Marcelo Colussi y alguien más (cuento a cuatro manos)
Esteban y Silvina eran dos personas que se consideraban exitosas. Sin
cuestionarse mucho qué significaba ese “éxito”, sus vidas giraban casi por entero,
obsesivamente, en torno a esa idea. Cumplían a cabalidad con todos los elementos
que, según lo establecido, les conferían ese, para ellos, tan preciado don. Eso
los mantenía orgullosos, quizá un tanto pedantes. “No todo el mundo es
exitoso”, razonaban. Por tanto, ellos se salían de esa “mediocridad de
perdedores”.
Habían hecho carreras meteóricas en sus respectivas profesiones. Ella, 31
años, arquitecta, trabaja en un estudio de los más renombrados de la ciudad.
Era allí, pese a su relativamente corta edad, pieza clave. Los tres arquitectos
dueños de la empresa estaban fascinados con su trabajo. Y también con ella. Su
belleza impactaba tanto como su talento profesional. De hecho, en la
universidad privada donde había estudiado, había sido nombrada “Miss
Arquitectura” en más de una oportunidad. Su costoso vehículo era la envidia de
sus compañeros de trabajo. Las propuestas para salir, siempre desestimadas por
Silvina, le llegaban en cantidades industriales. Sabía poner distancia con los “buitres
que merodeaban”.
Él, también 31 años, administrador de empresas, se había graduado a los 23
años con todos los honores, y tenía ahora dos maestrías. Como manejaba el
inglés a la perfección -había pasado su adolescencia en Estados Unidos- no le
costó ascender meteóricamente en una empresa multinacional de ese origen que
operaba en su hispanohablante país, siendo gerente de operaciones. Era un
adicto al trabajo, donde pasaba de doce a catorce horas diarias.
Después de un noviazgo de seis años, durante las épocas universitarias, se
casaron con todas las de la ley. Provenientes los dos de familias de clase
media acomodada, tuvieron como regalo de bodas en un esfuerzo conjunto de los
padres de ambos un bonito apartamento. Ahora, tras tres años de matrimonio y
sin hijos a la vista por el momento, por decisión de la pareja, se embarcaron
en un crédito hipotecario para adquirir una lujosa quinta en una exclusiva
zona. Piscina en su amplio jardín, estacionamiento para seis vehículos y ocho
habitaciones en la lujosa casona eran, al menos para su criterio, una
inequívoca muestra de éxito. No había cancha de tenis aún, pero ya la harían.
Como cada vez trabajaban más y más -había que pagar la mansión- su vida en
común se limitaba a unos minutos en el desayuno y un furtivo encuentro por las
noches, agotados ambos, con el único deseo de descansar. Su vida sexual iba
quedando limitada a ocasionales encuentros -cuando se podía- los fines de
semana. De eso no hablaban mucho. El éxito consistía, en todo caso, en mostrarse
siempre sonrientes, sin preocupaciones a la vista, muy bien vestidos y, en lo
posible, bronceados. Todo lo cual lograban con creces -también el bronceado-.
Iba todo viento en popa, al menos en los íconos que entendían debían
hacerse públicos. Casa y vehículos lujosos, buena ropa, ocasionales salidas a
los restaurantes más elegantes y sonrisas por doquier los mantenía satisfechos.
Buena parte de los orgasmos de Silvina eran fingidos, pero eso no importaba.
Ella suponía que Esteban se daba cuenta, pero no valía la pena preguntar. Sus
treinta y dos pares de zapatos, más otros numerosos oropeles, silenciaban esos
espinosos asuntos. Saberse codiciada por los varones del estudio, aunque con
ninguno jamás fuera a tomarse un café, también servían para sentirse feliz.
Para Esteban el éxito estaba en sentirse “triunfador” siendo gerente -uno
de los cinco gerentes de la empresa- a tan corta edad; de hecho, el más joven
de todos. Sus frecuentes viajes a Los Ángeles, donde estaba la casa central, lo
hacían sentir orgulloso. También saber que su esposa era codiciada por tantos
hombres, y que ella no optaba por ninguno, sino solo por él.
Pero un nubarrón apareció de pronto. La multinacional entró en un período
de crisis y decidió reorganizar sus estrategias comerciales. La reducción de
personal fue una de sus más drásticas medidas. Esteban, aunque con una
cuantiosa indemnización, se encontró desocupado por vez primera en su vida.
El golpe fue duro. Prefirió no contarlo a nadie; le daba particular
vergüenza sentirse sin trabajo, sin ingreso. Su preocupación mayúscula, igual
que la de Silvina, fue la de si podría mantener el tren de vida llevado hasta
ese entonces. Pero más aún, saber si podrían continuar pagando el crédito con
el banco para la lujosa mansión que habitaban. La sola idea de tener que
dejarla -a la mansión, claro- lo trastornaba. No podía soportar esa idea; hasta
se le cruzó lo de suicidio si eso se llegara a concretar.
Silvina decidió sacrificarse. Hablaría con los arquitectos del estudio para
pedirle trabajos extras. Ella podía dedicarse a dibujar planos, tal como hacían
los estudiantes, fuera del horario de oficina. Eso traería dinero extra. Sus
empleadores estuvieron de acuerdo, contó a Esteban, y se quedaría todos los
días algún tiempo luego del horario de cierre. Todo fuera por no dejar de pagar
ese bendito crédito.
De esa forma, ella comenzó a llegar más tarde todas las noches. Primero, un
par de horas más de lo que habitualmente solía hacer antes. Paulatinamente esos
tiempos extras se fueron haciendo más largos; así, fue habitual que apareciera
de vuelta por la casa a las 22 o 23 horas. A veces, incluso, después de medianoche.
Esteban no estaba muy de acuerdo, pero aguantaba eso resignado. Mientras,
buscaba afanosamente un nuevo puesto.
Así pasaron cuatro largos meses; él, cada vez más ganado por la angustia,
ella, aportando una considerable entrada extra a la casa, y llegando cada vez
más tarde por las noches. Pero el buen humor de ambos, aún un poco
forzadamente, no desapareció. Hasta que, por fin, Esteban volvió a conseguir el
anhelado trabajo.
Después de varias interminables entrevistas, una empresa farmacéutica de
origen europeo lo contrató para su Departamento de Mercadeo, con un sueldo casi
similar al anterior. La alegría de la pareja fue enorme, y lo festejaron en
forma.
También Esteban lo quiso festejar por su parte. Con algunos de sus amigos
más íntimos, y con dos primos con quienes mantenía una relación sumamente
estrecha, salieron una noche de viernes, como en su época de soltero. La idea
era tomar unos tragos, casi gastando a cuenta del futuro salario. El lunes
siguiente comenzaba en su nuevo puesto.
El festejo se prolongó varias horas, con bastantes copas y mucha alegría.
Uno de los miembros del grupo propuso terminar la noche “como dios manda:
yendo de putas”. Esteban dudó si dios mandaría eso, pero impulsado por los
vapores etílicos, aceptó. Eso no era común en él; era una práctica que muy
ocasionalmente había tenido en sus épocas de estudiante. No estaba del todo
convencido, pero motivado por sus amigos, lo vio como una travesura pasable. “Silvina
no se va a enterar. Además… una vez por año no hace daño”, se dijo.
Decidieron llamar a una empresa VIP de sexoservidoras, de esas que van a
domicilio con personal “especialmente seleccionado”, todas jóvenes muy bonitas,
muy discretas, y “dispuestas a todo”, según la tarifa que se pague. Por
supuesto, aceptan tarjetas de crédito, e incluso dan factura. “Servicio de
masaje”, anotan en la descripción del producto.
Pidieron tres mujeres para los seis varones de la reunión. Ya sobre la
marcha verían cómo se distribuirían y qué les ordenarían hacer específicamente.
Las esperaron en el apartamento de soltero de uno de los amigos: Julián, el más
joven, de muy buena posición económica. Como casualmente esa fecha era noche de
Halloween, aparecieron disfrazadas, estruendosamente maquilladas y con sendos
antifaces. La sorpresa de Esteban fue mayúscula al ver a las trabajadoras
sexuales, pues una de ellas, quizá las más guapa, le pareció que era Silvina. No
podía creer que fuera ella, pero la duda lo carcomía. El antifaz no le permitía
tener total certeza. Silvina quedó más sorprendida aún, pero no dijo una
palabra.
Aunque la sorpresa fue más grande aún, al menos para Esteban, pues el dueño
de casa solicitó, sin decírselo a sus amigos, junto a las tres damas, también
una mujer trans, o sea un travesti. Para Esteban eso fue conmocionante:
siempre había querido tener una relación con una mujer-hombre de esas, pero no
se había atrevido. Ahora era la ocasión.
Lo detenía la posibilidad que una de esas mujeres fuera Silvina. “¡Qué
vergüenza, si era ella, que se enterara!”, se dijo. Lo pensó rápidamente,
llegando a la conclusión que eso no podía ser. Seguramente los efectos del
alcohol le habían nublado un poco la vista y estaba viendo visiones. Así pudo
convencerse, y terminó siendo el más activo con la mujer-hombre. Tuvo sexo oral
y anal, activo y pasivo; algo de cocaína que apareció por allí -uno de los
amigos la aportó- lo ayudó a desinhibirse totalmente.
Silvina, desde el primer momento, quedó azorada. Su disfraz y el abundante
maquillaje pensó que la ocultaban bien, por lo que trató de mantener la calma y
actuar con todo el profesionalismo del caso. En principio, quedó estupefacta
por dos cosas: ser descubierta por su esposo, así como por constatar que
Esteban no era tan “santo” como decía. Pero mucho más aún la golpeó ver su
conducta homosexual. Pese a no querer ver el espectáculo, no pudo evitarlo. “Lo
peor de todo”, se decía, “es que goza más que cuando coge conmigo”
..., pero no dijo palabra. Varios meses de estar haciendo ese trabajo “extra” le
permitieron mantener el aplomo en la oportunidad, fingiendo siempre “estar
pasándola bomba”.
En un momento, luego de un par de horas de sexo alocado con los otros
jóvenes -con su esposo lo evitó siempre-, fue al baño de la casa; ahí se quitó
el antifaz -en la empresa le habían pedido especialmente a las cuatro personas
asignadas que lo mantuvieran todo el tiempo, para “darle más sabor a la cosa
en Noche de brujas”-. Así lo hizo ella, pero ya estaba asfixiada. Mientras
se arreglaba el cabello y el maquillaje, pasó por la puerta entreabierta Esteban
y la vio con la cara descubierta. Ella no se dio cuenta. Fue solo pasar un
instante, pero suficiente para constatar que era su esposa. No dijo palabra.
La noche fantástica terminó y todo el mundo, salvo Julián, marchó a sus
casas. Algo, o bastante, borrachos llegaron Silvina y Esteban, cada uno en su
vehículo con diferencia de unos pocos minutos. Los dos se contaron muy
superficialmente lo que habían hecho. El joven administrador relató la parranda
con sus amigos, donde todo había estado “super”. “Unos cuantos tragos
y escuchamos música toda la noche. Estuvo muy bueno”. Por su parte, la
joven arquitecta contó su “larga y aburrida jornada” dibujando planos. “Ya
me dolía la mano de tanto dibujar”, agregó con cara cansada.
Ambos sospechaban que el otro sabía lo acontecido, pero nunca dijeron una
palabra del asunto. Eran especialistas en mirar para otro lado, en simular (los
orgasmos, Silvina; que todo anda bien, Esteban). Así pasó el tiempo, siempre
ocultando, siempre fingiendo, y finalmente tuvieron la anhelada cancha de
tenis.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario