Aburrida de ver
siempre lo mismo, Nancy apagó el televisor. No entendía mucho de esas cosas, ni
pretendía entender. La repetida, monótona, casi grotesca propaganda sobre la
guerra de Vietnam ya la tenía harta.
Lo único que le importaba
al respecto era que un sobrino –su sobrino preferido: Tom, huérfano desde muy
pequeño, criado en parte por ella– estaba prestando servicio en el frente; no
era tanto la marcha del conflicto lo que la aquejaba, sino la suerte corrida
por el muchacho.
Ya obtenida su
jubilación como maestra, con sus recién cumplidos sesenta y un años y una
soltería bien llevada, la vida le transcurría plácida en aquel pequeño pueblito
del condado de New Shipping, en Carolina del Norte. Conocida desde siempre en
el vecindario, era querida por todos. Cariñosamente la llamaban la Tía Nancy.
Ocurrió un caluroso
día de junio de 1971. Nancy era muy afecta a tener mascotas; en aquel entonces
tenía una tortuguita: Elsa, con quien pasaba horas hablando; y su primor, su amor
incondicional: la perrita Daisy. Esta última hacía ya más de 10 años que era
parte indisoluble de su vida; con ella había tenido –ella misma lo aseguraba
sin pudor– los momentos más felices de su existencia. Habitualmente dormían
juntas.
Para esa época
Daisy había entrado en celo. Simpática cocker, despertaba las pasiones no sólo
de su dueña sino de cantidad de perros de los alrededores. Como ocurría siempre
para esas circunstancias, muchos canes se acercaban a merodear por la casa de
Nancy a la espera de ser el elegido de la solicitada mascota. Había de todo:
algún otro cocker, perros de otras razas, algunos vagabundos. Para todos la
atracción se ejercía por igual.
La perrita –en
lenguaje humano diríamos: haciéndose
rogar– no era de tomar una rápida decisión; las filas caninas se engrosaban
largamente, siendo muchos los decepcionados al final de la espera. Ese verano,
como en ocasiones anteriores, la cantidad de pretendientes era grande.
Nancy no supo cómo,
pero en un determinado momento, Daisy apareció encaramada en un árbol frente a
su casa. Se supone –es lo que luego se dijo– que, subida al balcón del segundo
nivel de la casa, pudo haber saltado, quién sabe por qué, hacia la rama más
cercana del árbol. Una vez allí no supo bajar.
La angustia de
ambas, mascota y ama, fue grande; seguramente mayor la de la última. Para ella
su perrita era casi todo –sería excesivo decir todo; su sobrino en Vietnam
también contaba bastante–. Si algo le sucedía, podía ser la ruina de su vida.
Desesperada, llamó a los bomberos. No tardaron en llegar.
El capitán Mc
Allison, robusto cincuentón de ojos azules y grueso bigote, enseguida se hizo
cargo de la situación. En su vida laboral había asistido a numerosos rescates;
algo como lo actual no lo inquietó en absoluto.
–Quédese tranquila, señora. En un instante le recuperaremos su
mascotita–.
La tarea en modo
alguno parecía complicada. La sonrisa bonachona del capitán lo acompañaba en
todo momento; parecía un buen personaje de cualquier película de vaqueros, de esas
que se veían luego de los noticieros sobre Vietnam.
–Muchachos– ordenó Mc Allison– ustedes suban al techo, y ustedes dos
quédense abajo con la red, por una eventual caída de la perrita–.
Las cosas se
hicieron como ordenó el jefe. El más joven del grupo fue quien se acercó a
Daisy. Todo debería haber resultado fácil, rápido; pero no fue así.
El animalito,
seguramente espantado por la situación, comenzó a ladrar locamente y a lanzar
mordiscos a su salvador. Ante eso, el bombero que se había empinado en el
árbol, algo sorprendido por la reacción, optó por retroceder. Se llamaba Tom,
igual que el sobrino de Nancy. Eso fue motivo para que la candorosa maestra
entablara relación con él; al rato, tanto Tom como sus compañeros, disponían de
sendos emparedados y gaseosas, ofrecidos por la gentil señora.
–¡Ay, pobrecita mi Daisy! ¿Y cómo creen que
sería mejor hacer para bajarla, muchachos?–
Luego de estos
primeros minutos de contacto, y ante el inicial fracaso del rescate, todos,
incluida la Tía Nancy, vivían ya un clima de confianza, de familiar camaradería
como si se conociesen de toda una vida. Así era nuestra heroína.
–¿Sabes, Tom, que tengo un sobrino que se
llama igual que tu?; incluso se te parece bastante, sólo que él tiene un lunar
aquí, cerca del cuello–,
y para ejemplificarlo se abrió algo el escote de su blusa, indicando el lugar
exacto.
–¡Me da tanta lástima mi pobrecito Tom…! Me
refiero a mi sobrino, claro. A ti casi no te conozco. Pero creo que eres un
buen muchacho. Creo que Tom, mi sobrino, tiene más o menos tu edad. ¿A ti no te
han convocado para el frente?–
El tono de Nancy
invitaba a sentirse en confianza; casi, se diría, llamaba a la intimidad.
–Bueno, en realidad no todavía, pero… quiero
decir: estoy esperando que me recluten–.
–Ah. ¿Y te gustaría ir?–, preguntó maternal la mujer.
–Eso no importa. ¡Hay que servir a la
patria!, eso es lo que cuenta. Defenderla de esos malditos chinos–.
–Ay, mi muchachito. ¿Y para qué queremos
estar en guerra?–
La conversación
podía extenderse horas; ambos querían hablar, sentían la necesidad de hacerlo,
al menos sobre ese tema. Pero la obligación deshizo el clima personal que se
iba tejiendo. La voz del capitán Mc Allison resonó potente, casi descortés:
–¡Terminemos rápido este refrigerio y bajemos
a esa perrita de una buena vez!–
Casi de inmediato todos los subalternos tragaron apresuradamente la
merienda, y en un instante estuvieron listos para continuar con el rescate. La
cuestión es que nadie sabía muy bien qué hacer.
–Yo creo, capitán, que deberíamos forzarla a
saltar, y esperarla abajo con la red–.
–No. Eso es muy peligroso. Es mejor subir
hasta donde está ella y recogerla–.
–Pero ya lo intentamos, y no se deja la
pobrecita–.
–Modestamente yo diría que lo mejor es
esperar a ver qué hace ella solita, y ayudarla–.
–Sí, claro… pero no tenemos todo el día para
esperar–.
–¿Y si le mandamos un perro macho como
señuelo? –
–O mejor tentarla a que baje con un buen
pedazo de carne–.
–Perdónenme, pero la única manera de bajarla
es sedándola con un dardo–.
Todos opinaban,
todos tenían algo que agregar; también la Tía Nancy. Mientras eso sucedía, iba
anocheciendo, y la perrita Daisy seguía en lo alto del árbol. A este punto
comenzó a lloriquear.
El barrio completo ya se había movilizado con motivo del
acontecimiento. En un condado como aquél nunca sucedía nada especial. La guerra
era una extraña noticia de un lejano país; no parecía tocar a los habitantes de
New Shipping. Salvo el sobrino de Nancy, nadie en el vecindario tenía
familiares directamente implicados.
Las voces de
solidaridad no tardaron en ir apareciendo.
–¡Ánimo, Tía Nancy! New Shipping está contigo–.
Había algo de
emocionante en la situación. Los bomberos se sabían centros de la atención de
todos, y querían estar a la altura de las circunstancias. Sin decirlo, más de
uno estaba conteniendo la respiración para esconder el estómago. El capitán Mc
Allison no dejaba de arreglar sus bigotes.
Comenzaba ya a oscurecer. No quedó claro quién dio la
orden, ni para qué, pero una segunda dotación de servidores públicos llegó a la
escena.
"¡Ahora sí! Ahora lo van a lograr", fue
el clamor generalizado. Se sintió un suspiro de alivio. Mientras tanto el
llanto de Daisy comenzaba a hacerse más hondo, teniendo ya algo de
insoportable.
El segundo grupo recién llegado no traía muchas más
ocurrencias que el primer contingente en cuanto a qué hacer; eso sí: traían más
equipos. En poco tiempo, ya entrada la noche, relucían varias escaleras de
aluminio y potentes reflectores. La admiración de los vecinos iba en aumento.
Mientras esto
ocurría, la Tía Nancy tuvo la idea de sacar su televisor al jardín delantero de
la casa –para que no se haga tan largo el tiempo–, pensó. Justamente en esos
momentos estaban dando el noticiero nocturno; la guerra de Vietnam ocupaba
buena parte del programa. Ese día no había sido victorioso para los Estados
Unidos: muchos caídos, ningún avance en territorio enemigo. Sin embargo, las
noticias siempre se presentaban con un toque de heroísmo triunfalista, por lo
que los mismos muertos sufridos eran acicate para potenciar la masividad de la
"futura y pronta" victoria total. De los vietnamitas, además de dar a
conocer el número de bajas que se le había producido, nada se decía. Era obvio
que se trataba de un noticiero norteamericano, más concebido como espectáculo
colorido y con una cuota de entretenimiento que como boletín informativo
objetivo. Nancy no lo terminaba de creer, pero uno de los rostros que aparecían
en una toma hubiera jurado que era el de su sobrino Tom.
Terminando el
noticiero, y mientras los dos cuerpos de bomberos estudiaban la mejor forma de
llevar a cabo el rescate, llegó la televisión. Venían de Raleigh, de un canal
con bastante audiencia. Sin dudas la noticia de Daisy ya había corrido bastante
por allí; si bien no era algo especialmente trascendente, podía interesar.
Más reflectores se sumaron a los de los bomberos. Era
evidente que el capitán Mc Allison se sentía muy a gusto con la situación. Él
mismo, con sutileza, buscó ser entrevistado por los reporteros recién llegados.
–Bueno… no va a ser nada fácil el trabajo. Recuerdo vez pasada en la
guerra de Corea me encontré en una situación parecida–,
comenzó a decir.
–¿Rescatando una perrita?–, preguntó perplejo el
periodista.
–¡No, no! Quiero decir: rescatando uno de nuestros muchachos que había
quedado en uno de esos pozos-trampa que ponían estos chinos. O sea: era una
situación comparable, usted me entiende, ¿no?–
–Claro, claro–.
Más que la cobertura de una nota periodística, la escena
parecía el relato de una vieja historia heroica contada por un abuelo para su
nieto, con la diferencia que había un micrófono y una cámara de televisión por
medio.
–Fue así, muchacho, que casi sin herramientas, solo, corriendo entre
las balas del enemigo, llegué donde estaba Bill, que había quedado atrapado en
esa cochina fosa; y como pude, con un esfuerzo sobrehumano, logré rescatarlo–.
–¿Piensan que aquí va suceder algo semejante?–,
dijo no sin cierta ironía el entrevistador.
Alisándose
profusamente los bigotes, Mc Allison respondió mirando a la cámara:
–Para que sepa el condado, para que sepa el estado de Carolina del
Norte, para que sepa el país: el glorioso cuerpo de bomberos de New Shipping
jamás ha retrocedido ante ninguna adversidad. ¡Y si este rescate es más
complicado de lo que pensábamos, por Dios y nuestros hijos juro que igualmente
venceremos!–
El tono
grandilocuente del capitán no difería mucho del utilizado por el presentador
del telenoticiero unos minutos antes. Cambiando los personajes en juego, lo
expresado era casi lo mismo. El pastor que sermoneó luego de las noticias no
fue muy distinto tampoco.
Siguieron los
aprestos para lograr el rescate de Daisy, que cada vez lloraba más
desconsoladamente. Su dueña, evidenciando ya las secuelas del cansancio y la
tensión, no lograba esconder alguna lágrima. Al mismo tiempo, y en una mezcla
confusa de sentimientos, se sentía protagonista de una historia que jamás
hubiera pensado. De repente junto a su casa apareció un enorme cartel que
decía: "Tía Nancy: estamos
contigo. ¡Venceremos!"
No sabía con
exactitud a qué se referían: si al rescate de su mascota, a la guerra de
Vietnam o al retorno de su sobrino Tom. Comenzó a sentir una jaqueca aguda.
Si bien no habían
venido con ese propósito, al ver que la noticia produjo una espontánea y cálida
reacción popular, los del canal de Raleigh, previa consulta con sus directivos,
decidieron comenzar a cubrir en vivo la escena. Un periodista tuvo la idea de
acercar un micrófono hasta la perrita.
La transmisión
comenzó a hacerse en cadena, con un presentador en estudios centrales, más las
tomas en el vecindario. El efecto no se hizo esperar; la medición de audiencia
–tan típica en Estados Unidos– evidenció un éxito inaudito, lo que llevó a
transmitir rápidamente el evento para todo el estado.
Los quejidos de
Daisy, las lágrimas de su dueña –que fue confianzudamente presentada ante las
cámaras sin mayores escrúpulos como la
Tía Nancy–, nuevas declaraciones del capitán Mc Allison, evocaciones
confusas de Vietnam –que no se sabía por qué aparecían, pero que sin dudas
despertaban interés en los televidentes–, comentarios de los vecinos, otros
comentarios de los reporteros … todo se sucedía en una vorágine de imágenes
deshilvanadas que, por misteriosos motivos de la psicología colectiva,
concitaba cada vez más la atención general de los televidentes.
La idea de acercar
un micrófono a Daisy fue de un efecto demoledor: casi instantáneamente, luego
de salir al aire esos lamentos, se comenzaron a recibir llamadas telefónicas
con contenidos de lo más diverso, desde compadecimiento hasta cólera, no
faltando quien intentaba dar sugerencias prácticas para solucionar la
situación. Hubo, igualmente, quien propuso sacrificar al animal, "para evitarle sufrimientos".
Alguien también llamó sugiriendo nombrar a la perrita "símbolo de la resistencia nacional".
El cansancio comenzaba a hacerse notar en los bomberos.
Era ya medianoche y el calor no cedía. Casi la totalidad de la población de New
Shipping se había dado cita en las cercanías de la casa de Nancy para seguir de
cerca los acontecimientos. Muchos, al mismo tiempo, los miraban también por la
televisión. La Tía Nancy volvió a aparecer en las pantallas:
–Esto demuestra lo que podemos ser como gran pueblo, como gran país: un
grupo que se une, que se da la mano para sacar adelante mancomunadamente una
tarea en nombre del bien común–. Se sabía a sí misma
mediocre oradora; en realidad sólo había hablado ante sus alumnos durante sus
años de magisterio, pero jamás lo había hecho ante un gran público. Las
circunstancias actuales, sin embargo, la envalentonaban. Los reflectores de los
canales de televisión –ya no era sólo el de Raleigh; también habían llegado
desde Washington– la estimulaban, la portaban más lejos de sus posibilidades.
Le hubiera gustado seguir hablando sin límites, fascinada al escucharse, al
saberse en esa situación.
Quien sufría,
mucho, cada vez más, era Daisy. Sus gemidos eran captados por buena parte de la
población noctámbula del estado. Había algo de indecible en toda la escena: los
mismos periodistas, sin proponérselo, contribuían a profundizar un clima entre
melodramático y de barato espectáculo de feria.
Mc Allison,
acompañado del jefe de la otra brigada de bomberos llegada tiempo atrás:
String, tomó finalmente la decisión de atrapar a la perrita con una red, y así
bajarla del árbol. Iba siendo ya el amanecer, lo que le pareció una hora
propicia para finalizar el rescate. "Buen
trabajador, pasando la noche en vilo para cumplir con su deber", pensó.
Así tendrían que verlo en la televisión, "era lo menos que se podía
concluir de la faena desarrollada", razonaba.
Eran ya las seis de
la mañana; el calor no se había ido en toda la noche, y ahora nuevamente
comenzaba a arreciar. Una vez más aparecía el noticiero en las pantallas. Una
vez más, también, la guerra de Vietnam ocupaba el primer lugar entre las noticias.
En realidad no había mucha diferencia entre cómo se cubría esto y cómo se había
encarado la historia de Daisy: lágrimas, algún capitán arreglándose los bigotes
y contando historias heroicas, alguna Tía
Nancy con chillona voz maestril dando vibrantes discursos…. Faltaban,
eso sí, –elemento que en la transmisión nocturna en vivo había sido
fundamental– los quejidos vietnamitas. Por cierto los de Daisy habían resultado
conmovedores. ¿Quizá los de algún vietnamita no conmoverían tanto? Mejor no
probar.
Alrededor de las
seis y quince, siendo cubierta en directo, en una acción combinada entre los
dos cuerpos de bomberos, se procedió a atrapar con una red a la pequeña perrita
que, para ese entonces, estaba ya en situación de absoluto pánico. En la maniobra
–"muy arriesgada, por cierto"– la pobre cayó al suelo, con tanta mala
suerte que falleció en forma instantánea.
Por iniciativa de
los vecinos, contándose igualmente con el aval de las autoridades municipales
locales, se levantó un monumento recordatorio de la "graciosa, simpática y por siempre conmemorada Daisy" –tal
como podía leerse en la placa que la evocaba–.
Tom, el sobrino de Nancy, también falleció. Tom, el
bombero, tiempo después marchó al frente.
Nunca se supo bien
quién fue el que la propuso ni cómo se arreglaron los pequeños detalles de
implementación, pero a partir de la audiencia récord obtenida con los
improvisados discursos de la "patriótica
Tía Nancy" con ocasión de la transmisión en vivo durante las
escenas del fallido rescate de Daisy, su imagen se tornó símbolo: tía de un
soldado norteamericano caído, cada semana empezó a aparecer en la televisión
hablando del sufrimiento de un familiar, pero más aún: arengando a ganar la batalla
"superando el dolor". Meses
más tarde recibió de manos de un delegado presidencial una medalla al honor.
Claro, había un ligero error: en la dedicatoria decía "a la querida tía
Daisy".
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