“Friedrich Engels dijo una vez: ‘La sociedad capitalista se halla ante un dilema: avance al socialismo o regresión a la barbarie.’ … Hemos leído y citado estas palabras con ligereza, sin poder concebir su terrible significado. … Así nos encontramos hoy, tal como lo profetizó Engels hace una generación, ante la terrible opción: o triunfa el imperialismo y provoca la destrucción de toda cultura (…) o triunfa el socialismo, es decir, la lucha consciente del proletariado internacional contra el imperialismo, sus métodos, sus guerras”.
Rosa Luxemburgo
I
En estos momentos en que nos encontramos ante una
nueva guerra –una más, de tantas que se libran cotidianamente, todas ellas quizá
sin la repercusión mediática de la de Rusia-Ucrania–, y ante la posibilidad
cierta –esperando que ello no suceda– de una escalada que nos lleve a una
confrontación global con armamento nuclear, valen algunas reflexiones.
La guerra, el enfrentamiento, el conflicto violento no
es algo nuevo en la humanidad. Ello se ha expresado de distintas maneras a lo
largo de toda la historia: “La guerra es
el padre de todas las cosas”, dijo el griego Heráclito; en “El arte de la
guerra” el chino Sun Tzu da orientaciones precisas al respecto; en la tradición
musulmana, el combate está presente obligatoriamente, expresando El Corán que “se
os ha prescrito que combatáis
aunque os disguste”; Thomas
Hobbes nos habla del homo homini lupus
–el hombre lobo para el hombre–; la historia fue vista como “altar sacrificial” para
Hegel; mientras que Marx pudo decir que “La
violencia es la partera de la historia”. “Tambores de guerra” es una
expresión de origen africano, hoy día universalizada, en alusión al anuncio sonoro
de un próximo evento bélico. Freud, en respuesta
a una carta de otro judío como él atemorizado por el avance del nazismo en la
década del 30 del pasado siglo: Albert Einstein, en 1932, en un texto
imprescindible conocido luego como “El porqué de la guerra”, respondió: “Usted se asombra de que sea tan fácil
incitar a los seres humanos a la guerra y supone que existe en los seres
humanos un principio activo, un impulso de odio y de destrucción dispuesto a
acoger ese tipo de estímulo. Creemos en la existencia de esa predisposición en
el ser humano”. A eso Freud lo llamó, en lo que él mismo consideraba su
“mitología” conceptual: pulsión de muerte (Todestrieb).
Sin ningún lugar a dudas, la noción
de conflicto –y su derivado inmediato: la guerra– recorre la cultura humana en
toda su historia. Alguien dijo –quizá mordazmente– que la aparición del primer
ser humano sobre la faz del planeta, el Homo
habilis, hace dos millones y medio de años, estuvo marcada por un hecho ya
violento: lo primero que crearon nuestros ancestros fue justamente un arma: una
piedra afilada.
No alentamos la guerra ni los conflictos; no somos
apologistas de la violencia y pretendemos situarnos en un espacio de lectura
crítica de la realidad. Pero no podemos menos que reconocer que todo lo
anteriormente dicho no puede obviarse: la
historia humana se escribe con sangre. Si es cierto que la historia la
escriben los que ganan, ello significa que hay una asimétrica relación entre
vencedores y vencidos, donde uno pone el guión y otro lo sigue. Dicho de otra
forma: hay relaciones de poder entre los humanos, donde se constata siempre –al
menos hasta ahora– un diferencial de autoridad. Hay amos y esclavos, para tomar
la figura ya clásica de Hegel. Con el agregado –patético, si se quiere– de que el
esclavo piensa con la cabeza del amo, “La
ideología dominante es siempre la ideología de la clase dominante” (Marx y
Engels).
El presente escrito no pretende situarse en una
posición ingenuamente pacifista, en un llamado a detener la guerra sin entender
su dinámica y causas profundas –las luchas de poder que la generan–, porque
partimos de la base de reconocer, con amargura quizá pero también con
serenidad, que la historia humana se escribe
con sangre. Pero también, al mismo tiempo, pretende hacer suya la cita de
Rosa Luxemburgo que oficia como epígrafe. Si lo conocido hasta ahora –esta “prehistoria”, como decía Marx– nos
muestra este conflicto permanente, escrito a sangre y fuego, el socialismo se
abre como la posibilidad, la esperanza de transitar hacia otra historia.
La historia humana es ese altar sacrificial, siempre
anegado de sangre por cierto, porque el conflicto –¡y no el amor incondicional
ni la bondad infinita!– está en nuestra constitución. De todos modos, en el
marco de lo dicho por la revolucionaria polaca, y refrendado con otras palabras
por el creador del psicoanálisis, creemos firmemente en que, con otro contexto
social –el socialismo– se puede concebir un nuevo sujeto. Esa es la esperanza y
por ello vale la pena trabajar.
Freud vio con esperanzas la revolución rusa de 1917,
por considerar que de allí, a partir de una nueva matriz social, podría surgir
un nuevo sujeto, probablemente más “liberado” de atávicas ataduras. Hacia el
final de su vida, seguramente desesperanzado por ver el avance del nazismo y su
disparate eugenésico, con amargura consideró que la pulsión de muerte se saldría con la suya, y el futuro no se vería
muy prometedor. Lo dijo, valga la aclaración, sin llegar a conocer la infame
ignominia del uso de bombas atómicas. ¿Qué diría hoy sabiendo que ese
acrecentado poder de fuego serviría para terminar con toda forma de vida?
Hasta ahora, incluidas las primeras experiencias
socialistas (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua), hemos conocido un sujeto
transido por el poder, por las asimetrías que se asientan en él, por la
“pulsión de muerte” podría decirse en una lectura freudiana ortodoxa. Sigamos
creyendo, y trabajando, en pos de una sociedad distinta. La historia de la
humanidad desde que sabemos que hay clases sociales enfrentadas (hace no más de
10,000 años, cuando con la agricultura aparece un excedente económico), es ese
altar sacrificial ensangrentado. Apostemos por la esperanza de algo distinto:
el socialismo –revisando críticamente las primeras experiencias habidas en el
siglo XX– sigue siendo esa esperanza. Si no: la barbarie (¿holocausto
termonuclear sin sobrevivientes?).
II
Hay
conflicto, existe la guerra. Más allá de la invocación al amor y a la paz –que
muchas veces, en boca de quienes lo pronuncian, no pasa de altisonante discurso
vacío, hipócrita incluso– la realidad nos confronta con una cosa que insiste:
nos amamos mucho… pero por algo nos enfrentamos mucho también. Ejemplos al
respecto abundan. Cada dos minutos muere una persona en el mundo, sin estar en
guerra, por disparo de un arma de fuego. Ese conflicto de base permite/genera
que las relaciones humanas terminen siendo relaciones desiguales de poder; para
demostrarlo, ahí están las diferencias económico-sociales, el patriarcado, el
racismo, el adultocentrismo, la homofobia, toda forma de autoritarismo (que
también se encuentra en las izquierdas). Hasta incluso las religiones, más allá
de su supuesta prédica amorosa: “Las religiones no son más que un conjunto de
supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”,
como dijera Giordano Bruno –condenado por esto mismo a la hoguera
inquisitorial–.
Nos
amamos mucho…, pero se dan siempre estas discriminaciones, estos inequitativos
ejercicios de poder (repitamos: incluso en la gente que se enrola en la
izquierda política). Esto de “amarnos incondicionalmente” parece que no nos
lleva muy lejos. Para ejemplo: no olvidar que
el Vaticano –centro de la Iglesia católica que preconiza el amor entre toda la humanidad–
quemó en la hoguera a medio millón de mujeres por considerarlas brujas, “amantes
de Satán”, bendijo la invasión europea al territorio americano masacrando
población originaria –a la que le introdujo su credo a fuerza de torturas– y apoyó
la atrocidad antijudía durante la Segunda Guerra Mundial. Quedarse con la idea
de “amor al prójimo”, además de primaria, precaria o inocente, puede llegar a
ser peligroso: en nombre del amor se
pueden cometer las peores barbaridades.
Aunque el actual enfrentamiento europeo se ha robado
toda la fanfarria mediática, en el mundo se cursan infinidad de guerras de
mediana o baja intensidad de las que la industria comunicacional casi no habla.
O no habla. Entre grandes guerras (con más de 10,000 muertes anuales), guerras
civiles, tribales y enfrentamientos armados diversos (con hasta 10,000 muertos
al año) y pequeños conflictos y escaramuzas, hoy día se pueden contabilizar 65
frentes de combate: Yemen, Arabia Saudita, Palestina, Siria, Birmania,
Pakistán, Etiopía, Nigeria, Somalia, Camerún, Colombia, Egipto, Libia, India,
Filipinas, Israel, Tailandia, Senegal, México, Chad, por nombrar solo algunos.
De la guerra ruso-ucraniana se habla más –se habla hasta la saciedad en este
momento– porque allí se juegan otras agendas; concretamente: el posible nuevo
orden internacional, la redistribución de áreas de influencia para los grandes
poderes globales.
En todos estos enfrentamientos hay muertos, heridos,
destrucción, dolor, secuelas psicológicas… ¡y también ganancias! Estas últimas,
por supuesto, reservadas para muy pequeños grupos, élites superpoderosas: los
fabricantes de armamentos en principio y, recientemente, para quienes toman la
tarea de reconstruir lo destruido –infame accionar de los grupos de poder:
destruir para luego reconstruir–. El negocio es fabuloso. De hecho, la
industria bélica es, por lejos, el ámbito humano que mueve los más osados
avances científico-técnicos y la mayor cantidad de presupuestos –¡y ganancias!–
de todas las actividades humanas.
¿Qué es la guerra? Como se ha dicho: “Un lugar donde jóvenes que no se conocen ni
se odian se enfrentan a muerte en nombre de viejos que sí se conocen y se odian
para, sin sacar ningún beneficio, favorecer los intereses de esos viejos”. El
discurso dominante luego envuelve todo esto con una parafernalia heroica,
transformando los asesinatos en gloriosas acciones patrióticas. Y los ganadores
–esos viejos– se reparten el botín.
Las guerras no son expresión de la “enfermedad”
psicológica de algunos (nunca falta un “malo de la película”: Hitler, Saddam
Hussein, Khadafi, Maduro, Putin, Kim-Jong-un) sino manifestación de luchas de
poder. Dicho en otros términos: expresión de luchas de clases sociales en su
dinámica universal. Y como hay clases dominantes –hoy día, una oligarquía
capitalista global, básicamente nor-atlántica – los “malos” están del otro lado
del mundo. Los mandatarios (incluidas esas rémoras feudales que son las casas
reales europeas) blancos, rubios y de ojos celestes serían entonces el ejemplo
de democracia y defensa de la libertad. Los que no entran en ese selecto club
privado serían los “malos”. Toda esa mentira ideológica, ¿no es acaso una forma
de monstruosa violencia? “Miente, miente,
miente…, algo queda”, enseñó Joseph Goebbels, enseñanza llevada a un grado
sumo por la actual corporación mediática: ¿qué es eso sino una forma de
manipulación sutilmente violenta “para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”, como decía hace cinco siglos aquel teólogo
italiano. Los manuales militares actuales hablan de esto como “guerra
psicológica”. “Busca generar un impacto psicológico de magnitud, tal como un
shock o una confusión, que afecte la iniciativa, la libertad de acción o los
deseos del oponente; requiere una evaluación previa de las vulnerabilidades del
oponente y suele basarse en tácticas, armas o tecnologías innovadoras y no
tradicionales” (Steven Metz). Evidentemente, hay guerra para rato, con las
más diversas modalidades.
Es aquí donde se pueden empatar las lecturas que
proponen el materialismo histórico y el psicoanálisis. Son abordajes
conceptuales distintos, con objetivos diversos, pero ambos liberadores,
revolucionarios, subversivos en el más cabal sentido de la palabra, pues ambos subvierten,
proponen una ruptura y la construcción de algo nuevo, superando enajenaciones
(el sujeto liberado de sus fantasmas inconscientes, la sociedad sin
explotadores y explotados). El psicoanálisis muestra lo que somos en esencia
los seres humanos: podemos amar, pero también odiar, ser agresivos, diabólicos.
El patriarcado y el racismo con el que todas y todos vivimos –y repetimos
inadvertidamente– son otras tantas formas de sumisión/supresión del otro. El
materialismo histórico muestra cómo la historia humana es una sangrienta
sucesión de dominadores, basados en su poderío económico –con su derivación
político-militar– sobre las grandes mayorías paupérrimas: amos-esclavos, casta
dominante-pueblo raso, nobleza-siervos feudales, capitalistas-asalariados,
terratenientes-mozos.
Lo anterior lleva a preguntar por qué, cuando la
humanidad se tornó sedentaria y con la agricultura y la posterior crianza de
animales generó un plus producto, algo más que lo estrictamente necesario para
sobrevivir, cuando hubo un excedente de
riqueza social, qué hizo que alguien, un grupo, se convirtiera en
dominador, y otro grupo –curiosamente mayoritario– quedara dominado.
III
Todo lo
humano está signado por esta tensión originaria, por este conflicto
estructural, en todo ámbito. Un paraíso bucólico libre de diferencias, de
antinomias, tal “situación pacífica sólo es concebible
teóricamente, pues la realidad es complicada por el hecho de que desde un
principio la comunidad está formada por elementos de poderío dispar, por
hombres y mujeres, hijos y padres (…), por vencedores y vencidos que
se convierten en amos y esclavos”, dirá Freud. Léase igualmente: explotadores
y explotados, ricos y pobres, Norte desarrollado y Sur empobrecido. Esa es la dialéctica
del Amo y del Esclavo que desarrolló Hegel en el capítulo IV de la
Fenomenología del Espíritu, y que retomará Marx para conceptualizar la historia como permanente lucha de clases.
Se hace claro
entonces el porqué de “la violencia como
partera de la historia”. Toda esta multiplicidad de contradicciones, todas
en compleja concatenación, hacen a la riqueza y complejidad de la experiencia
humana. Al menos de la experiencia humana de la que hoy podemos hablar. La historia,
las ciencias sociales, la filosofía, el arte dan cuenta de esta realidad. Así,
hasta ahora, desde el hacha de piedra hasta el misil nuclear, atravesados siempre
por la existencial angustia de la finitud, los seres humanos hemos venido
viviendo estos dos millones y medio de años desde que nuestros ancestros
descendieron de los árboles.
Un
presunto paraíso de comunismo primitivo donde hubiera reinado la igualdad
–¿quizá también la armonía entre los sujetos?–, donde todas y todos comían lo
mismo, se protegían de los embates naturales todos por igual, donde no había
diferencias de “dominantes” y “dominados”, no pasa de hipótesis teórica,
perdiéndose en la inescrutable nebulosa de los tiempos. Insiste la pregunta:
¿por qué, entonces, de esa comunidad de iguales, cuando se sobrevivía en
cavernas, al haber excedente no se siguió repartiendo todo equitativamente? ¿Por
qué aparecieron amos y esclavos? ¿Llevamos el afán de poderío en los genes
acaso?
“Me torturaron hasta decir basta. Tenía sangre desde el pelo hasta la
punta de los pies. Después de violarme muchas veces, me dejaron amarrada al
frío de la noche, y unos hijos de puta cada rato me echaban agua helada encima.
Cuando se fueron, le pidieron a un soldadito que me vigilara, y le dieron
órdenes estrictas de no atenderme, de no escucharme. Pero este muchacho se
condolió, se sacó su chaqueta y me la puso en los hombros. Fue maravilloso”.
¿Buenos o malos? ¿Ángeles o demonios? Pregunta mal formulada: somos una mezcla
complicada, confusa, a veces ininteligible. Podemos ser, al mismo tiempo,
solidarios y altruistas, y también las peores basuras. Las situaciones límites
lo permiten ver, pues afloran allí ambos sentimientos: los más generosos y los
más ruines. Así somos.
¿Por qué decir todo esto?
¿Cómo nos ayudaría eso en la reflexión? Para evidenciar la dinámica humana en
su más profunda dimensión. Apelar al amor como el sentimiento más benévolo, más
alto y divino, es ingenuo. El amor es una posibilidad, tanto como el odio. En
realidad, marchan bastante juntos, de la mano. Pero no debemos confundirnos: no
hay determinantes biológicos en esto. No hay un fatalismo genético del que no
podamos escapar.
La noción freudiana de una pulsión de muerte, una
fuerza autodestructiva, quasi demoníaca, que alberga en todos nosotros, es un
concepto complejo. Por supuesto, puede llevar a pensar en un determinismo
instintivista. La observación crítica de la experiencia humana, más allá de las
altisonantes y no creíbles declaraciones en pro del amor (“poner la otra
mejilla si nos abofetean la primera”), nos confronta inexorablemente con estas
conductas despiadadas. La violencia cotidiana, y su expresión máxima: la guerra,
son una constante. Para ejemplo tragicómico, patético, desolador: los cinco países (Estados Unidos,
Rusia, China, Francia y Reino Unido) que son miembros permanentes del Consejo
de Seguridad de Naciones Unidas, aquellos que deberían velar por la paz
internacional, son los cinco principales fabricantes de armas del mundo. Como
decían sabiamente los romanos del Imperio: “Si
quieres la paz, prepárate para la guerra”.
No estamos condenados a la agresividad como un sino
genético. Inspirado en Freud, Jacques Lacan abre otra perspectiva: “La agresividad
es la tendencia correlativa de un modo de identificación que llamamos
narcisista y que determina la estructura formal del yo del ser humano”. Es
decir: la forma en que nos humanizamos, la manera en que pasamos de ser una
cría de la especie a un humano integrado a una cultura, conlleva desde el
inicio una carga, una marca que nos ubicará como sujetos sexuados, portadores
de una ideología, ubicados socialmente, y siempre con la posibilidad de desatar
agresión. “Eres la cosita más linda del mundo” le dice la madre al hijo; nos
lo creemos y ahí empieza el drama humano. “Basta
decirle a alguien que no tiene razón, que no es quien cree, mostrarle un punto
donde se limita la aseveración de sí, para que surja la agresividad”
(Bleichmar). La expectativa es poder crear una nueva matriz donde esa cría
humana se humanice de otra forma: no para
la competencia sino para la solidaridad. En ese sentido,
con la educación en nuevos valores, en una nueva ideología y una nueva práctica
social, es que el socialismo continúa siendo una esperanza, porque de allí
puede surgir ese mundo menos sanguinario que pensó Marx: “Productores libres asociados” donde regiría la máxima de “De cada quien según su capacidad, a cada
quien según su necesidad”.
La agresividad no está en
los genes; está en la forma en la que nos hacemos humanos, en esta forma en la
que entramos en el campo simbólico en el que otro nos construye, creyéndonos de
verdad “ser esa cosita fabulosa, la más lindo del mundo”. Ese drama nos
acompaña siempre; de ahí que los juegos de poder –¿qué otra cosa son, si no, el
patriarcado, el racismo, el autoritarismo, el egoísmo, cualquier forma de
vedetismo?– enmarcan nuestras vidas. Si les llamamos “vicios” –de los que la
izquierda quisiera desacoplarse– es porque se continúa pensando en un sujeto
libre de enajenaciones. Justamente por eso el materialismo histórico y el
psicoanálisis son subversivos: porque muestran esa alienación constitutiva,
dando los caminos para la emancipación. Que estemos marcados por el poder
–dicho de otro modo: por la ilusoria búsqueda de una completud que nunca se
podrá obtener, pues el poder nos hace sentir dioses intocables– no significa
que no podamos buscar una sociedad más equitativa. Se dirá que en las experiencias
socialistas también hay insultantes diferencias de poderío. ¡Por supuesto que
sí! La burocracia –no hay que ahorrarse esa crítica– vivió o vive en mayor
abundancia que la gente de a pie, pero al menos toda la gente come. En el capitalismo la principal causa de muerte
a nivel global sigue siendo el hambre (20,000 personas por día, en un planeta
donde sobra un 40% de alimentos para nutrir bien a toda la humanidad).
La agresividad que lleva
a la guerra no es un destino ineluctable. Valen aquí palabras del Subcomandante
Marcos, de la guerrilla zapatista: “Tomamos
las armas para construir un mundo donde no sean necesarios los ejércitos”.
IV
Es imperioso decirlo: los
países socialistas, en la corta experiencia habida en el siglo XX, nunca
comenzaron una guerra, nunca atacaron a otro. Vivieron en guerra, sin dudas, defendiéndose
de todo tipo de ataques. El capitalismo, como sistema dominante –hoy liderado
por esa super potencia que es Estados Unidos– está dispuesto a hacer lo
imposible por no perder sus privilegios.
Entiéndase que esas prebendas son, básicamente, de la pequeña élite dominante,
unos cuantos pocos archimillonarios que viajan en aviones privados, deciden las
guerras y están a una distancia sideral de la población. De todos modos, dada
la forma en que se mueve el sistema, la clase trabajadora y sectores medios de
las potencias capitalistas –no más de un 15% de la población planetaria– vive
con relativas comodidades, a partir de los indecibles sufrimientos del 85% de
población restante: un ciudadano medio de Estados Unidos consume por día más de
100 litros de agua; uno del África sub-sahariana, apenas uno.
Hoy por
hoy, caída la experiencia soviética y con el paso a mecanismos de mercado en la
República Popular China, la propuesta socialista no está en alza en el mundo.
Por el contrario, los ideales de transformación social que vienen creciendo
desde mediados del siglo XIX cuando aparece el Manifiesto Comunista,
corporizados en las primeras revoluciones socialistas a lo largo del siglo XX,
tuvieron un fabuloso alto con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la
desintegración de la Unión Soviética en 1991. El discurso dominante
–capitalista hasta los tuétanos, visceralmente anticomunista– se sintió
triunfal, y pudo declarar con toda la pompa el fin de las ideologías (léase: de
izquierda) y de la historia. La tozuda realidad vino a desdecir esa proclama.
Todas las
contradicciones, conflictos y desgarramientos que pueblan la dinámica humana
siguieron allí, aunque se les quiera barnizar cosméticamente. Aunque comience a
darse un discurso feminista contestatario, el patriarcado sigue; y aunque sea
delito el racismo, la oprobiosa xenofobia y la discriminación étnica sigue. De
las diferencias económicas… no se habla. Y la “a la moda” resolución pacífica
de los conflictos, no pasa de pamplina insostenible en lo profundo. Aunque
ahora a los trabajadores arteramente se les llame colaboradores, se les sigue
explotando. Y las guerras, por supuesto, siguen.
Aunque
terminó la Guerra Fría que mantuvo al borde del holocausto termonuclear a toda
la humanidad por espacio de varias décadas cuando se enfrentaban Estados Unidos
y la Unión Soviética, las guerras continúan. Desde terminada la Segunda Guerra
Mundial en 1945, con alrededor de 60 millones de muertos, sumados todos los enfrentamientos
bélicos habidos desde ese entonces a la fecha, la cantidad de decesos iguala o
supera aquella catástrofe. Nuevas y despiadadas guerras, con tecnologías cada
vez más mortíferas, con doctrinas militares más inhumanas poniendo en el centro
de los combates a la población civil, golpeando siempre en los países pobres
del Sur, dejando dolor y desolación a su paso, siguen siendo la constante.
Europa, luego de su devastación en aquella guerra, vivió sin combates en su
territorio por varias décadas. La infame guerra de Yugoslavia, en los 90 del
siglo pasado, demostró que la paz era una quimera en ese continente.
Estados
Unidos, que arrastra tras de sí a la Unión Europea y a la OTAN, ha hecho de las
guerras su más fabuloso negocio. Su complejo militar-industrial (Lockheed
Martin, Boeing Company, BAE Systems Inc., Northrop Grumman Corporation, Raytheon
Company, General Dynamics Corporation, Honeywell Aerospace, DynCorp
International) mueve fortunas astronómicas, y es la que fija la política
exterior de la Casa Blanca, independientemente si el presidente de turno es
demócrata o republicano. Durante todo el siglo XX y lo que va del XXI no hay
guerra en el mundo donde Estados Unidos, directa o indirectamente, no haya
participado. Los países de Europa Occidental, otrora el gran centro imperial
del mundo, hoy perro faldero de Washington, aunque no con similar intensidad,
siguen en ese camino: las guerras son buen negocio.
Ahora asistimos a una nueva potencia imperialista,
en disputa por el poderío global. Rusia, país capitalista que se alejó de los
ideales socialistas a partir de 1991, no hace algo distinto a
lo que realiza su archirrival histórico. Si Estados Unidos tiene un patio
trasero en Latinoamérica (Doctrina Monroe: “América para los americanos… del
Norte”), que resguarda con más de 70 bases militares, la Federación Rusa lo tiene
en la antigua zona de influencia soviética: Bielorrusia, Armenia,
Kirguistán, Kazajistán, Tajikistán. Se impone allí la llamada Doctrina Brézhnev –también conocida como “doctrina de
la soberanía limitada”–, propiciando que “Rusia
tiene derecho a intervenir incluso militarmente en asuntos internos de los
países de su área de influencia”. El presidente ruso Vladimir Putin,
amparándose en la Biblia para justificar la presente invasión, renegó de los
valores socialistas, representando a una nueva burguesía surgida de la
transformación de antiguos miembros de la Nomenklatura
en multimillonarios empresarios. Uno de ellos, de su círculo cercano, pidió “no regresar a 1917”. Sin dudas,
consustanciar el cambio, darle forma y mantener la revolución socialista, es
una tarea titánica. Rusia, después de décadas de socialismo, puede dar
como resultado un Boris Yeltsin, que vende su país al mejor postor, o un Putin,
que se declara no-socialista, religioso y homofóbico. Cambiar las cosas en el
ámbito humano es tremendamente difícil. Por eso, el socialismo –como camino a la
sociedad sin clases: el comunismo– es una tarea titánica, sin dudas, mas no imposible.
Hay
guerra, y las guerras parecen no desaparecer del horizonte humano. ¿Llevarán a
un enfrentamiento
nuclear que termine con toda forma de vida en el planeta? Es de esperarse que
no, pero de las guerras se sabe cómo empiezan, pero nunca cómo terminan. ¿Hasta
dónde escalará lo de Ucrania? Moscú ya usó misiles hipersónicos, por ahora sin
carga nuclear. ¿Se llegará a usar armamento atómico? ¿Y después?
Sherman Kent, conspicuo miembro de la CIA, dijo que “la guerra no siempre es convencional: en
efecto, una gran parte de la guerra, de las remotas y las más próximas, ha sido
siempre realizada con armas no convencionales: (…) armas (…) políticas y
económicas”, añadiendo que los instrumentos de la guerra económica “consisten en el bloqueo, la congelación de fondos,
el ‘boicot’, el embargo y la lista negra, por un lado; los subsidios, los
empréstitos, los tratados bilaterales, el trueque y los convenios comerciales
por otro”. En la actualidad, el capitalismo super desarrollado mantiene una
guerra permanente, despiadada, monstruosa para seguir asegurando los beneficios
de una pequeña élite. “Por supuesto que hay luchas de clase, pero es mi clase, la clase rica,
la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando”, dijo victorioso
Warren Buffett, uno de los millonarios más connotados de Wall Street.
En la guerra se apela a todo. Las doctrinas militares
contemporáneas, cada vez más perversas, ven en la población civil
no-combatiente su objetivo más importante. ¡Que la gente no piense! ¡Pan y
circo para todos! (en su versión 2.0, por supuesto). Sucede, sin embargo, que a
esos megacapitales estadounidenses y europeos, recientemente les apareció una
sombra: China, con su portentoso desarrollo económico, y Rusia, con su avance
militar. Todo indica que el mundo está dejando de ser unipolar, con Washington
y su dólar marcando el ritmo. Estas dos nuevas potencias intentan abrir otro
escenario global. La guerra de Rusia con Ucrania es, en realidad, la guerra de
Rusia contra Estados Unidos y su apéndice, la OTAN, por el reparto de las zonas
de influencia. China, expectante, apuesta también por el nuevo orden mundial. ¿La
nueva guerra de Estados Unidos será contra China? Muy probablemente. Hoy la
nación ucraniana –la historia es un “altar sacrificial”, no olvidarlo– es solo
el campo de batalla. Los muertos, fundamentalmente ucranianos, una consecuencia
de decisiones tomadas en Moscú y en Washington.
Para las grandes mayorías planetarias, el pobrerío,
quienes seguimos viviendo de nuestros salarios, con ninguna guerra podemos
estar bien. Si ahora dos centros de poder se disputan la supremacía o, al
menos, zonas de influencia, a los de a pie, a la clase trabajadora mundial,
esta guerra nada nos significa. Tal vez, un empeoramiento dado el alza de los
precios del petróleo. Quizá la única manera de poner freno real a las guerras
es construir el socialismo.
El socialismo es una
esperanza para lograr un ser humano distinto, quizá no más bueno y bondadoso,
sino más solidario. Se pueden crear condiciones para que las relaciones humanas
sean menos monstruosas y se salga del “homo
homini lupus”. Son relaciones de poder las que construyen al ser humano, por
tanto, puede aspirarse a algo más equitativo. Recordemos y enfaticemos esto: ninguna
de las experiencias socialistas conocidas inició una guerra…, porque el
socialismo no fomenta la rapacidad capitalista. Es, en todo caso, un eslabón
hacia el comunismo.
La causa del socialismo
como liberación de los oprimidos del planeta sigue esperando. El socialismo
chino no es, al menos de momento, un referente para los pueblos y clase
trabajadora de todo el orbe. Rusia, que abandonó el socialismo, se constituye
como poder capitalista con presencia global, pero los problemas eternos del capitalismo
no se resuelven. Como dijo Fidel Castro: “Las bombas podrán terminar con los hambrientos, con
los enfermos y con los ignorantes, pero no con el hambre, con las enfermedades
y con la ignorancia”. Si habrá ahora un nuevo orden internacional, de
momento eso para el pobrerío mundial no significa ningún cambio
real en términos positivos. Por tanto, el socialismo (ese que se empezó a
construir en la Rusia bolchevique de 1917) sigue esperando. Y en ese momento
glorioso hay que inspirarse.
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