sábado, 23 de diciembre de 2023

LA HISTORIA DE DAISY

Aburrida de ver siempre lo mismo, Nancy apagó el televisor. No entendía mucho de esas cosas, ni pretendía entender. La repetida, monótona, casi grotesca propaganda sobre la guerra de Vietnam ya la tenía harta.

           

Lo único que le importaba al respecto era que un sobrino –su sobrino preferido: Tom, huérfano desde muy pequeño, criado en parte por ella– estaba prestando servicio en el frente; no era tanto la marcha del conflicto lo que la aquejaba, sino la suerte corrida por el muchacho.

           

Ya obtenida su jubilación como maestra, con sus recién cumplidos sesenta y un años y una soltería bien llevada, la vida le transcurría plácida en aquel pequeño pueblito del condado de New Shipping, en Carolina del Norte. Conocida desde siempre en el vecindario, era querida por todos. Cariñosamente la llamaban la Tía Nancy.

           

Ocurrió un caluroso día de junio de 1971. Nancy era muy afecta a tener mascotas; en aquel entonces tenía una tortuguita: Elsa, con quien pasaba horas hablando; y su primor, su amor incondicional: la perrita Daisy. Esta última hacía ya más de 10 años que era parte indisoluble de su vida; con ella había tenido –ella misma lo aseguraba sin pudor– los momentos más felices de su existencia. Habitualmente dormían juntas.

           

Para esa época Daisy había entrado en celo. Simpática cocker, despertaba las pasiones no sólo de su dueña sino de cantidad de perros de los alrededores. Como ocurría siempre para esas circunstancias, muchos canes se acercaban a merodear por la casa de Nancy a la espera de ser el elegido de la solicitada mascota. Había de todo: algún otro cocker, perros de otras razas, algunos vagabundos. Para todos la atracción se ejercía por igual.

           

La perrita –en lenguaje humano diríamos: haciéndose rogar– no era de tomar una rápida decisión; las filas caninas se engrosaban largamente, siendo muchos los decepcionados al final de la espera. Ese verano, como en ocasiones anteriores, la cantidad de pretendientes era grande.

 

Nancy no supo cómo, pero en un determinado momento, Daisy apareció encaramada en un árbol frente a su casa. Se supone –es lo que luego se dijo– que, subida al balcón del segundo nivel de la casa, pudo haber saltado, quién sabe por qué, hacia la rama más cercana del árbol. Una vez allí no supo bajar.

           

La angustia de ambas, mascota y ama, fue grande; seguramente mayor la de la última. Para ella su perrita era casi todo –sería excesivo decir todo; su sobrino en Vietnam también contaba bastante–. Si algo le sucedía, podía ser la ruina de su vida. Desesperada, llamó a los bomberos. No tardaron en llegar.

           

 

El capitán Mc Allison, robusto cincuentón de ojos azules y grueso bigote, enseguida se hizo cargo de la situación. En su vida laboral había asistido a numerosos rescates; algo como lo actual no lo inquietó en absoluto.

           

–Quédese tranquila, señora. En un instante le recuperaremos su mascotita–.

           

La tarea en modo alguno parecía complicada. La sonrisa bonachona del capitán lo acompañaba en todo momento; parecía un buen personaje de cualquier película de vaqueros, de esas que se veían luego de los noticieros sobre Vietnam.

           

–Muchachos– ordenó Mc Allison– ustedes suban al techo, y ustedes dos quédense abajo con la red, por una eventual caída de la perrita–.

           

Las cosas se hicieron como ordenó el jefe. El más joven del grupo fue quien se acercó a Daisy. Todo debería haber resultado fácil, rápido; pero no fue así.

           

El animalito, seguramente espantado por la situación, comenzó a ladrar locamente y a lanzar mordiscos a su salvador. Ante eso, el bombero que se había empinado en el árbol, algo sorprendido por la reacción, optó por retroceder. Se llamaba Tom, igual que el sobrino de Nancy. Eso fue motivo para que la candorosa maestra entablara relación con él; al rato, tanto Tom como sus compañeros, disponían de sendos emparedados y gaseosas, ofrecidos por la gentil señora.

           

–¡Ay, pobrecita mi Daisy! ¿Y cómo creen que sería mejor hacer para bajarla, muchachos?–

           

Luego de estos primeros minutos de contacto, y ante el inicial fracaso del rescate, todos, incluida la Tía Nancy, vivían ya un clima de confianza, de familiar camaradería como si se conociesen de toda una vida. Así era nuestra heroína.

           

–¿Sabes, Tom, que tengo un sobrino que se llama igual que tu?; incluso se te parece bastante, sólo que él tiene un lunar aquí, cerca del cuello–, y para ejemplificarlo se abrió algo el escote de su blusa, indicando el lugar exacto.

           

–¡Me da tanta lástima mi pobrecito Tom…! Me refiero a mi sobrino, claro. A ti casi no te conozco. Pero creo que eres un buen muchacho. Creo que Tom, mi sobrino, tiene más o menos tu edad. ¿A ti no te han convocado para el frente?–

           

El tono de Nancy invitaba a sentirse en confianza; casi, se diría, llamaba a la intimidad.

           

–Bueno, en realidad no todavía, pero… quiero decir: estoy esperando que me recluten–.

           

–Ah. ¿Y te gustaría ir?–, preguntó maternal la mujer.

           

–Eso no importa. ¡Hay que servir a la patria!, eso es lo que cuenta. Defenderla de esos malditos chinos–.

           

–Ay, mi muchachito. ¿Y para qué queremos estar en guerra?–

           

La conversación podía extenderse horas; ambos querían hablar, sentían la necesidad de hacerlo, al menos sobre ese tema. Pero la obligación deshizo el clima personal que se iba tejiendo. La voz del capitán Mc Allison resonó potente, casi descortés:

           

–¡Terminemos rápido este refrigerio y bajemos a esa perrita de una buena vez!–

            Casi de inmediato todos los subalternos tragaron apresuradamente la merienda, y en un instante estuvieron listos para continuar con el rescate. La cuestión es que nadie sabía muy bien qué hacer.

           

–Yo creo, capitán, que deberíamos forzarla a saltar, y esperarla abajo con la red–.

           

–No. Eso es muy peligroso. Es mejor subir hasta donde está ella y recogerla–.

           

–Pero ya lo intentamos, y no se deja la pobrecita–.

           

–Modestamente yo diría que lo mejor es esperar a ver qué hace ella solita, y ayudarla–.

           

–Sí, claro… pero no tenemos todo el día para esperar–.

           

–¿Y si le mandamos un perro macho como señuelo? –

           

–O mejor tentarla a que baje con un buen pedazo de carne–.

           

–Perdónenme, pero la única manera de bajarla es sedándola con un dardo–.

           

Todos opinaban, todos tenían algo que agregar; también la Tía Nancy. Mientras eso sucedía, iba anocheciendo, y la perrita Daisy seguía en lo alto del árbol. A este punto comenzó a lloriquear.

           

El barrio completo ya se había movilizado con motivo del acontecimiento. En un condado como aquél nunca sucedía nada especial. La guerra era una extraña noticia de un lejano país; no parecía tocar a los habitantes de New Shipping. Salvo el sobrino de Nancy, nadie en el vecindario tenía familiares directamente implicados.

           

Las voces de solidaridad no tardaron en ir apareciendo.

           

–¡Ánimo, Tía Nancy! New Shipping está contigo–.

           

Había algo de emocionante en la situación. Los bomberos se sabían centros de la atención de todos, y querían estar a la altura de las circunstancias. Sin decirlo, más de uno estaba conteniendo la respiración para esconder el estómago. El capitán Mc Allison no dejaba de arreglar sus bigotes.

           

Comenzaba ya a oscurecer. No quedó claro quién dio la orden, ni para qué, pero una segunda dotación de servidores públicos llegó a la escena.

           

 

"¡Ahora sí! Ahora lo van a lograr", fue el clamor generalizado. Se sintió un suspiro de alivio. Mientras tanto el llanto de Daisy comenzaba a hacerse más hondo, teniendo ya algo de insoportable.

           

El segundo grupo recién llegado no traía muchas más ocurrencias que el primer contingente en cuanto a qué hacer; eso sí: traían más equipos. En poco tiempo, ya entrada la noche, relucían varias escaleras de aluminio y potentes reflectores. La admiración de los vecinos iba en aumento.

           

Mientras esto ocurría, la Tía Nancy tuvo la idea de sacar su televisor al jardín delantero de la casa –para que no se haga tan largo el tiempo–, pensó. Justamente en esos momentos estaban dando el noticiero nocturno; la guerra de Vietnam ocupaba buena parte del programa. Ese día no había sido victorioso para los Estados Unidos: muchos caídos, ningún avance en territorio enemigo. Sin embargo, las noticias siempre se presentaban con un toque de heroísmo triunfalista, por lo que los mismos muertos sufridos eran acicate para potenciar la masividad de la "futura y pronta" victoria total. De los vietnamitas, además de dar a conocer el número de bajas que se le había producido, nada se decía. Era obvio que se trataba de un noticiero norteamericano, más concebido como espectáculo colorido y con una cuota de entretenimiento que como boletín informativo objetivo. Nancy no lo terminaba de creer, pero uno de los rostros que aparecían en una toma hubiera jurado que era el de su sobrino Tom.

           

Terminando el noticiero, y mientras los dos cuerpos de bomberos estudiaban la mejor forma de llevar a cabo el rescate, llegó la televisión. Venían de Raleigh, de un canal con bastante audiencia. Sin dudas la noticia de Daisy ya había corrido bastante por allí; si bien no era algo especialmente trascendente, podía interesar.

           

Más reflectores se sumaron a los de los bomberos. Era evidente que el capitán Mc Allison se sentía muy a gusto con la situación. Él mismo, con sutileza, buscó ser entrevistado por los reporteros recién llegados.

             

–Bueno… no va a ser nada fácil el trabajo. Recuerdo vez pasada en la guerra de Corea me encontré en una situación parecida–, comenzó a decir.

           

–¿Rescatando una perrita?–, preguntó perplejo el periodista.

           

–¡No, no! Quiero decir: rescatando uno de nuestros muchachos que había quedado en uno de esos pozos-trampa que ponían estos chinos. O sea: era una situación comparable, usted me entiende, ¿no?–

           

–Claro, claro–.

           

Más que la cobertura de una nota periodística, la escena parecía el relato de una vieja historia heroica contada por un abuelo para su nieto, con la diferencia que había un micrófono y una cámara de televisión por medio.

           

 

–Fue así, muchacho, que casi sin herramientas, solo, corriendo entre las balas del enemigo, llegué donde estaba Bill, que había quedado atrapado en esa cochina fosa; y como pude, con un esfuerzo sobrehumano, logré rescatarlo–.

           

–¿Piensan que aquí va suceder algo semejante?–, dijo no sin cierta ironía el entrevistador.

           

Alisándose profusamente los bigotes, Mc Allison respondió mirando a la cámara:

           

–Para que sepa el condado, para que sepa el estado de Carolina del Norte, para que sepa el país: el glorioso cuerpo de bomberos de New Shipping jamás ha retrocedido ante ninguna adversidad. ¡Y si este rescate es más complicado de lo que pensábamos, por Dios y nuestros hijos juro que igualmente venceremos!–

           

El tono grandilocuente del capitán no difería mucho del utilizado por el presentador del telenoticiero unos minutos antes. Cambiando los personajes en juego, lo expresado era casi lo mismo. El pastor que sermoneó luego de las noticias no fue muy distinto tampoco.

           

Siguieron los aprestos para lograr el rescate de Daisy, que cada vez lloraba más desconsoladamente. Su dueña, evidenciando ya las secuelas del cansancio y la tensión, no lograba esconder alguna lágrima. Al mismo tiempo, y en una mezcla confusa de sentimientos, se sentía protagonista de una historia que jamás hubiera pensado. De repente junto a su casa apareció un enorme cartel que decía: "Tía Nancy: estamos contigo. ¡Venceremos!"

           

 

No sabía con exactitud a qué se referían: si al rescate de su mascota, a la guerra de Vietnam o al retorno de su sobrino Tom. Comenzó a sentir una jaqueca aguda.

           

Si bien no habían venido con ese propósito, al ver que la noticia produjo una espontánea y cálida reacción popular, los del canal de Raleigh, previa consulta con sus directivos, decidieron comenzar a cubrir en vivo la escena. Un periodista tuvo la idea de acercar un micrófono hasta la perrita.

 

La transmisión comenzó a hacerse en cadena, con un presentador en estudios centrales, más las tomas en el vecindario. El efecto no se hizo esperar; la medición de audiencia –tan típica en Estados Unidos– evidenció un éxito inaudito, lo que llevó a transmitir rápidamente el evento para todo el estado.

 

Los quejidos de Daisy, las lágrimas de su dueña –que fue confianzudamente presentada ante las cámaras sin mayores escrúpulos como la Tía Nancy–, nuevas declaraciones del capitán Mc Allison, evocaciones confusas de Vietnam –que no se sabía por qué aparecían, pero que sin dudas despertaban interés en los televidentes–, comentarios de los vecinos, otros comentarios de los reporteros … todo se sucedía en una vorágine de imágenes deshilvanadas que, por misteriosos motivos de la psicología colectiva, concitaba cada vez más la atención general de los televidentes.

 

La idea de acercar un micrófono a Daisy fue de un efecto demoledor: casi instantáneamente, luego de salir al aire esos lamentos, se comenzaron a recibir llamadas telefónicas con contenidos de lo más diverso, desde compadecimiento hasta cólera, no faltando quien intentaba dar sugerencias prácticas para solucionar la situación. Hubo, igualmente, quien propuso sacrificar al animal, "para evitarle sufrimientos". Alguien también llamó sugiriendo nombrar a la perrita "símbolo de la resistencia nacional".

           

El cansancio comenzaba a hacerse notar en los bomberos. Era ya medianoche y el calor no cedía. Casi la totalidad de la población de New Shipping se había dado cita en las cercanías de la casa de Nancy para seguir de cerca los acontecimientos. Muchos, al mismo tiempo, los miraban también por la televisión. La Tía Nancy volvió a aparecer en las pantallas:

           

–Esto demuestra lo que podemos ser como gran pueblo, como gran país: un grupo que se une, que se da la mano para sacar adelante mancomunadamente una tarea en nombre del bien común–. Se sabía a sí misma mediocre oradora; en realidad sólo había hablado ante sus alumnos durante sus años de magisterio, pero jamás lo había hecho ante un gran público. Las circunstancias actuales, sin embargo, la envalentonaban. Los reflectores de los canales de televisión –ya no era sólo el de Raleigh; también habían llegado desde Washington– la estimulaban, la portaban más lejos de sus posibilidades. Le hubiera gustado seguir hablando sin límites, fascinada al escucharse, al saberse en esa situación.

           

Quien sufría, mucho, cada vez más, era Daisy. Sus gemidos eran captados por buena parte de la población noctámbula del estado. Había algo de indecible en toda la escena: los mismos periodistas, sin proponérselo, contribuían a profundizar un clima entre melodramático y de barato espectáculo de feria.

           

Mc Allison, acompañado del jefe de la otra brigada de bomberos llegada tiempo atrás: String, tomó finalmente la decisión de atrapar a la perrita con una red, y así bajarla del árbol. Iba siendo ya el amanecer, lo que le pareció una hora propicia para finalizar el rescate. "Buen trabajador, pasando la noche en vilo para cumplir con su deber", pensó. Así tendrían que verlo en la televisión, "era lo menos que se podía concluir de la faena desarrollada", razonaba.

           

Eran ya las seis de la mañana; el calor no se había ido en toda la noche, y ahora nuevamente comenzaba a arreciar. Una vez más aparecía el noticiero en las pantallas. Una vez más, también, la guerra de Vietnam ocupaba el primer lugar entre las noticias. En realidad no había mucha diferencia entre cómo se cubría esto y cómo se había encarado la historia de Daisy: lágrimas, algún capitán arreglándose los bigotes y contando historias heroicas, alguna Tía Nancy con chillona voz maestril dando vibrantes discursos…. Faltaban, eso sí, –elemento que en la transmisión nocturna en vivo había sido fundamental– los quejidos vietnamitas. Por cierto los de Daisy habían resultado conmovedores. ¿Quizá los de algún vietnamita no conmoverían tanto? Mejor no probar.

           

Alrededor de las seis y quince, siendo cubierta en directo, en una acción combinada entre los dos cuerpos de bomberos, se procedió a atrapar con una red a la pequeña perrita que, para ese entonces, estaba ya en situación de absoluto pánico. En la maniobra –"muy arriesgada, por cierto"– la pobre cayó al suelo, con tanta mala suerte que falleció en forma instantánea.

           

Por iniciativa de los vecinos, contándose igualmente con el aval de las autoridades municipales locales, se levantó un monumento recordatorio de la "graciosa, simpática y por siempre conmemorada Daisy" –tal como podía leerse en la placa que la evocaba–.

           

Tom, el sobrino de Nancy, también falleció. Tom, el bombero, tiempo después marchó al frente.

           

Nunca se supo bien quién fue el que la propuso ni cómo se arreglaron los pequeños detalles de implementación, pero a partir de la audiencia récord obtenida con los improvisados discursos de la "patriótica Tía Nancy" con ocasión de la transmisión en vivo durante las escenas del fallido rescate de Daisy, su imagen se tornó símbolo: tía de un soldado norteamericano caído, cada semana empezó a aparecer en la televisión hablando del sufrimiento de un familiar, pero más aún: arengando a ganar la batalla "superando el dolor". Meses más tarde recibió de manos de un delegado presidencial una medalla al honor. Claro, había un ligero error: en la dedicatoria decía "a la querida tía Daisy".

 


jueves, 14 de diciembre de 2023

VIDAS PARALELAS

Testimonio 1:

 

Mire Lic.: con mis 27 años a cuesta, creo que fueron muy pocos, poquísimos, los momentos alegres de mi vida. Creo que me sobran los dedos de la mano para contarlos. Quizá cuando a los 16, por primera vez en mi existencia, recibí un regalo de Navidad. Me lo regaló un traidito que tenía. Bueno, en realidad: el papá de mi primera hija, que después se mandó a mudar, cuando la bebita se murió. De ahí, mire… ¡puros vergazos! De chiquita mi nana me abandonó a los 4 años. Me crió una medio abuela. En realidad, no era mi abuela exactamente. Era una vieja medio loca que me ponía a lavar ropa, toneladas de ropa, y yo no podía decirle que no. Si no lo hacía, me cachimbeaba con un alambre. De chiquita también empezaron las agresiones sexuales. Me violaron como a los 8 o 9 años. Varias veces, muchas. Era un dizque familiar, un tío me parece. No me atrevía a decirlo porque me daba miedo. Al final, me escapé de esa casa. Deambulé un tiempo, viví en la calle, y no me da vergüenza decirlo. Ahí conocí el thinner. Cuando una tiene hambre, créame Lic. que eso lo pone pedo y se olvida de todo, del hambre, del frío, del miedo. Así fue que a los 12 años ya empecé a tener relaciones sexuales. Pero nunca fueron placenteras. En realidad, eran más violaciones que encuentros amorosos. La mara con la que me juntaba, para que me dieran entrada, exigió que me abriera de piernas con varios de ellos. Y de verdad, la pura verdad, prefería eso a los maltratos en mi casa. Quiero decir, con mi abuela y con mi violador. De esa manera, aunque parezca raro, era mejor estar en la calle que recibiendo pijazos todo el tiempo. Fue así que me prostituí. Creo que a los 14 tuve mi primer cliente. Así vino mi segundo embarazo. La niña, que ahora anda por los 11 añitos, me la quitó el gobierno, porque dicen que yo no estoy en condiciones de atenderla. Le confieso algo, Lic.: jamás, jamás, con todos los hombres que me acosté, logré tener placer. Ahora menos, desde que me pegaron el Sida. Por suerte, la chava esta que es la madama del putero donde trabajo, una canchita de pisto, muy bonita ella, no sé por qué, pero me trata bien. Le confieso algo Lic.: estoy enamorada de ella.

 

Testimonio 2:

 

Mire Lic.: con mis 27 años no me puedo quejar de la vida que llevo. Esta es la primera vez que tengo un traspié. Pero creo que fue porque los dueños no le pasaron a la policía el impuesto que les exigen cada semana. Yo, como administradora del lugar, pagué los platos rotos. Por supuesto, el hilo siempre se corta por lo más delgado. De todos modos, creo que no voy a tener mayores problemas. Tengo gente bien influyente conocida. ¿De dónde? Bueno…, nunca lo cuento, pero a mí la verdad es que no me da vergüenza decirlo. Como sé que soy muy bonita, muy atractiva, y después de los implantes en las bubis mucho más, para pagarme los estudios de la universidad atendí clientes. Claro que no era como estas pobres patojas del local, que tienen todas terribles historias a sus espaldas, que solo penas pasaron en su vida. Yo, la verdad, no la pasé mal. Me vine a estudiar a la ciudad Administración de Empresas. Me metí en la pública, pero rápido me di cuenta que me iba a ir mejor si tenía un título de una privada. Ahí fue entonces donde empecé a tener tipos. Fui de las que llaman pre-pago. Es decir: de las finas. Por eso conozco gente encumbrada, que espero que ahora me pueda ayudar. Tuve de clientes a diputados, ministros, alcaldes, militares de alto rango, empresarios, y hasta mujeres muy fichudas, de esas que venían en carro con chofer y guardaespaldas. Ah, y un obispo también. Pero si algo me incomoda ahora, Lic., es que me preocupa en especial una patojita, quizá la más linda del grupo. La pobre tiene Sida, tiene una hija que le quitó la Secretaría de Bienestar Social, y me necesita mucho. Le confieso algo Lic.: estoy enamorada de ella.