Definitivamente la sexualidad es uno de los temas más polémicos que existe. La concepción común sobre el asunto, lo que decimos a diario sobre ello, tiene una base de corte biologista. Esa visión domina nuestra forma de entender las cosas: el positivismo del siglo XIX sigue vigente, amén de una consideración moralista que envuelve toda la cuestión. Dicho de otra forma: cuando hablamos de sexualidad humana tenemos a la mano la idea de un instinto que gobernaría nuestros actos: macho y hembra de la especie se buscan para unirse genitalmente y dejar descendencia. Habría así, para esa concepción, un modelo instintivista, biológico, que rige nuestra conducta. Pero en el ámbito humano las cosas no son tan sencillas: nos movemos por algo más que por la necesidad de procreación. ¿Por qué cubrimos los órganos genitales, o tenemos prohibición del incesto? (cosa que a los animales no les ocurre). Ahí está la gran diferencia. Todo lo humano es una construcción, producto de una historia social, cultural. Somos animales civilizados.
De la mano
de esa visión biologista de la sexualidad va una concepción moral. De ahí que
pueda hablarse de una sexualidad “normal”. La evidencia cotidiana, más allá de
toda la parafernalia moralista con que vivimos, muestra que esa supuesta
normalidad está siempre en entredicho. Para ello, piénsese en la homosexualidad
(masculina o femenina).
¿ENFERMEDAD?,
¿LUJO (como era para los antiguos aristócratas varones griegos)?, ¿VICIO?, ¿PECADO?,
¿OPCIÓN?, ¿ESTRUCTURA DE PERSONALIDAD?
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