HISTORIA VERÍDICA
En los jardines de una universidad privada un docente escuchó cómo hablaban los estudiantes (mujeres y varones), utilizando el más completo y florido repertorio de epítetos soeces. “Esa vieja cabrona hija de la gran puta, frígida de mierda, me cagó en el examen”, “Muchachos, miren esos culitos. Por lo único que me gusta venir a la U es para ver cuántas pisaditas me cojo”. “¿Vieron el golazo de Messi el otro día? Esos maricones hijos de la gran puta del Real Madrid le chupan la verga al Lionel”.
Asombrado por esa forma de
hablar, o más bien envalentonado, decidió que en las clases usaría él también
algún insulto (suavecito) para “matizar” las sesiones, para “ponerle algo de
sabor”: “Jóvenes: no sigamos repitiendo pendejadas: los pobres no son pobres
por huevones, sino que hay otros factores determinantes en juego. ¡Que no nos
agarren de pendejos!”, y cosas por el estilo (no se atrevió a pasar de esas
tibiezas: “pendejo”, “huevón”, e improperios suaves de ese calado, casi
inocentes al lado de lo que había oído).
Pero…. ¿qué resultó?
A los pocos días las
autoridades universitarias lo convocaron urgente a una reunión para pedirle que
“modere su vocabulario”, porque muchas y muchos jóvenes se habían quejado de su
estilo procaz y grosero. “Y usted sabe, profesor, que aquí el cliente siempre
tiene la razón”.
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