Les aseguro que todo lo que le cuento es cierto, absolutamente cierto. Claro, ustedes podrán decir que son disparates de un loco. Y tienen razón: todo haría pensar que estas cosas no pueden suceder, que son un invento, una alucinación.
Pero permítanme decirles que no, que no es así. ¿Para qué querría mentir
a esta altura de mi vida? Bueno, de mi muerte mejor dicho.
Reconozco que nunca fui un ejemplo de virtudes. Por el contrario, mi
vida fue una pura mancha, un muestrario de lo que no se debe hacer. Pero bueno,
ya estuvo. Ya viví, y ahora no puedo volver sobre lo vivido. Lo angustiante es
que no puedo decir que todo eso me sirve como experiencia para el futuro.
¿Tendré futuro?
Como menor de edad nunca llegué a estar preso. Mi primer ingreso a una
cárcel fue a los diecinueve años. Confieso que la primera vez me fue
desagradable; casi diría que me avergoncé. Después, con los repetidos ingresos,
uno va viendo las cosas de otro modo. Llega un momento incluso en que, al menos
en el círculo de hampones donde me fui comenzando a desenvolver, estar preso
era una marca de reputación. Cuantos más ingresos tienes, más respetable eres.
¿Qué absurdo, verdad? A propósito: algo que siempre me resultó incomprensible
es el hecho de rendir culto a la muerte por parte de los homicidas. ¿Cómo
tatuarse una lágrima por muerto a su favor? Eso es una locura.
Yo fui asesino, y lo que menos querría es enorgullecerme de eso. Al
contrario: toda mi desgracia -bueno, no sé si desgracia; lo que les voy a
contar diría simplemente. Ustedes juzgarán si es desgracia, destino o castigo
de dios-, toda mi desgracia, decía, arranca con un homicidio.
Soy franco: yo no quise matar a mi hijo, no quise. Se lo aseguro. Les
pido desde lo más profundo de mi alma que me lo crean: yo no quería matar al
niño. Y para probarlo vean lo que sucedió después. Caí preso -creo que era la séptima
vez- y con una condena larga: veinticinco años. Cuando me fugué, créanme, no
era sólo por salir de la prisión: era la vergüenza indecible que sentía por lo
que había hecho. ¿Cómo matar a mi propio hijo? Tan mal me sentía que huí del
país. Fue así que dejé Italia, y por vueltas de la vida llegué a Perú.
Ustedes se preguntarán por qué lo maté. Yo también me lo pregunto. A mi
modo, de verdad, me considero creyente. Jamás en la vida piso una iglesia, pero
eso no obstante soy muy respetuoso, temeroso diría, de un ser superior. También
soy supersticioso, aunque eso prefiero no contarlo nunca. Ahora, ya de muerto,
me voy a permitir decirlo: algo que siempre me dio pavor es escuchar la música
de órgano, esa de las iglesias. Creo que por eso, más que nada, es que no
visitaba jamás un templo. Me daba miedo, y profundas ganas de llorar, cuando
escuchaba la solemnidad de ese instrumento. Pero retomando, entonces: soy creyente,
y ante los ojos de algún creador, algún ente superior que juega con nuestras
vidas -porque no puede ser de otro modo si uno ve lo que sucede con los
mortales- me sentí hondamente avergonzado cuando maté a Piero. El no tenía
culpa de nada. Con tres años ¿qué iba a entender?
Vivíamos separados con su madre; pobrecita ella, Laura. Había hecho lo
imposible para que yo me corrigiera, para que dejara de delinquir, abandonara
las drogas. Les aseguro que no era mala persona. Un poco ingenua quizá, pero de
ningún modo mala. En realidad fue muy poco el tiempo que estuvimos juntos, un
año quizá. Ahí nació el niño, y a los meses yo me desaparecí.
Reconozco que no fui un padre ejemplar; pocas veces veía a Piero. Menos
aún me hacía cargo de su crianza. Con cuentagotas -¡qué canalla que fui!-
pasaba algunos centavos para su mantenimiento. Lo cierto es que un día que
discutimos con Laura, una discusión fuerte, peor que las que solíamos tener, y
drogado como estaba -ya ni recuerdo qué había usado, creo que era coca- quise
amedrentarla disparando un tiro al aire. Pero tuve tanta mala suerte que la
víctima fue el pequeñito.
¡Qué horrible! Me sentía tan mal que ni siquiera opuse resistencia
cuando me detuvo la policía. ¡Era un asesino!, un asesino, y no lo había querido
así. No lo podía creer.
Pero, bueno… cosas de la vida. Ahora ya no me podría pasar algo así.
Cuando llegué a Perú apenas si hablaba español. No quiero entrar en
detalles, por lo que podría resumirles mis andanzas desde que salí de Italia
como terribles. Créanme: francamente terribles. Estuve un tiempo en Albania, y
de ahí viajé con una marroquí a México. Ella hablaba algo de español; yo no.
Estuvimos juntos un tiempo; luego, cuando nos separamos, pasé las aventuras más
indecibles. Pero para no cansarlos con el relato permítanme decirles que hice
de todo: fui actor extra en una película en Venezuela, asistente del director
técnico de la selección paraguaya de fútbol, guardaespaldas de un ministro en
Bolivia. Ya ni recuerdo cómo fue que apareció la oportunidad de ir a trabajar a
una estación de estudios ecológicos en el Amazonas peruano.
Fui como asistente; era un paraje perdido en la foresta tropical a tres
horas de navegación de Iquitos. Justamente por eso, por ser un lugar desolado
donde nadie me conocía, y donde tenía que pasar sólo casi la mayor parte del
tiempo, fue que acepté. Era mi expiación.
Bueno, eso creí.
El lugar no era cómodo, aunque tenía todo lo necesario para no pasarla
mal. Recuerdo que me familiaricé muy rápido con el manejo de las serpientes.
Eso, creo, era lo que más me interesaba. Llegué a cazar varias por semana para
el serpentario que teníamos. De verdad que me sentía bien con las viboritas.
En ese lugar estuve un buen tiempo, como tres años. Era una forma de
desintoxicarme, de no pensar en lo sucedido. Pero veo que el peso de la
historia fue demasiado fuerte; en lo más recóndito de mi persona la culpa
seguía carcomiéndome. Tanto, que un día -sin importarme mis serpientes, ni el
incomparable silencio sonoro de la selva, ni esos amaneceres sobre el río que
ningún renacentista podría haber pintado- decidí quitarme la vida.
Lo cierto es que pensé hacerlo no en el que había pasado a ser mi ámbito
natural: el puesto en la jungla, donde me hubiera resultado mucho fácil, sino
en la ciudad. Y en una gran ciudad. Decidí hacerlo en Lima.
Con cualquier excusa -ya ni recuerdo qué dije- logré el permiso
necesario de mis superiores, y viajé a la capital. Para hacerlo pasar por un
accidente y que nadie pudiera pensar en suicidio, busqué ser atropellado por un
camión pesado.
Si ustedes me preguntaran ahora por qué toda esa sofisticación, por qué
no me pegué un tiro, o me dejé devorar por la selva, por qué no me ahogué en
las aguas del Amazonas o me dejé morder por una de mis pupilas venenosas, no lo
sabría responder. No dejo de darme cuenta que fue algo raro toda esa historia
de irme a Lima y hacerme arrollar. No sé por qué, pero preferí hacerlo así.
¡Qué suerte perra! Logré ser impactado por el bendito camión, pero no
morí. Por el contrario: quedé cuadrapléjico.
Eso jamás me lo hubiera esperado. No se imaginan lo horrible que es. No
sé cómo sufrí más, si con el dolor moral que llevaba antes, o con esta prisión
perpetua que significaba no poder moverse, estar postrado de por vida en una
cama, pero lúcido.
Es decir: seguía el dolor moral de antes, pero con el agravante de verme
ahora absolutamente impedido.
Solo como estaba, sin ningún contacto familiar, ni amigos, solamente con
una precaria relación laboral en un remoto paraje selvático, desconocido total
en Lima, fui a parar a un pabellón de desahuciados en el Hospital General.
No podía mover ningún miembro, y para comer tenían que ayudarme. Ya ni
se diga para ir al baño o para ducharme. ¡Qué espantoso! Y ahí empezó el
verdadero drama.
Sin explicarme nada, sin consultarme, dado que estaba en total desamparo
-físicamente, sin dudas, pero además solo, sin ningún apoyo de nadie, sin que
nadie me conociera- pasé a ser conejillo de indias para experimentación.
Mi única manera de expresarme era con la mirada, o llorando - no podía
hablar luego del accidente. Era patético, puesto que continuaba estando
completamente lúcido, pero sin poder de defenderme.
En realidad nunca entendí bien de qué se trataba todo; a veces escuchaba
hablar a la gente cerca de mí -eran médicos, enfermeras-. De ese primer momento
tengo grabada la palabra "prueba". Recuerdo que la escuchaba con
frecuencia. En realidad ponía muchísima atención a lo que decían. Yo me sentía
profundamente lúcido, razonaba bien; pero no alcanzaba a darme cuenta qué
pasaba. Sólo escuchaba frases entrecortadas.
Deduzco que estaban experimentando conmigo por las cosas que lograba
descifrar. En realidad nunca sentí nada especial: siempre postrado, siempre las
mismas rutinas. Y lo que infiero deben haber sido los experimentos, en realidad
no me produjeron jamás nada especial, ni bueno ni malo. En verdad llegué a esa
conclusión por lo que podía escuchar del personal que me atendía; en cuanto a
mi comodidad general, de esa primera fase no tengo nada de que quejarme. Lo
peor vino después.
Postrado como estaba no podía tener una cabal idea del tiempo que
transcurría. De todos modos calculo que deben haber sido unos tres meses
después de mi ingreso al hospital cuando comenzaron a cambiar las cosas. Por lo
pronto me trasladaron de cuarto. Me pusieron solo, y fue notorio el
mejoramiento de la atención. Repentinamente comencé a ser muy bien tratado. O
mejor dicho: comencé a ser foco de mayor interés, que no es lo mismo.
Y fue ahí cuando comencé a escuchar que mis interlocutores hablaban
bastante en inglés, lo cual no sucedía en la fase anterior.
Nunca hablé inglés; siempre sentí un profundo rechazo por ese idioma. No
tanto por los británicos sino por los americanos. Bueno, los mal llamados
americanos: los estadounidenses, en realidad. Su arrogancia, su fanfarronería -peor
que la de los franceses- hizo que nunca me interesara por esa lengua. Apenas
conocí palabras sueltas. Lo cierto es que en ese nuevo estado en el que me
empecé a encontrar, escuchaba bastante hablar en inglés, y recuerdo que alguna
de las palabras más utilizadas eran test,
death, drug, y Frankestein, que
aunque es un nombre propio no inglés, me resultaba por demás de significativo.
¿Había pasado a ser un Frankestein?
Recuerdo muy difusamente la vez que recibí la primera descarga. Yo
estaba aterrado por todo el movimiento que veía en la sala. Estaba lúcido como
nunca antes, y mantenía los ojos semi cerrados para aparentar. ¿Para aparentar
qué?, me pregunto ahora. Pero, bueno… me hacía pasar por dormido, mientras
abría un poco el ojo izquierdo, con disimulo, para ver qué estaba sucediendo. Había
mucha gente, no sé: diez personas, quizá más.
Sin previo aviso -en realidad nunca me avisaban de nada- me acercaron no
sé qué cosa a la cabeza, me pusieron unos cables en los pies y otros en las
manos, y de pronto sentí un dolor indecible. Era como que algo se me metía por
debajo de la piel y me rasgaba. Quise gritar, pero no podía articular palabra. De
inmediato comencé a mover los dedos de pies y manos, los mismos que estaban
paralizados desde el momento del accidente.
No lo podía creer. ¿Estaba curado? ¿Y qué iba a venir ahora?
Lo que vino, les aseguro, no fue una curación precisamente.
Repitieron la operación de la descarga varias veces; cada una de las
siguientes dolió menos, y gradualmente noté que podía comenzar a mover los
miembros. Supongo que fue por eso que me mantenían amarrados brazos y piernas.
En forma paulatina fui recuperando fuerza. Pero nunca me dejaron mover.
Jamás se dirigían a mí en forma personal. Ni siquiera usaban mi nombre.
Lo entiendo, claro: ni lo deben haber sabido. Incluso en la estación científica
en la selva había dado un nombre falso. Con pasaporte italiano me hacía pasar
por un tal Marcello Togliatti - el documento lo había conseguido como favor en
la embajada de Bolivia. Ahora que caigo en la cuenta, hace años que nadie me
llama por mi verdadero nombre: Salvatore Bertrolezzi. Recuerdo que en el
hospital se dirigían a mí sólo como "el sujeto".
Pues bien, "el sujeto" les servía, por lo que me iba dando
cuenta. Lo sentía en la expresión de sus voces: estaban contentos. Y yo
también. Por primera vez en mi vida sentía que servía para algo. Claro que no
era una posición envidiable precisamente. ¿Qué diría mi madre si se enterara?
¿Se hubiera sentido orgullosa? Lo cierto es que estaba prestando un servicio a
la ciencia, tal como lo hacía cuando juntaba las serpientes venenosas en la
selva.
Sí, de verdad que sí: aunque era a un costo algo alto, me sentía bien.
Creo que nunca me había sentido tan bien.
Noté un cambio grande cuando me cambiaron la dieta. A partir de ese
momento me comenzaron a alimentar mejor. Hubiera querido pedirles chocolate.
Por supuesto que con mi jerigonza ininteligible, que era un inaudible murmullo,
se los dije, pero por supuesto que no me entendieron. O, si me entendieron, no
hicieron lugar a mi pedido. Lo comprendo: a un sujeto de pruebas medio muerto
al que se lo hace revivir no se le conceden mayores gracias. Bueno, eso creo…
Les aseguro que al poco tiempo -unos días nomás- de haber comenzado
estas pruebas de las descargas, o lo que hayan sido, no importa el nombre
técnico, yo me sentía bien, muy bien, ya en condiciones de poder moverme.
Quería caminar, quería mover mis brazos, abrazar a quienes me atendían. No
entendía aún por qué me seguían manteniendo maniatado.
Luego, tal vez recién ahora, fui cayendo en la cuenta.
En un cierto momento entré en un soponcio prolongado; era grato, les
aseguro. Sentía una tibieza general en todo el cuerpo. Sentía -esto era lo que
más me llamaba la atención- una fortaleza inusual en mi musculatura, pero no me
podía mover. Ya no sé si lo sentía, lo imaginaba, si estaba drogado, si era
todo un sueño, pero recuerdo que empecé a tener sensaciones raras. Nunca en mi
vida, o en mi muerte, había sentido algo así. Era como si me estuvieran
masajeando todo el tiempo, como una suave y delicada electricidad me conmoviera
todo el tiempo. Además, veía -sin verlas en realidad- imágenes, o colores, no
sabría cómo explicarlo, muy agradables. Sentía incluso, por favor créanmelo,
una fragancia hermosa, indescriptible. Era como un cierto olor a pino, a un
bosque de pinos; y cuando sentía eso, al mismo tiempo me parecía estar
caminando sobre un colchón de hojas secas por algún camino boscoso, como cuando
niño en mis montañas del Veneto.
Bueno, todo eso empecé a experimentar, hasta que vino lo peor.
Me sacaron caminando, me hicieron subir a un automóvil -no era una
ambulancia, estoy seguro- y me llevaron a un lugar muy raro. Era un gran salón
muy iluminado, todo blanco. Me hacía pensar en esas películas de ciencia
ficción, de viajes espaciales y del futuro, donde hay máquinas por todos lados,
lucecitas de colores y gente vestida de forma muy particular, sin que se pueda
saber si son varones o mujeres.
Cuando desperté sentí que no tenía piernas. Luego, diría que unos días
después, sentí algo rarísimo en la cabeza. No era dolor precisamente, sino una
sensación de pesantez. Era como que no podía pensar lo que yo quería sino que
escuchaba una voz -tampoco era una voz, era como una orden que me llegaba- que
me indicaba cosas: "mover hacia
arriba el brazo izquierdo", "abrir
y cerrar dos veces el ojo derecho", "avanzar", "estarse
quieto".
No eran alucinaciones, créanme. Nunca tuve alucinaciones, pero sé que no
eran eso. Más de una vez vi a los locos -psicóticos creo que se llaman, ¿no?- y
esos sí que alucinan: hablan solos, gritan, ven visiones. Lo mío no era
patológico, de ninguna manera. O bueno, sí lo era en un sentido; pero por todo
lo que sucedió después me doy cuenta que no eran cuentos.
No sé cómo ni por qué, pero ya no comí más. No lo necesitaba. Nunca más
sentí hambre. Ni frío. Ni ganas de ir al baño. Una vez, simplemente por probar,
quise cagarme encima. Ahora podía manejar un poco mi musculatura (digo un poco
porque en realidad eran ellos, los que me daban las órdenes, quienes me
manejaban); y probé hacer fuerza con los esfínteres. Pero nada. Para ser
sincero: nunca más volví a sentir ganas de evacuar.
Todo eso me llamaba poderosamente la atención: yo seguía pensando un
poco, por mi cuenta, pero eso no servía. Terminaba haciendo lo que esa voz, o
ese estímulo -no sabría cómo llamarlo- me decía.
Volví a la selva.
Me llamaba la atención la ropa que portaba. Era como lo de las películas
de ciencia ficción: color metalizado, casi brillante. Una vez quise tocarme la
cara, pero la orden me dijo con tono imperativo y en forma impersonal: "no tocar. Nunca jamás volver a probar
tocar la cara".
Tenía algo de aterrador todo esto. Insisto: parecía una película, pero
no lo era. Yo sentía ganas de llorar, pero no podía. Y si quería correr para
irme de la escena, las piernas permanecían rígidas. No puedo explicar qué
sucedía, ni por qué, pero era como que yo ya no era yo. ¿Quién era entonces?
Volví a la selva, como les decía. Pero no era por donde había estado,
cerca de Iquitos. Ahora era Colombia, según lo supe por boca de otros soldados.
Bueno, dije "otros" soldados porque, yo también, y sin quererlo, era
un soldado.
Es difícil de explicar y mucho más aún debe ser difícil de creer: yo no
era yo. Yo seguía queriendo pensar como Salvatore Bertrolezzi, pero no podía. Sabía
que yo era Salvatore, italiano, convicto de la ley, asesino de mi hijo,
mentiroso de profesión. Pero ahora todo eso no contaba. Yo era un ser
sobrenatural que solo seguía instrucciones que alguien me daba. Entiendo que
debe ser increíble escuchar todo esto, ¿verdad? ¿Quién me daba las órdenes?
Pues, bueno… esa voz, o ese impulso que me hacía mover.
Al principio sólo estaba en la selva; era un soldado raro, no combatía.
De todos modos supongo que mi rostro debe haber tenido algo sobrehumano, de ahí
que no me lo permitían tocar. O quizá no sólo mi rostro sino todo mi aspecto.
Lo recuerdo bien porque mis propios compañeros, a quienes yo veía como soldados
normales, con traje camuflajeado, con armas convencionales, colombianos todos
ellos, también se sorprendían cuando me veían. O mejor dicho: cuando veían mi
cara.
Y ni qué decir de los enemigos.
Recuerdo la primera vez que recibí la orden: "quitarle los ojos a ese miserable guerrillero con las manos".
Si nunca, nunca jamás ponían un adjetivo, una nota de color en las órdenes que
me daban, ¿por qué ahora, cuando se trataba de un guerrillero, era
"miserable"?
Eso fue lo que me empezó a hacer pensar que yo ya no sólo no era
Salvatore; yo ya no pertenecía al reino de los vivos. Yo ya no era un ser
humano.
Lo que más hacía era eso: torturar. Por un lado, yo, Salvatore, sentía
repugnancia, miedo, vergüenza de hacer eso. Pero por otro lado, la nueva cosa
que había pasado a ser, ésa que sólo se limitaba a cumplir órdenes, seguía
mecánicamente las instrucciones, y punto. Fue así que me especializaron en
torturas. Varias veces rebané penes de los "miserables guerrilleros"
de una dentellada.
Créanme, lo que más espanto me producía era pensar que eso de andar
besuqueando un pene era cosa de maricones. ¡Y yo nunca fui maricón, ni de vivo
ni de muerto!
Cumplía múltiples funciones. Nunca empuñe un arma de percusión; lo que
me hacían utilizar eran granadas. Y además hacía de todo con mis manos, con mi
nueva fuerza. Corría entre las balas, arrancaba árboles de cuajo con mi fuerza,
transportaba pesos inimaginables - por ejemplo: diez lanzagranadas RPG 7, o
municiones para una semana de combate para una docena de ametralladoras pesadas.
En fin: me convirtieron en una máquina rara, espantosa sin dudas -nunca
pude verme el rostro- y muy funcional. Además, salía barato: no comía, nunca me
enfermaba.
Era una cosa, claro está, porque había dejado de ser un humano. Recuerdo
una vez que persiguiendo una columna guerrillera, al vadear un río pisé una
mina. Por supuesto la pierna era la derecha- voló en mil pedazos. Curioso: no
sentí dolor. De inmediato me detuvieron la hemorragia, y al poco tiempo me
evacuaron en un helicóptero. Como si cambiaran una pieza de un vehículo, un
chip de una computadora o un botón de una camisa, así me cambiaron mi piernita.
Les soy franco: no sentí nada. Pero nada de nada en ningún sentido: ni físico,
ni espiritual. Mi cuerpo ya no era mío; me daba lo mismo si me ponían ese
repuesto nuevo o no, una pierna, o dos, una manguera, un destornillador o un
lanzallamas. Ya estaba muerto.
La historia terminó de un modo previsible. Alguna vez hubo una incursión
muy grande de varias columnas en forma simultánea en la región del Caquetá.
Eran, según se decía, como no menos de mil quinientos guerrilleros. Nos
emboscaron y nos destruyeron a todos, absolutamente a todos. A mí, seguramente
al encontrarme tan raro, me machetearon la cara para quitarme esa insólita cosa
que llevaba puesta. Fue ahí donde, desoyendo todas las instrucciones, osé
tocarme el rostro, y pude sentir un aparato frío, como de metal. Como aquí no
hay espejo, todavía sigo sin saber cuál es mi aspecto.
Les agradezco que me hayan permitido expresarme ahora. Yo, se los
aseguro, no soy soldado, no pertenezco a las fuerzas armadas colombianas, y
menos aún a las de Estados Unidos. Estuve en esta guerra porque circunstancias
ajenas a mi voluntad me condujeron hasta este punto. Juro y perjuro que no
tengo nada contra ustedes, y les agradezco el buen trato que me han dispensado.
Espero que la letra con que escribí todo esto sea legible; y para
terminar querría decirles que me parece entender ahora el por qué ciertas veces
se dirigían a mí llamándome soldado cuarenta y ocho. ¿Saben qué significa eso
en Italia?: "el muerto que habla".
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