VENGANZA
Paul pertenecía a una
tradicional familia londinense de clase media alta. Sus padres, ambos
profesionales, después de
perder a su segundo hijo en el parto, decidieron
quedarse solo con él. Se crió, por tanto, como hijo único, plagado de
atenciones, sobreprotegido.
Sus años de escuela secundaria
en la prestigiosa City of London
School for Boys no le dejaron el mejor recuerdo. Por el contrario, tuvieron el
sabor de martirio. Sus grandes lentes con aros de carey y su cara eternamente
aniñada le conferían un aspecto de debilidad del que, con el más aborrecible
espíritu burlón, se aprovechaban sus compañeros. Como sufría cierto grado de
cifosis dorsal, lo que lo hacía caminar siempre bastante jorobado, lo habían
apodado “El Esclavo”. Paul resentía amargamente de todo eso, pero no sabía qué
hacer. Los largos años de psicoterapia llevados con una prestigiosa
psicoanalista, no habían servido para quitarle el profundo sentimiento de
inferioridad. Se encontraba solo, se sentía eternamente solo, desamparado,
vulnerable.
Su vida siempre fue así o, al menos para él, ésa era la sensación que le
dejaba: eterno desabrigo, perpetua orfandad. Nadie podía ayudarle, ni los
padres, ni su psicoterapeuta. Hermanos no tenía, y sinceros amigos con quien
hablar, tampoco. Los empleados domésticos que habían pasado por su casa eran
lejanos, y sus docentes, aunque no entendía bien por qué, le marcaban una
distancia infranqueable. Sentía que nadie gpodía ayudarle.
El recuerdo que tenía de la escuela cuando su adolescencia era bastante dramático:
lo habían desnudado en un par de ocasiones, escondiéndole toda la ropa, y en un
caso, quemándosela en el baño del establecimiento. En otra oportunidad, le
habían obligado a comer crudo parte de un pollito utilizado para una disección
en la clase de Zoología. También recordaba, muy amargamente, cuando le habían
impuesto masturbarse cinco veces seguidas, so pena de denunciarlo ante las
autoridades del centro educativo como homosexual. Todo eso le confería un
resentimiento visceral, que nunca dejaba salir, pero que allí estaba. La cólera
acumulada era demasiada.
En la universidad estudió Arqueología. Fue el único alumno de todo su grupo
del City of London School en elegir esa carrera. Elección que le costó las más
ácidas burlas por parte de sus compañeros adolescentes. Todos reían de esa
profesión, “inservible” según el criterio generalizado.
A ese grupo –unos doce muchachos– dejó de verlos desde que ingresó a su
carrera. Años después, habiéndose encontrado con un ambiente no tan hostil en
el ámbito universitario, con honores se graduó como arqueólogo. El
resentimiento contra aquellos adolescentes, de todos modos, nunca menguó.
En la universidad era de pocos amigos. Bastante parco, muy tímido, hablaba
lo mínimo indispensable con sus compañeros varones. De las mujeres, hasta donde
le era posible, prefería huir. Nunca pudo conseguir pareja. A los 28 años, ya
con un doctorado en Paleontología ganado con las máximas calificaciones, era
aún casto. La cólera sufrida durante sus años de adolescencia con los
compañeros del City of London School perduraba. Secretamente, aunque su
psicóloga lo había enfilado hacia una necesaria superación de la cólera, la
furia ahí seguía.
Curiosamente, aunque era un consumado científico, mantenía creencias
bastante irracionales. Por ejemplo, con respecto al monstruo del Lago Ness, en
Escocia. De hecho había viajado varias veces allí con la secreta esperanza de
avistarlo. Por supuesto, nunca había visto nada.
Otro tanto pensaba del “gusano de la muerte”, el Aka Allghoi Khorhoi,
según la creencia de los nómadas de las estepas mongolas, fundamentalmente de
quienes vivían en el desierto de Gobi, ese mágico y fascinante lugar del
planeta tan cargado de leyendas, yacimiento por excelencia de fósiles
prehistóricos.
Justamente por esa afición a las creencias populares, a los mitos, a una
visión mágico-animista que siempre mantenía, junto a su posición materialista, se
dedicaba bastante a los juegos de azar. En especial, a la lotería. Y quiso la
suerte que dos días antes de su cumpleaños número 29 ganara un pozo especial
que se había venido acumulando: casi dos millones de libras esterlinas.
Aunque soltero empedernido, vivía separado de sus padres desde hacía buen
tiempo. Ni bien ganó ese millonario premio, no lo pensó mucho y tomó la
decisión: se iría a cruzar el desierto de Gobi. Ese era uno de sus sueños
dorados. Otros, visitar diversos lugares que se le figuraban exóticos,
encantadores: el Machu Picchu en el altiplano andino en Perú, el desierto del
Sáhara, algunas islas en la Polinesia, los bosquimanos en el desierto del
Kalahari. Pensó también, si el dinero le alcanzara, en un viaje espacial
(algunas órbitas circunvolando la Tierra), aunque eso se le antojaba
excesivamente caro.
Dos días antes de la partida
se lo comunicó a sus padres. Iría al desierto de Gobi en solitario,
absolutamente solo.
Viajó hasta la ciudad de Irkustk, en la Siberia rusa, y de ahí en tren hasta Ulan Bator,
la capital de Mongolia. Allí contrató un vehículo todo-terreno (un jeep
Toyota), debidamente preparado para el tipo de travesía que emprendería.
Desoyendo
todos los consejos ofrecidos en las agencias de turismo, no contrató ningún
guía. Confió enteramente en su intuición, en su GPS y en su sed de aventura. Lo
que iba a emprender no era nada fácil: en el desierto de Gobi, en Mongolia, no
hay carreteras trazadas, y se viaja por caminos siguiendo los rastros de las
caravanas. De todos modos, pese a todas las posibles dificultades, nada lo
desalentó. Un garrafón con 60 litros de agua pura, una buena provisión de comida
envasada, dos tanques extras de combustible y algunos rudimentos de idioma
mongol le fueron suficientes para emprender el viaje.
En la primera semana de julio –la época
propicia para aventurarse por el desierto, cuando las temperaturas son más
benignas que los 30 grados bajo cero del invierno– partió desde Ulan Bator
hacia el Gobi Sur. Primeramente pasó por el Cañón de Yolyn, para encaminarse
luego hacia el Parque Nacional Gobi Gurvan Shaikhan.
La
desolación del desierto le encantaba a Paul. Ahí se sentía realmente muy bien:
no debía hablar con nadie, no había límites, era casi la nada. Viajaba sin un
camino fijo, solo siguiendo las huellas de algún otro vehículo que pudiera
haber pasado con anterioridad, o guiado por algún rebaño de camellos de alguna
caravana de nómades con que se encontraba. Ocasionales caballos, cabras, algún
yak; muy poca gente, casi nadie. En algún momento se avistaban gers, las tradicionales carpas circulares mongolas
cubiertas de pieles de oveja, con gente viviendo en medio de esa desoladora
inmensidad, cocinando, manteniendo el calor de hogar. Para su sorpresa, nunca
veía niños. También lo sorprendieron los paneles
solares y antenas satelitales que esas rústicas viviendas exhibían, que luego
vino a saber son parte de una iniciativa del gobierno mongol, vendidas a un
cómodo precio a los nómades del desierto.
Viajar en
esas condiciones lo sentía fascinante. No se veían pueblos, ni cultivos, ni
pasturas, ni cercos que limitaran el paso. Cuando por puro gusto se detenía en
algún momento y apagaba el motor del vehículo, el único ruido que escuchaba era
el ulular del viento. Un cielo azul inconmensurable, con un sol abrasador no
ocultado por ninguna nube, se juntaba con el árido suelo en el horizonte, dando
la sensación de un espacio monumental, inacabable. Eso lo hacía sentir
empequeñecido; pero al mismo tiempo, le confería una sensación de grandeza
espiritual que jamás había experimentado, ni con alucinógenos, ni con algunas
experiencias místicas que había buscado cuando estudiaba Arqueología.
Las
primeras noches las pasó dentro del vehículo. La incomodidad y el frío hicieron
que desde el cuarto día trabara contacto con los pobladores de los gers. Haciéndose entender con una mezcla
confusa de inglés, mongol y señas, alquiló espacio en esas carpas para las
futuras noches. Como pudo, trabó conversación con los lugareños. Aunque durante
el día el sol raja la tierra con calores bastante agobiantes, las noches son
especialmente gélidas. Le llamó la atención –y quiso ayudar en la faena de
encender el fuego– que como combustible hogareño utilizaran bosta de caballo de
o camello, dado que no hay madera en la región.
Todo lo
tenía fascinado: la falta de contaminación ambiental de las ciudades (sonora,
visual, la polución del aire), el silencio, los cambiantes colores del desierto,
la inmensidad, la sensación oceánica de completud. Así, imbuido de ese
sentimiento tan peculiar, amparado en su buen sentido de orientación y lo que podía
intercambiar con los habitantes del lugar, llegó a las magníficas dunas de arena conocidas como Khongor, o “Dunas cantantes”. Allí se quedó dos días,
contemplando hipnotizado ese paisaje, solo, sin hablar una palabra con nadie.
Más espectacular aún fue su sensación de grandeza e infinitud, todo al
mismo tiempo, en los “Acantilados de Fuego” de Bayan Zag, donde
se encuentran los yacimientos de restos fósiles de dinosaurios más
grandes del mundo. Soñó despierto con que, de algún huevo fosilizado de estos
extinguidos animales, podría aparecer una bestia. El escenario del desierto le
parecía propicio para una aparición tal. Ahí estuvo tres días. Habló
con varios nómades que habían alzado sus gers
en la zona; compartió alimentos, intercambiando platos de los lugareños con
arenque enlatado de sus provisiones. Bebió gustoso airag,
fermentado de leche de yegua, que sintió similar a la cerveza tradicional de
cualquier pub londinense.
Después de
ese corto tiempo en aquel sitio de ensueño, imaginando sentir el rugido de
algún gran reptil prehistórico, siguió su marcha rumbo al Valle de Orkhon, con el proyecto de llegar
así a las ruinas de Karakorum, la antigua capital del Imperio Mongol de Genghis Kan. Para Paul todo eso
tenía un aura mágica, inexplicable, algo hipnótico. Pensaba, y eso lo emocionaba largamente, que la mayoría
de la población actual del mundo –más de 30 países modernos con alrededor de
3.000 millones de personas– habita hoy en tierras conquistadas en su momento
por el gran guerrero mongol. Al igual que con los dinosaurios, fantaseaba poder
ver aparecer en las inmensidades del desierto las hordas de ese grandioso emperador,
atronadoras, invencibles, montadas en sus legendarios caballos (los mongoles
son los mejores jinetes del mundo).
En esas elucubraciones estaba en el medio del Valle de
Orkhon cuando sucedió lo impensable. Algo mucho más, infinitamente más
surrealista que la aparición de un dinosaurio o de Genghis Kan con sus ejércitos. Algo que no
entraba en su lógica, ni en su más suprema fantasía: en un paraje especialmente
árido, donde no había caminos de camellos ni se veían tiendas de los nómadas
por ningún lado, había dos jeeps similares al suyo, con guías mongoles y varios
turistas. Inmediatamente los reconoció.
No podía ser real, pero ahí estaban,
desesperados, casi llorando, al borde del ataque de pánico. No conocía a todos,
pero sí a cuatro de los ocho viajeros: eran algunos de sus ex compañeros de la
escuela secundaria en su Londres natal. Coincidencia inaudita del destino,
también ellos habían decidido hacer ese viaje a través del desierto de Gobi.
Hacía años que no se veían, y Paul no hubiera querido encontrarlos nunca más en
su vida. Pero ahí estaban. Increíblemente, en la inmensidad del desierto,
habían hecho una desafortunada maniobra y los dos vehículos habían chocado
entre sí. Producto del impacto, un jeep había golpeado contra un enorme
peñasco, y el otro había volcado. Ambos habían quedado inutilizados, y no
llevaban radio. La sangre corría por la frente de alguno de los turistas,
mientras el clima general de todo el grupo era de desesperación. Pero lo peor
era que William –quien fuera seguramente el más osado, el más ruin en sus
bromas contra Paul en las épocas de estudiantes del City of London School–
parecía agonizar. Según explicaron a los gritos, entre sollozos y ademanes de
tragedia, algo “inexplicable” lo había alcanzado. “Algo así como un rayo, una descarga eléctrica”, decía una de las
jóvenes del grupo, desconocida para Paul. “¡Aka Allghoi Khorhoi!, ¡Aka Allghoi Khorhoi!”, gritaban alarmados los dos choferes
mongoles.
“El gusano de la muerte”, pensó Paul. “Entonces… ¡existe!”, haciendo referencia
a los mitos populares del desierto de Gobi que hablaban de un mitológico animal
que envenena/electriza a sus víctimas. Con el vidrio de la ventanilla apenas
bajado unos pocos centímetros, escuchó la súplica del grupo. Uno de los jóvenes
lo reconoció, y trató de saludarlo. William agonizaba, y el grupo en su
conjunto no sabía cómo salir de ahí.
La
partida del jeep de Paul fue increíblemente rauda. Varios días después, cuando
leía en Ulan Bator la noticia en un diario local, en inglés, de la muerte de un
grupo de turistas británicos y dos guías mongoles, sonrió satisfecho.