Con gran esfuerzo, trabajando más de diez horas diarias y
sin dejar de interesarse nunca por sus dos hijos –que habían quedado viviendo
con la madre luego de la separación, pero con quienes pasaba todos los fines de
semana– Nabucodonosor logró graduarse de abogado.
No era común que alguien de 43 años terminase una carrera
universitaria, menos aún trabajando como él lo hacía. Pero lo cierto es que lo
logró. Y sus calificaciones no eran malas, hay que reconocerlo.
Desde que había roto con su ex esposa, con los hijos aún
pequeños –el menor era un bebé de pecho todavía– se había dedicado sólo
trabajar como mula en su pequeño negocio: una librería y fotocopiadora en el
predio de la universidad, que él mismo atendía en persona y donde en los pocos,
muy pocos ratos libres que le quedaban, leía para sus clases. No era especialmente
inteligente (él decía que como consecuencia de su crónica desnutrición de
cuando niño. Había comido carne vacuna por primera vez a los diez años, estando
ya en la capital). Probablemente podría ser así; pero si bien es cierto que no
era una luz, como contrapeso era terriblemente tesonero. Cuando no entendía
algo, lo releía incansablemente, lo preguntaba hasta la saciedad a los
catedráticos, a sus compañeros de clase, lo anotaba en papeles que leía hasta
cuando estaba sentado en el inodoro…. Así era de perseverante Nabucodonosor.
Durante varios años, luego de la separación, no volvió a
salir con ninguna mujer; sólo trabajaba y estudiaba. Los fines de semana, bueno…,
el domingo, porque el sábado se quedaba sacando fotocopias hasta la noche, los
domingos, decíamos, aseaba un poco su casa, lavaba su ropa –a mano, herencia de
sus costumbres de la aldea donde aún el día de hoy las mujeres lavan en el río–
y leía todo lo que podía.
A los golpes fue aprobando materia tras materia, y así llegó
a tener el título. “Aboganster”, se
dijo. Le daba un poco de risa el ejercicio de su profesión; pero tenía pensado
dedicarse al derecho laboral, no para ser un gánster más –como tantos y tantos
abogados– sino para consagrarse con sentido ético a defender trabajadores.
Una semana después de graduado, tan contento que no se lo
podía creer, luego de almorzar con sus hijos como hacía todos los domingos, la
vio en el restaurante. Por años la había cruzado en la universidad, sin
hablarse nunca. Sabía que era docente en la carrera de Sociología. Ahora hacía
ya unos meses que no la veía, quizá un año…, o dos. Se sorprendió con el reencuentro.
Mientras los niños jugaban en el área de juegos, se acercó a
ella. Le resultó demasiado fácil todo. Eso no le podía estar pasando a él:
graduarse, y una semana después de ser ya todo un abogado, caerle a ese encanto
de mujer y obtener ya una cita luego de no más de un cuarto de hora de
conversación. Además, ella era soltera, y por lo que parecía, con ganas de
dejar de serlo.
“¿O será que esto de
ser un profesional abre puertas tan mágicamente?”, se preguntó sorprendido.
Lo cierto es que, habiendo recibido la tarjeta de presentación de Irma –así se
llamaba su ¿amada?, de quien vio que era también abogada– quedaron en que el
martes la pasaba buscando por su estudio.
Lo que restaba de ese domingo y el lunes siguiente fueron
los días más felices de Nabucodonosor; estaba más eufórico que cuando obtuvo el
título incluso. Se sentía que no cabía en sí. ¡Volver a salir con una mujer
después de años! No lo podía creer. “¿Me
acordaré todavía cómo se hace?”
Llegó el martes. Cerró la fotocopiadora más temprano que de
costumbre. Se puso corbata –era de la vieja usanza, y para salir con una mujer
las “buenas costumbres” así lo indicaban, se dijo–. Algo de perfume, una
retocadita al cabello, y cinco minutos antes de la hora pactada estaba en el
lugar. El edificio, más o menos humilde, parecía más una vivienda que lugar de
oficinas. Tuvo que subir hasta el tercer piso por las escaleras (no había
ascensor). Tocó timbre y salió un varón bastante gordo, calvo, de unos 60 años,
en chancletas. Le llamó la atención un tic que tenía en el ojo izquierdo.
Cuando preguntó por Irma, su interlocutor se puso pálido y casi cae desmayado.
“Pero… ¿quién es
usted? ¿De dónde la conoce?”, preguntó secamente.
Ante esa respuesta, pero más aún, ante el tono con que fue
interpelado, Nabucodonosor quedó atónito. Sin saber de qué se trataba exactamente,
vio que la situación era, como mínimo, bastante rara. En un instante se imaginó
las peores y más terribles cosas: que Irma era abogada de gánsters y que él,
sin saberlo ni quererlo, se había metido en problemas. Ya se veía acribillado a
balazos, sin terminar de entender por qué.
El que ahora se puso pálido fue Nabucodonosor.
“Es que ella…,
esteeee….., ella me dio esta dirección en su tarjeta. Y, bueno…. Habíamos
quedado que hoy teníamos que vernos”, pudo articular pobremente, con una
mezcla de miedo, vergüenza y consternación.
“Pues sepa, señor, que
Irma murió hace un año”.
Escuchando eso, nuestro héroe quedó estupefacto. Sin
responder una palabra, sin despedirse, sudando frío, salió del edificio. Dos
cuadras después se quitó la vida saltando los
Post scriptum
El teléfono de la
fotocopiadora de Nabucodonosor no paraba de sonar, y así estuvo por más de tres
días. Irma llamada desesperada porque, en una confusión –acto fallido dirían
los psicoanalistas– le dio la tarjeta equivocada. Desde que se había ido de su
casa paterna donde antes tenía su despacho, peleada con ambos progenitores y
sin hablarse nunca más con ellos en el año siguiente, era la primera vez que le
sucedía algo así.
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