Lo escuchó por primera vez en la
Catedral de M., teniendo apenas ocho años, cuando se casaba su prima mayor. Lo
marcó para toda su vida.
Era costumbre relativamente frecuente
en ese entonces acompañar las ceremonias nupciales con el Canon a 4 voces en re
mayor de Johann Pachelbel. La que en aquella oportunidad se usó fue una
versión a capella para un modesto coro de capilla. J. ya
estudiaba piano en ese momento, pero no pensaba que podría llegar a ser
destacado músico profesional algún día. El canon de Pachelbel era su obra
favorita, que tarareaba a diario. “No pares hasta superar a Beethoven”,
solía decirle su madre, un poco en broma, un poco en serio.
No había ningún músico en la familia;
algunos habían chapuceado algún instrumento, no pasando de humildes
aficionados. El primo C. supo cantar en alguna cantina cuando más joven, pero
no pasó de ahí su interés musical. J. daba cada vez más muestras de tener altas
condiciones para el arte sonoro.
A los dieciséis decidió que se
dedicaría a la composición y a la dirección orquestal, no así a la
interpretación del piano. No sin pocos esfuerzos familiares, viajó a la ciudad
de E. para recibir clases con el afamado Maestro L. En poco tiempo alcanzó un
notorio dominio del arte de la armonía y la composición. El canon de Pachelbel
seguía siendo su obsesión.
“No parar hasta superar a
Beethoven”, le resonaba continuamente. Las palabras maternas lo marcaron
tanto como la obra de Pachelbel.
A los veintidós años estrenó su primera
obra: un trío para piano, violín y violonchelo. Tuvo un relativo éxito; no era
desagradable en términos melódicos, pero le faltaba aún la contundencia de un
consumado compositor, fuerza expresiva, genialidad. “Todavía no lo supero,
por eso no puedo parar”, se repetía a diario.
Su trabajo era incesante, febril:
componía, daba clases, dirigía coros. A los veintitrés sufrió la enfermedad. La
medicina de ese entonces no estaba lo suficientemente desarrollada como para
evitar la tragedia. La infección afectó su oído.
“Bueno…, al menos puedo quedar
sordo como él. En algo me le acerco”, comenzó a pensar con resignación.
Pero no se dio por vencido.
Con la audición crecientemente
disminuida acometió la obra, la que sería su única, pero espectacular, obra orquestal,
sin dudas su fabulosa obra maestra: una versión del canon de Pachelbel
increíblemente monumental: orquesta para 175 instrumentos, coro mixto de 200
voces, triple juego de timbales, vientos de metal con profusión de trompetas,
órgano de tubos, campanas de iglesia y dos xilófonos.
El día anterior al estreno –que fue
un éxito apoteósico– tuvo su primera experiencia sexual; fue con una alumna,
encantadora jovencita quinceañera que venía provocándolo desde hacía tiempo.
J., tímido a morir, ya completamente sordo, no pudo escuchar ni una palabra de
las que profería la muchacha. No tuvo erección.
El día siguiente, durante el estreno
–no dirigió la orquesta porque no podía escuchar absolutamente nada, haciéndolo
el afamado director H., que también fuera su maestro otrora– lloró amargamente
en silencio en el momento de los vítores. El público aplaudió encantado,
enardecido, hipnotizado por interminables minutos y, como cosa inusual en los
teatros, se debió repetir entera la ejecución tres veces debido a los
imparables bis.
J., además de llorar en silencio,
sonrió orgulloso, también en silencio. Nunca se supo si por el monumental éxito
de la obra, o por las ininteligibles palabras que profirió al recibir la
ovación: “Cumplí, madre. ¡No paré!”
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