Desde el año 2017, durante la presidencia de Jimmy Morales, se ha acuñado el término “Pacto de Corruptos” para referirse al entramado de politiqueros mafiosos que, en contubernio con sectores empresariales, algunos militares y personajes del crimen organizado, vienen manejando en forma creciente estructuras del aparato estatal.
Fue Álvaro Arzú, ex presidente y eterno alcalde de
la ciudad de Guatemala, miembro de esta oscura “asociación”, quien refiriéndose
en su momento a la CICIG y a las investigaciones que se llevaban en su contra,
dijo sin ninguna vergüenza: “Yo
firmé la paz, pero también puedo hacer la guerra”.
No hay ninguna duda
que este pacto de personeros de ultra derecha, corruptos e impunes, está en
guerra. En una guerra contra la misma institucionalidad supuestamente
democrática en que se mueve cuando la misma puede resultarles un freno a sus
negociados. En guerra, en definitiva, con la población toda del país,
propiciando una virtual dictadura antipopular y reaccionaria, aunque disfrazada
de “democrática”.
Las movilizaciones del año 2015, que parecían
un tímido despertar de la ciudadanía, no pudieron seguir avanzando. Ello
evidencia la complejidad del entramado social en Guatemala: hay miedo,
despolitización, carencia de fuerzas progresistas reconocidas ampliamente por
la población, diferencias urbano-rural (léase: racismo) que siguen marcando a
fuego la dinámica social. En ese marco el Pacto de Corruptos sigue frotándose
las manos y haciendo sus negocios.
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