa: mucho alcohol, bastante drogas, infinito sexo, violencia cotidiana (era frecuente que se agarrara a trompadas con cualquiera y por cualquier causa. Y era un amante de las armas, de las que tenía una nutrida colección en su casa). Él mismo solía compararse con Paganini, el legendario violinista italiano: tremendamente talentoso en la música, popular como ninguno en su época, profunda vida licenciosa…, y un solo hijo. ¿Pacto con el demonio? Con sonrisa mefistofélica, gustaba hacer esa alusión.

 

Peter era, igual que Aquiles en relación al virtuoso genovés decimonónico, el único vástago del rockstar. Igual que aquel pobre muchacho, acompañaba a su padre en las giras artísticas. Pero Peter estaba harto de esa vida; alguna vez la disfrutó, porque había novedades continuamente, mucha adrenalina, sensación de libertad. Con el paso de los años, sin embargo, se le tornó insoportable. Añoraba una madre fija, un lugar estable de residencia. Su formación académica había sido caótica: hablaba inglés como lengua materna, herencia directa de su progenitor, y chapuceaba otras varias de acuerdo a los lugares donde permanecía un tiempo, ninguna con solvencia. A los 19 años de edad ya conocía varias decenas de ciudades en todo el mundo. Odiaba visceralmente la música.

 

De igual modo, odiaba visceralmente a su padre, ese “macho” que de lo único que le hablaba era de “cogerse a cuanta mujercita pudiera” o de “reventar a patadas en el culo a quien molestara”, blandiendo algún arma de fuego en su mano (guardaba en su colección privada desde viejos trabucos a modernos fusiles de asalto).

 

Peter fue creciendo en un profundo resentimiento con relación a lo que había sido su vida, “alocada vida”, como solía decir. Para él, según lo que había ido recogiendo de su padre, todo eran luminarias, aplausos y “culitos para agarrar”. Pero eso era para “para Edward”, ese “rockero borracho y adicto que no sabía ser padre”, como lo definía su hijo. Lo que sí apreciaba de la enseñanza paterna era su vocación de triunfador.

 

Cualquier cosa que hagas hay que hacerla bien, hay que hacerla para ser el mejor”, transmitía casi con vehemencia la estrella del rock a su hijo. Su peculiar sentido del éxito era una confusa -y peligrosa- mezcla de talento, temeridad bastante imprudente, impunidad y sentimiento megalomaníaco. Su carrera como astro de la música lo había llevado a un sitial de honor en el mundo de la farándula; ello le permitía sentirse un “fuera de serie”, con derecho a todo. De ahí que, con el fastuoso aire de una prima donna, se permitía cuanto berrinche se le ocurriese. Eran legendarias sus excéntricas demandas minutos antes de comenzar un concierto, amagando no presentarse si no se le cumplían sus exigencias.

 

Peter se había criado en ese caldo de cultivo. Veía que su padre era realmente exitoso, que sus presentaciones públicas atraían infinidades de personas y que la venta de sus canciones generaba ganancias monumentales. Saberse heredero de esa voluptuosa forma de ser había ido formando en él una confusa sensación: él no era como cualquier jovencito. Al igual que su padre, cuanto capricho se le podía ocurrir, era inmediatamente cumplido por toda la parafernalia que acompañaba a Edward. Aunque, al mismo tiempo, esa vida supuestamente de ensueño, lo atormentaba. No se sentía “normal”. Como otros jóvenes de su edad, no podía caminar tranquilo por la calle. Los paparazzi atormentaban; pero más aún atormentaba ser “el hijo de”. Peter, como sujeto independiente, no existía.

 

Su educación había sido un drama. Residiendo habitualmente en Londres, nunca pasaba allí más de unos pocos meses continuos; los viajes marcaban su cotidianeidad. De ese modo, las clases eran un verdadero rompecabezas sin mucha lógica. Estudiaba por vía virtual algunas materias; otras las recibía circunstancialmente en los países donde la banda, o más aún su padre, se detenía por algún corto tiempo. En su ciudad natal casi no tenía amigos. En realidad, no los tenía en ningún lado. Igual que Aquiles Paganini, su vida era acompañar a su progenitor, vivir a su sombra escuchando siempre los aplausos ajenos.

 

Junto a la idea de “éxito” que transmitía apasionadamente Edward, la imagen de “varón sexualmente insaciable” era el otro elemento que había taladrado por años el entendimiento de Peter. En otros términos: un ensalzamiento absoluto del patriarcado, visto como posesión de mujeres. Los cuerpos femeninos considerados como presea, como trofeo de caza.

 

Cuando llegó la pubertad y la explosión de hormonas, el Aquiles moderno guardaba una relación ambigua con su padre. “¿Así habrá sido la vida del hijo de Paganini?”, se preguntaba. Amor y odio, admiración y abominación, carencia de lugar fijo, atenciones a raudales, pero al mismo tiempo con cuentagotas. Casi su único referente para todo era Edward. Eso agobiaba. Así como agobiaban los interminables aplausos, los estallidos de histeria de las jovencitas y las luminarias que solo estaban direccionadas hacia su padre. A Peter no le quedaba más que ser la sombra, el hijo de…

 

Con la llegada de su despertar genital empezó a descubrir un mundo nuevo. Pero, contrario a su padre, no le interesaron las mujeres. Tampoco los varones. Él, Peter, quería ser mujer. Tenía pene, pero eso se le antojó un detalle secundario. Sabía que, aunque nacido hombre, podía cambiar esa condición biológica. Desde los 14 años comenzó la transición.

 

Edward, más allá de su máscara de liberal, era un profundo y reaccionario conservador. Los machistas son machistas, aunque se quieran hacer pasar por progresistas. ¡Punto! ¿Quién más machista que un incorregible Don Juan? Cuando escuchó la decisión de su hijo, entró en crisis.

 

Su primera reacción fue de violencia extrema. De una patada destrozó una silla. Varios jarrones terminaron hechos añicos, y los gritos retumbaron en toda la casa. Peter estuvo a punto de llorar, pero pudo contenerse.

 

¡Nunca imaginé que me harías algo así!”, vociferó atroz Edward.

 

Yo no te hago nada. Simplemente te comunico lo que decidí”.

 

¡Mal hijo!

 

Hija”, corrigió Peter. “Y no soy mala”.

 

¡¿Cómo hija?!”, agregó enardecido Edward, mientras no paraba de destrozar lo que tenía a mano: adornos, papeles, muebles. Algún asistente se acercó a ver qué sucedía al escuchar los gritos. “¡No pasa nada!”, espetó frenético el rockstar, ya fuera de sí, obligando a retirarse al empleado con un gesto amenazante. “¡¿Cómo hija?!”, volvió a tomar la palabra el padre. “El que nace macho, es macho para toda la vida. ¿De dónde mierda te salen estas locas ideas de cambiar de sexo?

 

Padre, no te pongas así…” La voz de Peter se tornó muy tierna, como queriendo endulzar la situación. “¿De dónde me salen? No sé…, seguramente de verte actuar. Hace tiempo que empecé a odiar esa repugnante forma viril de tratar a las mujeres”.

 

Yo nunca te enseñé a ser raro”.

 

No soy raro. En todo caso, seré rara, en femenino”.

 

Tranquilizándose algo, intentando respirar hondo y tomarse un tiempo, Edward preguntó:

 

Y ahora ¿qué sigue? ¿Me vas a decir que hay matrimonio a la vista? ¿Vas a tener un hijo? ¿Qué locura nueva viene ahora?

 

Peter encendió un cigarrillo. Se sentó cómodamente en un sofá que se había salvado de la furia destructora de su padre, y con la más pasmosa tranquilidad continuó hablando.

 

Querido padre: los tiempos cambian. Hay que aceptarlo”.

 

Edward permanecía estático. Rápidamente su rostro pasó por varios colores: del rojo encendido de la cólera se tornó morado, luego blanco pálido. No salía de su asombro. No sabía si llorar o seguir destruyendo cosas. Pensó pegarle a su hijo, aunque supuso que eso no sería lo mejor, porque seguramente así no se arreglaría nada. Fue la primera vez que dimensionó que la violencia no podía arreglar todo. Él también encendió un cigarrillo, pero de marihuana.

 

¡Qué hijo de la gran puta, Peter! No te crié para esto…”, dijo luego de un prolongado silencio donde ambos fumaban mirándose fijamente a los ojos.

 

En realidad, padre, nunca me criaste”. La expresión del joven (o: la joven) iba tornándose desafiante, cada vez más.

 

Habrás escuchado del hijo de Niccolò Paganini, ¿verdad?, comenzó a decir Peter con aplomo. “Aquiles. Pobre tipo, fue siempre un vulgar segundón. Según se cuenta, se terminó suicidando, porque no aguantaba el hecho de ser sombra.

 

¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?”, preguntó algo alterado Edward.

 

¿Tanto te cuesta entenderlo?”.

 

Luego de esa respuesta de Peter, se hizo un silencio sepulcral. Terminados sendos cigarrillos, ambos se levantaron sin decir palabra. Edward, sin querer reconocerlo, derramó unas lágrimas. Se autoengañó pensando que eso no le estaba sucediendo (lo del hijo, no lo de las lágrimas).

 

A partir de ese encuentro, el joven, rebautizado Linda, aceleró cada vez más su transformación. Dado que no le faltaban recursos, hizo todo lo necesario para pasar a ser una hermosa mujer con escultural cuerpo. Luego de varias intervenciones quirúrgicas, era una muy atractiva muchacha de prominentes pechos y larga cabellera rubia. Maquillaje y tacones no podían faltar en su indumentaria. Edward trató de ir alejándose cada vez más de su hijo; ya no lo llevó más a ninguna de sus giras.

 

La vida del rockstar no cambió mucho; al menos en lo aparente. Continuó siendo el alma de la banda, cada vez más histriónico, con presentaciones crecientemente estudiadas en cada detalle, con una vida mediática dedicada por entero a la pose bajo los reflectores. En lo interno, en lo que jamás hablaba con nadie, la sensación de fracaso le iba carcomiendo. Nadie lo advirtió, pero fue en crecimiento su consumo de cocaína. Sin confesarlo jamás, en la soledad de sus noches varias veces lloró. Se lamentaba por lo de Peter, ahora Linda.

 

La devenida muchacha, seguramente siguiendo caminos trazados por su padre, también quedó fascinada por los reflectores. La belleza pasó a ser su principal preocupación. Del joven con barba hirsuta de la adolescencia ya no quedaba nada; ahora el glamour de una top-model inundaba toda su vida. “Cualquier cosa que hagas hay que hacerla bien, hay que hacerla para ser el mejor”, había pasado a ser su consigna de vida. Las enseñanzas de su padre, más allá de detalles circunstanciales, hicieron mella. “Destacar, ser siempre lo máximo” era el estandarte a levantar. Ahora, embelesada por la idea de belleza, tenía que ser “la más bella”.

 

Puso todo su empeño en lograrlo. A sus 18 años, ya era una conocida y reputada modelo, muy cautivante por cierto. Pero seguía siendo “el hijo de Edward T.”, ahora en versión femenina. Para Peter -o Linda- eso se mantenía igual: era su condena, su abominación. No podía valer por sus propios medios. Cada vez que lograba un contrato -cosa crecientemente frecuente- no faltaba quien le preguntara por su padre. O peor aún: que la ligara directamente al padre. “La hija de Edward, ¿verdad?” Aunque lo más grave era la pregunta -que muchas veces no la hacían por recato, pero que otras veces no faltaba- sobre su identidad sexual. “Si antes era hombrecito… ¿qué pasó?

 

Peter/Linda ya desesperaba con eso. Si bien había comenzado a tener vida propia y sus presentaciones en público comenzaban a ser numerosas, la sombra del padre continuaba pesándole. Los encuentros padre/hijo se iban haciendo cada vez más espaciados. Ambos comenzaron a odiarse.

 

El odio se fue tornando visceral. Ya no se hablaban, y cada vez que podían, el uno hablaba mal del otro con el interlocutor que fuera. Edward trataba por todos los medios que no trascendiera que tenía un hijo varón convertido en mujer transgénero. Por el contrario, Peter había decidido utilizar la fama de su padre para que le sirviera como trampolín. “El hijo del rockero se hizo mujer, y ahora es Miss Universo, la más bella de todas”, soñaba con poder escuchar. Su fama vendría por lo que había pasado a ser y no por la herencia paterna.

 

Para terminar de completar su proceso de transformación, Peter/Linda se sometería ahora a una orquiectomía (extirpación de los testículos) y una penectomía (extirpación del pene). Tan perfecta debería ser la intervención que nadie podría sospechar que en su origen había sido varón. Mantendría la operación en secreto, que realizaría un equipo de famosos cirujanos en Boston. Lo que más ansiaba, era que su padre no se enterara. La relación se había tensado a tal punto que ya no solo no se comunicaban sino que se odiaban profundamente, buscando dañar uno al otro.

 

Antes de su operación, Peter -claramente Peter, aún con pene, antes de ser en todo sentido Linda- decidió masturbarse por última vez. Debería ser una despedida inolvidable. Para ello preparó algo especial. Inspirándose en algo que había leído vez pasada por allí, utilizaría una aspiradora. Introduciendo el pene erecto en la manguera de aspiración, pondría en marcha el artefacto. De esa manera, de acuerdo a lo investigado, sentiría una placentera succión, como si le estuvieran haciendo sexo oral. Resulta, sin embargo, que la información obtenida no era precisamente muy correcta. Puesta a funcionar la aspiradora, produjo una succión tan potente que le dañó severamente el glande.

 

Pero la aventura no terminó en forma tan simple, y mucho menos, deliciosa. El dolor producido fue tan grande que comenzó a dar gritos despavoridos, quedando el pene flácido metido de tal manera en el electrodoméstico que no lo podía retirar. Fue necesario llamar a un servicio médico de urgencia. Los paparazzi, siempre dispuestos a obtener escandalosas noticias frescas, estaban apostados en las afueras de la residencia (Peter aún convivía con su padre). Por supuesto, el hecho se difundió con celeridad monumental. Al día siguiente era la comidilla de todo el Reino Unido.

 

Pero no solo en el archipiélago británico impactó; dada la fama de Edward, y de la que ya iba cobrando la modelo, la novedad se esparció por el orbe. Las burlas no faltaron, por supuesto. Indirectamente, Peter logró la notoriedad que tanto había buscado. “El hijo del rockstar” ahora brillaba con luz propia. Claro que…, una luz que no hubiera deseado el joven.

 

El padre, más que avergonzarse o preocuparse, se sintió alegre. “Ojalá así aprenda este imbécil”, se dijo pletórico. “Ahora sí que va a ser mujercita…” Peter/Linda moría de la consternación. Los chistes que recibió en los días siguientes fueron, además de ofensivos, extremadamente interminables.

 

Un mes después del accidente era su cumpleaños número diecinueve. Como todavía seguía habitando la mansión paterna, Edward decidió celebrar el nuevo aniversario de su hijo. De esa forma, organizó una fiesta sorpresa. Invitó a poca gente, algo muy íntimo -unas 30 personas-. Aunque no faltaron los medios de comunicación; los más amarillistas, por cierto. Había que darle notoriedad al asunto. El padre colocó en un sitio bien visible, en los jardines, una enorme piñata, de esas que tanto le habían fascinado en sus viajes a México, y de las que gustaban tanto a Peter cuando pequeño. Eligió como motivo de la misma un pene erecto.

 

Peter, aún convaleciente del percance, vestido como una elegante joven, no resistió el agravio. En medio de la fiesta, pidió permiso para retirarse un momento. Se dirigió al cuarto de su padre, donde sabía que éste guardaba una pistola, siempre cargada. La intención, decidida en un relámpago de ira, era vaciar el cargador sobre la humanidad de Edward. Luego vería: quizá se suicidaba, o intentaba huir. Eso era secundario.

 

Edward, en el momento en que su hijo tomó la fatal decisión, no estaba con los invitados. Se había ausentado, seguramente para ir a vomitar al baño, o para buscar más droga. Cuando Linda llegó a la alcoba paterna, no pudo utilizar la bendita pistola. Ya lo había hecho su padre, con silenciador. El balazo, muy certero, entró por la sien derecha y le destrozó el cerebro. Linda rió satisfecha.



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